7.29.2013

¿Por qué nunca escribo sobre política?


Porque cuando era pequeño los grandes aguaban todas las fiestas hablando de política. Porque cuando estaba en el colegio decidí que político es sinónimo de delincuente.  Porque cuando estaba en la universidad conocí Cuba y me quedó claro que ningún sistema funciona. Porque uno de mis mejores amigos, un abogado que juró defendernos, se metió en la política, se compró un Mercedes y se olvidó. Porque la gente le falta el respeto al presidente y el presidente le falta el respeto a la gente. Porque voté por Correa la primera vez y ahora estoy decepcionado. Porque los correístas están dispuestos a dar la vida por él y yo nunca he sentido ni sentiré ese amor incondicional por un político. Porque los anticorreístas ya me tienen harto con Pedro Delgado y Duzac. Porque los correístas ya me tienen harto con las carreteras y los hospitales y las escuelas del milenio: ese es el trabajo del gobierno, no son milagros. Porque yo también he hablado mal del presidente por darme el gusto de hablar mal del presidente. Porque lo más divertido del correísmo es llevar la contra, hablar bien del hombre frente a sus enemigos y decir cualquier garabato frente a sus fanáticos; ver cómo se excitan, como se cierran, me lleva a concluir que la política no es algo serio. Porque el gobierno persigue a los periodistas. Porque los periodistas nos hacemos las víctimas. Porque hay periodistas que son mascotas del gobierno y periodistas heridos que sólo quieren verlo caer. Porque hay manipulación pública y desinformación privada. Porque no creo que el presidente sea un asesino pero sí que pudo haber evitado las muertes del 30S. Porque la oposición no ha hecho nada para merecer mi apoyo. Porque somos muchos los que no reconocemos los méritos del gobierno pero son muchos más los que no reconocen sus fallas. Porque nunca he investigado un caso de corrupción a fondo, hasta que la máquina de propaganda estatal sea inútil. Porque nunca he llamado por teléfono a nadie para contarle que un servicio público ha mejorado. Porque la gente me dice que debería estar agradecido, que sin este gobierno no hubiese recibido un fondo para escritura del Concejo Nacional de Cine, ni hubiese viajado a ferias del libro invitado por el Ministerio de Cultura, asumiendo que las instituciones culturales no buscan reconocer ni el esfuerzo ni el trabajo sino comprar amistades y silencios. Porque tengo amigos cuyos parientes están en el gobierno y he tenido que dejar de confiar en ellos en cuanto a política se refiere. Porque no confío en mí en cuanto a política se refiere y no quiero tener que ver todos los noticieros y leer todos los periódicos para estar al día. Porque he visto cómo la ciudad en la que crecí ha sido destruida por los políticos y ahora me dicen que la única forma de que eso cambie es votar por un candidato del partido de gobierno. Porque es sospechoso que tanta gente esté de acuerdo. Porque me dijeron que para ser asambleísta uno tenía que firmar su renuncia antes. Porque no tengo pruebas. Porque no necesito pruebas. Porque las autoridades que son invitadas a eventos culturales mandan a otras autoridades de menor rango para que las representen a menos que el presidente también esté invitado. Porque tendría que abrir una cuenta en twitter. Porque no entiendo la política. Porque no entiendo cómo un ser humano le puede dedicar su vida a la política. Porque quiero vivir en un país donde nadie sepa quién es el presidente y no me pidan el certificado de votación hasta para ir al baño. Porque francamente me da pereza. Porque cuando la gente habla sobre política cree que su opinión importa más que la del resto. Porque cuando hablo de política la gente cree que hablo en serio.  

(SoHo) 

7.22.2013

Titanes vacíos


Seamos francos, todos queríamos ver Titanes del Pacífico por una sola razón: Guillermo del Toro. El director mexicano, titán chilango del cine en español, ya había pasado por Hollywood con muchísimo éxito cuando se hizo cargo de Hellboy, el antihéroe borracho, mal genio y masculinamente inmaduro que vino del infierno, en dos partes que están entre lo mejor que hasta ahora se haya adaptado de un cómic. Por eso, cuando supimos que le habían dado 180 millones de dólares para hacer una película de robots gigantes contra monstruos de ultramar, pensamos, “bueno, si alguien puede hacer que algo así funcione, ese es del Toro”. Y eso es todo lo que nos queda: robots gigantes y monstruos de ultramar sacándose la madre. 

Para explicar este coloso que de tan pesado y estridente apenas logra moverse, existe una teoría basada en los cálculos del chisme. Del Toro aceptó dirigir esta película al apuro y a ciegas porque cargaba sobre sus hombros dos frustraciones enormes: no haber podido filmar la obra del escritor norteamericano de weird fiction H. P. Lovecraft ni la versión que quiso del Hobbit, que terminó en manos de, claro, Peter Jackson. Solo así (y a ratos ni así) se entiende que en la obra de un director que ha subrayado la humanidad de sus personajes entre Faunos y momias nazis calce una cinta como esta, preocupada por el espectáculo y que seguramente, como dice uno de los personajes al principio, termine convertida en juguetes para cajitas felices. 

Quisiera poder hablar de algún personaje pero ninguno se quedó en mi retina y a solo unas horas de haberlos conocido casi los he olvidado por completo. Me quedo, eso sí, con la batalla de Gipsy Danger y alguna criatura cuyo nombre no pesqué en las calles de Hong Kong, secuencia digna del Cirque du Soleil aunque resulte difícil creer que con semejante rigidez, un robot de esas proporciones y que necesita recibir diez órdenes distintas antes de mover un dedo pueda someter a un dinosaurio cabreado (a la final, eso son, ¿no?). De los “seres humanos”, nada. Ni sus diálogos en tono de discurso con doble moral (Top Gun / Robotech) que llegan al colmo de la vergüenza ajena cuando se pronuncia la frase “hoy vamos a cancelar el apocalipsis”; ni sus traumas infantiles y baratos y llorones; ni ese final amarillista y rosa. 

Tengo la esperanza de que del Toro se haya vengado, si eso es lo que buscaba, o por lo menos se haya dado gusto detonando todos sus antojos de embarazado en la gran explosión submarina. Ojalá le quede algo de esos 180 millones para hacer una película de verdad.

(El Diario)

7.15.2013

On The Road Again


Exterior. Cordillera. Atardecer. Un pequeño auto toma las curvas lo mejor que puede y avanza entre las montañas. La carrocería transpira gotas de frío. Viene tan cargado que las llantas ruedan aplastadas y pareciera que el chasis está a punto de raspar la carretera en cualquier momento; en el asiento trasero, entre bultos y mochilas, distinguimos la cabeza de una chica. El paisaje podría El señor de los anillos: sierra maciza, verde, mística, y entre los cerros un valle de nubes que antoja cruzar a pie. 

Interior. Auto. Atardecer. Los bultos son instrumentos musicales: una batería completa, una guitarra, un amplificador. El baterista va manejando y el guitarrista en el asiento de al lado. La chica, que tiene la cabeza recostada contra la ventana, duerme o se hace la dormida para que no la molesten. Están viajando de Cuenca a Guayaquil, donde pasarán la noche, para seguir al día siguiente hacia Manta. Llevan una semana en estas, viajando y tocando, viviendo en casas ajenas, fumando después de los conciertos para dormir mejor. Ambos tienen más de treinta años y ninguno parece estrella de rock. 

Hablan del Amor Brujo, un helado artesanal que venden ciertas tiendas de barrio en Cuenca, que tiene el color de la mantequilla de maní con rayos de mora, y un sabor confidencial que nadie pudo explicarles. El dueño de un local de tatuajes les contó que lo vende también por litro, dentro de una tarrina y sujeto a una paleta gigante. En este momento ambos se preguntan cómo será comerse un Amor brujo acompañado de un Diamante Azul, una pastilla con las propiedades del ácido que te llena el cuerpo de felicidad, como el helado.

 Al llegar a la costa, el camino se vuelve plano y el auto empieza a rebasar camiones y buses. Las gotas de frío se convierten en piel de polvo. La chica despierta y dice que tiene hambre. Aún faltan dos tocadas, dos noches, dos bares, dos escenarios. Muebles pegajosos en los que acostarse mientras alguien conecta los cables de la prueba de sonido. Otro viaje apretado por la madrugada. Brazos y piernas temblando de cansancio y de ruido. El zumbido en los oídos. Dos o tres segundos de gloria. 

(El Comercio)


7.08.2013

Taxi Driver


Entre mi casa y el nuevo aeropuerto de Quito hay cuando menos una hora de viaje. Es sábado, son más de las tres de la tarde y debo tomar un vuelo que sale antes de las cinco. El servicio de transporte que reservé hace más de veinticuatro horas lleva veinte minutos de retraso y cada vez que hablo con el encargado por teléfono me dice que la van está a la vuelta de la esquina, pero la van aparece recién después de la tercera o cuarta llamada, cuando son casi las cuatro de la tarde.

El chofer es un guayaquileño radicado desde hace varias décadas en la capital, que gracias al cielo conserva intacto su acento costeño. Cada dos minutos, cuando el velocímetro supera los 90 km/h, suena una alarma, un pitido que se repite un par de veces como diciendo “después no digan que no les avisé”. El chofer no le hace caso y aunque lo lógico sería pedirle que baje la velocidad me reconforta saber que él, consciente de que llegó tarde –por culpa del dueño de la compañía según dice– se está jugando la vida para que yo no pierda mi vuelo.

Acelera frena embraga mete cambio gira el volante y maniobra la van Huyndai como si se tratara de un Porsche, encajándola en el breve espacio que el resto de vehículos se permite mantener entre placa y placa. Para distraer mi mente de lo que parece una muerte segura, empiezo a interrogarlo. Repasar su vida, encontrar la secuencia y el significado de su existencia, creo, lo convencerá de preservar su futuro, y el mío.  

Justo cuando logra rebasar tres autos de corrido y esquivar un tráiler a tiempo para volver a su carril, me cuenta que aceptó este trabajo para bajarle un poco el ritmo a su vida. Hace unos años trabajaba administrando Night Clubs y pasaba toda la madrugada despierto, tragos y cigarrillos mediante, cuidando a las chicas y peleándose con borrachos indeseables. De vez en cuando, incluso, viajaba a Colombia para realizar castings y renovar el repertorio, pero eso estaba acabando con su hogar. Después de su temporada de chongos, el chofer se ocupó como guardaespaldas de artistas internacionales, y eso también era un problema: mientras los músicos disfrutaban de las chicas que él les conseguía, y la promotora del concierto se acostaba con el cantante de turno, el chofer permanecía atento y frustrado. Por eso decidió alejarse del mundo del espectáculo y convertirse en taxista. Al principio, me dice, estaba todo bien con su mujer pero no tan bien con su bolsillo, hasta que descubrió un secreto: además de pasajeros, nuestro héroe transportaba vicios y perversiones a domicilio. Sus mejores clientes eran una pareja de actores que además de recorridos le pedían esclavos sexuales y gramos de cocaína. A ella, me dice, le gustaban los negros grandes y aventajados; a él, en cambio, le gustaban los trans, hombres grandes disfrazados de mujeres grandes y doblemente dotados. Trato de imaginar la orgía, los actores jalados mirándose entre ahogos, besándose mientras los penetran con fuerza.

Ahora todo lo que quiero es pasar más tiempo con mi mujer, me dice el chofer a las cuatro y media de la tarde, cuando llegamos al aeropuerto. Me despido con un largo cuestionario enrollado bajo la lengua. Él debe regresar volando a Quito para recoger al siguiente pasajero, traerlo y luego alcanzar a su esposa en un bautizo del cual tuvo que salirse para ganarse estas carreras. Así avanza hacia su vida más tranquila, a toda velocidad.  

En el mostrador, una empleada de la aerolínea me dice que perdí el vuelo y otra, de mayor rango, me permite subir al avión segundos después: queda claro que hacen lo que les da la gana.

(SoHo)