5.26.2014

Un mundo mejor


Hay un capítulo de la Liga de la Justicia llamado “Un mundo mejor” en que los superhéroes, en una dimensión que transcurre dos años en el futuro, gobiernan el mundo. Y cuando digo gobiernan quiero decir exactamente eso: gobiernan. En esa dimensión Superman, Batman, Linterna Verde y compañía mandan y no hay voz que pueda contradecirlos o desobedecerlos. En ese mundo, que se parece tanto al nuestro, que podría ser el nuestro, levantar los brazos puede significar perderlos para siempre y reclamar porque el mesero te ha traído la cuenta equivocada puede llevarte a la cárcel: las autoridades hacen todo lo necesario para mantener la paz y el orden. Todo.

El episodio empieza con la siguiente escena: Superman irrumpe en la Casa Blanca y se abre camino por la fuerza hasta llegar al despacho del presidente de los Estados Unidos, Lex Luthor, quien tiene al mundo al borde de una guerra que podría destruir el planeta entero. Discuten. Luthor le dice que todo es culpa de la gente y también de él, de Superman, de su ego, de esa costumbre tan suya de amar ser el héroe. Y Superman, lleno de ira y arrepentimiento, quiebra la ley que define su moral y usa los rayos que le salen de los ojos para liquidarlo. En ese momento, Superman se rompe y nos queda claro que es capaz de cualquier cosa. Dos años después, él es el jefe supremo.

En Villa Chica hay una revuelta estudiantil provocada por jóvenes que piden elecciones (Superman dice que en las elecciones “hay mucho que perder”), la policía los reprime, pero también los reprimen Linterna Verde y la Mujer Halcón. Ella le dice, “¿Recuerdas cuando les caíamos bien? Ahora veo el miedo en sus ojos” Y él responde, “¿Quieres saber lo que es el miedo? Antes vivíamos con miedo de explotar en cualquier momento”. En esa dimensión, los superhéroes toman todas las decisiones por nosotros y hasta nos han robado el derecho de sentir temor cuando nos parezca necesario. La misma Luisa Lane, durante una cena con Superman, le dice “La libre expresión está muerta… lo único que quieres es que todos se arrodillen ante ti”.

Los superhéroes son quizás la única mitología del siglo XX, confíanos en ellos porque sabemos que son más poderosos que nosotros, que son capaces de hacer cosas que nosotros no, y sobre todo porque creemos, acaso ingenuamente, que siempre estarán de nuestro lado y pueden protegernos de nosotros mismos. Pero en “Un mundo mejor” las cosas funcionan al revés. Los superhéroes nos han impuesto su visión del mundo y no nos permiten elegir ni pensar. Esa gente en la que confiábamos tanto decide que no somos una raza lo suficientemente evolucionada como para hacerse cargo de su propio destino. Como dice Batman, “es un mundo sin crimen, sin víctimas, sin dolor… y sin opciones”. Es mundo que ya no nos pertenece.

Queremos que alguien nos cuide, que alguien se haga cargo de nosotros, que alguien, quien sea, nos asegure que todo va a estar bien sin que tengamos que hacer mucho al respecto. Huimos. Corremos. Escapamos. Luego vienen los más poderosos y, volviendo al Caballero de la Noche, mueren siendo héroes o viven lo suficiente para convertirse en villanos: a veces por clamor popular. Volteamos la vista para otro lado. Nos tapamos los ojos. Escogemos no mirar. Dejamos que sean otros los que hagan el trabajo sucio porque preferimos no mancharnos las manos, ni los pies, ni las rodillas. Allá, dos años en el futuro, eso es lo que nos pasa. Confiamos en los poderosos y luego somos víctimas del poder. Podría pasar en cualquier dimensión. Y en cualquier momento.

(SoHo)   

5.19.2014

Un día muy extraño


Un billonario de 28 años necesita un corte de cabello. Digamos que no lo necesita, lo quiere, y los billonarios están acostumbrados a conseguir lo que quieren. Para esto tiene que atravesar Nueva York en su limosina durante un día complicado: el presidente de los Estados Unidos está de visita en Manhattan, el multitudinario funeral de una estrella de rap se ha tomado varias calles de la ciudad y una protesta anarquista amenaza los alrededores. Su capricho, sin embargo, es ley.

Será un día largo y pasará, casi todo, dentro de la limosina (que por lo demás parece una cabina de control traída de un futuro no muy lejano, en la que todo funciona con pantallas que devuelven un reflejo azul del tipo espacial), donde Eric Packer, el billonario, tiene reuniones con sus asesores y sus amantes, con su doctor y hasta con personas que podrían o no ser sus amigos. Pero estos encuentros, fríos y llenos de una filosofía tanto existencial como corporativa de cuyo origen nunca estaremos completamente seguros, parecerían ocurrir en una dimensión paralela a la realidad y a cualquier eco de pulso cardíaco. El joven Packer, interpretado por el también joven vampiro Robert Pattinson, parece estar muerto en vida, congelado y, más que nada, aburrido: se nota que ha pasado un buen tiempo desde que el mundo que conocemos dejó de sorprenderlo. El director David Cronenberg, que tomó el argumento de una novela del gran escritor estadounidense Don DeLillo, logra transmitir a través del comportamiento polar de su personaje principal no sólo la soledad de sus billones sino también una visión bastante crítica sobre el capitalismo, una opinión que llena de sinsentido la fortuna monetaria que la genera, que cuestiona sus consecuencias sobre el mundo que de una u otra forma contribuyó a la fabricación de esa misma fortuna y que le va chupando la sangre a Eric Packer, un tipo que después de todo sólo quiere sentir algo, cualquier cosa, al punto de pedirle a una de sus guardaespaldas, con la que también se acuesta, que descargue sobre él un arma eléctrica: cierta cantidad de voltios pueden devolverle al corazón su ritmo natural, pero ciertos órganos, ciertos músculos, no despertarían ni aunque fueran guisados por un rayo venido del cielo.

Eric Packer tiene una esposa rubia, hermosa y millonaria que no quiere acostarse con él pero que le ofrece salvarlo de lo que parece ser una crisis financiera letal, pero Eric no quiere salvarse y, más importante aún, Cronenberg no quiere salvarlo; hay en su destino, un desenlace a ratos incomprensible por las circunstancias que conducen a él, un discurso, una lección: llegará el día en que los de abajo se cansen de estar abajo, el día en que los oprimidos opriman el gatillo. 

(El Diario)    
             

5.12.2014

La caza


Lucas es inocente, pero eso sólo lo sabemos nosotros. Saberlo nos conmueve. Saberlo nos desespera. Saberlo nos angustia. Lucas trabaja como profesor en un kindergarten, los niños lo adoran y hay una niña que quizás lo adora demasiado, que está platónicamente enamorada de él y al no verse correspondida inventa un cuento que en el lenguaje de los adultos se traduce como acoso sexual. Los adultos, claro, le creen a la niña y de a poco empiezan a marginar a Lucas como si él cargara la peste negra sobre los hombros. Lucas es inocente, pero eso sólo lo sabemos nosotros.

Lucas pierde su trabajo porque casi nadie le cree; en realidad la mayoría de gente no quiere creerle, no quieren tomarse la molestia. Lucas pierde también la oportunidad de conseguir la custodia de su hijo, un adolescente que quiere vivir con él y que nunca, ni por un segundo, duda de su inocencia. Lucas va al supermercado y el carnicero le dice que no puede venderle carne y el administrador le pide que no vuelva a hacer las compras en ese lugar y los empleados le caen a golpes y cuando lo tienen sometido, arrodillado sobre la calle y sobre el dolor y sobre la vergüenza, le lanzan latas de conservas y le rompen la cabeza y le rompen la nariz y Lucas regresa a su casa cojeando y con la frente llena de sangre. En medio estamos nosotros. En medio de la injusticia. En medio de las miradas como cuchillos. En medio de la verdad y todo el resto de verdades. Somos cómplices de un crimen que nunca se cometió y aunque tenemos ganas de llegar hasta ese pequeño pueblo en algún lugar de Dinamarca para decirle a todo el mundo que Lucas es inocente no podemos hacer nada. ¡Nada! Y nos frustramos. Y nos comemos las uñas. Y nos agarramos la cabeza como si quisiéramos arrancárnosla. Somos testigos de la maldad que sus propios amigos ejercen sobre Lucas, sufrimos el maltrato y nos encierran los mismos ladrillos de silencio que cercan la vida de Lucas. En este punto ya no somos simples espectadores, ¿cómo serlo?, ¿cómo quedarse quietos cuando la vida de un hombre está siendo destrozada por una mentira? En este punto somos personajes, personajes condenados a observar desde el otro lado, a ver y no tocar, a gritar sin que exista la posibilidad de que alguien nos escuche.  

El tiempo pasa en la pantalla pero se siente mucho más lento, denso y pesado fuera de ella. El tiempo nos cae encima. Las cosas cambian de lugar, algunas vuelven a su sitio y justo cuando creemos que hay una oportunidad para la verdad nos damos cuenta de que el odio no conoce sus propios límites porque nunca los tuvo. Y tenemos miedo. Miedo de los demás. Miedo de lo que le pasará a Lucas cuando lo dejemos solo.   

(El Diario)