10.28.2014

Appuntes (writer’s commentary track)


Escribí esta columna para SoHo. Pensaba postearla la semana pasada, pero volví a leerla y me sentí mentiroso, chanta y llorón, tres cosas que seguramente soy pero que detesto. Entonces pensé en esta opción: publicar –¿o debería decir compartir?– la columna pero con mis propios comentarios entre párrafo y párrafo. Quizás sea un despropósito. Pero como dicen en No Country for Old Men, “I’m fixin’ to do something dumber tan hell, but I’m going anyways”. Aquí vamos.

1) No tengo Facebook. No tengo Twitter. No tengo Instagram. Ergo: no existo. No soy nadie. El sueño de la soledad es, hoy por hoy, demasiado fácil de alcanzar: mantente fuera de las redes sociales. Eso es todo. Antes, los escritores huraños tenían que refundirse en lo alto de una montaña o en el último peñasco de una isla o en la mitad de un bosque frondoso o en el mugroso hotel de algún pueblo olvidado del África para, digamos, dejar de existir y vivir en paz. Pero eso era antes.

Miento. No tengo Facebook, pero sí tengo. Me explico: uso el Facebook de Los Pescados (esa banda que cada vez se parece más a un mito urbano, en la que toco la batería). Lo uso, sobre todo, con tres propósitos. Uno: buscar a escritores que me interesan y leer los artículos que ellos recomiendan, que suelen ser varios al día y muy buenos (lo mismo con amigos en los que confío como si fueran dealers de palabras, de música y de videos). Dos: anunciar cada actualización de este blog (eso sí, una sola vez y respondiendo a los comentarios –pocos, es cierto– cuando haya posteado algo nuevo) Tres: para tomar descansos mientras trabajo.

No tengo oficina. Trabajo solo en una habitación y mis recreos son cortos paseos al baño o a la cocina para buscar nueces o un vaso con agua en los que, obvio, no me encuentro con ningún colega como para preguntarle cómo va su día o si se va a divorciar o para burlarnos juntos del jefe mientras fumamos y tomamos café. Entonces, cada tanto, cuando me bloqueo, cuando me aburro, cuando no sé por dónde van los tiros de lo que estoy haciendo, abro el Facebook de Los Pescados, y miro.

Me entero de chismes. Doy likes. Comparto cosas. Me meto en los perfiles de las chicas que me parecen interesantes o simplemente guapas para ver fotos; también, claro, veo los perfiles de las chicas –pocas, es cierto– con las que he salido, pero, aunque no me crean, lo hago menos, muchísimo menos de lo que yo mismo pensaría, ya sea porque la memoria me resulta fría y distante o porque aún no se ha enfriado del todo ni se ha alejado lo suficiente; y también veo los perfiles de amigos a los que les perdí la pista qué rato y que, a juzgar por sus comentarios, han sido bendecidos, todos y cada uno de ellos, con los niños más lindos del mundo y las esposas más comprensivas del mundo y los trabajos más gratificantes del mundo.

Pero, en general, veo tonteras. Hoy, por ejemplo, leí una entrevista a Margarita Rosa de Francisco que francamente no me interesaba y también las “siete razones por las que una persona se queda en una relación que lo hace infeliz”. O sea, perdí el tiempo. Pero también para eso sirve el tiempo, ¿no? Y perderlo, o la sensación de que lo estás perdiendo, te hace buscarlo. Por eso, para mí, Facebook funciona de maravilla como break: a los diez o quince minutos de estar ahí digo esta huevada es una pérdida de tiempo y, furioso y culpable, con un renovado sentido del deber, vuelvo a lo que estaba haciendo. Hasta que, una o dos horas después, abro el Facebook de nuevo y me mando otra dosis de quince minutos hasta que digo esta huevada…

Ahora bien, no miento sobre el Twitter (bueno, un poco, Los Pescados también tienen Twitter y debo reconocer que alguna vez lo usé como stalker, pero la verdad, como dicen por ahí, “no me da la raza”, espiar a una persona con la que tuviste algo me da asco, aunque pienses en ella todo el día, no hay excusas; en fin, no es lo mío y creo que uno sólo termina enterándose de cosas de las que es mejor no enterarse) ni el Instagram ni la soledad.

En febrero pasado se cumplieron diez años de la invención de Facebook. Aunque las redes sociales existían desde antes (no tuve Hi5 ni MySpace, pero sé que existieron), Facebook,  qué duda cabe, fue la que cambió el juego (ya lo dijo la ranchera: no hay que llegar primero pero hay que saber llegar), la que logró lo que las otras no pudieron: reunir al mundo, a todo el mundo, en un solo lugar aunque ese lugar en el que tanta gente pasa tanto tiempo y donde pasan tantas cosas, en la práctica, no exista.

Al principio, yo fui de los que pensó que las redes sociales, en general, eran congresos de gente solitaria en busca de la aprobación de los demás. Y fui de los que dijo: es patético. Y fui de los que dijo: me parece triste. Y fui de los que dijo: ¿yo?, jamás. Pero el tiempo me ha demostrado todo lo contrario. Los solitarios, a propósito o no, somos los que estamos al margen de las redes sociales, los que no nos enteramos de nada, los que, cuando nos preguntan ¿por qué no fuiste a la fiesta?, respondemos porque no me invitaste, cabrón, y recibimos, junto a una mirada cargada de sospecha e incredulidad, estas palabras: loco, todo el mundo sabía, estaba en Facebook.     

Desaparecer. Desconectar. No existir. Es mucho más sencillo que antes. Pero con la dificultad se fueron también un poco del glamour, del misterio y del sentido de la aventura.

2) Desaparecer ya no es un truco de magia ni una estrategia de marketing. Cualquiera puede hacerlo. Todo depende del teléfono que tengas o, mejor dicho, de las cosas que ese teléfono pueda hacer por ti. Y una de esas cosas, quizás la más popular o por lo menos quizás la más utilizada, es WhatsApp. Tampoco tengo WhatsApp. O, como dirían en mi pueblo, “casi no tengo”. Se supone que mi teléfono es inteligente, cosa que dudo mucho, pero mi plan no incluye megas y en los tiempos que corren, qué duda cabe, los megas son muchísimo más importantes que el saldo.

No tengo autoridad ni moral ni académica ni práctica para decir que WhatsApp es la aplicación más usada en el mundo: esta afirmación proviene de simples observaciones en la vida cotidiana. Como tampoco tengo iPad (aunque tengo ganas de tener), no sé cuál es la aplicación más popular entre las aplicaciones. Sólo intuyo.  

Esta columna, originalmente, se llamó “Estado: sólo me conecto cuando hay WI-FI”.  Hasta hace muy poco esa era mi situación, sólo chateaba por WA cuando estaba en casa, es más, ni siquiera me molestaba en conectarme en lugares con WI-FI gratis. Esta situación ha empeorado. Ahora, mientras paso una corta temporada fuera del país, ni siquiera tengo encendido mi teléfono. Podría tener WA pero desde que llegué, como si me hubiera llegado una orden desde el cielo, resolví no activarlo. Cuando estoy lejos, me gusta sentir eso: que estoy lejos. De todo. De todos. Me gusta sentir la distancia y que esa distancia sea algo tangible, que esa distancia suceda. Esto no quiere decir que no extrañe, que no sienta melancolía, que no me den ganas de volver. Significa que hay momentos en la vida en los que el aislamiento es valioso y necesario y hasta diría que indispensable. Y este es uno de esos momentos.      

3) El punto es que sólo me conecto al chat cuando tengo señal Wi-Fi. De todos mis pecados virtuales, que son hartos y en su mayoría abominables e innombrables, él único que califica como imperdonable es no estar disponible en WhatsApp todo el tiempo. Amigos y enemigos, familiares y colegas, novias y vaciles, me lo reclaman a diario. ¿Cómo se me ocurre? ¿Qué clase de persona soy? ¿En qué mundo vivo?

En este párrafo sólo me arrepiento de lo siguiente: novias y vaciles, me lo reclaman a diario. Son líneas vanidosas, algo machistas y harto exageradas. No es que no me lo hayan reclamado, es que miento cuando digo que me lo reclaman a diario: pero bueno, a veces uno escribe columnas como escribe canciones, es decir, para que calcen, para que rimen, para que cobren sentido y provoquen emoción.

El resto es cierto. Nadie, o casi nadie (me refiero a los extraños, no a mis amigos)  puede creer que no tenga WA. ¿Cómo se me ocurre? Todo lo contrario, más bien no se me ocurre, eso es todo. ¿Qué clase de persona soy? Un gran amigo solía decirme que soy technically challenged, o sea que, en cuanto a tecnología se refiere, sufro de una severa discapacidad que me hace prácticamente inútil y absolutamente dependiente de la bondad de los extraños para realizar las tareas más básicas como compartir archivos que pesan demasiado o bajar música y películas. Soy ese tipo de persona: lo confieso y lo admito con cierto orgullo porque me hace sentir libre o no del todo encadenado. ¿En qué mundo vivo? Esa es una pregunta más complicada (supongo que algún día, lejos, en el futuro, leeré estas cosas y tendré alguna noción del mundo en el que viví, por más vaga y manipulada por la nostalgia que esta sea). Pero estamos hablando del WA y eso simplifica en algo el predicamento. Ahora mismo, vivo en un mundo donde nada me parece tan urgente o importante como para enviarle una foto a alguien en un mensaje de WA. Un mundo en el que hay otras cosas que hacer y el tiempo apremia. Un mundo unlpugged que yo he escogido, en parte, porque sé que se trata de algo temporal. Un mundo, entonces, que acabará pronto y que me siento en la obligación de aprovechar hasta el último segundo aunque ese segundo no sea otra cosa que la cima de una montaña de silencios.   

4) Creo que soy el único ser humano sobre la faz de la tierra que todavía manda mensajes de texto (y, dicho sea de paso, que no chatea con sus amigos ni les manda fotos cuando está de viaje). Desde que apareció el WhatsApp, los mensajes de texto han optimizado su razón de ser, diría yo, hasta la perfección. Como enviarlos cuesta “una fortuna”, la gente los piensa, los medita, los razona: no hay tiempo, ni dinero, para el hueveo. “Tal cosa, a tal hora, en tal lugar. Chau” Con eso basta. Es un prodigio de sencillez.

No, no mando fotos ni chateo por teléfono cuando estoy de viaje: ni siquiera en los extremos más puntiagudos de la soledad, acostado en la litera de un hostal, cuando el corazón salta entre las espinas del abandono; me parece que no tiene sentido, si estás en otro lugar, concéntrate en ese lugar, no lo pierdas de vista, descúbrelo, ya luego habrá tiempo para contarlo. Existe una excepción para lo primero: si voy al concierto de una banda que simboliza algo importante para alguien que a su vez ha sido importante en mi vida, le mando (al mail, ojo) la foto de la entrada al concierto (porque tampoco grabo videos ni tomo fotos durante los shows, o sea, si ya pagué la entrada prefiero ver lo que fui a ver con mis propios ojos, no en la pantalla de mi teléfono, que dicho sea de paso es una mierda). Y lo hago para decir algo como esto: hermano, aquí estoy, he llegado a la ceremonia, y tú estás aquí conmigo.      

Y sí, mando mensajes de texto. De hecho, de un tiempo acá, es todo lo que mando, y ni siquiera tantos. Y sí, me parece que ahora que la gente –me incluyo, por supuesto– no quiere pagar un centavo por nada, los mensajes de texto son valiosísimos: la capacidad de síntesis, el orden de las prioridades, la claridad de la redacción, todas estas son cualidades que, en mi corta y amorfa experiencia, no se encuentran por ningún lado en el WA. Incluso la ortografía, que cada día es ultrajada por miles de millones de usuarios de WA en el mundo, mejora en los mensajes de texto (una vez salí con una chica con la que pude haber salido por más tiempo pero tenía tan mala ortografía que no pude continuar… no estoy bromeando) De pronto, los mensajes de texto son un asunto formal al que hay que presentarse bien vestido. De seguir existiendo, los mensajes de texto serán los haikus de nuestro tiempo: en ellos no habrán palabras engreídas ni superfluas, imágenes exageradas o reacciones histéricas, prolongaciones inútiles o discusiones absurdas. Los mensajes de texto, si logran sobrevivir por lo menos entre alguna especie de hermandad sagrada de guardianes que se reduzca a un miembro por continente, lograrán por fin encontrar la manera en que debemos llamar a cada cosa.

5) Ahora bien, en ciertas situaciones y para conseguir ciertos fines, el hueveo es clave en la vida. Me queda claro que el WhatsApp es el sitio de ligue de este siglo, donde la gente se conoce, se conecta, se gasta bromas: coquetea con descaro y perversión protegida por una breve distancia que puede romperse con facilidad cuando el deseo se establece como mutuo e incontenible. ¿Se puede tener sexo sin WhatsApp? Varios amigos, adictos al chat, me han puesto la pantalla de sus teléfonos en las narices diciendo, “esta huevada es el infierno”, pero ahí siguen, acumulando millas en su vida horizontal.

¿Cuántas parejas han roto su relación de años y años por culpa de un mensaje de WA? ¿Cuántas parejas han construido una relación de años y años por culpa de un mensaje de WA? ¿Cuánta gente interesada en el sexo casual ha conseguido parejas eventuales para encuentros eventuales sin recargo emocional gracias a un mensaje de WA? ¿Cuántas personas que alguna vez tuvieron algo y fueron algo el uno para el otro y ahora, cada cual por su lado, con sus respectivas familias, con sus vidas diametralmente distintas entre sí, mantienen la cuota necesaria de fantasía que necesitamos los seres humanos para vivir en este valle de lágrimas gracias a un mensaje de WA? ¿La gente ama más y mejor o simplemente tira más y mejor desde que existe el WA?

Hay, también, crímenes inevitables. Hace poco, en un bar, estuve con un grupo de veinteañeros. Estaban todos reunidos alrededor de la pantalla de un celular colocada, claro, horizontalmente. ¿Qué veían? ¿Qué más? Las fotos que una ex le había mandando a uno de ellos. Fotos explícitas, primerísimos primeros planos de partes rasuradas. Y, claro, yo también las vi. Pero, no sé, pasado el morbo instantáneo, me entró como un ataque de moral. Esa podría ser mi novia. Esa podría ser mi hermana. Esa podría ser mi mejor amiga. Y ya no quise ni pude ver más. Fue como cuando era adolescente y miraba una porno a escondidas en el cuarto para masturbarme. Después de la eyaculación, de sostener y estirar esa telaraña pegajosa entre los dedos, sentía culpa: la culpa, como tiene que ser, ha disminuido considerablemente con los años, pero ese día, en ese bar, junto a esos chicos por lo menos diez años menores a mí, volví a sentirla. Quizás, es como dijo el viejo Bob: either I’m too sensitive or else I’m gettin’ soft.

6) Haciendo números, capto que mi vida sexual también ocurre sólo cuando tengo señal de Wi-Fi. Personalmente, me gusta la nueva costumbre de enviar fotos. La facilidad con que la gente se desnuda, se toca, posa, se toma un selfie porno y te lo manda es algo que me asombra, me conmueve, me excita. Es, claramente, una señal de evolución y generosidad. Las mujeres se toman fotos sin hacerse de rogar ni pedir nada a cambio.

Ok, esto, comparado al comentario anterior, puede sonar contradictorio. Pero ojo, una cosa es recibir fotos en tu teléfono, para consumo interno, digamos, y otra muy distinta mostrárselas a tus panas en un bar.

Cuando alguien que no te importa demasiado te manda sus fotos desnuda, hay, más allá de lo evidente, un cruel pero divertido juego de poder: quieres saber hasta dónde sería capaz de llegar. Quieres saber qué está dispuesta a hacer, si seguirá tus indicaciones al pie de la letra, si en la mitad de la noche se paseará sin ropa por su casa y se tomará fotos sobre cada mueble, si en plena discoteca se encerrará en el baño y hará una sesión fotográfica privada, si durante un almuerzo familiar pondrá el teléfono bajo la mesa. ¡Qué se yo! Es, insisto, más juego que otra cosa: la fantasía de tener el control, de poseer, de ordenar. Y sí, me sorprende la facilidad con que cierta gente, sobre todo la gente joven (“sobre todo la gente joven”, ¿qué chucha acabo de decir?, I’m not sensitive or soft, I’m just gettin’ fuckin’ old, man) se desnuda frente a las cámaras. Yo no lo haría, pero, then again, a nadie le interesa verme desnudo.

Por otro lado, cuando los desnudos vienen de alguien que no sólo te gusta sino que te importa, alguien con quien tienes algo, alguien que significa algo, alguien a quien extrañas y deseas de todas las maneras posibles, son, en mi humilde opinión, pequeñas obras de arte. Ahí está, como diría Oscar Wilde, el rostro de tu deseo. Ahí están, también, los hombros descubiertos de tu deseo, los muslos recogidos de tu deseo, los pechos duros de tu deseo, el ángulo húmedo y caliente de tu deseo, el culo perfecto de tu deseo. Ahí está, y es tuyo. Y no lo puedes creer. Y ésta quizás sea la mejor forma de practicar la fantasía: por un lado, deseas lo que estás viendo pero no puedes tocar y, por otro, sabes que podrás tocarlo pronto, tal vez en cuestión de minutos, cuando ella llegue a tu casa o cuando lleguen a la playa o cuando se encierren en un hotel. En otras palabras, lo tienes todo: el deseo, la figura del deseo y el cumplimiento de ese deseo. All you need is love… and, well, a smartphone.    

7) No existo porque le tengo miedo a la tecnología. Creo que no sabremos cuándo parar y que, cuando lo sepamos, ya será demasiado tarde. Toda la literatura y el cine de ciencia ficción, cuyas profecías se han ido cumpliendo una a una desde Julio Verne hasta James Cameron, nos reservan un final desastroso de sometimiento y esclavitud. Aún así, sé que la mía es una causa perdida. No quiero estar tan solo: quiero ser capaz de estar solo cuando quiera estar solo, y ya. Más tarde que temprano tendré un iPhone, tendré Facebook, Twitter, Instagram, WhatsApp y quién sabe qué más. El caudal del mundo me está arrastrando. Algún día existiré y seré feliz. Como toda esa gente en todas esas fotos.

Cada vez que un amigo genuinamente preocupado y afligido por mi estilo de vida desenchufado me habla de la última maravilla tecnológica disponible en el mercado, como para ver si me animo a entrar en este siglo, le respondo con la misma frase: estamos a dos semanas de Terminator, bro. Sí, además de ser uno de esos que dice cosas como “hay una aplicación que te dice dónde está el mejor noodle bar en Bangor pero no hay vacunas para el cáncer de mamas”, tengo miedo de que, en efecto, algún día llegue el rise of the machines.

En agosto del año pasado, el New Yorker publicó O.K., Glass, un testimonio escrito por el gran Gary Shteyngart. El texto resumía la experiencia del escritor usando por unos días las ya célebres y terroríficas gafas de Google. Lo leí, lo juro, porque se trataba de Shteyngart, mi interés en las gafas era tan poco que no hubiese logrado mover ni un solo tejido en mi retina. Al final, me quedó claro: es hora de empacar y partir hacia lo más alto de una montaña o hacia el último peñasco de una isla o hacia la mitad de un bosque frondoso o hacia un cuarto en el mugroso hotel de algún pueblo olvidado del África. Las gafas de Google son el fin de la civilización y yo quizás esté demasiado viejo para ver fotos en el celular de un veinteañero sin escrúpulos pero ciertamente soy demasiado joven para morir. El futuro está aquí. Y ya sabemos cómo terminan todas las películas que hablan sobre el futuro: el planeta estalla en mil pedazos que se confunden con las estrellas del espacio exterior y, claro, todos mueren.  
Pero sí, el caudal del mundo me está arrastrando. ¿Se puede ser periodista sin tener un smartphone? Parece que no. ¿Quién nos leerá sino la gente a la que le llegue un link? Parece que nadie. ¿Puedes enamorarte y confiar en alguien sin antes ver las fotos que sube a su cuenta de Instagram? No, ni se te ocurra, qué peligro. Pero es verdad, no quiero estar tan solo, me basta con escoger los momentos en los que quiero estar solo.
  
“Algún día existiré y seré feliz. Como toda esa gente en todas esas fotos.” Fuck. Odio esta frase y me disculpo de todo corazón por haberla escrito. En su momento, me pareció que era un buen final, un final con punch, con power. Pero no, ni lo uno ni lo otro ni nada semejante. Son palabras que buscan compasión y esas son el peor tipo de palabras.  

Aquí estoy. Existo. Soy feliz: no siempre porque qué pereza.
Y no necesito fotos que lo demuestren.

Y ya. Suficiente por hoy. Necesito un break. Voy a entrar al Facebook de Los Pescados un rato. Hace unos días escuché el Ghost in the Machine de The Police y me prometí a mi mismo que la próxima vez que mi hermana o mi cuñado postearan una foto de mi sobrina –que, por supuesto, es la niña más linda del mundo– mi comentario sería el siguiente: Every little thing she does is magic.  

10.20.2014

La moraleja de la historia


¿Por qué no había visto Salinger? ¿No se supone que soy fan? ¿Que me he leído todos sus libros más de una vez? ¿Que leo The Catcher in the Rye por lo menos una vez al año? ¿Que cuando me dicen que ese es un libro para adolescentes y freaks me cabreo y no puedo creer que alguien sea capaz de decir semejante estupidez? Puta madre, si hasta me compré una camiseta con la portada del libro en el Strand de Nueva York; es más, compré dos, una para mí y otra para uno de mis mejores amigos, y se la regalé cuando se fue a vivir a otro país con su esposa y su hijo, es decir, cuando decidió, al fin, crecer; es más, durante el bautizo de mi ahijado, di una especie de discurso en el que le prometía al recién nacido que llegaría el día en que hablaríamos de Holden Caulfield; es más, he pasado horas buscando en tiendas de diferentes ciudades un sombrero que me recuerde al del buen Holden. ¿No se supone que creo en Salinger como escritor pero también como una especie de guía espiritual? ¿Que sería capaz de prenderle una vela como el joven Antoine Doinel a Balzac? ¿Entonces? ¿What the fuck? ¿Qué pasó?

Veamos. Salinger se estrenó en septiembre del 2013, es decir hace poco más de un año. Recuerdo haber visto los trailers, haber enviado ese link a varios amigos escritores y no escritores, haberme creído eso de que se trataba del “evento cinematográfico del año”. Recuerdo haberme emocionado. Recuerdo haberme emocionado mucho. Como soy análogo y para casi todos los efectos sigo viviendo en el siglo XX, cuando la peli salió no bajé un torrent ni nada por el estilo, sólo me senté a esperar hasta que apareciera una forma más convencional de verla, a leer las reseñas, a escuchar los comentarios, a ver los primeros clips. Por ahí, creo, partió todo este asunto. Al parecer, Salinger, el documental, no sorprendió a nadie: todo lo contrario, decepcionó a la afición que tanto lo había esperado y hubo quien lo calificó como una estafa. No estuvo en ningún festival importante y la única nominación que recibió fue impuesta por una cosa rarísima llamada los Golden Trailer Awards, donde se premia la forma en que las películas son marketeadas: ojo, digo “cosa rarísima” pero no me parece ninguna mala idea, yo soy de los que cree que debería existir el Oscar al mejor trailer del año. Pues bien, el primer trailer de Salinger, conocido como Biggest Secret, perdió su oportunidad de ocupar un espacio en la memoria colectiva frente al del documental Blackfish, ese sí, un filme celebrado y aplaudido y catalogado como importante. En pocas, Salinger no le importó a nadie, ni si quiera a los fans de Salinger.

La película venía, además, acompañada de un grueso libro que se suponía sería la biografía definitiva del escritor y que también recibió duras críticas, sobre todo de quienes corrieron a comprarla, los escritores que se hicieron escritores por culpa de Salinger: gente que no sólo se sintió robada sino también manipulada, usada, y resultó herida. Por eso, ahora que lo pienso, tampoco compré el libro, eran demasiadas voces en contra, voces conocidas, voces en las que confío, voces que comparten esta especie de fanatismo enfermo que al final del día lo que busca es poder creer en los milagros. La traducción al español, largamente anunciada por la editorial Seix Barral, también debía ser un evento literario para el mundo hispano, pero nada, ni mesas redondas en ferias importantes dedicadas a la obra ni palabras de aliento ni gente haciendo fila para comprarla. El proyecto Salinger –el documental y el libro– que pretendía correr el tupido velo a tres años de la muerte del escritor, logró el efecto opuesto, se enterró bajo el peso de su propio morbo (y del nuestro, por supuesto) y consiguió sin mayor esfuerzo lo que a Salinger le costó tanto trabajo construir y conservar: vivir en el anonimato. Mientras, durante décadas enteras, hubo personas que peregrinaron hasta la casa de campo de Salinger en Cornish, New Hampshire, para tratar de conocerlo y preguntarle a qué debían dedicar sus existencias sin propósito (a lo que él solía responder: yo no puedo decirte nada sobre tu vida, soy un escritor de ficción), los que buscábamos saber algo más y nos hubiésemos conformado con casi cualquier cosa, nos alejamos de la película y del libro que prometieron contarlo todo y faltaron a su promesa.

Ahora puedo decir con tranquilidad lo que estoy diciendo porque hace unos días, más bien de casualidad, descubrí –insisto, soy análogo– que el documental está completo en YouTube y dije de ley que nunca vi esto y puse play y me lo mandé de principio a fin. Y sí, no es, como dirían en mi pueblo, ninguna gran huevada. Aunque creo que cualquiera que haya leído a Salinger debería verlo sólo por cumplir con el trámite y porque seguro se enterará al menos de un chisme que antes desconocía. No hay grandes revelaciones. No hay grandes testimonios. No hay ninguna tesis interesante a la que den ganas de seguirle la pista o venderle el alma. Hay, sí, una promesa: obras por venir. Y si eso sucede sólo dios sabe lo que pasará en la tierra. 

Pero si algo realmente importante hay en este documental, es el recuento, más o menos detallado, del momento en que Salinger decide exiliarse del mundo literario y farandulero. Según varios de sus biógrafos y algunos de sus primeros amigos, él siempre supo (no creyó, no supuso, supo) que tenía talento y que había llegado a la tierra para escribir y nada más que para escribir. En el documental alguien menciona que Salinger solía decir que en la historia sólo existían dos escritores, Herman Melville y J.D. Salinger. Pero también cuentan que, tímido y nervioso como un pequeño saltamontes, le mostró algún manuscrito a Hemingway (lo que no deja de ser un acto de valor kamikaze), y hablan mucho sobre sus esfuerzos desesperados y a ratos patéticos y tristes por publicar a toda costa, decenas de rechazos mediante, en el New Yorker, y así recibir una especie de confirmación, de certificado de calidad o licencia para escribir profesionalmente. Si nos ponemos a sumar esas variables, la ecuación da como resultado un escritor, digamos, del tipo Truman Capote, enormemente talentoso pero también necesitado de atención y, sobre todo, urgido por sentirse o más bien porque otros lo sientan importante. Pero Salinger, cuando reventó su fama, lo que tuvo fue una implosión. Pidió que saquen su foto de las solapas y las contratapas de sus libros, eliminó la posibilidad de una portada que fuese más allá del título y el nombre del autor de la obra, y se escondió de la manera más pública posible. Cuando Salinger se fue, todos se enteraron de que se había ido, todos voltearon a ver, todos fueron a buscarlo. ¿A quién se le ocurre rechazar el éxito?        

Y la respuesta de Salinger es quizás esa guía espiritual que andamos buscando. El trabajo de escribir es, en sí mismo, una recompensa. No se debe pedir más. No se debe buscar más. El trabajo, hacer el trabajo, es el premio, el estímulo, el triunfo. Volví a escuchar esto mientras veía el documental y fue como escucharlo por primera vez y me dieron ganas de hacerme un tatuaje con esas palabras en alguna parte del cuerpo. Trabaja sin esperar resultados. Trabaja sin pensar en lo que pensarán los otros de tu trabajo. Trabaja en voz baja, encerrado, sin que nadie se entere. Trabaja y no hagas promesas. Trabaja y no hagas preguntas. Trabaja y no digas mentiras. Trabaja y no hables de tu trabajo como si fuera algo importante. Trabaja solo. Trabaja y concéntrate. Trabaja y enfoca. Trabaja para ti. Trabaja y haz que ese trabajo crezca sin sol y sin agua. Trabaja y, si puedes, sálvate.

Salinger tal vez sacrificó demasiado, convivía con sus personajes como si fueran personas de carne y hueso, pero abandonó a sus hijos y a la madre de sus hijos por estar cuidando y educando y queriendo demasiado a esos personajes. Fue lo que escogió. Fue lo que hizo. Puede haberse equivocado, aunque lo más probable es que haya sido inevitable. Es lo que pasa cuando un hombre tiene una misión. Todo a su alrededor desaparece.   
   

10.13.2014

Justicia poética


Todos necesitamos alguien en quien poder confiar, alguien que, ante nuestros ojos, sea capaz de hacerlo todo: un héroe. Hace años, no sé exactamente cuántos pero sé que no son pocos, decidí que el héroe de acción de mi vida adulta sería Denzel Washington. Tampoco recuerdo qué película me hizo confiar tanto en él, pero sí recuerdo que desde que vi American Gangster, hace siete años, ya no hubo vuelta atrás: fue como un acto de confirmación en el que reconoces la existencia de un ser superior y depositas tu destino en sus manos.

Pero American Gangster, gran-película-gran por donde se la vea –incluso con Russell Crowe, a quien por alguna razón que no puedo llamar otra cosa que instinto no dejaría siquiera entrar en mi casa– no es el tipo de película a la que me refiero cuando digo que Denzel Washington es mi héroe. No. American Gangster tiene méritos intelectuales, inteligencia emocional y una estructura sólida como el acero, como muchas otras películas en las que Washington ha sido más persona que personaje y nos ha mostrado el alma. El tipo de cintas que me han hecho sentir que a su lado puedo estar seguro son las que los críticos y los mismos cineastas suelen llamar basura.

Cintas como, digamos, Man on fire, The Book of Eli y Unstoppable. Ese es el tipo de cine que me ha hecho creer que mientras Denzel Washington esté en la pantalla todos –y cuando digo todos me refiero al mundo entero– estaremos a salvo y saldremos vivos después de la proyección. Porque una cosa es aparecer en Philadelphia o en The Hurricane, películas a las que nadie les puede decir que no, o por lo menos no públicamente; películas que reciben apoyo desde todos los frentes y que luego se discuten como sucesos que cambiaron el curso de la historia. Pero otra cosa, algo que requiere mucho más arrojo y aplomo, más audacia y coraje, es atreverse a protagonizar cintas del todo cuestionables y de argumentos débiles como Déjà Vu o Safe House. Es decir: hacer el ridículo estando plenamente consciente de lo que se está haciendo, y hacerlo como el mejor.

Yo veo todo lo que haga Denzel Washington, muchas veces sin siquiera fijarme en los avances o muchísimo menos en las críticas (uno, después de todo, necesita tener ciertas certezas en esta vida, ciertos rituales que le permitan practicar su fidelidad a ciegas, como corresponde). Veo sus películas “serias”, claro, (la última fue Flight, que de no haber sido por ese tan americano y políticamente correcto Hollywood ending podría haber estado en Cannes, ¿se imaginan si al final Denzel hubiese dejado que fuese la azafata muerta la culpable de aquella heroica tragedia?, entonces a estas alturas estaríamos hablando de un clásico transgresor), pero también veo, en el cine, pagando mi entrada y a veces también la de alguien a quien debo sobornar para que me acompañe, no en versión pirata ni en la compu, lo que vamos a llamar su obra explosiva. Y lo veo porque sé lo que voy a ver, lo que voy a sentir, lo que voy a recibir a cambio no de mi dinero sino de mi esperanza.

La última película de Denzel que vi –porque sin importar quién las dirija las películas de Denzel son suyas; y bueno, también fueron de Tony Scott cuando ambos trabajaban juntos por el bienestar de las masas– fue The Equalizer, y quedé tan contento y satisfecho y emocionado como siempre, hasta diría que con ganas de más, tal vez una secuela aunque de alguna manera toda la obra explosiva del señor Washington esté formada por secuelas: historias supuestamente independientes que en el fondo y en la superficie forman parte de un inmenso todo y no hacen otra cosa que confirmar una y otra vez que nuestro héroe es invencible. De los grandes directores se dice que siempre están haciendo la misma película; pues bien, cuando viene al caso, podríamos decir lo mismo del señor Washington. En The Equalizer Denzel conquista hazañas que serían imposibles hasta para el mismísimo Batman, y lo hace sin rasgarse las vestiduras: de hecho, literalmente, su ropa da la sensación de haber sido planchada antes de cada escena.

La trama, ya lo sabemos, no importa gran cosa y sólo nos quitaría tiempo y espacio (el espacio virtual también cuenta como espacio, no se crean), pero quisiera referirme por lo menos a tres detalles. Primero: Denzel es viudo y se le nota en la cara, en cada gesto, en cada decisión, se nota que lleva adentro un dolor imposible de sanar, que antes había algo que ya no está, que antes Denzel era una persona más feliz; justo antes de morir, su esposa estaba leyendo los famosos “100 libros que debes leer antes de morir”, y ahora es él quien, para honrar su memoria y, obvio, para seguir con ella aunque ya no pueda estar con ella nunca más, está leyendo uno a uno esos mismos libros; así, lo vemos leer El viejo y el mar, lo escuchamos resumir Don Quijote en un par de líneas durante una conversación casual y cerca del final, muy convenientemente, alcanzamos a descubrir que está leyendo El hombre invisible, ¿cómo no confiar en un hombre que está leyendo la mejor literatura que se ha producido en este planeta sólo para no dejar ir al gran y quizás único amor de su vida? Segundo: como en Taxi Driver (ok, exagero, pero ni tanto si guardamos las distancias de rigor), Denzel se conmueve ante la inocencia interrumpida de una joven prostituta rusa con aspirantes de cantante y es ella, o más bien el mundo moderno y despiadado que la envuelve y la golpea y la asfixia, lo que gatilla una historia que, como ya dije, no importa, pero en la que Denzel se da el tiempo y el lujo de desmantelar, desde el pez más pequeño al pez más grande, a la mafia Rusia que opera en los Estados Unidos: y, ojo, lo hace solo, como un verdadero justiciero. Tercero: hay, en todo esto, un momento existencial que durará para siempre y que sucede cuando Denzel trata de ayudar a un compañero de trabajo a bajar de peso para poder ascender al cargo de guardia de seguridad; el pobre tipo, obeso, inseguro, entrañable (esconde papas fritas entre las lechugas de los sánduches que componen su almuerzo: alguien como yo puede conectar fácilmente con eso) hace un esfuerzo sobrehumano para perder unos pocos gramos y cuando piensa que sus ambiciones son una osadía y se ve derrotado y, como todos alguna vez, no se cree capaz de hacer lo que tiene que hacer para convertirse en quien quiere ser, Denzel lo mira directo a los ojos y le dice: recuerda, se trata del progreso, no de la perfección. Y ya con eso yo siento que el señor Washington, una vez más, salvó el día.

Para ver The Equalizer, como para ver toda la obra explosiva de Denzel, hay que callar a golpes la voz de la razón hasta lograr que pierda la conciencia durante al menos ciento veinte minutos y encerrar en un sótano oscuro y de preferencia sin ventilación las ansiedades de la lógica. Por eso, insisto, hablamos de una cuestión de fe. Por eso, insisto, hablamos de un héroe. Denzel Washington hace cosas que son imposibles de hacer, por eso es un héroe; logra trasladarse en el tiempo y en el espacio de maneras que contradicen todas las leyes de la física, por eso es un héroe; muestra sus verdaderos sentimientos sólo cuando hace falta, esto es, cuando pueden ayudar a alguien más, por eso es un héroe; y elimina criminales clavándoles sacacorchos en la garganta o abriéndoles el cráneo con un taladro o disparándoles clavos con un arma que podría conseguirse en cualquier ferretería, por eso es un héroe.

Cuando terminé de ver The Equalizer era ya media noche. Fuera del cine, la calle estaba oscura y abandonada. Pero yo estaba tranquilo. Sabía que Denzel Washington estaba por ahí.