6.24.2013

Monsters House


Vemos un bus escolar que lleva pequeños monstruos a una excursión. Van a la planta de Monsters Inc., el lugar donde los asustadores profesionales realizan el heroico trabajo que mantiene con energía al mundo que hay detrás de ciertas puertas. Durante el paseo, uno de los pequeños, Mike Wazowski, cruza los límites trazados por su profesora y comete una travesura que le muestra, como un oráculo, la forma de su destino. Esa secuencia, poco menos que perfecta, habla por sí sola: la aventura es el atajo más divertido hacia el conocimiento.  

Quizás porque Monsters Inc. es una cinta de muchas maneras insuperable, sus creadores decidieron apostarle al pasado con una precuela universitaria, casi adolescente, que vale justo por la inmadurez de sus personajes y la simpleza de su argumento. Mike, convertido en universitario, llega a clases con la misión de ser el mejor asustador de todos los tiempos, pero su humanidad lo traiciona; su cuerpo verde, redondo, pequeño, y su mirada cíclope provocan más ternura que otra cosa. En esas conoce al joven Sullivan, descendiente de una estirpe de asustadores legendarios, y entre los dos, en formato pareja-dispareja, se gatilla una  historia en la que los débiles vencen a los fuertes y los cobardes se vuelven valientes. Y sí, Monsters University no será súper original, pero es una gran comedia de jóvenes que aún no saben qué onda, que tienen un sueño pero no mucho más y con eso tienen bastante.

Como se trata de una película sobre educación superior de tercer nivel, la bibliografía de referencias es otro de sus monstruosos encantos (todos los aplausos para la secuencia en que Mike y Sullivan asustan a los adultos de un campamento para niños, verdadera carta de amor y reclamo al cine de terror, comparable a La cabaña del terror). La vida en el campus, y las olimpiadas del susto que desarrollan buena parte de la cinta, son parientes de otra película sobre jóvenes inteligentes y en desventaja como Mike, La venganza de los nerds. La presencia de la decana Hardscrabble, su andar, su ropa, su tono y su moral hacen pensar que consiguió su puesto luego de haber trabajado en la secundaria Hogwarts de Harry Potter. La bibliotecaria, y quizás esto sea solo un espejismo fanático, me parece sacada de The Wall de Pink Floyd, ¿o no? Finalmente, en cuanto al tenebroso mundo de las fraternidades gringas se refiere, hay algo sacado de La red social: el deseo de rodearse de los mejores y así mantener las cosas en su sitio.       

“Tú no asustas, ni un poco, pero no le temes a nada”, le dice Sullivan a Mike casi al final, y con eso comienza el futuro que ya conocemos. La lección del día es clara: hay cosas que no se aprenden en la universidad. Vivo, asusto, me asusto. Luego existo.

(El Diario) 

6.20.2013

¿En qué piensa Mick Taylor?


Los Ángeles, California, 20 de mayo del 2013. Los Rolling Stones están tocando en el Staples Center, mejor conocido como la cancha de los Lakers. Sobre el escenario está Mick Taylor, el guitarrista que se separó de la banda hace más de cuarenta años y que ahora dobla las rodillas, apoya su Gibson Les Paul en el muslo, levanta el mango y toca el solo de Can’t You Hear Me Knockin como si no hubiese pasado ni un día.  

Mick Taylor tenía 20 años cuando subió a un escenario en el Hyde Park de Londres y debutó frente a más de doscientas mil personas como el nuevo guitarrista de los Rolling Stones, en julio de 1969. Grabó guitarras y compuso canciones para álbumes clave en años clave: Let It Bleed, Sticky Fingers, Exile On Main Street. Y renunció en el 74, días después del lanzamiento de It’s Only Rock n’ Roll, porque claro, tocar en los Stones no era sólo rock n’ roll.

Taylor ha dicho que Mick Jagger no le dio el crédito de compositor en varios temas y que Keith Richards, quizás por envidia, nunca lo aguantó del todo. Ha dicho que por esos años era adicto a la heroína y que el ambiente, el tour, la joda, habrían acabado con él y con su familia. Y también ha dicho que desde el principio sintió que no estaría en la banda por mucho tiempo. Ser un Stone no es sencillo, no se trata de tocar bien, a ratos ni siquiera se trata de tocar.

Lo veo desde las alturas, sección PR9, fila 7, silla 11. Mick Taylor tiene barriga, el pelo largo y canoso, y parece más saludable que el resto. No tiene aura de peligro ni perfil de mito ni parece haber vuelto de la muerte como los otros, pero toca como los dioses. How does it feel?, me pregunto. Lo pudo haber tenido todo: todos estos años, toda esta gente a sus pies, todo ese otro planeta. ¿En qué piensa Mick Taylor esta noche? ¿Se arrepiente? ¿Valió la pena? ¿Se salvó?

La respuesta debe estar en sus sueños. Capaz duerme tranquilo en su casa de campo, lejos de todo, abrazando una almohada que huele a lavanda. O no. Sueña con limosinas y adolescentes bañadas en champaña y construye en sueños la vida que dejó ir. Al despertar hay una mancha de sudor en las sábanas.

(El Comercio) 

6.17.2013

Hay esperanza


Al formarme entendí que había hecho esa fila durante años. El jueves pasado, a las diez de la noche, estaba en la cola de un cine en Cumbayá esperando el pre-estreno de El hombre de acero. No éramos tantos como habría imaginado ni había gente disfrazada: lo más vistoso era un tipo que se había amarrado una toalla de Superman al cuello y la usaba como capa, a quien todos mirábamos con respeto.

Sentados en el piso, alrededor del canguil y el té helado que no llegarían a la sala, surgió la discusión que hombres de distintas edades, razas y religiones han tenido desde que el mundo es mundo, ¿Batman o Superman? Desde El caballero de la noche –que sigue siendo la mejor película de superhéroes de todos los tiempos– y a pesar de El caballero de la noche asciende, el murciélago de Ciudad Gótica lleva amplia ventaja. Una vez más escuché ese viejo y manoseado argumento, “Superman puede volar, es invencible, ¿cuál es el chiste?” Lo dijo un amigo al que le respondí, en un reflejo de fidelidad animal, “si te cabrea que Superman pueda volar quizás esta no es la película para ti”. Los fanáticos de Superman vamos a eso, a verlo volar, a verlo levantar autos con las manos, a verlo lanzar rayos de los ojos, a verlo estrellarse contra los edificios, a verlo rechazar balas con el pecho. Vamos a verlo hacer cosas que ningún hombre podrá hacer jamás.   

La proyección empezó bastante pasada la media noche y esa espera, accidentada y agónica, aumentó el vértigo. Para cuidarme de cualquier sorpresa antes de tiempo, había leído poco sobre la cinta: todo el mundo estaba de acuerdo en que es una gran película de ciencia ficción y una gran película de acción. Ambas cosas son ciertas, nunca antes –en el cine– habíamos tenido tanto contacto con Krypton, un planeta que, como el nuestro, se acabó por abusar de sus recursos y al cual viajamos en una misión de exploración. Y nunca antes habíamos visto a Superman brindar un espectáculo semejante. El director Zack Snyder nos ha hecho un regalo que compensa en algo –no en todo– nuestros años de espera y testaruda fe. Todo eso por lo cual Superman es súper, la velocidad, la fuerza, la falta de respeto a la gravedad y a los límites de la razón, se desborda por la pantalla como si el único propósito de la cinta, su único propósito, insisto, fuera recordarnos que estamos ante el hombre más poderoso de la historia.  

Al final, como le dice Superman a Luisa Lane, el símbolo significa esperanza. El hombre de acero no te deja ciego del asombro ni con ganas de arrancarte los ojos de la furia. Te deja con esperanza de lo que puede venir ahora que la leyenda ha vuelto a nacer y el futuro parece, otra vez, algo nuevo.

Y un último detalle: en esta película, Superman fue capaz de matar a uno de sus enemigos torciéndole el cuello, lo que significa que sería capaz de cualquier cosa. Ojo.

(El Diario) 

6.10.2013

Para aquellos a punto de pedalear


Supongamos que es la primera vez que vienes a Quito, que tienes la tarde libre y que andas en bicicleta; que en este preciso momento estás montado en el mejor vehículo jamás inventado. Es más, te voy a decir exactamente dónde: estás en el Parque La Carolina, el corazón del Quito moderno. Tu pie presiona el pedal y tu cuerpo se eleva.

Pedaleas por los bordes de la laguna, al interior del parque, mientras otra gente pedalea con más fuerza moviendo la máquina silenciosa de un bote descolorido. Te detienes sobre el lomo de uno de los puentes que cruzan el agua y la panorámica se tiende frente a tus ojos. Ahí está la colegiala que se fugó para verse con su novio, un chico mayor al que echaron de diecinueve colegios. Ahí está ese señor, la camisa planchada, el pelo entrecano echado todo hacia la izquierda, que esta mañana le dijo a su mujer que saldría a buscar trabajo y ha pasado el día jugando solitario en su celular, esperando que las cosas se arreglen solas.

Al salir de La Carolina, tomas la ciclo vía en la intersección de las avenidas Eloy Alfaro y República, rumbo al centro. Llegas al Ministerio de Agricultura y no te aguantas las ganas de pasar por entre las piernas de ese inmenso toro de metal, parado en medio de la plaza. Allí hay una estación de bicicletas públicas, rojas y azules como la bandera de la ciudad: ahora entiendes por qué viste tanta gente pedaleando un mismo modelo. La señorita que despacha las bicicletas te dirá que para usar una debes inscribirte, llenar un formulario, sacar un carnet y todo eso, pero tú sólo estás aquí por unos días y no tienes tiempo para formalidades. Esta noche, en el hotel, buscarás más información y sabrás que según las aspiraciones del municipio, para junio de este año serán 10.000 los usuarios inscritos o, como dice la señorita, “carnetizados”.  

Las llantas ruedan sobre los adoquines pintados de color naranja. La ciclo vía te lleva por la Avenida Amazonas hacia eso que los quiteños llaman La Zona, el distrito de bares y restaurantes y discotecas de toda clase, de todo precio, de toda calaña. Podrías bajar en cualquier café, tomarte una cerveza y dedicarte a ver la ciudad pasar. Te gustaría sentarte y contar cuánta gente de distintas razas vez en media hora –no por nada el Ecuador es el centro del mundo–, preguntarles de dónde son, ¿viven en Quito o están de paso?

Admítelo, no quisiste parar. Pedalear es cuestión de instinto y el instinto te obliga a seguir. Así, un poco a tientas, llegas al final de la Amazonas que es el comienzo del parque El Ejido, donde te recibe esa reducción del Arco del Triunfo que encara la Avenida Patria y te da la sensación de estar dentro de una maqueta. Das la primera vuelta rodeando el parque, mirando esa galería de arte al aire libre en la que encuentras réplicas de las pinturas más famosas del Ecuador, algunos trazos de genuino talento y, sobre todo, cuadros de estilo consultorio médico. La segunda pasada la das siguiendo la ciclo vía. Circulas entonces por el interior del parque, por los juegos para niños, la comida criolla, los jugos naturales recién exprimidos y los teatreros callejeros que tarde a tarde reúnen a su público cautivo sobre las tablas del césped.

Las sombras de los árboles se alargan como líquido sobre la hierba. Aquí viene lo duro. Sigues la ciclo vía por la Avenida 6 de Diciembre, a un costado de El Ejido, y pedaleas de subida hasta encontrar la Asamblea Nacional. Paras. Respiras. El corazón late más rápido que de costumbre hasta caer en un lugar común: eso de los 2.800 metros de altura no es broma. Con el aliento aún colgando de los labios llegas al parque La Alameda, oficialmente estás en el Centro Histórico del que tanto te han hablado y que quizás, después de todo, sea el motivo de tu viaje. Cruzas el parque y, decidido, tomas la calle Guayaquil que comparten buses y ciclistas. Aunque nunca has estado en Bangkok, intuyes que esto, pedalear por las calles estrechas del centro de Quito entre cientos de transeúntes, tiene un encanto asiático. 

Llegas a la pequeña plaza San Agustín y ahí, haciendo una derecha descomplicada, enfilas hacia la Plaza de la Independencia, el corazón del Quito antiguo. Esa casona con la bandera del Ecuador flameando sobre el techo es el Palacio Presidencial y esa iglesia, a tu izquierda, en cuyas gradas habitan pastores con megáfonos que te auguran el infierno aún sin conocerte, es la Catedral Metropolitana. Tienes razón, así comienzan muchas ciudades: una iglesia donde manda dios y una casa donde manda el hombre. 

Tu recorrido, sugerido por la revista que leíste en el avión, termina en la Plaza San Francisco, a las puertas del convento más celebre de la ciudad, al que deberías entrar. Miras el reloj, tu viaje ha durado apenas cuarenta minutos y sientes que has visto más y mejor que en cualquier city tour. ¿Por qué no habías pedaleado antes? ¿Por qué no pedaleas en tu  ciudad, en tu barrio, en tu calle? La gente pasa a tu lado haciéndole reverencias a Cristo, guardado en una caja de columnas de madera y paredes de vidrio. Tú miras la bicicleta, el milagro ya está hecho.

(Avianca en revista)