10.26.2015

Comadres


El pana de mi pana era igualito a Orson Welles. Alto, gordo, barbón, con el pelo para atrás. Puta, era exacto, sólo le faltaba el cigarro. Estábamos comiendo pizza, tomando cerveza y jalando. Todo tranqui, conversando, escuchando música. Hasta que la última de nuestras amigas se fue y Orson Welles dijo voy a llamar unas putas. El man era guayaco y aniñado y estaba financiando la joda. Y yo pensé esta huevada va a ser como un video de Mötley Crüe: Girls, Girls, Girls.

Cuando llegaron, pensé, ¿estas son? Y también pensé que después de todo el pana de mi pana no era tan aniñado como yo creía o quizás sólo estaba desesperado: al parecer, cuando un hombre de familia encuentra el chance de joder vida agarra lo primero que se le cruza. La una, la mejor, estaba bien para el fondo de un video de reguetón de bajo presupuesto. La otra estaba como para una clase en la que te enseñan cómo se ven los descendientes directos de Guayas y Quil. Huancavilca, más claro.

Estábamos escuchando Zeppelin, creo. Pero eso a las manes les parecía como aburrido y como Orson Welles quería que hicieran un show en plena sala acolitaba para que cambiemos la música. Ni verga. No valía la pena. Le dijimos dale nomás, broder. Y el man le dio con todo y se metió con las dos a su cuarto. Mi pana y yo seguimos chupando y hablando de escritores rusos porque a veces, cuando la ilusión de estar en un video de Mötley Crüe se viene abajo, la coca te hace hablar de escritores rusos del siglo XIX.

Como a la media hora, quizás más, la verdad es que cuando uno jala nunca se sabe, Orson Welles volvió a la sala. El man estaba en toalla pero tenía que sostenerla con la mano porque con tanta guata se podía venir abajo. Nos dijo ya pues, entren. Mi pana dijo estás loco. Pero yo tenía una misión: soy periodista, ¿no? Cuando entré al cuarto, Orson Welles le pidió a la una que se ponga en cuatro y a la otra que le bese el culo. Era como una película de los hermanos Marx. La otra le decía a la una levante el culo, comadre, y se cagaba de risa. Salí.

La comadre Huancavilca tenía una cicatriz larga que le subía por el estómago y le llegaba casi hasta el pecho; después, en la sala, mientras Orson Welles seguía con la una, nos dijo que tenía siete hijos y que ese era el recuerdo de las cesáreas. ¡Siete!, dijimos los dos y nos miramos como diciendo qué chucha le pasa a esta man. Sí, dijo, yo quería tener doce, pero el doctor me dijo que ya no puedo. ¿Doce? ¿Por qué quería tener doce hijos, comadre? No sé, porque me gusta el número doce, dijo la man antes de pegarse un pase. Y mi pana repitió porque me gusta el número doce y luego dijo ese es el Ecuador.        

Las comadres nos contaron que ganaban más como putas que en cualquier otro trabajo y que desde que habían descubierto la coca podían trabajar más horas así que estaban felices. La una, la comadre reguetonera, que estaba medio rica, para qué, era como la novia de Orson Welles y cada tanto salía del cuarto corriendo y gritando y Orson Welles también le gritaba para que volviera y ella se pegaba un pase y se reía y volvía. La otra, la comadre Huancavilca, se acomodó desnuda en el sofá, abrió las piernas, se abrió la raja  y me pidió que le tomara fotos con su celular para enviárselas a otro cliente. El mensaje era: mira de lo que te estás perdiendo.                

Al final, borrachos y sin que Orson Welles entendiera qué chucha estábamos haciendo, convencimos a la comadre Huancavilca de que construyera un pequeño edificio para sus siete hijos. Y la man nos prometió que lo haría. Cuando se fueron pusimos un par de canciones de Mötley Crüe.

(SoHo)     

10.19.2015

No al sicariato


Vi Sicario en una de las salas del Rose Cinemas del BAM, Brooklyn Academy of Music, en Nueva York. La vi después de haber decidido no verla. Ya me había fijado en el afiche en las estaciones del metro y en las calles de la ciudad, y todo me daba mala espina: el collage de fotos de los personajes (por ahí aparece la bandera de México desgarrada, lo que, ahora entiendo, es una advertencia más que clara), el nombre de la cinta, la tipografía, el fondo color desierto. Todo mal. Aunque está súper bien rankeada –8.1 en IMDb, 93% en Rotten Tomatoes– y aunque varios amigos me la habían recomendado, yo tenía un mal presentimiento. Nota mental: confiar más en mis malos presentimientos.

Podría portarme exquisito y decir que quien haya leído 2666 de Roberto Bolaño, o Los minutos negros de Martín Solares, o las crónicas sobre los carteles mexicanos que publica la revista Gatopardo, o los reportajes sobre drogas, pandillas y violencia que escriben los reporteros del diario salvadoreño El Faro, o, incluso, quien haya visto la telenovela colombiana Escobar: el patrón del mal será incapaz de tomarse Sicario en serio. Pero no hace falta portarse exquisito para darle la espalda a una película que cae por el propio peso de sus vanidosas pretensiones.      

Sicario pretende sorprender con una premisa bastante conocida para el ciudadano medianamente informado: los grupos especiales que combaten el narcotráfico en Estados Unidos, llámese CIA, FBI, DEA o cualquier otra sigla armada, operan muy por fuera de los márgenes de la ley y no son exactamente respetuosos con los derechos humanos. Ahora bien, ¿se supone que no sabíamos esto? ¿en serio? O sea, estamos hablando del mismo país que se valió de la “interpretación” de un artículo de la Carta de las Naciones Unidas para invadir Afganistán en el 2001 con la excusa del “derecho a la legítima defensa”; el mismo país que se saltó olímpicamente a la misma ONU para invadir Irak en 2003; el mismo país que cazó de la manera más arbitraria a Osama bin Laden –no hubo juicio ni sentencia, sólo ejecución– en el 2011. ¿Debería sorprendernos que los agentes antinarcóticos de Norteamérica trabajen hombro a hombro con una organización criminal colombiana o con cualquier otro “enemigo” que pueda ayudarlos? No creo. Sicario, sin embargo, presume de estas cosas en cada escena, como si el director Denis Villeneuve –de cuyas películas anteriores se habla muy bien– y el guionista Taylor Sheridan hubiesen descubierto un secreto de estado. Nada que ver.

Es cierto que la fotografía de Roger Deakins es alucinante y que la música del islandés Johán Jóhannsson es acaso lo único realmente intenso de la película, pero la opinión pública parece estar de acuerdo en que son las actuaciones de Emily Blunt y Benicio Del Toro, ambos más bien inclinados hacia el extremo de la caricatura, los elementos que despuntan en la cinta (si me lo preguntan, me quedo con el personaje de Josh Brolin, gringo en la peor acepción de la palabra). Emily Blunt quizás consiga más de lo que otra actriz hubiese conseguido con un personaje tan sufridor e inestable, una agente del FBI que, como el Capitán América en Los Avengers, piensa que las cosas deben solucionarse con transparencia y por encima de la mesa (he leído varias reseñas donde se refieren a este personaje como “idealista”, cuando lo mejor que se podría decir sin insultarla es que se trata de una mujer ingenua); para colmo, es insoportablemente bipolar, tan frágil como histérica, tan macha como débil y necesitada de afecto y atención. Además, imposible que una persona que pretende no corromperse llegue tan lejos: en esas situaciones, la gente decente se retira a tiempo o, como pasa la mayoría de las veces, se corrompe. Sigamos. Tal vez el español de Benicio Del Toro sea mejor que el inglés de Antonio Banderas, pero igual es ridículo tratar de hacerlo pasar por colombiano (como ridículo es el acento de Wagner Moura en Narcos). Cada vez que Del Toro habla en español, la cinta pierde puntos, aunque sin duda su frase más desafortunada –por el contexto, porque la realidad mexicana es tan terrible que las imágenes de cadáveres mutilados colgando de un puente ya no nos sorprenden– es en inglés: Welcome to Juárez. Del Toro es explotado como la imagen del criminal latinoamericano tropical –fíjense en el vestuario, parece el padrino de un bautizo en Tangamandapio– que es al mismo tiempo oscuro y folklórico. Y sí, es verdad que su mirada casi nostálgica y violenta funciona, pero todo su ADN se va al piso cerca del final, cuando enfrenta a Fausto Alarcón, el capo del que ha estado atrás durante toda la película. Dicho sea de paso, imposible que un “jefe” como Alarcón tenga tan poca seguridad en su casa, donde Del Toro ingresa sin mayores inconvenientes y donde nos enteramos de que ha llegado en busca de una revancha personal. Esta vez es personal, como en las películas ochenteras del Festival de los Hombres Duros de Ecuavisa. Cuando Del Toro habla sobre su esposa y su pequeña hija, ambas asesinadas por Alarcón, se me vinieron a la cabeza recuerdos de Steven Seagal y Van Damme. Patético. Si algo había logrado Del Toro era un aura de retorcido profesionalismo, es decir, comportarse como un sicario a sangre fría cuya moral obedece a sus intereses y a su falta de alma. Pero no, quisieron darle algo de humanidad y terminaron enterrándolo y borrándolo de nuestra memoria para siempre. 

Mientras veía la cinta, en ese lugar, con ese público en particular, me preguntaba si alguien saldría genuinamente alterado del cine, si la pareja que estaba a mi lado hablaría de Sicario durante la cena y alguien diría cosas como Dios mío, ¿te das cuenta?, no podemos confiar en la CIA ni en la DEA ni en el FBI, entonces, ¿en quién podemos confiar?!Las autoridades son criminales! O si he visto tanta violencia en Latinoamérica que me he vuelto inmune. O si sólo me estoy haciendo viejo y las cosas ya no me importan tanto como antes. ¿Alguien se puede conmover con un final tan barato?, los niños juegan fútbol en una cancha de tierra, a lo lejos se escuchan tiros, el partido se interrumpe por un momento pero continúa enseguida. Porque sí, después de las balas y los muertos la vida continúa en Ciudad Juárez y en Buenos Aires y en Manta. No lo sé, pero me sentí más latino que de costumbre y pensé esta película es una muestra de ignorancia colectiva. Y así salí del cine, orgulloso y triste de venir de un lugar donde sabemos que no se puede confiar en nadie.  
           

10.13.2015

De mujer a hombre (writer’s cut)


A los treinta años había hecho varias de las cosas que había querido hacer antes de cumplir treinta años. Sin mucha estridencia, es cierto, manteniendo un perfil más bien bajo. Como un equipo de media tabla, digamos. Pero ahí estaban esas cosas que había hecho y que podía mirar y contabilizar y luego decir mira todo lo que he hecho, it aint’ nothin’. También había cosas que había sacrificado o perdido: la confianza de mis amigos, la cercanía con mi familia, la posibilidad de estar en una relación sentimental medianamente estable. Quizás por eso me sentía como me sentía: estafado y vacío.

Por esos días, y por recomendación de una ex novia que estudiaba psicología, consulté por primera vez a una psicóloga. La terapia consistía en una regresión bajo un leve estado de hipnosis –si me lo preguntan, jamás me sentí remotamente hipnotizado– en la que yo viajaba por “el camino de mi vida” desde mi edad actual hasta el útero de mi madre. La psicóloga era una mujer tierna que se reía demasiado pero que me ayudó a identificar varios patrones de comportamiento que se repetían en los capítulos de mi biografía y, más importante, a encontrar el origen de esas costumbres: a menudo esos puntos de inflexión están en la infancia o, para ser más precisos, en el final de la infancia y el comienzo de la adolescencia. Hasta ahí, todo bien. El problema es que ante una crisis, me recetaba respirar, meditar, tomar sol, tomar infusiones de valeriana (cuando le contaba que había tomado alguna pastilla para dormir, me regañaba). Y yo siempre he preferido las soluciones más terrenales o, de plano, producidas en serie en algún laboratorio alemán. Lo que me hizo abandonarla, sin embargo, fue que llegado cierto punto me advirtió que las consultas serían en su casa, en un valle a las afueras de Quito. Ella me había dicho, una y mil veces, que no me preocupara por lo material, que las cosas son eso, cosas, y que ninguna posesión valía más que lo que yo tenía dentro de mí: cualquier cosa que esto sea. Pero su casa era gigante, moderna, elegante. Tenía un jardín sin límites, una fuente de agua, una cascada de escalones que conducían a la puerta principal. Tenía un piano de cola en la sala y, junto a la cocina, una piscina temperada cubierta por una carpa de cristal. Desde ese momento empecé a desconfiar y terminé abandonándola de la manera más cobarde: un día dejé de responder sus mensajes de texto y sus mails.  

Meses después, en algún lugar de Centroamérica, en una clínica que en la planta baja tenía una farmacia y un restaurant de comida china de muy mala reputación, encontré otra mujer. Siempre que he pedido que me recomienden algún psiquiatra, me preguntan ¿hombre o mujer?, y yo siempre digo mujer. Fue amor a primera vista. Era alta, bronceada, madura y atractiva; su acento caribeño era, en sí mismo, un tranquilizante bastante efectivo. Esta psiquiatra me parecía mucho más aterrizada y racional que la psicóloga. Estaba de acuerdo conmigo en que la vida podía ser, como dice la Biblia, un valle de lágrimas, y se reía de mis tragedias como si estuviese viendo una serie de televisión. Se reía y me hacía reír y darme cuenta de que después de todo nada era tan grave como yo pensaba. Se reía a carcajadas y sus carcajadas me salpicaban y me calmaban. Como yo, la doctora pensaba que hay mucha gente por ahí que sólo quiere hacerte eso que los españoles llaman una putada; you can hurt someone and not even know it, diría el viejo Bob. Además, siempre estaba de mi lado: digamos que odiábamos a los mismos personajes. Y, lo mejor, creía en la ciencia, en las drogas, en los antidepresivos y en los deliciosos ansiolíticos (sí, aquí también hay algo de placer lisérgico-narcótico). Mi doctora color canela me puso a dieta y me obligó a hacer ejercicios regularmente y encontró la dosis perfecta de medicinas para exorcizarme del insomnio. Mi madre, recuerdo, se refería a ella como esa mujer. Claro, cómo no te va a gustar, si esa mujer está de acuerdo contigo en todo, y todo debe ser culpa mía, ¿no? Claro, cómo no va a querer que sigas con el tratamiento, si esa mujer es la que se queda con la plata. Esa mujer te está mintiendo. Esa mujer te droga. Nuestra relación duró, días más días menos, cuatro meses; dieciséis semanas de amor, comprensión y Rivotril.

Entre las dos, la psicóloga y la psiquiatra, había algo en común, quizás porque las dos eran mujeres y las dos eran madres y tenían activada la sensibilidad al máximo. Y también, claro, porque las mujeres son todopoderosas para bien y para mal. Ambas me hacían sentir que lo que existía entre nosotros no era una frívola y burocrática relación profesional sino una especie de parentesco momentáneo que, como todos, tiene su costo y su recompensa. En ambos consultorios, al principio y al final de cada sesión, habían abrazos largos, abrazos apretados, abrazos amorosos (sí, a lot of mommy issues indeed), y la sensación de haber compartido tu vida con otra persona.

Meses atrás, cuando sentí que necesitaba nuevamente el servicio de asistencia técnica de un profesional, y en contra de mi sagrada costumbre de escoger siempre a una mujer, consulté por primera vez a un psiquiatra: a un hombre. El señor es un tipo serio que apenas y me saluda cuando entro a su consultorio; que empieza todas las sesiones con la misma frase, qué me cuenta, dice, y lo dice como en un suspiro de aburrimiento y fracaso, como si estuviese pensando ¿por qué no me hice dentista?; que no muestra más señales de humanidad que alguna sonrisa accidental; que no se conmueve ante nada; que me echa la culpa de todo; que trabaja bajo los parámetros de eso que Pascal llamaba las razones de la mente y se olvida de eso que el mismo Pascal llamaba las razones del corazón; y que me obliga a tratarlo de usted. Este cambio de sexo ha sido una experiencia traumática: como pasar de un campamento de verano a un cuartel militar. Mi voz ha cambiado y mis gestos se han endurecido tanto como los de mi interlocutor que, dicho sea de paso, habla muy poco, se limita a arrugar la frente y asentir con la cabeza. Ahora salgo de la terapia avergonzado y disminuido, pensando que mis problemas no son problemas de verdad y que en vez de estar quejándome como una niña chiquita lo que tengo que hacer es solucionarlos por mi cuenta, hacerme cargo, man the fuck up! A menudo pienso en abandonarlo y volver a los brazos de una mujer. 

(SoHo)

10.05.2015

Gore Vidal contra los cerdos


¿Cuántos años tengo?, le preguntó Howard Auster a Gore Vidal segundos antes de morir. Setenta y cuatro, le respondió el escritor. Esta es la edad a la que muere la gente, ¿no?, dijo Howard. Yo no estoy muerto, y tu tampoco, contestó Vidal, que ya bordeaba los ochenta. Pasaron muy rápido, ¿verdad?, siguió Howard. Gore Vidal, como siempre, dijo lo que tenía que decir, lo que había que decir: pasaron muy rápido porque fuimos demasiado felices y los dioses no soportan la felicidad de los mortales.

Gore Vidal y Howard Auster estuvieron juntos por décadas y pasaron la mayoría de sus días en Ravello, Italia, en una casa enorme con vista al mediterráneo. No eran célibes, pero jamás tuvieron sexo entre ellos. El sexo –decía Vidal– destruye la amistad, además, el sexo está por todas partes, pero la amistad es poco común. El autor de la “trilogía americana”, compuesta por las novelas Washington D.C., Burr y 1786, acaso el acercamiento más próximo a las consecuencias sociales de la historia de su país, defendía y recomendaba la promiscuidad con la misma fuerza con la que defendía sus principios.

Los Estados Unidos de la Amnesia, el primer documental dirigido por Nicholas D. Wrathall, estrenado originalmente en 2013 pero muy poco distribuido y, lo que es peor, muy poco visto fuera de un circuito cerrado de festivales de cine, es una biopic de Gore Vidal que encadena las escenas más intensas de su vida como si fuesen un manifiesto póstumo, atemporal y universal. Y es, también, una muy bien curada exposición de su pensamiento insubordinado y su moral de acero: frases montadas en una instalación que atrapa y retiene a todos sus visitantes.

Nuestros valores son los equivocados, dijo. En cada generación, hay almas desafortunadas condenadas a escribir, dijo. Lo único que recordamos de las guerras es el dinero, las fortunas que se hicieron en semanas, dijo. El amor sólo pasa una vez, dijo. El arte no es una democracia; de hecho, el arte es enemigo de la democracia, dijo. La diferencia que hay entre un homosexual y un heterosexual es la misma que hay entre una persona que tiene los ojos azules y otra que tiene los ojos café, dijo. El Islam, el Judaísmo y el Cristianismo son los tres grandes demonios que han caído sobre la tierra, dijo. Cada vez que un amigo triunfa, algo dentro de mí se muere, dijo. No escribo sobre las víctimas, escribo sobre los poderosos, dijo. El único arte que ha inventado mi país son los comerciales de televisión: vendemos presidentes como vendemos jabón, dijo. Para cuando un hombre se convierte en material presidenciable, ha sido comprado por lo menos diez veces, dijo Gore Vidal.  

Thomas Gore (1870-1949), su abuelo materno, quedó ciego a los diez años y, aún así, con la ayuda de parientes que le leían en voz alta, llegó hasta la universidad, se convirtió en abogado y fue senador por el estado de Oklahoma durante dos periodos que juntos sumaron treinta años. Gore Vidal, que también dijo No tengas hijos, sólo nietos, se crió con él en las sesiones del Capitolio y heredó una vena política que fluyó torrencialmente en paralelo a su escritura. Thomas Gore murió pobre, lo que, según su nieto, era prueba irrefutable de que había vivido lejos de la corrupción que supura el poder.        

Aunque para Gore Vidal nunca hubo una verdadera diferencia entre republicanos y demócratas –No tienen que conspirar, decía, porque piensan lo mismo–, fue candidato al senado por los demócratas en dos ocasiones, 1960 y 1982; jamás pensó en ganar, pero sabía que la exposición mediática –Nunca he perdido una oportunidad de tener sexo o de salir en televisión, dijo– podía darle voz y una audiencia mucho más amplia que la literaria. Así, con todos los ojos puestos en él, pudo decir fuerte y claro que George Washington fue un famoso general que nunca ganó una batalla pero se convirtió en el primer millonario norteamericano; que el socialismo lo disfrutan los ricos que viven del gobierno; que tenía un retrato de John F. Kennedy colgado en su biblioteca para recordarse a sí mismo que uno no puede dejarse deslumbrar por la gente encantadora; que la administración Bush no pudo haber tenido nada que ver con el 9/11 porque eran demasiado incompetentes; que Estados Unidos había tenido malos presidentes pero nunca un maldito imbécil como George W. Bush; y que el día en que los medios de comunicación dejen de cuestionar al poder será el día en que se acabe la República.

Gore Vidal escribió su primera novela a los 19 años, internado en un hospital militar durante la Segunda Guerra Mundial. Luego, habiendo sido aceptado en Harvard, decidió no ir a la universidad porque ya había sido demasiado institucionalizado: La gente con coraje dice NO. Y siguió escribiendo. Su siguiente libro, escrito a los 22, es considerado hasta hoy como la primera pieza literaria en hablar explícitamente del homosexualismo en la Norteamérica del siglo XX. De ahí en adelante, el New York Times se negó a reseñar sus obras, lo que prácticamente lo exilió de las estanterías y lo llevó a Los Ángeles, donde hizo fortuna escribiendo películas para el cine y la televisión, películas como Ben-Hur, por ejemplo. Y, de paso, se convirtió en un ícono pop intelectual.

Siempre estuve en contra de los cerdos, dijo Gore Vidal. En rigor, siempre estuvo en guardia, incluso en sus años de “viudez”, cuando visitaba con frecuencia la tumba de Howard Auster, la misma tumba donde sería enterrado en 2012, en el cementerio Rock Creek de Washington D.C., junto a sus mejores amigos y cerca y al acecho de sus peores enemigos. Los Estados Unidos de la Amnesia abre con una escena en la que Gore Vidal se refiere a ese cementerio como el lugar más bonito de la ciudad, más bien, acogedor. 

(El Comercio)