3.25.2014

Amor de lejos: carta a Theodore


Querido Theodore,

Tú no me conoces, pero yo a ti sí. Digamos que te he visto lo suficiente como para asumir que te conozco o que por lo menos conozco parte de la historia de tu vida, la parte de la que quiero hablarte.

Todo el mundo está sorprendido y hasta alarmado porque te enamoraste de Samantha, tu sistema operativo. Creo que, en general, todos están un poco asustados de que eso les pueda pasar pronto, demasiado pronto; incluso puede que ya les esté pasando. Se nota que no vives en un futuro muy lejano. Evidentemente no vives en el mañana, pero quizás sí en un pasado mañana que llegará antes de lo previsto, como siempre, y nos hará hacer cosas que creíamos nunca haríamos. ¿Es de verdad todo tan limpio y aséptico? ¿Todos los colores combinan en el futuro? Me parece un poco sospechoso, pero bueno, no es de eso de lo que quiero hablarte. Quiero hablarte… quiero que hablemos de Samantha.

Entiendo que al principio te hayas sentido un poco raro, incómodo, quizás hasta freak y avergonzado y quizás también asustado. Pero estoy contigo. Todo lo que sientes, lo que sentiste, las memorias que ahora tienes dando vueltas en tu cabeza, son y fueron y serán reales mientras se sigan proyectando en tu interior; esos recuerdos de los que puedes agarrarte en momentos duros y solitarios, esos recuerdos que será mejor dejar ir cuando esos momentos pesados se pongan uno encima del otro sobre tu pecho y te dejen aplastado en la cama, con las cortinas cerradas y los boxers sucios por haberte masturbado con la voz de otra SexyKitten. Estuviste enamorado, eso no lo dudes. Que nunca la hayas visto es otra cosa.   

Lo que pasó entre Samantha y tu no le pasa a todo el mundo. Es más, no le pasa a casi nadie. Hay gente que espera toda la vida por algo así y llega al final de sus días sin haberlo conseguido: gente que sale de este mundo sin haber entrado. Siéntete orgulloso, Theodore. Qué importa si lo único que pudiste ver de ella fue su voz, si podía intuir y hasta desentrañar tu personalidad hurgando en tu disco duro, si luego de hacer cálculos matemáticos y veloces te decía cosas que sabía te harían reír. Nada de eso importa. Lo que importa es que te reíste, ¿o no?, que dejaste tu cámara prendida para que ella pudiera verte dormir, ¿o no?, que Samantha llegó a imaginar y luego a sentir que le picaba la espalda y que eras tú quien se la rascaba. Lo que importa es que fueron felices por un tiempo y esa felicidad no fue virtual sino de carne y hueso.

Estuvieron acostados en la luna, a un millón de millas de distancia, es cierto, pero a salvo. Samantha te salvó, Theodore. Te salvó de los demás, de esa sensación de haber visto todo lo que ofrecen los otros y no querer seguir buscando, de esa certeza maldita de que ya nada podía sorprenderte. Ella te sorprendió y con eso te salvó de ti mismo, de la persona en la que te estabas convirtiendo, un tipo callado, para adentro, detenido en el tiempo y en las heridas del pasado, una persona que puede conocer y expresar los sentimientos de otras personas, decir las cosas más hermosas y románticas siempre y cuando sean desde y para otros, pero que no podía decir, decirse, que su propia vida podía continuar después del holocausto y hasta mejorar.

Recuerdo cuando te citaste con tu ex esposa para firmar los papeles del divorcio y la pobre Samantha estaba nerviosa, celosa, insegura; nunca como en ese momento la vi tan preocupada por su falta de cuerpo. Estaba vulnerable, frágil, sensible. Estaba preciosa. Sí, era sólo su voz, pero también era mucho más que eso. Samantha se mostró, te dejó verla, abrió una puerta acaso sin querer y lo que había allí adentro brillaba y sus reflejos te alumbraron, no lo niegues. Me emocioné y cuando tu ex le dijo a la mesera que estabas enamorado de tu laptop me dieron ganas de decirle que Samantha te había llevado a lugares a los que ella nunca te llevó. La verdad no es sólo la mentira que quieres oír, es la realidad que construyes para vivir dentro de ella, y entonces ya no es mentira.


Todas esas conversaciones que tuvieron por la noche. Todos esos paseos que hicieron juntos en los que ella viajaba en el bolsillo de tu camisa. Todas las veces que revisaron tu correo electrónico y decidieron con qué quedarse. Todos los vestidos que vieron antes de que ella escogiera cuál era el preciso para regalarle a tu ahijada. Todas las canciones en piano que ella hizo para tratar de que entendieras cómo se sentía ser ella. Todas las veces que hicieron el amor y fue perfecto y fue maravilloso y fue paralizante y hubo temblores porque jamás se tocaron y solo pudieron adivinarse y en tu mente nadie podía ser mejor que ella. La vez que se fueron de vacaciones a esa cabaña en medio de la nieve. La ves que salieron con tu amigo del trabajo y su novia y por un momento, acostados sobre una manta tendida en el césped, sintieron que eran una pareja normal y que podrían seguir así hasta quién sabe cuándo…¿hasta siempre? La vez que le contaste a tu mejor amiga que estabas saliendo –cuando en realidad ya estabas enamorado– con tu sistema operativo. Aquella ves que hicieron una canción juntos para decirse que no hay nada que no pudieran decirse. Todo eso, aunque no siempre lo parezca, es tu vida. Es una vida. Una vida en la que llegaste a pensar que si tenías a Samantha nada más te haría falta. Y eso es más de lo que puedo decir de mucha gente.

La distancia, eso que la gente cree que tarde o temprano acaba con cualquier relación, fue lo que los acercó. Ella vivía literalmente entre tu pecho y tu oído, como si fuera la voz de tu corazón. Ella te llamaba para saludarte y saber cómo estabas y esas llamadas se transformaban en conversaciones llenas de risas. Ella adivinada cuando tenías hambre y te hacía caminar con los ojos cerrados hasta una pizzería. Ella susurraba cada vez más bajo hasta que te quedabas dormido. Ella te obligaba a salir de la cama, ella mejoraba las cartas que escribes para ganarte la vida. Ella te mejoraba, te potenciaba, te hacía reír a carcajadas, te convencía de que vale la pena salir de casa y mezclarse con la gente. Ella hacía eso que hacen los unos enamorados a los otros enamorados: sacaba lo mejor de ti, te volvía una mejor persona, una persona feliz. Es cierto que te volviste cursi, romántico al punto de lo insoportable, pero de eso se trata, ¿no?, ¿para que nos enamoramos si no estamos dispuestos a hacer el ridículo y reír con las cosas más tontas y llorar sobre los detalles más absurdos? Creo que si te pones a pensarlo esta relación a distancia quizás sea la más cercana que jamás hayas tenido.

Todo pasó dentro de ti.
Dentro de ustedes.
¿Hay algo más cercano que eso?

La distancia es el espacio. En ese espacio entran las cosas que suceden y las que nunca sucederán. Las cosas que suceden se van sucediendo una después de otra hasta formar una rutina, una forma de vida en pareja, a ratos un espejismo, a ratos un hogar donde no siempre queremos hablar y contar qué tal estuvo nuestro día; un lugar que también necesita silencio y cansancio y aburrimiento y estar harto del otro y querer sacarle la cabeza a mordiscos o simplemente apagar todos los dispositivos que puedan conectarte con la otra persona: pero todo eso pasa y si no pasa simplemente se acaba. Las cosas que nunca sucederán son al mismo tiempo un sueño y una pesadilla. Nunca sabrás cómo es salir de casa y tomar de la mano a Samantha antes de enfrentar la calle, ir al cine con ella, despertar a su lado y acomodarle el pelo detrás de la oreja para ver mejor su rostro, sentarte a la mesa de un restaurante y tenerla en frente, elegante, sonriendo, contenta porque has logrado sorprenderla de nuevo, nunca sabrás cómo es verla caminar en calzón por tu casa, nunca sabrás cómo es verla cocinar, nunca sabrás cómo es llegar tarde y borracho y despertarla a besos: nunca sabrás como es besarla. Nunca. Nunca. Nunca. Y en ese nunca, Theodore, estarán por siempre varios de los mejores momentos de tu vida.

Dicen que el único amor romántico es el amor imposible.
También dicen que nada es imposible.
A ti te consta.

Abrazo,


jfa 

3.13.2014

Doble función en el Castro Theatre


La plaza Harvey Milk está en Castro, el distrito gay de San Francisco, justo sobre la estación del metro. Esa plaza bien podría llamarse Sean Penn o Gus Van Sant. Seguro mucha de la gente que la visita a diario, o quién sabe, quizás incluso muchos de los que viven en el barrio, llegaron allí por Milk, la biopic que cuenta la vida de la primera persona abiertamente homosexual en ser elegida para ejercer un cargo público en los Estados Unidos. Yo, por lo menos, llegué por Milk.   

La vi en Miami en el 2008, a pocos días de su estreno, en las salas de un mall gigante. En realidad fue una proyección del azar. Tenía la noche libre, mi única noche en Miami pues estaba de paso, y decidí gastarla en el cine, dispuesto a ver lo que fuera. Esa noche vi dos películas, Milk y El Sustituto, de Clint Eastwood, con Angelina Jolie haciendo todo lo posible por actuar como una mujer madura. Recuerdo que antes de comprar las entradas le pregunté al tipo de la boletería, dos o tres veces, si estaba seguro de que no me perdería el comienzo de la segunda función y él me dijo que no me preocupara, en el rostro una sonrisa que pudo ser de complicidad, burla o compasión. Recuerdo que Milk me gustó más, mucho más, que El Sustituto.

Cinco años después llegué a “Frisco” –como le decía Kerouac– y en Castro la cara de Harvey Milk, el verdadero, se reproducía en tiendas y en bares, en restaurantes y en boutiques: si el rostro de Sean Penn en el afiche lo volvió un momento inolvidable del cine, su vida real, potenciada sin duda por la cinta, lo ha transformado en un símbolo patrio. Castro es, obvio, un planeta gay, una especie de mundo bizarro para un heterosexual del tercer mundo que pone a prueba tus principios supuestamente liberales y posmodernos. Uno se cansa pronto de ver revistas mostrando hombres musculosos y de piel aceitada en tanga, o los maniquíes con pupera a rayas, estilo marinero y ceñida al torso inanimado. Además, confieso, me cansé de ver tantos hombres delgados, bien vestidos y bien peinados, cosas que para mí son imposibles. Pensé en la introducción de un capítulo de Seinfeld en la que Jerry, durante su clásico monólogo, dice: mis amigos piensan que soy gay porque soy flaco y mi apartamento está limpio.

En el número 429 de la calle que da nombre al distrito hay un letrero enorme que dice CASTRO, en vertical, hacia abajo, flotando sobre una marquesina. Es el Castro Theatre, también conocido como movie palace: el palacio de las películas. La construcción es de 1922, tiene 1407 butacas y programación alternativa. Mientras en la vía pública se multiplicaban afiches de El Gran Gatsby, R3sacón y Después de la tierra, el cine de Castro, que cambia de títulos prácticamente todos los días (la noche anterior, por ejemplo, habían pasado Vaselina en formato sing-along), ofrecía una doble función protagonizada por Spring Breakers, de Harmony Korine, y Enter The Void, la cinta de Gaspar Noé modelo 2009. Casi cinco horas de cine y de corrido. 

Hay quienes conocen ciudades tachando los nombres de sitios emblemáticos en una lista, llegando y sonriendo y subiendo las fotos para comprobar que sí, están ahí donde dijeron que iban a estar, y sí, el lugar es increíble y somos muy felices. Otros vamos a las salas de cine dondequiera que estemos, incluso a las de las cadenas que son todas iguales, y conocemos la ciudad por ese lado. Una película también es el lugar y el momento en que la viste. Una ciudad también es las películas que viste mientras estabas allí.

Para leer el texto completo haz click aquí