8.26.2011

Original Classics TV


Esta crónica apareció a principios de agosto en la revista Mundo Diners #351. El personaje principal es alguien que tal vez conozcan, aunque lo más probable es que no sepan que lo conocen. Es DJ y VJ y se especializa en clásicos. Hoy estaré en su programa de radio, de 15h00 a 17h00 en Rumba 94.5 FM. Ojalá me deje poner música!

Las fotos son de Mateo Barriga. Enjoy



Siguiendo al mejor DJ clásico del Ecuador

Por Juan Fernando Andrade

Un día decidí dejar de pagar el cable y me desconecté de la televisión pagada. No sentí el dolor del corte, o no lo recuerdo. La verdad, tampoco sentí cuando cortaron el cordón umbilical que me transmitió el pulso de mi madre durante nueve meses cual canal de cable: ininterrumpidamente. Me cambié al formato unplugged porque sentía que la tele me robaba mucho tiempo, mucha vida, y que mis mejores años se estaban quedando no en series como Mad Men o Dexter, que son un estilo de vida en sí mismas y lo valen, sino en jornadas maratónicas protagonizadas por capítulos repetidos de Los Simpsons y Friends. En fin, el caso es que desde hace algún tiempo vivo en español y, lo más extremo, en ecuatoriano. De vez en cuando me descubro viendo programas de farándula con la escusa de esperar las noticias o telenovelas nacionales con el pretexto de mirarlas hasta quedarme dormido. Pero una noche en la que vagabundeaba en círculos por el limitado zapping que permite la señal abierta, me quedé colgado en un video de Led Zeppelin al que le siguieron Black Sabbath y Deep Purple. Wow, rock en la televisión ecuatoriana, rock clásico, buen rock, además. De pronto cortaron a un comercial que empezaba con una canción de Queen y una profunda voz en off diciendo “Una leyenda… Geovanny Rosero, el mejor DJ clásico, en una presentación exclusiva” ¿Qué está pasando?, ¿quién es este man?, ¿qué país es este?

Del comercial volvieron al estudio y ahí estaba, era el mismo tipo de la propaganda animando el programa que sin querer llevaba viendo un buen rato: Original Classics. Antes de pasar al siguiente bloque de videos, Rosero mencionó el evento que estaba promocionando, una Fiesta Retro en la que él sería la estrella. Mientras hablaba, letras rojas cruzaban la parte inferior de la pantalla y entre ellas apareció un número telefónico para reservaciones. Lo anoté y vi el resto del programa sorprendido por la data ilustrada que se despliega a manera de prólogo antes de cada nuevo (en rigor, viejo) video. Luego llamé pensando que ahí donde se hacían las reservaciones podrían contactarme con el mejor DJ clásico y la voz que contestó al otro lado de la línea sonó ligeramente familiar. ¿Hola? Hola, buenas noches, ¿podría hablar con el señor Geovanny Rosero, por favor? Con él mismo, ¿en qué puedo servirle? Pausa: ¿en serio?, este tiene que ser el único presentador de televisión que brinda atención personalizada, pensé. Hicimos una cita.

Sobre la Avenida América, al norte de Quito, hay un edificio que en la planta baja recibe a un almacén donde se trabaja con aluminio, junto al almacén hay una puerta y en la puerta un pequeño intercomunicador de metal sobre el cual está escrito, con corrector y a mano, el nombre del canal que transmite Original Classics. Geovanny Rosero llega a la cita, es más alto de lo que imaginé, o quizás la pantalla de mi televisor le queda estrecha, me saluda y mi mano desaparece entre las suyas, que son enormes. Me hace pasar a una sala de reuniones en la que entran una mesa, un par de sillas y no mucho más. Nos sentamos, tiene las cejas pobladas, el pelo brillante, detenido con gel, y las orejas grandes como audífonos de DJ. El lema de su programa es “en música, todo tiempo pasado fue mejor” Pues bien, contemos el pasado.

Los años setenta están empezando y los niños de ésta década se parecen a los de todas las décadas: salen a correr, a jugar, mueren de risa y gritan cuando se raspan las rodillas. Geovanny tiene diez años, es un niño, pero no es así. No sale, no corre por la calle, no va al cine. Pasa el día entero sentado al pie de una vitrola en la sala de su casa, escuchando música. Su padre murió hace poco y le dejó, entre otras cosas, una amplia colección de discos, música de todos los géneros y de todos los rincones del mundo. Geovanny le tiene miedo a la soledad y siente que esos discos, las voces y los instrumentos guardados para siempre en esos discos, pueden hacerle compañía. Marieta, su madre, le da dinero cada semana a sabiendas de que los discos seguirán llegando y pronto no habrá dónde poner un pie en esta casa. El dueño de la tienda de discos que hay en el barrio lo conoce, entiende su desesperación y le fía cuando el pequeño se queda corto de monedas. Geovanny escucha música hasta caer tendido en el suelo, vencido por el sueño mientras la aguja sigue pinchando el vinilo. A los trece años ya trabaja como programador en una radio AM y a comienzos de los ochenta el destino parece delimitar, con lujo de detalles, los caminos de su vida. Su madre compra una discoteca llamada “Su excelencia” y aunque trata de ocultárselo, Geovanny, que ya cumplió quince, cambia sus horas de colegio a las tardes y pone música todas las noches. Cuando llegan los policías a buscar menores de edad indocumentados se esconde en un compartimento secreto anexo al mueble donde se guardan los discos. Cuando llega a casa se acuesta y escucha la voz de su ángel de la guarda en un casete que tiene una sola canción de lado y lado, Angel of the Morning, la balada pop de Juice Newton que en 1981 está en el Top-10 de la Billboard. La escucha una y otra vez, moviendo los labios en la oscuridad, cantando sin cantar. Just call me angel of the morning, angel, just touch my cheek before you leave me, baby (solo llámame ángel de la mañana, ángel, solo toca mi mejilla antes de dejarme, mi amor).



De vuelta en el presente son las tres de la tarde en la cabina de 94.5
FM Radio Rumba Deportiva, todas las tardes y durante dos horas seguidas, Geovanny Rosero despacha Original Classics Radio Station. Lo acompañan un operador de la radio que toca batería en una banda de trash metal y Michael Rosero, su hijo, productor del programa tanto en radio como en televisión y conductor de un segmento llamado “los que serán clásicos”, dedicado a eso que, en el futuro, será el pasado. La versión radial del programa es muy similar a la televisiva, una fórmula sencilla y efectiva: trivia y música, como el hijo de un matrimonio virtual entre Wikipedia y YouTube. Michael se encarga de la investigación, la edita en pequeñas cápsulas y cuando llega la hora de despegar coloca una laptop frente a su padre, que lee el plan de vuelo como los músicos leen un pentagrama: para interpretarlo a su manera.

Geovanny no transmite desde el estudio propiamente dicho, se para detrás de la consola, desliza el micrófono como si fuese a cantar, acomoda los audífonos sobre su cabeza con delicadeza y lanza una carcajada de ópera para destapar su garganta. Antes del programa suena un promocional: empieza con una cumbia antigua y una voz que pregunta, ¿pensabas que ése era un clásico?, luego, un corte radical a I Love Rock And Roll, de Joan Jett, y la misma voz diciendo esto es un clásico. Geovanny dice comencemos poperos, con Rick Astley, de ahí nos vamos con Paul McCartney y Tom Petty, eso va a estar rico.

Se mueve por la cabina de mando marcando el ritmo a cada paso, se inclina y sus dedos caminan a toda velocidad sobre el estuche de discos hasta dar con el preciso. Está de pie, siempre de pie, como si esto fuese una fiesta. Solo se sienta para dar paso al segmento de Michael que le pregunta, ¿me puedo mandar Jet? Lindo, dice su padre. Suena Are You Gonna Be My Girl y Geovanny rockea meciendo la cabeza hacia adelante y golpea sus muslos con las manos y me mira y me dice qué buen tema es este, hijueputa. El paréntesis se cierra y volvemos al pasado con algo de ZZ Top. Cada tema me lleva a las mismas preguntas ¿qué más tiene?, ¿qué pondrá mañana?, ¿cuántos clásicos existen? Desde aquí, el pasado no hace más que ganar capítulos.

A mediados de los ochenta Geovanny abandonó el nido materno, lo que en este caso significa dejar la discoteca de su madre y abrirse paso por sí mismo en el mundo de la noche. Me cuenta que trabajó en “las mejores discotecas de Quito, viejo” y los nombres de otro tiempo vuelven a su memoria, “Pianoteca”, “Sixtina”, “Rolls Royce” y “2001”, que al contrario de lo que podría pensarse, no era un tributo a la obra maestra del cine de ciencia-ficción dirigida por Stanley Kubrick sino a la película Saturday Night Fever, con pista iluminada tal cual la tuvo John Travolta y un platillo volador desde donde Geovanny mezclaba canciones a la velocidad de la luz.

Estamos en su auto, rodando por Quito y escuchando esas mezclas que ya pertenecen a otro siglo. Me dice que también puso música en el “Seven” y en el “Blues”, sitios que alcancé a conocer (el Blues aún existe y opera), lugares que gatillaron la movida electrónica en la capital. “Así es, viejo, yo pongo de todo, desde Elvis Presley hasta Paul van Dyk” De pronto me siento viejo, clásico, fuera de circulación, sé que Paul van Dyk es una celebridad en el mundo techno en el que vivimos, sé que debería tenerlo en el iPod pero la verdad es que no podría reconocer ninguna de sus… ¿canciones? Aprovecho un semáforo en rojo para preguntarle cómo es vivir en discotecas. Antes de responder, Geovanny intenta sonreír y desvía la mirada hacia los días que lo condujeron hasta este momento. “La gente decía que yo era el mejor DJ del Ecuador, pero eso lo deciden ustedes, no yo. Mira, este es el mundo del jabonero: el que no cae, resbala. Y yo resbalé. Estuve mucho tiempo en las discotecas, viejo, casi veinte años si te pones a contar. Veinte años de malas noches, whisky y mujeres. Las chicas te buscan porque eres algo, porque tienes una posición, y en el chuchaqui no te acuerdas de nada, viejo, estás hecho pedazos. Mi esposa no soportó mi ritmo de vida, nos separamos por un tiempo, me fui a vivir aparte y fue peor. Viva la farra, viva la fiesta, que la una, que la otra, ah no, pues, el galán, hay para todas. A mis cuarenta era como un muchacho de veinte. Pero en verdad era un viejo verde, un viejo ridículo, haciendo las cosas que hacía mi hijo, con chicas de esa misma edad, de esa misma onda. Casi pierdo a mi familia, viejo”. El disco se pone verde, Geovanny sigue sosteniendo sus recuerdos y el auto que tenemos detrás empieza a pitar. Mira al conductor por el retrovisor y le dice ya, relájese. Volvemos a rodar. Le pregunto si alguna vez consumió drogas y me dice que una vez fumó marihuana y le dio sueño y se perdió una farra y dijo nunca más. “Yo sólo le hago al Chachachá, viejo”.

Nos volvemos a ver un sábado por la noche. Michael Jackson mira distraído la Avenida República y debajo de su retrato onda pop art aparecen las palabras Retro Bar: regresa a los 80’s. Michael Rosero está en la puerta junto a Susana, su madre, que toma el dinero de los clientes que entran de a poco y lo guarda en una pequeña caja de metal. La familia que estuvo a punto de fracturarse ahora trabaja junta, se acompaña. Geovanny está adentro, caminando de prisa de un lado para el otro, en su cuello un crucifijo que se mece con la tensión. Aunque ya colgó sus años salvajes y no suele beber ni fumar, tiene un vaso de whisky en una mano y un cigarrillo en la otra. “¿Nervioso?”, le pregunto. “Siempre, cada vez que voy a tocar me pasa lo mismo, no puedo ni comer, viejo”. Su set empieza antes de la media noche, el lugar no está lleno pero la gente responde al verlo detrás de la consola con el brazo levantado. La pista se llena de adultos, gente grande, calculo que nadie tiene menos de cuarenta (empezando por el DJ, que tiene cuarenta y ocho) y que esta noche volverán a ser eso que fueron y que de cierta forma jamás dejarán de ser: en alguna parte, todos tenemos esa foto, esa imagen de nosotros mismos que capaz no es muy fiel a la verdad pero sí al deseo. Entre las luces de la disco capto que el verdadero trabajo de Geovanny es darle brillo al pasado, pulir la memoria y editar hasta que no quede más que el placer.



Una semana después de nuestro primer encuentro vuelvo al canal para verlo en acción. Geovanny Rosero llega con un par de chaquetas al hombro y un bolso. Todos los lunes graba cuatro programas en menos de dos horas y hoy no será la excepción. Entra a un cuarto estrecho donde se amontonan muebles de escenografía y se prepara para las cámaras. “La gente dice que la música ya no vende, pero yo los contradigo, llevo casi diez años al aire y tengo para largo”, me dice. Los videos que pasa son todos de su colección personal, parte de su casa, parte de su vida o su vida en partes, como quieran. Lo veo de pie en medio del set, dando instrucciones a los camarógrafos y moviendo las luces que cuelgan del techo. La pregunta que me trajo hasta aquí sigue latiendo entre las paredes de mi cerebro, ¿quién ve este programa? Y la única respuesta posible es: todo el mundo, todos los que como yo viven sin cable, desconectados, a merced del enemigo. El Ecuador en señal abierta es un país que necesita enlaces, filtros, mediadores entre nosotros y el resto del universo, y Geovanny Rosero es uno de ellos. Esta noche alguien más lo verá, alguien pasará por los canales nacionales sin poder detenerse en ninguno y se detendrá justo aquí, en este momento, que ya se grabó pero aún no existe.

(Mundo Diners. Agosto, 2011)



8.18.2011

Blanquito en San Sebastián


El anuncio es oficial desde hace un par de horas y estamos felices con la noticia. Pescador, la película en que trabajamos durante casi cuatro años, será estrenada en el prestigioso Festival de San Sebastián (España) el próximo domingo 18 de septiembre. Blanquito (Andrés Crespo) empieza a caminar por su cuenta y parte desde uno de los mejores lugares posibles. Un tipo que no encuentra su lugar, que se siente desubicado donde sea que vaya, tiene ahora un hogar en el cine. Felicitaciones, agradecimiento y cariño a todo el equipo que lo hizo posible.

Esta foto fue tomada por Iván Garcés en el Night Club El Paraíso de Pedernales (Manabí), uno de esos sitios a los que Blanquito creía pertenecer...

Pescador está en la sección Horizontes Latinos, pueden ver la info completa aquí.




8.16.2011

Super 8: el aftertaste


Creo en J. J. Abrams desde que vi su versión de Star Trek. Siendo yo creyente-practicante de la iglesia Star Wars tuve que ver Star Trek por motivos profesionales y, contra todo pronóstico, me encantó. En las manos de Abrams, ese famoso viaje a las estrellas perdió su ñoñez original y ganó movimiento, sentimiento y rock and roll. El mismo director decidió golpear la cámara en las secuencias de acción para que todo fuese aún más estrepitoso: un tipo que hace eso es alguien que sigue su instinto, que se la juega, que gana pero está dispuesto a perder. Ese mismo instinto, relleno con una gran carga feeling y algo de nostalgia, hace de Super 8, su nueva película, una experiencia casi perfecta.

Woody Allen cuenta que alguna vez habló con Steven Spielberg sobre cine y ambos, aparentemente tan disímiles, llegaron a la misma conclusión: hacemos películas que se parecen a las que nos gustaban cuando éramos niños. Abrams, capaz el más orgulloso y fiel de los hijos de Spielberg seguramente está de acuerdo porque Super 8, antes que cualquier cosa, es el sueño hecho realidad de un niño que sueña con hacer cine.

La película pasa en los setentas y empieza con un grupo de amigos (niños que aún no entienden muy bien que ya son adolescentes) rodando un corto de zombies en súper 8. Las primeras secuencias son insuperables, en ellas se muestra no solo la pasión que sienten los niños por lo que aman sino una especie de embrión moral que definirá sus personalidades en el futuro: los psicólogos, después de todo, no están tan locos y si buscan respuestas en la infancia debe ser por algo. Como en todo grupo, cada uno aporta con un detalle a la personalidad plural de la manada y así mantienen un orden cósmico, orden que por supuesto se ve trastornado con la llegada de una chica (Elle Fanning, que dicho sea de paso se las trae, mejora de papel en papel) que parece una mujer joven y algo triste pero entonces sonríe y delata su edad y muestra lo que le queda de inocencia y es simplemente encantadora. Durante una de las escenas, los chicos presencian un accidente que transformará el pueblo en el que viven y que tiene que ver con vida de otro planeta. Ellos deciden seguir filmando a pesar de todo mientras la presencia militar y los fenómenos misteriosos se suceden uno tras otro. En ese momento la película toma una decisión equivocada, convierte la amistad y los conflictos de estos chicos en secuencias que tienen más ruido que aventura, los convierte en héroes a la fuerza y cuando debía dejar que tengan miedo, que sientan que no van a poder, hace que todos sus movimientos parezcan fríamente calculados y salven el día en contra de toda lógica. En otras palabras: cuando el Spielberg al que debía seguir Abrams era el de E.T. prefirió acercarse al dudoso director de La guerra de los mundos.

Super 8 es emocionante y sentimental hasta cierto punto, pero nunca deja de ser entretenida, nunca pierde el ritmo y parecería que sólo falla cuando pretende llenar con espectáculo lo que en un primer momento construyó con historia y personajes. Aún así, es lo mejor que podemos ver en cartelera por estos días y lo es porque entiende cómo funciona la amistad.



8.08.2011

Sucursal Bangkok


Hace dos años, cuando se estrenó la primera parte de este sesudo, profundo y existencialista tratado sobre la resaca, se puso de moda descubrir quién era quién en los grupos de amigos con referencia a los personajes de la película. Así de cercano, así de real, fue lo que sentimos, justamente porque antes que sesudo, profundo y existencialista, era algo que, con variaciones aquí y allá, podía sucederle a cualquiera de nosotros (léase los que alguna vez hemos salido por una cerveza y hemos vuelto dos días después). Aquello fue real y esa, la primera, es una cinta que puede volver a verse, que resiste el paso del tiempo y los cambios de clima. Ahora, en Tailandia, la cosa se fue tan lejos que es difícil verla con ojos de amigo.

En el inconsciente colectivo, Bangkok es lo mismo el infierno que el paraíso terrenal de cuanta perversión haya cruzado la mente humana. Stu (Ed Helms), Phil (Bradley Cooper) y Alan (Zach Galifianakis) lo descubren de la misma manera en que descubrieron que la reputación de Las Vegas no es cuento: despiertan en la habitación de un hotel, en este caso uno de mala muerte, y con la piel pegajosa y los ojos rojos tratan de reconstruir la noche anterior. Hasta ahí todo bien porque sin eso no había película. Sin embargo, cuando las piezas del rompecabezas empiezan a unirse, resulta terriblemente sospechoso que tres amigos, sin importar lo embalados y pegados al techo que hayan estado, pasaran por todo lo que se supone que pasaron: la explosión de un local y la entrada a un templo de meditación es, en serio, demasiado. Gracias a Dios por Mr. Chow (Ken Jeong), el personaje más dañado del mundo, por el gran trabajo de Paul Giamatti, por el tatuaje a lo Mike Tyson de Stu y por sus relaciones con un transexual. Con eso la película se pagó, de eso nos vamos a acordar y la próxima vez que un amigo despierte con el casete borrado le vamos a decir que, por si no se acuerda, ya perdió el invicto.

Me da miedo pensar que el director Todd Phillips esté tramando otra entrega para que el asunto quede en trilogía. Pero si ese es el caso ojalá sea Alan quien se case (Phil, capaz el mejor logrado y llevado a cabo por Cooper, debe seguir en la suya), ¿quién sería su novia?, ¿cómo lo despedirían de la soltería sus amigos?, ¿tendría una boda llena de lobos aullándole a la luna? Esta historia, después de todo, se ha convertido en parte de nuestra vida, porque cuando uno se las pega, cuando se las pega de verdad, dice que se pegó una bomba tipo Hangover.

(El Diario, 07/08/11)

8.01.2011

Las cicatrices son elocuentes


La historia del mundo no se cuenta con batallas campales ni explosiones nucleares. Al final del día, la cuentan los sobrevivientes, los hombres y las mujeres cuyas vidas cambiaron para siempre a partir de un hecho particular que los marcó para bien y para mal. Contamos secretos íntimos porque eso es lo que queremos saber, porque eso es lo que somos y eso es lo que ha hecho el colombiano Juan Gabriel Vásquez en su novela El ruido de las cosas al caer, ganadora del Premio Alfaguara 2011.

Uno cree que si se las arregla, si hace bien los números y se junta con la gente adecuada, puede huir y vivir su propia vida, lejos de la tragedia universal: la verdad es que no hay tal. El momento que nos toca nos toca en serio y si no nos fractura nos salpica, nos ensucia. En el libro de Vásquez, dos personajes que se conocen de manera breve y casual terminan siendo la versión en singular de años y años de violencia, narcotráfico y maldad. Uno muere. El otro sobrevive cargando una cicatriz en el estómago y, lo que en un principio parece una pérdida de tiempo, buscando explicaciones en lo que fue la vida del primero. Quiere saber por qué le dispararon, sí, pero lo que necesita saber es por qué disparan, por qué se han disparado tantos proyectiles en Colombia, por qué han tumbado aviones, por qué los cadáveres de la administración Escobar se reproducen, por qué la gente en vez de vencer el miedo tuvo que acostumbrarse a su presencia, por qué en algún momento entre los años ochenta los colombianos parecieron estar de acuerdo en bajar los brazos y rendirse.

El resto es literatura, y de la mejor. Vásquez, miembro de la cada vez más premiada generación B39 (Roncagliolo, Neuman, Ungar), ejerce en este libro un dominio total del oficio: cuenta de a poco pero sin aflojar, siembra para cosechar, escribe a sabiendas de que cada frase tiene una consecuencia que tendrá que afrontar luego, y se hace cargo. Dice que escribe sobre su país para tratar de entenderlo y con El ruido de las cosas al caer el mismo Juan Gabriel Vásquez se convierte en parte de esa historia a ratos inentendible.

(El Comercio, 31/07/11)