3.31.2010

HD on the Radio


La idea salió de una entrevista que, como tiene que ser, pasó muy rápidamente del rigor periodístico a la conversación, la onda, el feeling. Óscar Molina, de www.planarteria.com (la web rockera que el Ecuador tanto necesitaba), y yo hablábamos sobre Los Pescados, sobre el tiempo y las cosas que pasaron entre El Año del Pescado (2007) y No Somos Siameses (2009). Óscar me dijo que en el primer disco tratábamos de ser una banda y en el segundo lo habíamos conseguido o estábamos más cerca de conseguirlo. Sí. Puede ser. Ojalá así sea. Seguimos en el intento, en todo caso. Igual creo que, sin importar cuál sea el futuro o el no future de la banda, si pasan veinte años y seguimos en capacidad de tomarnos una cerveza y chismear en cualquier parte habremos tenido una carrera exitosa. En fin, una vez que terminó la entrevista Óscar me preguntó cómo iba la novela y yo le conté que ya, que salía con Alfaguara, que estábamos corrigiendo galeradas y organizando el lanzamiento. Creo que hasta leí en voz alta el capítulo en el que Miguel habla de los Ramones. Entonces quedamos en hacer algo con HD y el personal de Plan Arteria y, claro, vino la idea de un podcast, no una entrevista literaria sino armar el playlist de la novela y emitir un programa con la banda sonora, digamos. No pudimos incluir todos los temas, obvio, pero quedaron los momentos clave, las canciones que representan, grafican, exponen los sentimientos más extremos de Miguel: desde subir el volumen a toda madre a Kula Shaker para deshacer el mundo exterior hasta darse contra las paredes con Nirvana para salir de esa celda que puede ser el cuerpo.

¿Será ésta la primera vez que una novela se vuelve podcast? No lo sé, no me consta y tampoco importa tanto. Lo que importa es que ya, está, aquí está. Gracias a los broderes de Plan Arteria por el tiempo que se tomaron para esto y por jugársela conmigo.

Enjoy.

http://www.planarteria.com/2010/03/cursor-segunda-temporada-%e2%80%93-especial-hablas-demasiado/

3.26.2010

El cine es plebeyo


Gracias a que en el cine las cosas son así, el llamado séptimo arte todavía puede contarse entre las lenguas vivas de este tiempo. El hecho de ser un arte popular lo ha salvado del museo y del tratado, dos formas de embalsamamiento. El día que pase a mandar más el erudito que el público entusiasta y de buen sentido, más burócratas culturales que el mercado, el cine dejará de ser plebeyo. Pero habrá pagado un costo bastante alto. Le ocurrirá lo mismo que al llamado video-arte, lo mismo que a todas las vanguardias mendicantes de este mundo, engordadas por el mecenazgo de las fundaciones y los gobiernos: apestará a alta cultura, a naftalina y metalenguaje. Un hedor irrespirable.

Héctor Soto (1991)

Del libro Una vida crítica.


3.21.2010

Próxima estación: Cuenca


HD llega a Cuenca, una ciudad a la que siempre quiero volver y en la que siempre me quiero quedar. Nunca antes he ido como escritor. He ido como Pescado, he tocado en un par de lugares, la he pasado bomba y he encontrado la clase de personal que te hace sentir en casa a los cinco segundos de haber llegado. Aún así, ésta es como una primera vez, otra vez. Como tiene que ser. Como es.

El miércoles 24, a las 16h30, estaré en la Sala de uso múltiple de la Universidad del Azuay, conversando (sin hablar demasiado, espero) con Ángeles Martínez y Juan Carlos Astudillo. Una reunión generacional que ya veremos en qué (y cómo se) degenera.

Acá una entrevista que salió en El Universo cuando HD estuvo en Gkill. “Tenemos miedo a ser ecuatorianos”, dice el titular. Y sí, lo dije. Alguna gente se lo tomó mal, lo sacó de contexto y trató de convertirlo en un insulto. Nada, pero nada que ver. Lo dije cuando me preguntaron por qué en la era de la globalización yo escribía una novela tan local. No sé si sea local, se que es la historia de un tipo que está perdido y termina encontrando su camino o, al menos, buscándolo. Es una historia que podría pasar en cualquier parte del mundo, ¿por qué no en Ecuador?

Miércoles 03 de marzo del 2010 Arte y cultura

Juan Fernando Andrade: ‘Tenemos miedo a ser ecuatorianos’

Clara Medina
Entrevista: Escritor manabita.

Tan manabita como la sal prieta. Tan de Ecuador como el sombrero Montecristi. Así es la novela Hablas demasiado, de Juan Fernando Andrade, un escritor nacido en 1981 en Portoviejo y radicado en Quito. Pero al igual que la sal prieta, o el sombrero, la obra de este autor, que ya ha publicado dos libros de cuentos y coescribió el guión para la próxima película del cineasta Sebastián Cordero, puede ser acogida en otros lugares. Quizá en otras geografías.

Editado por Alfaguara, el libro de Andrade llega esta noche a Guayaquil. Su presentación es en el bar Diva Nicotina, en un acto que se realiza a las 20:00 y que se ha estructurado como una conversación entre amigos. El escritor dialoga de su libro con Francisco Santana. La música, el cine, la televisión, los quiteñismos, el costeñismo, y la apatía por la realidad y por las obligaciones, conviven en esta obra, que tiene como protagonista a un portovejense que vive en Quito y que se llama Miguel.

El escritor chileno Alberto Fuguet, en la contraportada de Hablas demasiado dice que usted escribe desde la voz de un provinciano conectado. ¿Por qué escogió narrar desde la localidad cuando ahora lo que muchos buscan, más bien, es expandir fronteras? ¿Cuál fue su apuesta con esta novela? Uno tiene que hablar de lo que sabe y a mí siempre me ha interesado el tema de ser extranjero en el Ecuador, porque un guayaquileño en Quito igual es un extranjero. Y un manabita en Quito tal vez un poco menos. Los manabitas tenemos la ventaja de que estamos neutrales, no estamos metidos en ese lío Guayaquil-Quito. Nosotros le caemos bien a todo el mundo, porque piensan que somos como inofensivos, porque ser manabita y saber leer al mismo tiempo es como !guau¡ Me interesaba ser extranjero en Quito y decidí hacerlo por ahí. Y lo que dice Fuguet de estar conectado es cierto. Hay gente que solo encuentra sus verdaderos amigos en foros de internet. Y Miguel es un poco así. No está conectado con la realidad, pero está conectado con su realidad. Eso me interesaba, el mundo privado, que se confronta con esta realidad, la no virtual, que es ser de Portoviejo y vivir en Quito. Ser un tipo solitario, de provincia, pero no necesariamente silvestre. Miguel tiene referencias, es más o menos un tipo culto. Yo decidí apostar a eso porque lo siento cerca, porque es mi situación, porque sabía de lo que estaba hablando y porque yo disfruto mucho de las cosas que se sienten sinceras. Yo no vivo en Nueva York. Vivo en Quito y soy de Portoviejo. Dije voy a hacer una novela no solo ecuatoriana, sino costeña, y no solo costeña, sino manabita.

¿Y no le asusta encapsularse demasiado? ¿Escribir de ese modo no equivale a cerrarle posibilidades a su libro? A mí me gusta. Si uno ve las películas de Woody Allen son muy engrupidas, solo que él vive en Manhattan, yo vivo en Quito. Tal vez me habría dado miedo si la hubiera escrito a los 22 años, pero yo ya tengo 28 y varios años publicando. Al publicar una novela me expongo a las críticas de todos, sí, pero no iba a hacer una novela sin pasaporte. A mí no me interesa la obra neutra para nada. A mí me parece, por ejemplo, que una novela chilena debe estar cargada de chilenismos y que entre más tenga, mejor. También son herramientas narrativas. El boludo de Argentina es como el cojudo del Ecuador. Pero yo soy ecuatoriano y no voy a escribir boludeces. Como que le tenemos miedo a ser ecuatorianos. ¿Por qué? A mí me parece que es maravilloso y terrible el Ecuador, pero vivimos aquí.

¿Cree usted que la suya es una novela generacional, que representa a esa generación que ahora está por llegar a los treinta años?No podría decir eso. Creo que es demasiado. Si la gente se siente representada, enhorabuena. Yo quería hablar de la generación que creció un poco en los noventa, del grounge, que era la música que escuchábamos. Y también de una generación que no está dispuesta a entrar a un sistema que lo ha traicionado. Yo no sé si siempre fue así, pero cuando uno va creciendo se da cuenta de que casi nadie hace lo que le gusta. Eso es lo raro. Eso está mal. Normalmente, diariamente, la gente se frustra y se amarga en su trabajo. Y la generación de Miguel y de Castor se rebela contra eso.

Al final del libro, como en una especie de agradecimiento, usted habla de cuatro novelas: Mala onda, de Alberto Fuguet; El guardián entre el centeno, de J.D. Salinger; ¡Qué viva la música!, de Andrés Caicedo; y Less Than Zero, de Brett Easton Ellis. Señala que estas obras le dieron el valor. ¿Qué tipo de valor le proporcionaron estos libros y estos autores?Son novelas que han tenido mucha influencia en mí. Son novelas cercanas y cercanas entre sí. Las cuatro son novelas contadas por adolescentes, las cuatro son primeras novelas. Las cuatro son novelas contadas en primera persona y las cuatro comparten esa lucha que tiene Miguel por no entrar en el mundo de los adultos, muy entre comillas, porque hay otra forma de ser adulto. Y esos cuatro libros se rebelan contra un sistema. Son libros que yo siento que me acompañaron y me hablaron a mí. Y yo quiero que mi novela sea así. Creo que mi novela está muy, muy distante de estas cuatro novelas que son geniales, de repente es como una primita, chiquita, pobre, fea, que nunca nadie va a ver, pero yo quería que los vínculos sanguíneos se hicieran por ese lado. Quería sentirme acompañado. Son novelas universales que no se escribieron con ese propósito. Son novelas que yo sentí que me iban a hacer barra, como que ellas estaban en la primera fila y yo estaba en el cuadrilátero. Son las mejores amigas, la influencia que yo quería que mi novela tuviera. Es como que si yo tuviera una hija y le hubiera dicho: “Conoce a estas cuatro chicas, que son fabulosas. Ojalá se te pegue algo”.

La novela, aunque en primer momento parece que narra sobre una juventud desubicada, perdida, en el fondo habla de una gente que decide ser como es, sin mentir. Me gusta que lo ponga así. La novela de lo que se trata, al fin y al cabo, es de un tipo que decide tomar las riendas de su vida, tal vez un poco tarde, pero mejor tarde que nunca. Habla de una generación, por decirlo de alguna manera, que sale del clóset. Que descubre su camino y no tiene vergüenza. Pero es su camino de verdad, no el que quieren sus padres. Es una obra sobre gente que está perdida, pero que halla el rumbo. No es una generación perdedora, pero sí como una generación que abre una brecha, un camino, en un bosque que no le pertenece.

3.15.2010

Urkh 24


Wish You Were Here ¿Cuándo fue la última vez que escuché este disco? No lo sé. Imposible adivinarlo. No he tenido una vida Pink Floyd, ni siquiera una época. He tenido, sí, momentos Pink Floyd. He tenido quince años o más o tal vez un poco menos y he escuchado The Wall sumergido en el agua de la tina en el baño de mi cuarto, ese tipo de cosas. Es más, hace poco, muy poco, que subí WYWH al iTunes y esta es la primera vez que lo escucho viniendo directamente desde mi biblioteca. Sé por qué lo escucho, lo escucho por Rodrigo Fresán. En “Agujeros negros, luces de colores y momentos maravillosos: explicación y agradecimientos” ese tan esperado (tan esperado como la novela que lo antecede) behind the music que viene (que siempre viene) en El fondo del cielo, lo nuevo de Fresán, el argentino escribe que este “puede ser considerado como el disco de cabecera de El fondo del cielo y siempre me pareció el perfecto soundtrack para un film de ciencia-ficción intimista y doméstico”.

Esperen, el disco se acabó. No, los discos no se acaban. Dejó de sonar, quise decir.

Va de nuevo. Ahora sí. ¿Dónde me quedé?

Ah, ya.

Hoy terminé El fondo del cielo aunque en honor a la verdad debería decir que fue El fondo del cielo el que terminó conmigo. La novela, que no es una novela de ciencia-ficción sino una novela con ciencia-ficción, despega desde mis manos y, tal vez, vuelve a Urkh 24, Aquel-Lugar-Donde-Se-Dejan-Oír-Las-Melodías-Más-Desconsoladas. Aquel planeta que no puede ser otro que Fresán Planet, donde habitan todos sus personajes y festejan todos sus ídolos y que nosotros, sus lectores (porque uno no lee a Fresán, uno es lector de Fresán), podemos ver cada tanto, desde acá, desde un lugar que puede ser una habitación cercana al Estadio Olímpico Atahualpa o el asiento en la última fila de asientos de una nave espacial cuyo nombre nos será revelado el día en que nos sea revelado su destino, sea este final o transitorio. Después de la cuenta regresiva vino la explosión y la tierra se sigue moviendo. Recuerdo una historia de amor. Tres hombres. Una mujer. Pero solo dos de esos hombres son amados por esa una mujer, una mujer con hombres pero sin nombre, dicho sea de paso. Son primos, son judíos, viven en Nueva York, son Isaac Goldman y Ezra Leventhal. Y ella, claro. Ella que tiene voz y termina contando la novela y contándonos que el mundo se ha terminado varias veces pero que éste, el fin del mundo que estamos a punto de leer, de presenciar, es de verdad el último fin y el comienzo de todos los finales del mundo. Eso, sí. Eso creo, al menos. Uno sale (¿uno puede salir?) de las novelas de Fresán sintiendo que hay más, que hay algo que verá la próxima vez, durante la próxima leída. Las novelas de Fresán son tan de Fresán que llegará el día en que ya no pueda escribirlas, habrá un grupo de gente obsesionada con Fresán que será más Fresán que Fresán y, por supuesto, escribirá mejor Fresán que el mismo Fresán.

Wish You Were Here de Pink Floyd. Cuenta la leyenda que Syd Barret fue a visitarlos mientras grababan, justo el día en que David Gilmour contraía matrimonio, el 5 de junio de 1975. Apareció sin avisar. Estaba gordo, inmenso, llevaba una funda de plástico, se había rasurado la cabeza, y las cejas. Fue la última vez que lo vieron. Eso sí que es Sci-Fi.



Te encuentres donde te encuentres, cerca o lejos, si puedes leer esto que ahora escribo, por favor, recuerda, recuérdame, recuérdanos así.

Las religiones son, todas, formas primarias de la ciencia-ficción: destellos fulminantes, volar, arriba y abajo, visitantes de galaxias al otro lado del infinito, aparecer y desaparecer. No importa el planeta, la historia es siempre la misma y es una historia impulsada por los inestables combustibles del amor y de la muerte y de una fe inferior en algo superior: el hombre crea Dios para que Dios cree al hombre. Y enseguida descubren que no pueden desactivarse entre ellos y que ambos se han convertido en una suerte de monstruo de Frankenstein para el otro. Así, el hombre cree en Dios para poder hacer lo que le plazca en su nombre y Dios cree en el hombre para poder echarle la culpa de todos sus errores.

Y que siente algo de piedad o, tal vez, un resto de cariño y regrese a mí no para amarme sino -porque no creo que exista una forma más noble y sublime de amar a alguien- para explicármelo todo.

…y yo querría ser así: ser de tan lejos y sentir tan poco.

Es una foto de tiempos en los que tomarse una foto era una gran ocasión: había que concertar cita en un estudio profesional, vestir las mejores ropas, elegir el motivo del telón de fondo y, jamás, sacar la lengua en el momento del disparo. Las fotos eran cosa seria. Las fotos no eran, aún, instantáneas fáciles de corregir y repetir. Las fotos eran lentas y permanentes y no sé si nos robaban el alma pero, sí, seguro, nos capturaban un instante para siempre. Toda foto, entonces, era histórica.

Y ninguno de nosotros dice nada; pero estoy seguro de que los tres, cada uno a su manera, pensamos exactamente lo mismo: se puede sobrevivir a la certeza de que una determinada mujer es la más hermosa que jamás se ha visto, sí; pero es tanto más difícil seguir viviendo luego de experimentar el convencimiento absoluto de que esa mujer es y será, también, la más hermosa que jamás se verá en toda la vida.

Y acaso lo más importante de todo: supimos que estaba bien que ambos la amásemos, porque el amor de uno solo de nosotros habría sido insuficiente, casi una ofensa frente a lo que ella generaba. Supimos que la amábamos y la felicidad de volver a encontrarnos, de unirnos aún más amando a la misma persona, nos hizo tan felices porque estábamos seguros que ella no podría sino amarnos a los dos. Y que, por su amor, los dos estaríamos unidos para siempre.
Con ella.

El palacio de la memoria… Mi memoria no es un palacio. Mi memoria es una nave espacial girando en una órbita muerta alrededor del pasado. Allí estoy yo, desde allí transmito, como un disc-jockey de medianoche.

El espacio entre este planeta y el otro planeta es lo suficientemente pequeño como para que nosotros podamos observarlos desde nuestro olvidado mundo y, al mismo tiempo, lo suficientemente grande como para que, en vuestro mundo inolvidable, tan ocupados mirándose los unos a los otros, ustedes no puedan darse cuenta de que los estamos observando.
Que los observamos todo el tiempo.
Y que está bien, que nos hace tan felices que así sea.

Siempre me he preguntado porque siempre hay un soldado de apellido Kowalski. En libros, en películas, en series de televisión, en la vida real. Me pregunto si todos esos Kowalski pertenecerán a una misma familia o a una hermandad secreta. A una tribu oculta y ocultista que se dedica exclusivamente a la producción de militares marca Kowalski. Pilotos de avión, marineros, comandos especializados, lo que sea y lo que haga falta. Para las alturas del firmamento o en las profundidades de los océanos o en las más impenetrables junglas: tenemos el Kowalski que usted necesita.

…o tantos escritores que cambian la tinta por el alcohol para así intentar adormecer todas esas cosas que se les ocurren dentro de su cabeza y que, no lo saben, en realidad ocurren en otra parte.

Un sonido como el de una orquesta estrellándose contra lo más alto al final de un a canción final en el final de un disco, un día en la vida.

No es una historia de ciencia-ficción porque es una historia que lo único que hace es mirar hacia atrás, recordar, fabricar recuerdos en la máquina de la memoria.
No: en realidad esta es una historia de amor.
Tal vez no sea la historia de amor más grande pero sí, seguro, la historia de amor más larga.

Y es tanto más difícil corregir algo que no salió del todo bien que inventar algo que no se sabe cómo va a salir.

La realidad es lo que no desaparece cuando dejas de creer en ello.



3.11.2010

Silenciador


Nadie sabe lo de nadie. Nadie sabe lo del otro. Casi nadie sabe lo que le pasa, lo que le está pasando, qué es eso que le hace hacer las cosas que hace sin saber por qué. Y sigues. Sigues. Avanzar te da una extraña sensación de seguridad. Sigues porque así la vida también sigue y si la vida sigue, quién sabe, puede que llegue a algún lado, algún día, alguna vez, antes del fin, ojalá. Tenemos la esperanza de saber qué pasó mucho después de que pasó, pero no tenemos ninguna certeza. Las cosas no siempre pasan.

Los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne tampoco saben qué pasa, no lo saben exactamente, pero lo intuyen, sospechan y tratan de descubrir el misterio haciendo películas. Lo que buscan no es la respuesta sino el origen de la pregunta. Ni siquiera saben qué es lo que le pasa a Lorna, el personaje principal de su recién llegada al Ecuador Le silence de Lorna. Aparentemente, no le pasa mucho: le pagó a un belga para que se case con ella y así obtener la nacionalidad que luego tratará de venderle a un ruso adinerado, también a través de la unión ante la ley del hombre. Lorna quiere dinero, tampoco mucho, lo suficiente para que ella y Sokol, su novio, puedan montar un bar y tratar de vivir tranquilos. En papel, todo suena bien, sencillo, hasta fácil. Pero Lorna no está sola, trabaja con una especie de “organización” que planea matar a su esposo para que ella pueda casarse nuevamente en el menor tiempo posible. Ah, otra cosa, el esposo de Lorna es un Junkie que ha decidido dejar o tratar de dejar la heroína y necesita de su ayuda, necesita que Lorna lo salve y ella necesita salvarlo porque es lo correcto, porque no todo en la vida es repartirse el botín después del atraco. Empiezan los problemas. Una vez que alguien quiere ayudar a alguien más las cosas se complican. Lo sencillo es herir, curar puede costarle la vida a todos los implicados. Al principio hay un plan que se está cumpliendo según lo planeado. A la mitad Lorna se salta la partitura y actúa de oído, de corazón. Al final, aunque no sepa dónde está, está Lorna.

Los Dardenne hacen películas en cuatro cuadras, con cuatro personajes y quizás también con cuatro sensaciones, cuatro sentimientos, o menos. No se van más allá porque aún no entienden lo que sucede en su barrio, en su país, en sus cabezas. Avanzan de a poco. No es que tengan miedo, por lo menos no lo demuestran. Es como esperar todo un día para dar un paso, sabiendo que al final del año estarás muy, muy lejos. Prueban. Ensayan. Tratan. Recogen aciertos de películas anteriores y los pulen. Huyen de los fracasos del pasado, ponen todo su dinero en los fracasos futuros, como debe ser. Hacen películas que arrancan en la mitad, con un problema que empezó mucho antes de la primera toma, y se van antes del final, justo cuando uno no sabe qué hacer y debe valerse por sí mismo.



3.08.2010

El corazón de Jeff Bridges


Para mí, los Oscars son un evento deportivo. Cada año me reúno con amigos a ver la ceremonia y hacemos una especie de Oscar Party en la que apoyamos a los nuestros y acabamos al enemigo. El problema, o quizás esta sea la ventaja, es que, al contrario de los deportes que son disciplinas objetivas (el que mete más goles, gana; el que llega a la meta más rápido, gana, y así), el Oscar, y cualquier otra ceremonia de premiación, es la subjetividad pura. Por eso, estoy muy de acuerdo con la Academia cuando ganan los que quiero que ganen. Y este fue un buen año. El gran enemigo, sin duda, era Avatar, que sí, le ha cambiado el look a la ciencia ficción, pero no presenta ningún conflicto, es una de esas películas a las que nadie le puede decir que no, a estas alturas del partido, ¿quién se va a poner en contra la naturaleza?, James Cameron hizo un buen negocio, una buena película es otra cosa. Por otro lado, la noche fue de Hurt Locker y Precious, más de la primera que de la segunda, pero fue increíble que dos cintas que nadie quería hacer y ahora todos quieren ver se hayan llevado tantos honores. Además, Oscar para El secreto de tus ojos. Bien. Esa es. Y aunque no ganó Nick Hornby, ganó el Dude, un tipo que debió haber ganado hace años porque siempre se la ha jugado, nunca le ha apostado a lo seguro y se ha mantenido tan lejos de la vitrina de la industria como le ha sido posible, ganó el gran Jeff Bridges y todos estamos felices, se hizo justicia, por fin.


Vi Crazy Heart en el Seven Gables de Seattle, un cine, más bien un teatro antiguo, pequeño y encantador donde sólo pasan una película al día y la sala se llena de jubilados. La película no me mató, tiene momentos, pero no los suficientes, además, se resuelve en un dos por tres, se va por el camino fácil y casi todo el tercer acto es un video musical como armado al apuro. Sin embargo, lo que Jeff Bridges hizo como Bad Blake, el personaje principal, es como para que le den una estrella en el paseo de la fama del country (¿existe?) o algo así. De hecho, su actuación tiene mucho más que ver con la música que con el cine, Jeff Bridges, está claro, ama la música, siente que se puede vivir a través de ella y eso es lo que pone en escena cuando toca guitarra y canta (si me preguntan, lo hace mejor que Ryan Bigham, el compositor de los temas originales, el Dude canta con errores y excesos, canta con las imperfecciones con las que vive). Bad Blake fue famoso, fue grande, pero ya no lo es, ni de lejos. Lo encontramos tocando en salas de bolos y en esos bares que serían insoportables si alguien encendiera las luces, el tipo de lugar que huele a cerveza regada en las mesas y colillas de cigarrillo apagadas en el piso. Se hospeda en moteles, se acuesta con mujeres que se acostarían con cualquiera y vive a base de una estricta dieta compuesta por alcohol, cigarrillos y carne roja. Bad Blake podría encontrar otro trabajo, por lo menos podría intentarlo, pero no, ¿para qué?, eso no sería digno, mejor tocar para cuatro personas, pero tocar, que poner gasolina en una estación o limpiar los baños de algún colegio. Solo hay un problema, Bad Blakes es la víctima de Bad Blake, de su estilo de vida, de sus prioridades, de sus elecciones, y está a punto de morir. El enemigo siempre es uno mismo. No les voy a contar qué pasa luego porque, aunque sostengo lo que dije sobre la película, creo que nadie debe perderse a un Jeff Bridges que, por la sensación térmica con la que uno se queda luego de verlo en Crazy Heart, había esperado toda la vida por este papel. Crazy Heart también tiene Oscar por The Weary Kind, pero a mí me gustan más otros temas, acá van, en la voz de Jeff Bridges, canciones que muestran solo lo necesario, esa parte del corazón que a veces late y a veces no.