7.20.2015

Háblame como la lluvia


La escena es difícil de creer. Si alguien se lo hubiera contado, si alguien le hubiera dicho esto me pasó a mí, él se habría reído y habría dicho algo como puta, dónde vives, ¿en una película francesa?

La escena es esta. Un hombre y una mujer que pasan de los treinta años pero aún se visten como adolescentes están echados en la cama, ella sostiene entre las manos un libro de piezas breves de Tennessee Williams y lee en voz alta una que se llama Háblame como la lluvia. A él le gusta el título, es más, le hubiese gustado inventarlo, pero está concentrado en otra cosa. Él la sostiene con brazos y piernas, como si la mujer tuviese planeado escapar; como si él, al soltarla, fuera a caerse.

La obra empieza con unas pocas líneas dichas por HOMBRE –que él lee en voz baja, casi avergonzado, aún después de tantos años en la misma obra– en las que explica que ese día se levantó borracho en una tina llena de cubitos de hielo; entre secuencias cortas y horrorosas, va describiendo los escenarios en los que aparece cada vez que despierta inconsciente, borracho en algún lugar extraño. El otro personaje es una MUJER que, al principio, casi no habla, apenas y bebe fragmentos de agua, “desde que te fuiste sólo bebo agua”, dice MUJER. Y HOMBRE dice, “háblame como la lluvia” Y entonces, claro, las palabras inundan la habitación.

MUJER quiere irse. Uno puede esperar, pero no para siempre; la paciencia se extingue, el amor también. En verdad, MUJER quiere dejarlo, cambiar la vida que tiene por otra, pero sólo dice que quiere irse. Sueña con vivir en un hotel antiguo sembrado en un campo abierto y retirado y silencioso, en el que por toda compañía tendrá una vieja mucama que todos los días le llevará comida y, cada tanto, cobrará cheques que usará para comprarle libros de autores muertos. “Ellos serán mis únicos amigos”, dice, “los escritores muertos”. HOMBRE le pide que se acueste en la cama con él, que vuelvan juntos a la cama: la cama, si MUJER está en ella, es el único rincón seguro en este mundo.

MUJER sigue hablando. “Nunca ojearé ni un periódico. Tampoco oiré la radio. No tendré conciencia del paso del tiempo... Un día me miraré al espejo y veré que mi cabello está empezando a ponerse gris, y por primera vez me daré cuenta de que he estado viviendo en este pequeño hotel bajo un nombre falso, sin amigos ni conocidos ni relaciones de ninguna clase durante veinticinco años.” HOMBRE la escucha. HOMBRE la escucha sin poder cuestionarla. HOMBRE la escucha como quien escucha la lluvia porque MUJER habla como la lluvia. HOMBRE quiere que toda la piedad de MUJER le caiga encima. La paciencia se extingue, el amor también.

Fuera de las páginas del libro, en la cama, él se da cuenta de que ella está llegando a la escena final, a las últimas líneas de diálogo, a ese momento en que el escritor y los personajes y también los lectores y sobre todo él y ella saben que HOMBRE y MUJER tal vez jamás se separen pero que ya nunca volverán a estar juntos: si es que alguna vez lo estuvieron. Muchos errores. Mucha rabia disfrazada. Mucha resignada comprensión. Mucho intentémoslo de nuevo. Mucho hagamos como que no pasó nada. Mucho no pasó nada. Mucho nunca pasa nada. Mucho de eso que ya les pasó tantas veces.

“¡Quiero irme de aquí!”, dice MUJER.  Poco después se baja el telón. Ella mira el libro con una sonrisa tan abierta como las páginas, como si, al soltarlas, fuera a caerse: la realidad, queda claro, está ahí adentro, no aquí afuera. Él la abraza, la amontona en un abrazo, le huele las pecas del pecho y piensa que estas cosas ya no pasan, que la gente ya no lee Tennessee Williams en voz alta antes de meterse el uno dentro de la otra: y vuelve a decirle que se casen. Ella vuelve a mirarlo como se mira al pasado, como algo que se acabó y que no volverá a pasar así esté pasando de nuevo. Ella dice ya es muy tarde. Se besan. El resto de cosas también pasan,  los olores y las contorciones también pasan. Lo único que no pasa es lo que ya no puede pasar. Y ya no puede pasar porque ya no está ahí, donde estuvo tanto tiempo.

(SoHo)                     

7.13.2015

Lo salvaje consuela


Dicen los rusos que la existencia en la ciudad no debe constituir más que un interludio a la vida en los bosques. A comienzos del 2010, el escritor francés Sylvain Tesson se retiró a vivir en una cabaña en las orillas del lago Baikal, al sur de Siberia. Allí pasó seis meses aislado como un ermitaño, cortando árboles para mantenerse caliente y pescando salmones para alimentarse; caminando sobre el hielo congelado en paralelo a sus vecinos los osos; tomando media botella de vodka al día; leyendo una reserva inmensa de libros y escribiendo un diario que en español se publicó como La vida simple y fue traducido por el escritor argentino César Aira. Sylvain Tesson se atrevió a parar.

28 de febrero

Fuerza ocho en la medición del viento esta mañana. Las ráfagas se llevan la nieve, la arrojan en forma de nubes furiosas contra el muro verde bronce de la hilera de cedros. Dos horas de orden doméstico. La vida en la cabaña desarrolla las mismas manías que la existencia a bordo de un barco pequeño. No terminar como esos marinos para los que el mantenimiento se vuelve un fin en sí, y se pudren en el muelle, anclados definitivamente, el día entero dedicado a poner orden en una vida extinta. Instalarse en el reducto de una choza siberiana es ganar la batalla contra el exceso de objetos. La vida en los bosques adelgaza. Uno se libera de lo que pesa, se aligera el aerostato de la existencia.  

Parar, en este siglo, con estos aparatos en las manos, no es cualquier cosa. Menos para un escritor-viajero como este. 1993-1994: Sylvain Tesson y su mejor amigo, Alexandre Poussin, dan la vuelta al mundo en bicicleta y escriben On a roulé sur la terre. 1997: también junto a Poussin, cruzan el Himalaya caminando, 5000 kilómetros en cinco meses, y escriben La Marche dans le ciel: 5000 km à pied à travers l’Himalaya. 1999-2000: cruza a caballo las estepas de Asia Central con la fotógrafa Priscilla Telmon. 2001: expediciones arqueológicas en Pakistán y Afganistán. 2003-2004: llega al Tíbet en bicicleta y a Calcuta caminando. 2007: co-dirige un documental llamado Irkoutsk-Pékin, la route des steppes, que registra su viaje en tren de Rusia a China siguiendo la ruta del transmongoliano. Todo esto entre los veintiuno y treinta y cinco años de edad. (Digamos que Wes Anderson podría, tranquilamente, filmar un decálogo basado en Los viajes de Tesson). Y después, antes de cumplir los cuarenta, se detiene; según él, para detener también el tiempo.

4 de abril

Hoy, mucha lectura, tres horas de patinaje en una luz vienesa, escuchando la Pastoral, pesca de un salmón y recogida de medio litro de cebo, contemplación del lago por la ventana a través del vapor de un té negro, breve siesta al rayo del sol de las cuatro de la tarde, hachado de un tronco de tres metros y aprovisionamiento de leña para tres días, preparación y comida de una buena kacha y el pensamiento de que el paraíso no estaba sino en el encadenamiento de todo lo anterior.

Al comienzo del libro, El ermitaño se pregunta: ¿es posible soportarse a sí mismo? Al comienzo del libro, uno se pregunta, ¿podré soportar a este tipo doscientas páginas más? Por suerte, antes del viaje, el ermitaño repara en la fragilidad del espíritu. Cuando uno desconfía de la pobreza de su vida interior, hay que llevar buenos libros: con ellos siempre se podrá llenar el vacío. Y el libro de Tesson hace precisamente eso: llena el vacío. Increíble que un libro sin trama (la literatura de viajes es un género en sí misma y está llena de logros, pero esos logros suelen contar con la ayuda de personajes secundarios cómicos o peligrosos, con la arremetida de situaciones inesperadas y, claro, con el desplazamiento físico) pueda decir tanto.


Huida es el nombre que la gente paralizada por los pantanos del hábito le da al impulso vital.

Los teóricos de la ecología pregonan el decrecimiento. Dado que no podemos seguir apuntando a un crecimiento infinito en un mundo con recursos cada vez más escasos, deberíamos hacer más lentos nuestros ritmos, simplificar nuestras vidas, disminuir las exigencias. Son cambios que se pueden aceptar voluntariamente. Mañana, las crisis económicas nos los impondrán.

No sé si la belleza salvará al mundo.

He devorado casi todo Jack London, Grey Owl, Aldo Leopold, Fenimore Cooper y una cantidad de relatos de la escuela del Nature Writing norteamericano. Nunca sentí, leyendo una sola de esas páginas, una décima parte de la emoción que experimento frente a estas cosas. Sin embargo, seguiré leyendo y escribiendo.

La amistad no sobrevive a nada.

Cuatro horas de trabajos cotidianos son las recomendadas por Tolstoi para tener derecho a techo y comida.

Hasta ahora había aprendido a escalar las montañas, a bajarlas, a buscar caminos en ellas y a evaluar sus desniveles. Pero nunca las había mirado.

Hoy no hice daño a ningún ser vivo de este planeta. No hacer daño. Curioso que los anacoretas del desierto no presenten nunca esa explicación en las que dan para sus retiros. Pacomio, Antonio, Rancé evocan su odio al mundo, su combate contra los demonios, su ardor interior, su sed de pureza, su impaciencia por ganar el Reino celestial, pero nunca la idea de vivir sin hacerle mal a nadie. No hacer daño. Después de un día en la cabaña de los Cedros del Norte, uno puede decirlo mirándose en los hielos.

En la ciudad, el liberal, el izquierdista, el revolucionario y el gran burgués pagan su pan, su gasolina y sus impuestos. El ermitaño, en cambio, no pide ni da nada al estado. Se hunde en los bosques, y de ellos saca su subsistencia. Su retiro constituye un lucro cesante para el gobierno. Llegar a ser un lucro cesante debería constituir el objetivo de los revolucionarios. Una cena de pescado asado o de bayas recogidas en el bosque es más antiestatal que una manifestación erizada de banderas negras. Los dinamiteros de la ciudadela necesitan de la ciudadela. Están contra el estado en el sentido de que se apoyan en él. Walt Whitman: no tengo nada que ver con este sistema, ni siquiera lo necesario para oponerme a él. El día de octubre que descubrí las Hojas de Hierba del viejo Walt, hace cinco años, no sabía que esa lectura me llevaría a la cabaña. Es peligroso abrir un libro.

El anarquista sueña con destruir la sociedad en la que se funda. El hacker, hoy, fomenta el derrumbe de las ciudadelas virtuales desde su cuarto. El primero fabrica bombas en las tabernas, el segundo arma programas desde su ordenador. Los dos necesitan de la sociedad que aborrecen. Constituye el blanco al que apuntan, y la destrucción del blanco es su razón de ser.

Nada se compara con la soledad. Para ser perfectamente feliz sólo me falta alguien a quien explicárselo. 
            
Yo viajé con Sylvain Tesson a lo largo y ancho y profundo de 228 páginas. Hubo momentos en los que pensé que no podría seguir adelante, momentos en los que pensé en claudicar, tirar la toalla, cerrar el libro; pero seguí caminando y con esto quiero decir que seguí leyendo y subrayando y que cada página era una pequeña montaña con su propia cuesta y su propio horizonte. Viajé sin moverme, ligero de equipaje y muy bien acompañado. Es la única forma de viajar.