6.23.2014

Quédate en la fiesta


Quédate en la fiesta. Hasta que la gente empiece a bailar. Hasta que la gente que está bailando empiece a bailar sin darse cuenta de que está bailando. Hasta que se rompan un par de copas y alguien se corte y se derrame sangre. Hasta que una mujer sobria le de un golpe al hombre ebrio que trata de besarla. Hasta que una mujer borracha reparta besos sin fijarse en el destino de sus caricias. Hasta que se acaben el whisky y el gin y el vino y las cervezas y la gente empiece a tomar menta, dos hielos y agua.

Quédate en la fiesta. Hasta que se acaben los cigarrillos y las almas desesperadas comiencen a prender las colillas húmedas y manchadas que nadan en los ceniceros. Hasta que veas doble y la gente y las cosas se confundan en una alucinación muda. Hasta que la quinta persona que te ofrece llevarte a tu casa se haya marchado. Hasta que todos se hayan ido. Hasta que alguien saque una guitarra y haga el ridículo. Hasta que se besen en el sofá como adolescentes. Hasta que alguien te diga lo que pasa es que tú no me quieres como yo te quiero.

Quédate en la fiesta. Hasta que alguien a quien nunca ves te prometa que se van a ver mañana para almorzar. Hasta que eso que compraste en la farmacia haga lo que se supone que tiene que hacer. Hasta que te derrames por las paredes y puedas caminar en el techo. Hasta que tengas un nuevo mejor amigo. Hasta que tengas un nuevo y único gran amor. Hasta que hayas cerrado un negocio. Hasta que le hayas prometido a una actriz que será la protagonista de una película.

Quédate en la fiesta. Hasta que te pongas chino de la risa y sientas hambre. Hasta que se haya acabado la comida. Hasta que te mueras de la sed. Hasta que la fundita que te dejaron en el baño se acabe. Hasta que tu mandíbula se mueva sola. Hasta que no puedas parar de hablar y no sepas lo que estás diciendo. Hasta que sea hora de hacer otra llamada. Hasta que llegue a tu cabeza la idea más genial que hayas tenido jamás. Hasta que todo valga tres atados. Hasta que el ácido se deshaga en tu lengua. Hasta que reviente la pepa y sientas cómo las olas te recorren el cuerpo. Hasta que alguien te ofrezca hongos. Hasta que te den náuseas y paranoia.

Quédate en la fiesta. Hasta que hayas conocido una modelo que te parece demasiado flaca. Hasta que uno de tus amigos se quede dormido boca abajo sobre la alfombra. Hasta  que te digan: estás loco, me voy a dormir. Hasta que la rubia te confiese que no es rubia. Hasta que se acabe el hielo y sea mejor tomar tragos cortos y rápidos, hasta el fondo y de una. Hasta que prendan las luces y les de por barrer los vidrios. Hasta que no recuerdes de quién era la fiesta. Hasta que te hablen y te hablen y te hablen y tú solo puedas sonreír y mover la cabeza de arriba hacia abajo. Hasta que una completa desconocida te cuente la historia de su vida, su pueblo, su familia, sus sueños. Hasta que un completo desconocido te abrace en una foto.

Quédate en la fiesta. Hasta que tengas que buscar un condón en la billetera. Hasta que tengas que ayudarla a encontrar su sostén. Hasta que la música sea la extensión del llanto. Hasta que uno de ellos recuerde a su madre llorando. Hasta que una de ellas hable de su padre y diga que es el hombre más bueno del mundo. Hasta que tengas que buscar un rincón oscuro donde poder llorar tranquilo. Hasta que la olvides. Hasta que te enamores de ella. Hasta que te metas al cuarto de quién sabe quién con quién sabe quién. Hasta que tengas que sentarte un rato para que las cosas que flotan a tu alrededor aterricen de una buena vez. Hasta que no sepas quién eres ni dónde estás.

Quédate en la fiesta, pero no te emborraches demasiado. Al final, si sigues de pie, los tesoros que te han sido reservados serán revelados.

(SoHo)

6.17.2014

Amores raros


Se nota que Johanna Parry, la protagonista de Hateship Loveship, no es una persona normal. Pero claro, ¿quién es una persona normal? Johanna, sin embargo, parece estar desconectada de este mundo o inmersa en una realidad acaso paralela que sólo ella puede ver con claridad. Por eso sus relaciones con otras personas son, por así decirlo, extrañas, distantes, silenciosas. Las cosas que ella hace para comunicarse con los demás no son necesariamente lógicas pero, de alguna extraña manera, funcionan.

Sabemos poco de Johanna Parry (Kristen Wiig en su papel más introvertido hasta la fecha). Sabemos que, desde que era muy joven, se dedicó a cuidar a una anciana hasta que la señora murió. Sabemos que su mundo es pequeño, corto, estrecho. Sabemos que se le hace difícil ver a otra gente a los ojos y que camina cargando algo parecido a la vergüenza. Cuando la encontramos, Johanna tiene un nuevo trabajo, esta vez de niñera en un hogar fracturado y disfuncional (¿como todos?), donde viven una adolescente y su abuelo y donde, a veces, llega el padre de la chica de visita, un hombre en el que nadie confía demasiado porque trae consigo una historia de drogas y alcohol y, evidentemente, se ha equivocado más de una vez.

La chica de la que Johanna debe hacerse cargo le escribe cartas haciéndose pasar por su padre y se inventa un romance entre los dos. Johanna, quien claramente no ha tenido muchas aventuras en su vida, cae en la trampa y un día, sin más, aparece en casa del padre-adicto-en-recuperación. La situación es incómoda, incluso ridícula, y Johanna la resuelve haciendo lo único que sabe hacer: cuidar a los otros. Así empieza una historia de amor rara y difícil de comprender, un cuento (el guión está basado en un cuento de Alice Munro, nada menos) en el que los sentimientos que no se dicen son los que más importan, en el que las palabras son reemplazadas por actos que, como en cualquier historia de amor, quizás sean absurdos, pero alguien tiene que atreverse al absurdo para que el amor exista, ¿no?    
Johanna Parry, que se dedica a cuidar gente y a limpiar casas, logra reconstruir la vida de un hombre: barrer su conciencia, cepillar la mugre del pasado hasta encontrar un breve resplandor de voluntad. Y no es magia ni es la fuerza del amor ni tampoco la moraleja de la fábula. Puede que esta mujer no viva en el mismo mundo en el que vive el resto, pero sabe hacer las cosas a su manera y cree que, en el fondo, la gente no es tan sucia como parece. Ella cree, esa es su ventaja.   

(El Diario)

6.02.2014

Familias que agonizan


Mientras agonizo, la adaptación del clásico de la literatura norteamericana escrito por el premio Nobel William Faulkner, dirigida por James Franco, es una película lenta y pausada que pretende ser más intensa de lo que realmente es, y aunque no siempre lo logra, tiene otros méritos: tiene atmósfera, pulso, y lucha permanentemente por tener personalidad. Pero quizás su mayor logro es transmitir, como la novela original, la a veces irracional resistencia de los lazos familiares. Una resistencia que puede tomarse como fortuna, como obligación o como castigo.

La cinta empieza con el fallecimiento de la madre de una familia de campesinos y con la promesa que sus parientes, su esposo y sus cinco hijos, hacen en su lecho de muerte: enterrarla en un pueblo que queda a varios kilómetros de la granja en donde viven. La película es, entonces, el viaje que debe hacer esta familia para cumplir con su palabra sin importar que en el camino, por una especie de maldición que acompaña al cadáver, cada uno sufra su propia tragedia. Así se van desenvolviendo las historias de cada personaje y se van mostrando, frente a situaciones que los ponen al límite, los rasgos de su personalidad. No existen dos personas iguales en el mundo, y si bien es verdad que la sangre no miente, tampoco exagera ni repite siempre el mismo recorrido en las venas que habita. Los miembros de la familia Bundren, cinco hombres y una mujer, cargan con el peso de su promesa pero sobre todo arrastran una responsabilidad que no entienden del todo, que no se detienen a cuestionar y que los conduce por un camino en el que fuerzas ajenas y extrañas, una suerte de presencia inevitable que los persigue como el sol del oeste, los guía hacia toda posible desgracia. En esos momentos, contra toda lógica e incluso en contra de su propio bien, los Bundren se mantienen unidos como una familia; unidos pero también, sobre todo, atados, como si no pudiesen escapar uno del otro, como si la familia a la que pertenecen fuera, y lo es, un manto protector capaz de salvar su pellejo y una guillotina que lentamente, anunciando su llegada con un rumor en el viento, cae sobre sus nucas cubiertas de tierra y sudor.  

James Franco, que al parecer es un hombre del renacimiento o pretende serlo (dirige, produce, actúa y escribe no sólo guiones sino también literatura; y, dicho sea de paso, prepara una película sobre los primeros años de Bukowski), no se acerca tanto como quisiera al mundo de Faulkner, a esa manera en que el destino acorrala a los seres humanos como si todo estuviera escrito en una roca que pesa sobre nuestra espalda, pero consigue hablar con verdad sobre las familias: nos necesitamos, nos queremos, nos cuidamos. Y también nos destruimos.   

(El Diario)