8.24.2010

El dato Cucurto


Washington Cucurto es un personaje creado por el escritor argentino Santiago Vega. No, al revés, Santiago Vega es un escritor inventado por un personaje llamado Washington Cucurto. Como si Charles Dickens hubiese firmado sus obras bajo el nombre de Oliver Twist, o a Sir Arthur Conan Doyle se le hubiese dado por presentarse ante la gente diciendo hola, me llamo Sherlock Holmes.

Cucurto, el personaje, es un cumbiastar dominicano lleno de vicios, mezcla de Héctor Lavoe y Jim Morrison, el tipo de Ídolo que hace esperar a su público por horas mientras acaricia adolescentes o se da de puños con la policía. Cucurto, el personaje-músico, es el más grande, la razón de vivir y de bailar para los paraguayos, dominicanos y bolivianos que emigraron a Buenos Aires en los noventa. Cucurto, el escritor, viene de ahí, del arrabal urbano marginal porteño, de cuchillos y cartoneros ambulantes. En su mundo no hay shows de Tango con cena incluida, Babasónicos o Pampita. Tal vez Cucurto sea la versión que Irvine Welsh pudiera escribir de Ciudad de Dios. Sus líneas son crudas, directas, toscas y hasta románticas: sentir que la única esperanza es una cerveza, salir de casa y despertar en una vereda con la cabeza rota.

No sé en qué momento Santiago Vega decidió ser Washington Cucurto y firmar (¿vivir?) sus libros con ese nombre, pero es cierto que parecen dos personas totalmente distintas. Cucurto, el escritor, es uno de los fundadores de Eloísa Cartonera, una editorial súper indie que hace libros con lo que otros llaman basura (existen proyectos similares en otros países de Latinoamérica), los arman a mano, desde la cocida hasta la portada, y los venden muy baratos en provincias y barrios donde no hay librerías. Libros de autores de la periferia intelectual argentina, libros de Borges, el recién desaparecido Fogwill y Tomás Eloy Martínez, libros que sólo se publican en su país de origen o que dejaron de circular (no por eso de leerse) hace años.

Cucurto, la persona, ha escogido una doble identidad y es uno de los pocos que ha logrado salirse con la suya. Es un escritor insobornable, que en su novela corta Cosa de Negros tiñe de sangre y trompetas un vínculo aparentemente imposible entre la cumbia y el gobierno argentino. Es la persona que incluyó la lectura en un mundo cuyos personajes estaban tan ocupados en sobrevivir que jamás pensaron en leer y salvarse.



Con súper chop de Condorina helada yo soy Gardel, buen mozo. Cuando levanto mi chop y me lo llevo a la boca, el mundo se detiene. Con mi súper chop en la mano yo cruzo la Cordillera.

Yo le di la idea, yo le tiré la mejor, pero después me despachó; cuando el dinero entra y el negocio crece, no hay para dos. El dinero, como la mujer, nunca se comparte. Uno patronea y el otro sirvientea. Como no me daba me fui. Él su junto con otros paraguayos con guita y agigantó todo. Entre paisanos, connacionales, compadres, todo va mejor. La nacionalidad te mata, curepí.

La fuerza de la cumbia no tiene paralelos ni parentelas. Única. Inimitable. Cascabel. Agradezco infinitamente no haber nacido en Yugoslavia, Holanda, Francia, Grecia. En esos lugares no existe la cumbia. Soy cata. En cada cata late la cumbia y vive César Vallejo. Cada vez que vean un cata, verán al engreído, al cumbiantero, al borracho imparable; yo sacaría a este turco ruin, truhán, y pondría de presidente a un borracho; un curda es insobornable, incorruptible, un borracho es un descenso al interior de nuestro ser, es la transparencia del alma, la verdad absoluta. ¿No dice el dicho acaso: “un borracho siempre dice la verdad”? ¿Qué político, qué dirigente conoce usted que esté a la altura de eso?

Le doy dos soberanas patadas más, justo en el cerebro salido, al aire libre, para que se componga en su lugar. No hay caso, el cerebro no entra más, así que lo arranco con los dedos y lo saco del todo. Lo tengo todo enterito colgando en mi mano, es chiquito como una paloma, sangra a borbotones, sangre a canilla libre. Se lo muerdo y en su lugar pondría un título fotocopiado de abogacía, o mejor no, mejor uno de medicina. “Gorda: te declaro doctora, así te sacas este crío de encima”, le digo. Me duermo parado. La gente comienza a correr, a gritar.

“Cogeme, negro, cogeme”, venía gritando la adolescente bailarina de cumbia. ¡Qué grandote y fuerte! Dame con todo, sacudime la persiana, enterrámela hasta el fondo, enjuagame el duodeno”.

¡El amor es mezquino, nos entregamos a una y dejamos a todos!

Trago pijas, pero no como vidrio. Lo mío es vocación.

“¡Esto es una mujer, las demás son fotocopias!”

“Nosotros lo decimos de envidia, porque nunca vamos a tener una mina como vos a nuestro lado. Porque somos borrachos, feos, machistas, y les pegamos a las mujeres”

¡500 años cumplimos todos! Pobres y ricos, argentinos y paraguayos, coreanos y dominicanos. Tanos y gallegos, turcos y árabes. ¡Rincón del litoral, palacio de la cumbia paraguaya, casa de todos ustedes, no podía quedar afuera de la fiesta!... Por tal razón ha contratado a la estrella más cara del mundo para que cante esta noche. Estoy hablando, sí, del más grande músico en lengua castellana. ¡Es-pe-cial-men-te… llegado de la República Dominicana… ¡La isla de la música mundial! ¡Con su orquesta especial de tragavergas! ¡Como el mismo las ha definido cariñosamente!... Y como toda estrella se hace esperar… acá estamos esperándolo… A nuestro ídolo ¡El majestuoso! ¡El insuperable! ¡El más premiadísimo! El morochazo bonitón del Caribe! ¡El Magnífico Sofocador de la Cumbia, Washington Cucurto!


8.19.2010

Gay Talese: la grabadora mató al periodismo.


Cada uno tiene su sistema y parte del mío es calentar leyendo antes de sentarme a escribir. Leer, claro, cosas relacionadas ya sea en tema o formato a lo que estoy a punto de enfrentar. Siento que todo, ficción y no ficción, tiene parientes, ancestros y hasta hermanos gemelos salidos de un útero distinto. Por lo menos en eso no estamos solos.

Preparando un perfil biográfico tuve la coartada perfecta para volver a la siempre luminosa
Frank Sinatra Has a Cold, el perfil en son de crónica que el gran Gay Talese compuso a partir de un acercamiento vía terceros al Old Blueyes de Hoboken. La historia, publicada en la revista Esquire en 1966, me ha ayudado antes y seguro me ayudará ahora.


Volver a una crónica también es volver a su autor y buscando encontré esté video en el que Talese habla con nostalgia y respingo de los good old times. Dice, entre otras cosas, que antes las revistas enviaban a sus reporteros a hoteles de lujo y les daban acceso a una cuenta de gastos con la que podían invitar a cenar y a beber a sus personajes (viva Mad Men). El truco, dice Talese, es pasar tiempo con los personajes, todo el tiempo posible, y pasarla bien: conversar como una persona en vez de investigar como un científico. En su momento, estuvo con Sinatra y su gente durante cuatro semanas, nunca pudo entrevistarlo directamente, pero vaya que lo conoció. Al final, Talese despotrica sobre el uso de la grabadora en las entrevistas. “Ahora los periodistas entrevistan a las estrellas de rock durante una hora y llenan su historia de citas, escribir en revistas ya no es una obra de arte”. Polémico. Es cierto que los apuntes ayudan más que las grabaciones a la hora de recrear escenas, sobre todo porque algo tienen de abstracto y se pude jugar con la forma de las cosas. Por otro lado, guardar las palabras exactas, los cambios de tono, los silencios, las pausas y la respiración entre frase y frase, es una manera de canalizar las emociones.

8.16.2010

CASH, by Johnny Cash


Johnny Cash tomaba anfetaminas todos los días, a toda hora, a cada rato. Luego tomaba barbitúricos para calmar el temblor que le producían las anfetaminas. No comía. No dormía. Vivía en un paréntesis y los boomerangs de lado y lado ya habían hecho sangrar el cuello. En algún momento, tal vez en el cuarto de un Motel para junkies o en la banca hedionda de un parque marchito, tomó una decisión: iría a la cueva Nickajack, cerca del río Tennessee, y dejaría que Dios hiciera el resto. Estaba convencido, su vida era la verdadera cueva y mejor quedarse ahí, quieto en la oscuridad, morir de hambre, seco y podrido. No sabe cuántos días pasó ahí dentro pero al darse cuenta de que seguía respirando asumió que aún no era el momento de irse. El hombre de negro empezó a gatear su camino de regreso y al salir de Nickajack lo esperaban su madre y June Carter, el amor de su vida. Era octubre de 1967. Johnny Cash pudo haber muerto ese día, pero no, volvió. Un año después grabó el invencible At Folsom Prison y más tarde, cuando supo que tenía algo para contar, se puso a escribir.

Man in Black, su primera autobiografía, se publicó en los ochenta. En 1997, para celebrar sus cuarenta años on the road, volvió a los escenarios de la memoria con un segundo volumen titulado simplemente CASH, al parecer, aún tenía esqueletos en el estuche de su guitarra. El Cash de entonces era otro, acababa de conocer al productor Rick Rubin (un grande que ha trabajado con todo el mundo, desde AC/DC hasta Weezer, pasando por Run-D.M.C y Dr. Dre) y estaba revisitando lo clásico y lo moderno de la canción americana con bastante éxito, cantando y viajando. Los capítulos de CASH empiezan con una locación. A J.R., como le dicen sus amigos de la infancia, le gusta contar que está escribiendo en el bus en el que tourea, desde su casa en Cinnamon Hill (Jamaica) o en el escritorio de algún hotel europeo. Empieza como quien no quiere la cosa, describiendo el paisaje que lo rodea, contando las bicicletas en la calle o las nueves en el cielo. De pronto, tiene un recuerdo, un link, y nos vamos al pasado. El verdadero libro empieza allí, en sus primeros días de niño pobre recogiendo algodón, en la muerte de su hermano mayor (los que vieron Walk The Line tienen una idea de lo mucho que este accidente afectó la vida del pequeño Jhonny, pues bien, quienes lean CASH están a punto de descubrir niveles insospechados de intensidad), en su relación dañada y nunca entera con su padre, en su escuchar música para llegar al cielo, en su fallido primer matrimonio, en su amistad con Elvis, Roy Orbison, Bob Dylan y The Highwaymen (la banda que tuvo con Willie Nelson, Waylon Jennings y Kris Kristoffeson), en el amor irracional e inspirado que sintió por June Carter, en ver para atrás cuando ya no queda mucho horizonte que digamos y darse cuenta que, después de todo, no lo hizo tan mal, está vivo y tiene una historia, ¿no es eso lo que buscan todos los hombres? Una historia que, además, se puede contar.

Los editores aman las memorias porque se venden como lo que son, chismes. Por eso, el control de calidad no es siempre riguroso sino más bien permisivo y blando. CASH fue escrito con la ayuda de Patrick Carr, amigo de la familia y emblema del periodismo country. Y sí, tiene momentos que sobran y hasta rasgos de senilidad (¿era necesario enumerar a sus hijos y sus nietos?), pero por sobre todo tiene la mirada firme de un hombre que puede verse al espejo, que se acepta, que ya pasó por lo peor y está caminando su línea de regreso.


The rhythms of life on the road are so predictable, so familiar. I’ve been out here forty years now, and if you want to know what’s really changed in all that time, I’ll tell you. Back in 1957, there was no Extra Crispy. Other than that, it’s the same.

When I was through, she said, “Don’t ever take voice lessons again. Don’t let me or anyone else change the way you sing.” Then she sent me home.

I took the easy way, and to an extent I regret that. Still, though, the way we did it was honest. We played it and sang it the way we felt it, and there’s a lot to be said for that.

…I really wanted to wear my hear as Jefferson wore his, in a ponytail tied off with a black ribbon. “I’ll see if I can talk June into letting me grow enough hair to do that,” I said. Roy Orbison thought that was a grand idea. “Tell you what,” he said. “I’ll do it if you do it”… Wesley didn’t want to see his father dead and wouldn’t approach the casket, but I did. I walked up and leaned over to get a good last look at my old buddy. When I saw him I couldn’t help myself; I started laughing. That son of a gun had done it! There, sticking out from under his head, was a neat little ponytail, and it was tied with a black ribbon.

I first laid eyes on June Carter when I was eighteen, on a Dyess High School senior class trip to the Grand Ole Opry. I’d liked what I heard of her on the radio, and I really liked what I saw of her from the balcony at the Ryman Auditorium… She was great. She was gorgeous. She was a star… The next time I saw her was six years later, again at the Opry but this time backstage, because by then I was a performer too. I walked over to her and came right out with it: “You and I are going to get married someday.”

I just went on and on. I was taking amphetamines by the handful, literally, and barbiturates by the handful too, not to sleep but just to stop the shaking from the amphetamines. I was canceling shows and recording dates, and when I did manage to show up, I couldn’t sing because my throat was too dried out from the pills. My weight was down to 155 pounds on a six-foot, one-and-a-half-inch frame. I was in and out of jails, hospitals, car wrecks. I was I walking vision of death, and that’s exactly how I felt. I was scraping the filthy bottom of the barrel of life.

I knew what to do. I’d go into Nickajack Cave, on the Tennessee River just north of Chattanooga, and let God take me from this earth and put me wherever He puts people like me.

No answer came, but and urging did: I had to move. So I did. I started crawling in whatever direction suggested itself, feeling ahead with my hands to guard against plunging over some precipice, just moving slowly and calmly, crablike. I have no idea how long it took, but at a certain point I felt a breath of wind on my back and knew that wherever the breeze was blowing from, that was the way out. I followed it until I began to see light, and finally I saw the opening of the Nickajack Cave.


With my TV show ending, I took stock of my situation and considered my options. On the strength of the body of work I already had, I thought, I could tour forever, and I just might do that.





8.10.2010

Libros de supermercado


Mi madre y yo esperábamos un avión que nos llevaría de Quito a Portoviejo. Actualmente, dicha ruta la cubre Aerogal y nadie más que Aerogal. La misma aerolínea que tanto tiempo me ha hecho perder en Guayaquil, Manta y el resto de ciudades donde he tenido que aguantar sus demoras. Esta vez, el “ligero” retraso que anunció el alta voz sería de veinte o cuarenta minutos. Súper bien. Mi madre aprovechó para llamar a una amiga que estaba de cumpleaños y yo me puse a leer el periódico. Cuando volvió a la mesa, una de las personas que esperaba cerca de nosotros le preguntó, ¿ya fue al Supermaxi?

Portoviejo ha estado siempre lleno de mitos y uno de los más populares era el de Supermaxi, ¿tendría nuestro pueblo, alguna vez, un Supermaxi? Durante años enteros este rumor nos tuvo en vilo. Hubo debates televisivos, teorías de conspiración, se rezaron rosarios enteros dedicados a la causa. La palabra de la calle decía que ya habían comprado un terreno y que era sólo cuestión de tiempo. Pero nada. No pasaba nada. El terreno en cuestión permanecía amurallado, en silencio, alimentando matorrales y bichos. Algunos llegaron a pensar que la muerte los sorprendería sin haber paseado distraídos por el pasillo de un supermercado. Hasta que hace unos meses, de un día para el otro, los tractores empezaron a remover la tierra.

La Multiplaza de Portoviejo fue inaugurada el martes dos de agosto del presente año. Como era de esperarse, tal cual sucedió con el Paseo Shopping (mejor conocido como El Chopin) hace una década, la multitud perdió la cabeza y lo invadió. Tal vez pensaron que estaría abierto solo un día o algo así. Nada como ese momento en el que se compran cosas que no se necesitan y que seguramente terminarán podridas en el olvido, caducadas en el anaquel de la novelería.

Desobedeciendo a mamá, fui al Supermaxi un día después de haber aterrizado (por cierto, aquella vez aterrizamos en Manta, minutos antes la azafata nos dijo que por “motivos operacionales” no podríamos descender en Portoviejo, así, sin más, mientras se miraba las uñas) Mi misión era clara, ¿vendrían a mi pueblo los mismos libros que van a todos los Supermaxi? No sé si lo han notado, pero uno puede salir muy bien dotado de ese lugar. Truman Capote, Haruki Murakami, Vladimir Nabokov, Milán Kundera, Marguerite Duras, Mario Vargas Llosa, Pablo Neruda, Roberto Bolaño y Ryszard Kapuscinski, entre otros, están en la sección libros de Supermaxi, en buenas ediciones y más baratos que en las librerías. Ok, yo sé, no es el Ateneo de Buenos Aires ni el Strand de Nueva York, pero créanme, después de nacer-crecer en un lugar sin librerías, esos pocos centímetros son el cielo. Durante casi un año sufrí porque al parecer sería imposible que mi novela tuviese circuito comercial en Portoviejo, con su gente, donde le corresponde estar. Pero ya no. Pueden encontrar HD cerca de los enlatados.

Esa tarde compré Sin querer queriendo, las memorias de Roberto Gómez Bolaños, y Payasos en la lavadora, la autobiografía post-moderna-junky-pop-violenta-sabia del poeta Juan Carlos Satrústegi, rescatada del anonimato por Álex de la Iglesia. Como Aerogal volvió a retrasarse en el vuelo de regreso a Quito, tuve tiempo para dar vueltas en la lavadora.


La gente me da ascopena. Todas esas caras distintas… ¿No es obsceno? ¿No es repugnante pensar que todas las caras que llenan las calles, esas hordas de rostros confusos, nunca se repiten? Millones de combinaciones, a cada cual más repulsiva. Cientos de millones de orejas sucias, miles de millones de pelos en la nariz, cientos de miles de millones de granos. Y nunca iguales. Todos sorprendentes en su horror, en su realidad brutal.

El teatro, por ejemplo: un grupo de gente chillando en un decorado cutre. ¿Por qué siempre chillan en el teatro? ¿Para que los oiga el de la última fila?

Estoy en la cárcel. No descarto la posibilidad de que uno de esos individuos, o más de uno, me diera por culo mientras dormía. Más que una posibilidad se trata de un hecho verificable empíricamente. Intento subirme los pantalones con disimulo. Espero que no tengan sida. No lo parece, son fuertes y robustos. Al menos tengo que reconocerles la delicadeza de no despertarme. Soy incapaz de sentarme; me han roto el recto. Adopto una postura tipo maja desnuda. Puede que lleve aquí dentro días, o semanas. Lo que resulta obvio es que mis compañeros de celda han tenido el tiempo necesario para satisfacer plenamente sus más bajos instintos. Si lo tuviera, llamaría a mi abogado. Ahora lo importante es que no adviertan que estoy llorando.

…Me gustaría abrirme la cabeza y con una cuchara raspar las paredes del cráneo y sacar todos los desperdicios acumulados, toda la roña de ideas podridas, de sueños frustrados, proyectos fracasados, conceptos equívocos; no hay manera de despegar algunos, adheridos como la grasa quemada de un horno que nunca se ha limpiado, esa costra negra y brillante; necesitaría un cepillo de púas de acero para arrancar algunos miedos, el asco y el odio que no ha salido fuera, que se ha quemado en mi cabeza recalentada.

…Es obvio que me detendrán. Me declararé culpable, explicando detenidamente al jurado las razones por las que decidí asesinarle. Y lo entenderán. No he hecho más que cumplir un impulso interior irrefrenable que se halla en el alma de todo ser humano.

En cambio los culpables, por lo general, recibimos un trato más explícito. Sales a la calle y un tipo que no has visto en tu vida te suelta una hostia en los morros que te tumba. Sin razón. Porque sí. Esa es la lógica de la realidad. Mis propósitos son exclusivamente pedagógicos. Solo pretendo impartir unas sencillas nociones de ontología práctica. ¿Qué es el Ser?
El Ser es una hostia que te arranca los dientes.

El tiempo es una mentira, una trampa de las amas de casa para que desayunemos a la misma hora, para que cuando comamos o cenemos lo hagamos todos juntos. Si no llegan a inventar el tiempo, las amas de casa se pasarían fregando, y eso no puede ser… Una noche inolvidable es un pastel; se te deshace en la boca. Un debate en la televisión es una corteza de cerdo rabiosa; por más que la retuerces no hay manera de hincarle el diente.

Lo primero que te defrauda de una mujer cuando la ves desnuda es que carece del delicioso filtro evanescente de que cubre a las mujeres del Penthouse. No. No ocurre nunca. En el mundo real, las mujeres tienen el culo lleno de granos, bigote y, por lo general, pocas ganas.



8.02.2010

THE ECUADORIAN DREAM: pluma de oro Jorge Mantilla Ortega 2010


La noticia me llegó como a las nueve de la mañana, segundos antes de subir a un bote en Puerto López, al sur de Manabí. The Ecuadorian Dream, una crónica que se publicó el año pasado en la revista SoHo, tanto en Ecuador como en Colombia, ganó el primer lugar en el concurso de periodismo Jorge Mantilla Ortega 2010, acaso el más prestigioso del Ecuador. Es la historia de la comunidad Salasaca en la isla Santa Cruz, una historia en la que indígenas ecuatorianos viajan a Galápagos y, dentro de su propio país, viven y trabajan como ilegales. El tema es duro, serio, incómodo y ciertamente no es uno de mis temas. Quién sabe, quizás de haber podido habría escogido otro. Qué bueno que no lo hice, que aguanté como aguantan tantos todos los días. La crónica te abre los ojos y te cierra la boca.

Nada es gratis ni, mucho menos, coincidencia. El premio llega el día en que me embarcaba hacia la Isla de la Plata donde, como en Galápagos, hay Fragatas y Piqueros de patas azules; el mes en el que circula otra crónica mía, titulada Fragmentos de Galápagos, en la revista Mundo Diners. Pero lo más sorprendente es esto: Rodolfo Párraga, el fotógrafo con quien trabajé en la Isla de la Plata, otro manabita, ganó el primer lugar de su categoría en el mismo JMO, su trabajo está dedicado a la violencia en nuestra provincia, fue publicado en diario La Hora y se llama Sin miedo a nada. Era, además, la primera vez que trabajábamos juntos.

Sin miedo. Con todo. Es la única forma.

Aquí va la crónica.


The Ecuadorian Dream

Por Juan Fernando Andrade


En Galápagos casi nadie es de Galápagos. La mayoría de los residentes en la isla son, por así decirlo, especies introducidas. Te subes a la embarcación que atraviesa el corto canal entre Baltra -donde está el aeropuerto- y Santa Cruz, y el hombre que te cobra el pasaje es del Guayas. Te subes a una camioneta blanca de doble cabina, en Galápagos todos los taxis son camionetas blancas de doble cabina, y mientras pasan los treinta minutos que separan al muelle en el canal de la ciudad propiamente dicha, te enteras de que el chofer es de Tungurahua, que está aquí porque cuando erupcionó el volcán, en 2006, perdió todo y se endeudó de pies a cabeza. Llegas a otro muelle, esta vez en Puerto Ayora, te paras al borde, gritas taxi y una pequeña lancha a motor te recoge y te lleva a un lujoso hotel al que sólo se puede acceder por mar. La pequeña lancha se mete por entre los yates anclados, algunos harto ostentosos, otros viejos, oxidados, listos para ser escenografía combustible en una película de piratas. El piloto que te lleva al hotel es de Esmeraldas. Dejas tus cosas en la habitación y te dispones a almorzar, la chica que pone la mesa es de Manabí y el señor que trae las bebidas es de Loja. De repente te sientes en Nueva York, donde la pregunta más frecuente es ¿de dónde eres?, donde lo raro es encontrar neoyorquinos.

El Instituto Nacional Galápagos, mejor conocido como Ingala, tiene a su cargo la calificación y control de residencia en el archipiélago. Sus cifras más recientes datan de mayo de este año, y estiman que la población comprendida por los cantones San Cristóbal, Santa Cruz e Isabela, es de aproximadamente 25.000 habitantes, de los cuales entre 3.000 y 3.500 están en situación irregular, o sea que ingresaron como turistas, consiguieron un trabajo y pasaron a formar parte de una clandestinidad tramposa. Según la Ley Especial de Galápagos, que rige desde 1998 con el propósito de controlar el ingreso de personas y así conservar la reserva natural, existen tres y sólo tres formas de ser residente permanente: que hayas nacido en Galápagos y tus padres sean residentes permanentes, que te cases con alguien que sea residente permanente, o que hayas vivido en las islas –por un periodo no menor a 5 años- antes de que la Ley Especial entrara en vigencia hace diez años, el 5 de marzo para ser exactos. Las medidas de control a la ávida migración, responden a otra cláusula legal: en Galápagos, por obligación, el empleador debe pagar al empleado un 75% adicional a su sueldo en el Ecuador continental, por compensación de vida. La región insular ostenta el más alto costo de vida en el país.

Orlando Romero, jefe provincial de control de residencia, un tipo amable y calmo, me cuenta en su oficina del Ingala el proceso para conseguir un permiso de trabajo y ser residente temporal. “Primero tienes que buscar mano de obra local. Si necesitas contratar a alguien, haces un oficio dirigido al Gobernador, luego tienes que hacer comunicados radiales durante tres días, dos veces por día, en los que la comunidad se entere de la oportunidad de trabajo. Entonces esperas otros tres días a que lleguen candidatos y los entrevistas. Si pruebas que ninguno de ellos satisface tus necesidades, puedes contratar a alguien del continente que pasa a ser un residente temporal. Esto pasa sobre todo en la industria hotelera, donde por lo general buscan a gente que hable varios idiomas y tenga sus años de experiencia. A los residentes temporales se les entrega un carnet, que deben renovar una vez al año, justificando su presencia” Además del sector hotelero, están los choferes de taxis terrestres, pues el sindicato de choferes profesionales de Galápagos, cerró a principios de los noventas y ya no se producen profesionales del volante en la localidad. En hoteles, taxis y restaurantes está la mayor parte de residentes temporales de la isla, el resto vive en tela de duda. Romero dirige las redadas que por lo menos una vez al mes salen a pescar personas irregulares. “Las batidas grandes, como les llamamos, son en barras, prostíbulos y discotecas, sitios donde es normal entrar con la policía. En los barrios están los niños, a los que puedes causarles un trauma si ven cómo uno de sus familiares es detenido. Nosotros tenemos las bases de control de residencia en computadoras portátiles, sabemos quiénes son residentes permanentes, temporales o turistas transeúntes. Si alguien dice no tengo papeles, se revisa la base de datos. Si no aparece ahí, debe presentarse en el Ingala para una audiencia, y si no logra justificar su permanencia en la isla, tiene 48 horas para abandonarla, de manera voluntaria o acompañado por la fuerza pública”. El mayor porcentaje de personas irregulares, dice Romero, se ocupa en el sector de la construcción. Las carreteras que surcan Galápagos comenzaron a construirse en la década del setenta, las manos que las labraron vinieron en gran parte de la sierra central del Ecuador, de donde muchos obreros irregulares siguen llegando hasta el día de hoy. Los contratistas tienen la obligación de cerciorarse de la situación legal de sus trabajadores, pero al parecer son pocos los que se toman la molestia, de cualquier manera no hay castigo para ellos en la Ley Especial. “No hay forma de ponerle una multa al auspiciante”, se queja Romero, “Personalmente, creo que debería existir algún tipo de sanción, acá la mayoría de trabajadores indocumentados han sido explotados. Si tienen papeles, pueden cobrar entre 25 y 40 dólares diarios, si no, les pagan 12 o 15. A veces los amenazan con denunciarlos al Ingala y simplemente no les pagan”.

En la isla Santa Cruz, capital económica y turística del archipiélago, viven un estimado de 14.500 personas, es decir, más de la mitad de la población total de Galápagos. Entre 1.500 y 2.000 de esos habitantes son salasacas, una comunidad indígena salida del centro mismo del país continental. Salasaca, el sitio geográfico, es una parroquia del cantón Pelileo, provincia de Tungurahua, justo en la mitad del camino que va de Ambato a Baños. El pueblo salasaca habla quichua, el español es para ellos una segunda lengua que todavía les cuesta trabajo dominar por completo. Se dice que son mitimaes, producto de un sistema de deportaciones en masa, que tenía como objeto la rápida asimilación de las tierras conquistadas por los Incas, y que llegaron de Bolivia hace cientos de años. Lo cierto es que a Galápagos llegaron desde el corazón de los Andes y su presencia en la isla ha ido aumentando con el paso de los años.

El barrio se llama La Cascada y podría estar en cualquier ciudad pobre de la costa ecuatoriana. Casas amontonadas al pie de un cerro, en el que se mezclan la roca viva y el musgo verde intenso. Casas diseñadas y construidas por albañiles. Casas por las que jamás pasaron ni la mano ni los ojos de un arquitecto. Casas que parecen dibujos de primer grado: cuadrados empotrados en la tierra, un rectángulo largo por puerta y cuadrados chicos por ventanas. A cualquiera que se le pregunte, dirá que La Cascada es un barrio salasaca, una especie de Chinatown, digamos, pero sin los restaurantes. A pocas cuadras de ahí, Margarita Masaquiza, presidenta de la Asociación de Salasacas residentes en Galápagos, abre la puerta de su casa, está sonriendo. Margarita llegó a Santa Cruz en 1980, tenía dieciséis y ya estaba casada. Hace veintiocho años, en Santa Cruz no había luz eléctrica ni puertas en las casas, era todo muy silvestre y confiable, la gente apenas cubría con sábanas las entradas de sus domicilios, la delincuencia era algo impensable. “Al principio venían sólo hombres, trabajaban dos o seis meses, de ahí regresaban a nuestra tierra, la familia los esperaba allá, se gastaban todo el dinero que habían ganado y vuelta volvían acá a trabajar”, cuenta Margarita. La asociación se formó precisamente en 1998, el mismo año en que surgió la Ley Especial, para socorrer a un Salasaca caído en desgracia. Se llamaba Bernardo Caiza, vivía en Puerto Ayora, trabajaba como albañil y aunque nadie recuerda su edad, los que lo conocieron se refieren a él como “un chico joven”. Caiza regresaba de su jornada de trabajo en el balde de madera de una camioneta, junto a una vaca. El animal se exaltó tras un bache en el camino, se puso nervioso, y pateó a Caiza que salió disparado del balde y rodó varios metros sobre la ruta empedrada. El cuerpo de Caiza sufrió severos golpes que acabaron con su vida poco después de llegado al hospital. Margarita Masaquiza recuerda ese momento con angustia. “Su única familia era un hermano menor de 8 o 10 años, un niñito. Nosotros somos indígenas, aquí lejos es como si todos los salasacas fuéramos familia, como primos. No teníamos dónde velarlo porque en ese año ninguno de nosotros tenía casa, sólo alquilábamos cuartitos de cuatro por cuatro, con baño aparte. Tocamos las puertas de las autoridades pero nadie nos quiso ayudar. Fue una persona particular la que nos prestó una casa que estaba construyendo para que el cuerpo pasara la noche allí. Compramos tablas para hacer el ataúd y recogimos plata entre todos para mandarlo a Quito”.

La situación de los salasacas en la región insular ha mejorado desde ese penoso incidente. Además de la asociación, existen la Comunidad de salasacas residentes en Galápagos, una sucursal de la cooperativa de crédito Mushun Ñan (camino nuevo), cuya oficina matriz está en Salasaca, y la escuela primaria Runa Cunapac Yachac (indígenas que aprenden), fundada hace dos años, donde 96 niños, vengan de donde vengan, reciben educación general y clases de quichua. Sin embargo, la comunidad aun no se termina de integrar. Caminando por las estrechas –algunas adoquinadas y otras de tierra- calles del barrio La Cascada, tratando de encontrar otros testimonios, preguntando a ratos al azar, uno se da cuenta de que los salasacas aun desconfían del hombre blanco. Además, está el agravante del idioma, entre ellos, hablan exclusivamente en quichua. Aun existe un dificultoso trecho entre las ideas de los salasacas y su expresión verbal en castellano. José María Caizabanda, presidente de la Comunidad de salasacas residentes en Galápagos, dice “Nosotros salasacas hemos venido a servir, a trabajar humildemente, me duele cuando la gente dice que es de acá, que son dueños de Galápagos, esta tierra también es el Ecuador, es de todos” José María llegó hace 15 años, subcontratado por “una persona de Otavalo” dedicada a traer mano de obra a la isla, fue uno de esos que comenzó viniendo por temporadas de cuatro meses, alquilando cuartos apretados, y de a poco fue trayendo a su familia, que esperaba paciente en el continente. José María trabaja en una construcción durante la semana y los sábados maneja una camioneta blanca de doble cabina. Ahora tiene su casa propia, de dos plantas, en la última hilera de viviendas de La Cascada, casi trepada en el cerro. José María, su esposa y su hija adolescente habitan la planta baja. En la planta alta tienen inquilinos que pagan $250,00 mensuales por el departamento. Alquilar casas, divididas en cuartos o en departamentos, es un negocio prominente para los salasacas, sobre todo para los que han vuelto a la tierra que los vio nacer y reciben rentas desde el archipiélago. Una vecina de José María, robusta y mal encarada, está lavando tripas de cerdo en una lavacara, me pregunta qué hago por esos lares, se lo cuento y ella, sin desviar la mirada de las vísceras sanguinolentas, dice “aquí hay mucho salasaca”.

La señora lleva falda larga de paño, alpargatas, una camiseta fina y en la cabeza, a manera de turbante, lo que parece un chal con bordados indígenas. Con una pala, recoge tierra amontonada en la calle que deposita en un tacho de plástico. Le pregunto algunas cosas pero me dice “yo no español mucho” y sigue en lo suyo. Una vez que el tacho está lleno, usando una cuerda, lo ata a su espalda, se agacha, haciendo un esfuerzo se lo echa en la espalda y camina inclinada hacia el interior de un edificio de tres pisos. La sigo por un corredor oscuro que lleva al patio de lo que parece una vecindad, atravesado por finos cordeles de los que cuelgan prendas de vestir y cobijas con motivos de la selva, tigres y leones. Junto a dos bloques de cemento que sirven para lavar ropa, están sentadas varias mujeres, mujeres jóvenes con niños pequeños jugando alrededor, en sus manos cortos palos de madera, uno de ellos lleno de lana de oveja. Hilan la lana para luego hacer fachalinas que venderán a los turistas cuando estén de vuelta en su tierra. En esta vecindad viven nueve familias salasacas, los cuartos son de cuatro por cuatro y en su interior se acomodan como mejor pueden cama, televisor, equipo de sonido, ropa, hornillas eléctricas, platos, vasos y tasas. Los baños están aparte, pocos metros frente a los cuartos, uno para mujeres y otro para hombres. Antes de conversar, se miran entre ellas, se dicen cosas en quichua y sueltan risas cómplices. Jeaneth llegó hace pocos meses, acompañado a su marido, que trabaja poniendo losas en una construcción. Ella me cuenta que prefiere Salasaca a Galápagos, que en su tierra las legumbres salen de la tierra, no hay que comprarlas, pero “allá no hay trabajo, vuelta acá pegan mejor, aunque todo sea más caro”. Jeaneth no sabe cuándo volverá ni quiere hablar de “eso de los papeles”. En esta vecindad, el Ingala es el equivalente a La Migra gringa que persigue migrantes en el desierto tejano.

Son las cinco y media de la tarde, dentro de los cuartos suenan las voces de otra vecindad, la del Chavo del Ocho. Los hombres de esta célula salasaca empiezan a llegar montados sobre sus bicicletas, sus cuerpos cubiertos por una capa de tierra blanca. Franklin, el joven esposo de la joven Jeaneth, dice lo mismo que sus coterráneos cuando le pregunto por qué vino, “Por trabajo, pues. Imagínese, allá en continente, de oficial gano 45 y de maestro máximo 60, vuelta aquí gano 160 a la semana” Franklin trabaja de lunes a viernes, de siete de la mañana a doce del día, tiene una hora para almorzar y vuelve a su puesto, hasta las cinco de la tarde. Tiene que salir de la isla cada tres meses y volver a entrar, como turista, casi enseguida para no perder su empleo. Los sábados, Franklin y Jeaneth pasan el día en la playa de la fundación Charles Darwin, por la noche vuelven a la casa, a ver televisión, dicen que con lo que gana Franklin no les alcanza para diversiones y que es mejor guardarse porque durante las noches ronda el Ingala. Aunque Franklin puede estar en la isla como cualquier otro turista, no tiene permiso para trabajar. Están casados sólo por lo civil, algún día, dicen, harán el eclesiástico en Salasaca. “Allá en mi tierra es mejor, creo yo, allá los matrimonios empiezan los domingos y la fiesta dura hasta el miércoles. Trago, música, comida, todo. Acá nos mirarían raro si hacemos eso”, cuenta Jeaneth antes de liberar una carcajada. Subimos a la terraza del edificio para ver el atardecer, Franklin pone música en su teléfono Nokia para amenizar. Las lámparas en los postes de La Cascada se encienden iluminando cientos de casas. Un niño acostado en una patineta se desliza gritando de contento por la calle, las ruedas traquetean sobre las piedras. Desde aquí no se ve el mar.