3.20.2012

Making Of (writer's cut)


Hace unos meses trepé a este blog el primer capítulo de una crónica publicada en SoHo, "Cómo se hizo Pescador (la crónica, no la película)". Ahora la pongo entera, no como salió en la revista sino como a mí me hubiese gustado que salga, más corta y precisa. Siempre he pensado que es así como mejor funciona.

Enjoy.


Enero, 2007.

Mi contacto me esperaba en San Vicente, frente a Bahía de Caráquez. Su nombre era Wilmer Mendoza y le decían Chuvis, diminutivo de Chewbacca, pues al igual que el personaje de La Guerra de las Galaxias, usaba un bolso cuya tira larga le cruzaba el pecho. Más que intergaláctico, Chuvis parecía un periodista hippie: camisa de manga corta, pantalón largo y descolorido, gafas y sandalias. Era corresponsal de El Diario y todos los días enviaba notas a la redacción del periódico en Portoviejo. Días antes yo había estado en los archivos de esa redacción buscando noticias sobre una lancha de narcotraficantes que fue descubierta por la policía y, como consecuencia de un enfrentamiento a bala con los oficiales, había chocado cerca de la playa de un pueblo pesquero llamado El Matal.

Para aligerar el peso en la ruta de escape, la tripulación de la lancha arrojó todo su cargamento al mar: cajas llenas con paquetes de cocaína en forma de ladrillos, unos 20 kilos por caja según lo que pude averiguar después. El hecho, ocurrido en febrero de 2006, apareció en la prensa pero más allá de notas pequeñas y algún espacio en televisión, la historia fue perdiendo frescura y al no producir mayores detalles terminó recorriendo el camino natural de las noticias hacia el olvido. Yo, por ejemplo, escuché la historia por primera vez cuando me la contaron amigos surfistas que habían ido a correr olas en El Matal, según ellos, en el pueblo vivía gente que encontró paquetes y los vendió de vuelta a los traficantes cuando fueron a buscarlos. El dinero, de lo que pude o quise entender, cayó del cielo a las manos de los pescadores y ellos lo gastaron como si los billetes fuesen a llover de nuevo en cualquier momento. Fue así como el pueblo tuvo sus quince minutos de bonanza y, un año más tarde, era hacia allá donde íbamos.

Chuvis, el fotógrafo californiano Iván Kashinsky y yo viajamos en el balde de una camioneta de diario El Comercio desde San Vicente hasta El Matal, al norte de Manabí. Por esos días el caso se reabrió brevemente. Se hablaba de pobladores que habían cobrado conciencia del valor real de la cocaína, y escondian﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽bladores, concientes del valor real de la coca de nuevo iciales., empre pueden: ya gente intentida "ían paquetes con la intención de venderlos a un precio más alto que el estipulado por los traficantes. En Salango, al sur de la provincia, había testimonios recientes de gente que, acusada de haber guardado mercancía tras un episodio similar, fue torturada, secuestrada y hasta mutilada por quienes la reclamaban como suya. Los periodistas del Comercio estaban en esas averiguaciones y habían decidido pasar por El Matal en busca de experiencias parecidas, pero cuando uno mira El Matal de frente resulta imposible adivinar que allí pase algo más que la salida y la caída del sol.

Era casi medio día, la playa larga de arena clara y agua turquesa estaba vacía. Bajamos de la camioneta y caminamos hacia la oficina del presidente de la asociación de pescadores, junto a las bombas que despachan combustible para las lanchas. Chuvis lo había entrevistado varias veces por distintos motivos y, después de saludarlo con confianza, se sacó las gafas de sol, las puso sobre el escritorio y le pidió lo que andábamos buscando.

Tenía bigote y más estómago que otra cosa, digamos que se llamaba Jesús porque al ver mi grabadora me pidió que no usara su verdadero nombre. Ante esa advertencia pensé que su testimonio sería revelador y que con sus palabras como punto de partida no sería difícil reconstruir la historia palmo a palmo. Me equivoqué. Jesús me contó lo mismo que ya había leído en El Diario y me atrevería a decir que hasta uso﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽ a decir que hasta usnas palabras. serten mas preguntas ó las mismas palabras. Yo le pedía detalles pero me decía que no sabía. Yo le pedía nombres pero me decía que no podía. Yo le pedía anécdotas puntuales pero me decía que no se acordaba, que había pasado un año y que ya nadie hablaba de eso. ¿Nadie? La gente se olvida de las cosas, joven. Chuvis insistió apelando a una supuesta camaradería, pero el presidente de la asociación de pescadores estaba atado a una frase de la que no pensaba deshacerse: eso es todo lo que puedo contarles. Apagué la grabadora y le prometí no mencionarlo en la nota, pero fue inútil. Estuvimos yendo y viniendo entre las paredes de ese juego durante poco más o poco menos de una hora, hasta que Chuvis, con los dedos hundidos entre su pelo largo, agarrándose la cabeza con fuerza para sostener la frustración, dijo bueno Don Jesús, muchas gracias, se levantó y salió de la oficina. Yo hice lo mismo y al apretar la mano de Jesús para despedirme busqué su mirada: él me la sostuvo por unos segundos antes de desviarla hacia cualquier parte.

Dispuestos a buscar testimonios en lugares menos discretos que El Matal, los periodistas del Comercio dieron media vuelta a la camioneta. Para ahorrarse el dinero y el maltrato del bus, Chuvis se trepó al balde y, desde ahí, nos sugirió pasar la noche en San Vicente, donde hay buenos hoteles y algo que hacer por las noches, al día siguiente, me dijo, podria﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽e, me dijo, arlo el dí or la noche, arla hacia cualquier parte. íamos intentarlo de nuevo, más temprano, cuando los pescadores estuviesen en la playa. En ese momento sentí la presencia del fracaso. Llevaba poco tiempo escribiendo crónicas y, lo que era aún peor, fui yo quien “vendió” la historia de El Matal insistiendo en viajar a Manabí y pasar varios días investigando. La revista había decidido enviarnos con la condición de que engancháramos varios temas en el mismo viaje, así que el tiempo que teníamos para cada historia era corto y, de hecho, al día siguiente tendríamos que seguir nuestro camino sí o sí. En una conversación veloz Iván y yo resolvimos quedarnos en El Matal, él podía aprovechar y tomar fotos del pueblo mientras yo trataba de convencer a quien sea de que me contara lo que sea. Era eso o volver a Quito con las manos vacías y aquel no era un lujo que podíamos pagar.

La camioneta se fue y detrás de ella apareció Jesús, al otro lado de la calle, arrimado a la pared de su oficina. Me acerqué para preguntarle dónde podíamos dormir. Me señaló el hotel a la entrada del pueblo pero enseguida me dijo que su comadre, cuyo nombre no recuerdo, alquilaba habitaciones más cómodas y más baratas en una casa cercana. Aunque no tenía ganas de hacerle ningún favor, acepté y la comadre nos instaló en la planta baja de la casa, que dicho sea de paso era la mejor cuidada del pueblo. Me senté en la cama a pensar, mi único enlace con El Matal se había ido dejándome sin plan. Iván, en cambio, alistó sus equipos, puso el lente en el cuerpo de la cámara como quien prepara arma y preguntó, ¿nos vamos? Su iniciativa me hizo sentir más ecuatoriano que de costumbre, mientras yo asumía la derrota con resignación y en silencio, él salía a matar.

Jesús me esperaba frente a la puerta de la casa, los brazos cruzados sobre la barriga, los labios aplastados bajo el bigote. Me preguntó si todo estaba bien, le respondí moviendo la cabeza y luego, sin que yo se lo pidiera, me dijo que quería presentarme a F., un joven pescador que acababa de volver de alta mar. Aunque no supo explicarme por qué, según Jesús F. era el único que podía contarme la historia, pero claro, no podía prometerme nada, yo tenía que convencerlo.

Iván comenzó a caminar cuesta arriba el sendero de una colina, pasara lo que pasara, una foto panorámica del pueblo serviría de mucho o por lo menos serviría de algo. Jesús me llevó hasta la casa de F., me dijo espérelo aquí, él ya sabe que lo anda buscando, y se fue. Los minutos que siguieron fueron eternos, hasta que vi los pies de F. guardados en sandalias de plástico bajando por una escalera. Tenía el cuerpo cubierto de la pasta blancuzca que deja el jabón y la camiseta echada sobre el hombro. Me saludó contento de ver un forastero, después de todo, Iván y yo éramos lo que estaba pasando ese día, de lo que se hablaría hasta que pasara alguna otra cosa. Se acostó en una de las hamacas tendidas entre las columnas que sostenían la casa y me señaló la del al lado. Yo, periodista improvisado, cometí el error de ir directo al grano. ¿Qué sabes de la droga que encontraron aquí? ¿Qué droga?, me contesto siguiendo con la mirada el ruido de los pasos que andaban sobre nuestras cabezas. El año pasado, cuando la lancha… ¡Eso fue hace un año, ¿cómo me voy a acordar de lo que pasó hace tantísimo? Seguro te acuerdas de algo. Nada, compa, por gusto le voy a mentir. Perfecto, pensé, volveré a Quito a buscar trabajo. Nos quedamos en silencio un buen rato hasta que F. dijo vamos a dar una vuelta. Se levantó de la hamaca, se puso la camiseta y empezó a caminar. Lo seguí sin esperanza y sin remedio.

Atravesamos la playa, pasamos el pequeño mercado de mariscos donde los perros buscaban lo que habían olvidado las gaviotas y llegamos a las lanchas y a los pescadores. F. saludó con todos y allí, viéndolo en medio de los demás, me di cuenta de que era distinto. El pelo ensortijado que le cubría las orejas y le rozaba la nuca parecía aclarado a la fuerza, no por el sol sino por un tinte que había pintado sólo ciertas hebras, haciendo que su cabeza fuera de un color claroscuro. Su ropa no era nueva pero tampoco vieja, se notaba que la cuidaba y que usaba una talla menos de la que le correspondía para acentuar los músculos que una vida de empujar lanchas y cargar pescado habían formado. El resto de pescadores llevaba el pelo corto, normal, y su ropa holgada y apolillada les daba a todos la misma apariencia. F. tenía onda, le había arrancado las mangas a su camiseta, trabajaba en su look e incluso hablaba o trataba de hablar distinto, usando las mismas palabras que sus amigos pero un acento menos campesino, más neutro.

F. se paró en medio de las lanchas y uno a uno fue explicándome cómo se llamaban y para qué servían los implementos de pesca que llevaban al mar. De la famosa historia, nada, ni un recuerdo ni un rumor. Traté de preguntarles a los otros pescadores, pero esas respuestas que ya me tenían harto volvían a desatarse como una reacción en cadena: no sé, no me acuerdo, eso fue hace un año.

F. me mostró el resto del pueblo como un guía turístico. La tienda en cuyo mostrador descansaba un televisor inmenso, todas las noches, la gente del pueblo caía por ahí a ver películas piratas. La cabaña a la que le decían bar, donde los hombres iban a jugar billar y tomar cerveza mientras sus mujeres y sus hijos veían películas piratas en la tienda. El restaurante Punta Ballena, donde con cuatro dólares se podía comer camotillo fresco o ceviche de langosta. La cancha de fútbol que también era cancha de ecuavoley, parque central y pista de baile durante las fiestas. Y ya. El recorrido duró minutos y se detuvo en las ruinas de una construcción que, por lo que me dijo F., eran de un hotel a medio construir, un proyecto abandonado. Nos sentamos en la maleza crecida entre las refuerzos de cemento y empezó la entrevista, sólo que yo no era quien preguntaba sino quien respondía.

¿Vives en Quito? Ahí mismo. ¿Pero eres manaba? Sí, de Portoviejo ¿Por qué te fuiste? Porque en Portoviejo no hay nada que hacer. Ya dice, ni que vivieras en El Matal, aquí sí no hay nada que hacer, Portoviejo es una ciudad. Si la comparas con el El Matal supongo que sí, si la comparas con otras no tanto. ¿Conoces otros países? Un par. ¿Conoces la yoni? Sí. ¿Europa? No. Dicen que Europa es bien chévere. Así dicen ¿Pero la yoni sí conoces? Sí. ¿Y cómo es? ¿Cómo es?, no sé pues, grande. Eso es puro edificio, ¿diga? Algunas partes, otras son bastante aburridas. ¿Como aquí? Como aquí o peor, aquí tienes el mar. F. tomó un puñado de monte con la mano y lo arrancó de la tierra, luego se puso de pie y comenzó a doblar las hierbas y a romperlas hasta hacerlas polvo. Las tiró al suelo y siguió hablando. ¿Qué es lo que quieres? Levanté la mirada para verlo a los ojos. Lo que quiero es que me cuenten qué pasó con la droga, quién la encontró, dónde la guardaron, quién vino a comprarla, cuánto pagaron, qué hicieron con la plata. F. volvió a sentarse a mi lado. Qué turro, ¿no? ¿Qué cosa? Que eso sea lo único que haya pasado en este pueblo y nadie te quiera contar.

Iván volvió de su recorrido y me mostró las fotos que había tomado, postales de la vida que yo no había logrado ver en El Matal, donde la noche era más oscura que en otras partes. Me preguntó si ya teníamos historia, lo hizo en ingle﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽lo hizo en ingle,ymeti onde la noche era m me dijeron ado.tal, és para despistar a F. Le dije que tenia﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽que ten en ingle,ymeti onde la noche era m me dijeron ado.tal, íamos una historia pero no la que buscábamos. ¿Qué vamos a hacer? Miré la hora, eran casi las siete, miré a F. y le pregunté si tenía hambre. Toda la vida, me dijo. Comer dije yo entonces, sabiendo que era lo más inteligente que se me había ocurrido en el día, vamos a comer.

El arroz amarillo tenía langostinos jugosos encima. Por recomendación de F. no fuimos al restaurante Punta Ballena sino a la oficina de Don Jesús, que corrió a su casa y le pidió a su esposa que nos preparara la merienda. Pedimos comida para tres pero al cabo de una hora éramos más: Don Jesús y un compadre, uno o dos amigos de F., el joven pescador, Iván y yo. No se quién trajo la cerveza, pero lo cierto es que llegó antes de la comida y estaba fría, como si nos hubiese estado esperando. Sobra decir que el arroz alcanzó para todos. Comimos con tenedores de plástico en platos de cartón y en eso F. era igual a los demás, recogía bocados grandes, masticaba con la boca abierta, separaba la cola de los langostinos con las manos y sus dedos brillaban de grasa. Para este punto yo estaba perdido. No tenía crónica ni tiempo para perseguirla y había gastado el dinero de los viáticos en langostinos para medio pueblo (el arroz, mandaba a decir la esposa de Don Jesús, era de cortesía), por eso cuando F. me propuso jugar billar y seguir tomando cerveza en el bar sólo pude decirle que sí.

Como no sé jugar billar perdí todos los juegos e hice perder a mis desafortunados compañeros de equipo, que tomaban turnos para perder conmigo. Las cervezas enlatadas venían de dos en dos o de cuatro en cuatro y, salvo contadas excepciones, corrían por nuestra cuenta. La música sonaba alto y teníamos que gritar para entendernos los chistes y cuando no nos entendíamos los chistes nos reíamos igual. Iván, desde su ética profesional norteamericana, no entendía cómo un viaje de trabajo se había convertido en una borrachera, pero lo disfrutaba, él sí jugaba billar y cuando no le tocaba la desgracia de mi compañía, ganaba. Anuncié mi retiro de la mesa cuando la humillación pública dejó de ser divertida y fui a sentarme en una banca larga hecha con troncos de caña. Solo ahí, cuando salí de la escena, pude entender lo que estaba pasando. Vi la alegría fugaz de todos los hombres, las partes de la memoria que hacen los recuerdos, el golpe de suerte que cada segundo corona a un nuevo rey sólo para decapitarlo. Y acepté mi destino en ese lugar olvidado del mundo.

F. se sentó a mi lado y su peso en la banca me trajo de vuelta, el taco apoyado contra el suelo como un bastón. Así era, me dijo. ¿Qué cosa? Antes, cuando había plata, así eran toditas las noches, sólo que mejor, más bacán, con hembras ricotas, con cerveza importada, con whisky, con jama, con carro. Le pasé la cerveza y lo vi llevársela a la boca. ¿Antes?, pregunté, ¿hace un año? F. movió la cabeza de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba sin despegarse de la lata. ¿Tú cogiste algo? Antes de responder, se acercó la lata a la cara y la miró de cerca. En esos tiempos nos bañábamos en cerveza. Me miró. En serio, comprábamos cerveza sólo para tirárnosla en la cabeza. En la mesa, Iván volvió a ganar y los otros pescadores se apresuraron a sacar las bolas de los bolsillos de la mesa. ¿Te molesta si te grabo? Un chance, la verdad es que esas pendejadas no me gustan, ahí vas anotando. Saqué mi libreta, busqué una página en blanco. ¿Cuándo empezó todo?



3.12.2012

Hablando de cine con Fotograma


A quince días de su estreno en salas nacionales, post Cartagena, Miami y Guadalajara, hablo con Carlos Fidel Intriago sobre Pescador y anexos para la revista Fotograma. La edición impresa estará disponible a partir del próximo 20 de marzo en las principales librerías del país.



¿Qué queda de aquella crónica de SoHo en la película PESCADOR?

Queda el punto de partida de una película honrada y divertida.

A lo largo de casi tres años trabajando en el guión me pregunté muchas veces qué habría pasado si hubiésemos tomado un camino, por así decirlo, más fiel a la crónica. El personaje de aquella historia es –¿era?– más seguro de sí mismo, un vividor que no se cuestiona nada de lo que hace: cosas con las que no me relaciono por sufrir de una inseguridad crónica.

Para crear a Blanquito me fui hacia el otro lado, pensé en un tipo lleno de dudas que descubre verdades de tumbo en tumbo y aprende de lo que le pasa al despertar del golpe que lo dejó noqueado. Una de las cosas que más me enorgullecen de Blanquito es que actúa por instinto, a ratos es primitivo como un niño, irracional y contradictorio, rasgos que por lo menos a mi parecer lo hacen humano.

Mis cuestionamientos llegaron hasta el primer día de rodaje. Cuando vi a Sebastián trabajar hombro a hombro con Andrés Crespo (Blanquito) supe que el guión estaba en buenas manos, que ambos lo llevarían hasta donde quisieran llevarlo y que ese camino sólo podía mejorar nuestro plan de vuelo. Así fue.

Del guión, ¿qué consideras tuyo y qué de Sebastián Cordero?

Quienes conocen el trabajo de Sebastián –que son muchos– y el mío –que son pocos– no tendrán problemas en reconocer ambos estilos trabajando juntos.

Sebastián tiene un sentido del drama bastante desarrollado, domina el ritmo cinematográfico mejor que su pulso cardiaco y hace que las cosas estén en su lugar aún cuando no siempre tuvieron un lugar dónde estar.

Yo trabajo un poco a tientas, probando cosas, tratando de que los personajes hablen por sí solos. Este “sistema” es bastante propenso al error, pero prefiero caer en excesos personales que seguir ese camino aburrido hacia la película “redonda” y “perfecta” donde todo funciona como reloj suizo: perdón, pero la vida no es así.

Conclusión: lo que parece racional es de Cordero y el resto es mío. Eso sí, yo soy el culpable de que no se muera nadie, un verdadero logro si tomamos en cuenta los antecedentes de nuestro querido director.

A partir de la llamada de Cordero para trabajar en una película basada en tu crónica, ves una película en cada escrito tuyo?

A veces, cuando estoy con el disfraz de prensa mediocre y corrupta, pienso “esta investigación sería una buena película”, porque los periodistas tienen algo de detectives, les pasan cosas emocionantes y estoy medio obsesionado con el making of, pero tampoco me vuelvo loco con eso.

Pienso en libros, películas y canciones (pilas que se viene el nuevo disco de Los Pescados). Es curioso pero suelo definir el formato de una historia mucho antes de sentarme a escribirla. Igual intuyo que me equivoco con frecuencia, mucha gente me dice “tu novela parece una peli, se lee de una” o “tu guión parece una novela, qué pereza”.

La crónica tiene ventajas prácticas, te remites a la verdad, trabajas con editores más experimentados que tú y, algo valiosísimo para mí, tienes que cumplir con fechas de cierre y no te puedes dar el lujo de pensar mil veces cada frase. Además, sabes que tienes que escribir otra pronto para poder pagar la luz, así que no hay mucho chance de sufrir si la anterior salió mal.

Un guión, por lo menos uno ecuatoriano, tiene problemas desde que nace, uno debe pensar en el número de personajes, locaciones, equipo técnico, etc., una verdadera tragedia. Pero, al mismo tiempo, son esas circunstancias adversas las que te obligan a fajarte como el supuesto trabajador creativo que eres. En mi experiencia no hay nada que no se logre con la reescritura. Pero ojo, si llevas un año tratando de resolver la misma idea, quizás lo mejor sea cambiar de idea.

Me gustaría suponer que las novelas serán mi gran venganza, el lugar donde todos mis deseos se harán realidad sin que importe mucho que incluyan helicópteros o naves espaciales. Eso es, claro, si algún día vuelvo a escribir una.

Guionista o Periodista?

Rockstar cantonal. Nada se compara a tocar la batería en vivo. Es, presiento, lo que Edward Norton y Brad Pitt sienten cuando se sacan la batimadre en Fight Club. Lamentablemente, tener una banda es más difícil que hacer una película o escribir una novela. Pero ahí vamos.

PESCADOR significa para el Cine Ecuatoriano una de las pocas películas en las que el guión en principio no es del mismo director. ¿Llegaremos a tener guionistas estrictamente dedicados a la profesión?

No deja de sorprenderme la cantidad de directores que ha parido y sigue pariendo la patria, la verdad me parece que dirigir involucra una cantidad infame de trabajo, mucho más en el tercer mundo, y sin embargo la gente se muere por hacerlo, ¿será porque los directores son los que seguro viajan a los festivales de cine?

Al no tener una “industria”, los proyectos se originan de manera personal, un director que escribió un guión quiere contar su historia y para eso necesita un equipo. Por lo pronto no veo que los realizadores ecuatorianos estén interesados en contar las historias de otros, de hecho, quizás Cordero sea el único. Y todo bien, cada uno-cada uno.

Dicho esto, post-Pescador y tratando de escribir un nuevo guión, entiendo que la única forma de llevar tus pensamientos y opiniones al cine –si tal cosa es posible– sin interferencias es ponerte en la silla del director.

Por ahora me siento más cómodo escribiendo, odio madrugar, mis habilidades sociales son prácticamente nulas y para dirigir necesitas levantarte temprano y hablar con gente, con mucha gente. Así que, por mi bien, espero que hayan más directores interesados en trabajar con guionistas y, por lo tanto, más guionistas.

Como crítico, según los últimos estrenos nacionales, cómo vez la construcción de las historias del cine ecuatoriano?

Yo no hago crítica, no estoy equipado para eso, hago barra. Si me gusta una película trato de explicar por qué me gustó con la intención, quizás ingenua, de que a otra persona le ocurra lo mismo. Si no me gustó, trato de desenmascarar a los chantas de la misma manera.

Insisto en que son historias personales y, en muchos casos, autobiográficas, lo que funciona perfectamente cuando la gente es sincera con sus memorias y no le importa quedar mal parada ante los demás. Las películas más taquilleras y atacadas de nuestro país, “Qué tan lejos”, “Prometeo deportado” y “A tus espaldas”, tienen momentos brillantes que se sienten genuinos y permiten que la audiencia se reconozca en los personajes. Por otro lado, cintas como “Impulso” o “Cuando me toque a mí” tienen una identidad más individual pero igual de honesta, y aunque no hayan tenido el mismo recibimiento en taquilla amplían el espectro del cine nacional, lo que sólo puede ser bueno.

Es demasiado pronto para generalizar sobre un “método” de escritura de guiones, como que nos andamos buscando, ¿no? Me gustaría pensar que la gente escribe y hace las películas que quiere ver, pero no me consta.

10 películas que hay que ver antes de morir.

Para la eterna pregunta, la eterna respuesta: no lo sé. Serían por lo menos cien. Pero intentemos algo, voy a suponer que el mundo se va acabar en diez películas, que quiero irme de aquí con una sonrisa en la cara y que sólo puedo escoger de entre lo que hay en mi cuarto en este preciso instante. Conociéndome, vería las sospechosas de siempre.

The Apartment (y todas las de Billy Wilder), Annie Hall (y todas las de Woody Allen), High Fidelity, The Big Lebowsky, The Empire Strikes Back, Barfly, Rushmore, The Dark Knight, Synecdoche New York, The Social Network.

Synecdoche… sería la última, esperaría a que la voz en off le diga a Philip Seymour Hoffman “muere” para dar mi último suspiro.

Películas que consideres un error haber visto.

Durante años tuve y mantuve la siguiente filosofía: es mejor ver una película mala a no ver ninguna. Ya no tengo esa paciencia. No podría enumerar las que me han hecho dar ganas de sacarme los ojos porque he tenido la fortuna de olvidarlas. Pero puedo decir que ya no tengo que probarle nada a nadie.

Cuando estaba en la universidad vi muchas cosas que “tienen” que gustarle a un estudiante de cine, cosas por lo general largas, aburridas e incoherentes, varias de ellas adornadas con palmas de esto y osos de aquello. La era del horror se acabó, ahora tengo la fuerza para parar las películas que no me gustan y pasar a otra cosa: casi siempre, ver de nuevo mis favoritas y descubrir algo que no había visto antes.

¿Te ha pasado que compras diez películas, de las cuales nueve han sido premiadas en Cannes, Venecia o Berlín, y una es con Adam Sandler, y sólo vez la de Adam Sandler? Últimamente me pasa muy a menudo.

Te atreves a mocionar una película como la mejor del cine ecuatoriano? / ¿Cuál es y por qué?

Para mí esa película siempre será Ratas, Ratones, Rateros. En su primera película, Cordero demostró que se puede hablar del Ecuador sin mentiras, que somos más interesantes de lo que nos quieren hacer creer, que no hay grandes temas ni frivolidades absurdas sino películas bien hechas y películas mal hechas. En Ratas… hay gente real con problemas y sentimientos reales, algo sin precedentes en la producción nacional.

A más de diez años de su estreno, la gente sigue tomando a Ratas… como una referencia, varias de las películas que van a salir este año son evidentemente sus parientes y han heredado lo mejor de ella. Me refiero a Mejor no hablar (de ciertas cosas) de Javier Andrade –sí, es mi hermano y le tengo pica, pero el hombre ha hecho un peliculón, qué le vamos a hacer– y Sin otoño, sin primavera, de Iván Mora Manzano, una historia tan cruda como sentida y cercana.

Pero si la profecía es cierta y al final sólo quedará uno, no me cabe duda que ese gran director que hará famoso o tristemente célebre al Ecuador es Mateo “Mat Max” Herrera. A este ritmo hará tantas películas que una de ellas será la que nos defina y nos reúna a todos.

De la película en su corte final, qué no te gustó o hubieses cambiado comparado con el guión?

La vida real es una cosa de muy mal gusto, por eso hay que aprovechar el arte para editarla, corregirla y mejorarla. Prefiero las películas donde los personajes terminan bien y defiendo el final feliz. Me habría encantado que Blanquito acabara enamorado y mejor acomodado de lo que acaba, pero francamente eso no era muy lógico en el universo que habíamos creado: un lugar que lo tiene rebotando de allá para acá. Cordero le dio una vuelta magnífica, construida con puntos suspensivos, es un chico con talento y mucho futuro.

Sería increíble vivir en una película, como Mia Farrow en The Purple Rose of Cairo, con toda esa gente elegante y atractiva, pero no se puede. Además, la vida real es el único sitio donde venden mariscos.

(Fotograma, #7, marzo-2012)

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3.08.2012

Poder sin límites


Ayer vi una película que reafirmó mi fe. El director Josh Trank y el guionista Max Landis, ambos de veintisiete años recién cumplidos, me demostraron que aún queda cine turbulento en Hollywood, cine casi suicida, y lo hicieron contando la historia de un adolescente roto por dentro que a partir de un misterioso hallazgo –que supongo extraterrestre– adquiere superpoderes.

Andrew es uno de esos freaks que todo colegio norteamericano requiere en su hábitat, marginado, débil, más callado de lo recomendable y tan frágil que resulta incómodo. En casa, las cosas no son mucho mejores, su madre está en cama presa de una enfermedad que le impide respirar y su padre, un bombero retirado a la fuerza por culpa de un accidente, se toma la vida de cerveza en cerveza y aparece borracho a las siete de la mañana. Andrew tiene todo en contra y capaz haya estado perdido desde antes, desde que decidió aceptar el papel de raro y tímido en una sociedad que necesita carne de cañón.

La noche del misterioso hallazgo, Andrew está con su primo Matt, lo más cercano que tiene a un amigo, y con Steve, el próximo presidente de la escuela. Los tres deciden mantener en secreto su telequinesia (desplazamiento de objetos sin causa física observable según el diccionario) y al principio la usan como lo haría cualquier adolescente, para levantarle la falda a las porristas y jugarle bromas pesadas a las señoras que hacen compras en el supermercado. En esto, los diálogos escritos por Landis son clave, la dinámica inmadura y el lívido desatado nos mantienen con los pies en la tierra, nos convencen de que nada demasiado extraño está pasando después de todo, hasta que Andrew descubre que sus poderes no lo ayudarán consigo mismo y se convierte en un monstruo.

Andrew aprende a volar, a destruir autos, a arrancarle los dientes a los compañeros que se le cargan, y llega a una conclusión: él es un depredador Alfa, y así como la gente normal no se siente culpable cuando aplasta a una mosca, no tiene por qué sentir pena por los que lo aplastaron cuando él estaba por debajo de ellos en la cadena alimenticia. Poder sin límites, contada desde la perspectiva de cámaras caseras, de vigilancia y celulares, explota en todos los sentidos y alimenta el mito del superhéroe trágico. Superman no podrá volver a Krypton así logre salvar la tierra, Batman no revivirá a sus padres así encarcele a todos los delincuentes del mundo. Y la vida de Andrew no va a mejorar, su padre lo seguirá golpeando, su madre seguirá enferma, él nunca estará de nuestro lado.

(El Diario, 04/03/12)


3.05.2012

White Boy Funk Sucks!


Nirvana dio su primer gran concierto en el teatro Paramount de Seattle la noche de brujas de 1991. Ese año lo partieron entre la grabación de su segundo disco y un largo pero nada glamoroso tour universitario, tocando para personas extraviadas al comienzo y rockeando con fans entregados al final. La banda era cool y desconocida, Guns N’ Roses le daba la vuelta al mundo en un jet privado y Kurt Cobain tenía que remendar su guitarra después de romperla. Días después estábamos viviendo al revés.

Smells Like Teen Spirit, la canción que gatilló el grunge sin proponérselo, había salido un mes antes, en septiembre, pero todavía no reventaba y aún era divertido tocarla (como todos sabemos, luego pasó de canción a trámite burocrático en vivo). En el Paramount Nirvana se preocupó nada más que por eso, tocar bien, sin salirse de tiempo ni fallar un acorde, duro y rápido y all the fucking way. Ninguno pensaba en las giras por tres continentes que se les vendrían encima, en las diez millones de fotos para las diez millones de revistas, en la depresión post-parto ni en la heroína mezclada con pólvora. Cobain no había escrito en su diario: estoy enfermo por gritar todas las noches hasta reventar mis pulmones durante siete meses.

Live at The Paramount se lanzó el año pasado para celebrar dos décadas del álbum Nevermind. Es el único capítulo de la banda que se filmó en 16 milímetros y verlo-escucharlo es presenciar el momento en que una generación se separa de la anterior rompiendo el cordón umbilical con los dientes. Krist Novoselic salta sin zapatos, aprovecha la parquedad de Cobain para robarse el micrófono y hacer chistes aguados entre tema y tema, Dave Grohl mueve la cabeza y levanta los brazos convencido de que esa noche sí logrará arrancar sus tambores a golpes. Y Cobain come de su sueño antes de que el sueño se lo trague sin masticar.

El Paramount fue el Cavern Club de Nirvana y las personas que los vieron ese Halloween se llevaron puesta la última hora de libertad absoluta que produjo la banda. Música sólida sobre el escenario y mosh catártico abajo. Máximo nivel de poder.

(El Comercio, 04/03/12)