11.30.2015

Los Lobos


En enero de este año, tras el estreno de su ópera prima en el festival de Sundance, la directora Crystal Moselle le concedió una entrevista al New York Times. Una de las cosas que dijo fue lo siguiente: Lo malo de todas las películas –y ellos han visto como 5.000– es que funcionan bajo ciertas fórmulas. La vida real es diferente. En la vida real la chica no siempre te rompe el corazón. A los chicos todavía les cuesta entender cosas como esa.  

Cuando habla de los chicos, Moselle se refiere a los hermanos Angulo, protagonistas de su cinta, The Wolfpack, un documental increíble en la acepción más tradicional de la palabra, es decir, difícil de creer. Los Angulo, seis hermanos que ahora tienen entre 16 y 23 años, son hijos del peruano Oscar Angulo y la norteamericana Susanne Reisenbichler. La pareja se conoció a comienzos de los 90’s, mientras ella recorría Latinoamérica en plan mochilera y, claro, pasó por Machu Picchu.    

Susanne, que ahora es o se ve como una mujer mayor, agotada y un poco confundida, dice que nunca había conocido a alguien como Oscar, alguien que no quisiera ser parte de la sociedad tal y como la conocemos, que quería permanecer a salvo del mundo. Oscar creía en las prácticas rítmicas y desprendidas de Krishna, sobre todo en eso de que un Dios puede tener diez hijos con cada una de sus esposas. Oscar y Susanne sólo tuvieron siete porque ella no pudo tener más, de hecho, la hija menor de los Angulo nació con discapacidad. Pero esto, en el fondo, quiere decir que Oscar Angulo pensaba que era Dios o por lo menos uno de tantos dioses. Un tipo iluminado.

El apartamento de los Angulo, en el Lower East Side de Manhattan, es más bien oscuro: cuatro cuartos donde viven nueve personas, las paredes forradas con dibujos amarillentos que los hermanos han hecho a lo largo de los años, en cada rincón hay objetos que parecen inútiles, dañados, rotos, todo esto alrededor de un pasillo estrecho donde los chicos corrían y andaban en patines antes de que pudieran salir a la calle, lo que sucedió hace apenas cinco años. No se trata de un caso de secuestro o arresto domiciliario, pero tampoco de algo muy distinto a eso. Oscar convenció a Susanne de que educaran a sus hijos en casa porque de lo contrario serían contaminados por la ciudad.

Al comienzo de The Wolfpack, Bhagavan, Govinda, Narayana, Mukunda, Krsna y Jagasida Angulo cuentan que durante su niñez salían de casa sólo un par de veces al año y que hubo años en los que pasaron doce meses sin abandonar su apartamento. Su contacto con el mundo se reducía a la educación que recibían de su madre, que estudió para ser maestra de escuela, y a las cientos, miles de películas que su padre traía a la casa quizás para entretenerlos y, de alguna forma, también sedarlos. Los hermanos Angulo tenían un juego favorito, se sentaban frente a la televisión, copiaban en un cuaderno todos los diálogos de las cintas que más les gustaban, luego pasaban a máquina el guión entero y grababan versiones caseras, escena por escena.

Crystal Moselle dice que un día los vio caminando por la calle, todos llevaban traje y gafas como en Reservoir Dogs, pero tenían el cabello largo y oscuro y fino como unos Ramones Incas. Se les acercó. Hablaron. Logró que confiaran en ella. Fui su primera amiga, dice la directora, que tenía menos de treinta años cuando conoció a los Angulo. Esto pasó en el  2010 y desde entonces empezó a filmarlos poco a poco, sin invasiones, casi de lejos aunque estuviera tan cerca. El gran mérito de The Wolfpack es que nunca se deja seducir por la tentación de explotar a sus personajes como freaks, al contrario, se la juega por ellos. Lo que podría haber sido un documental tenebroso y policial termina siendo casi otro video casero de la familia Angulo. Luego de conocerlos uno siente empatía, cariño, ternura, incluso alivio, porque seis niños que crecieron literalmente encerrados entre cuatro paredes, bajo el cuidado de una madre evidentemente frágil y de un padre que nunca trabajó porque esa era su forma de rebelarse ante el sistema y que además tiene problemas con el alcohol, tenían serías probabilidades de salir mal heridos o volverse locos. Y sí, no fue fácil, pero se nota que la unión hizo la fuerza, que esa hermandad tan única y peligrosa y animal fue lo que los protegió de su propio destino.

Curioso. Entre las muchas horas de material de archivo montadas en la cinta hay escenas que transpiran alegría, momentos en que los niños están disfrazados, cantando y bailando y saltando con sus padres: los rostros pequeños pintados como KISS, el orden antinatural pero lógico de ciertas cosas, la tribu que se encierra y se protege en una caverna, que no sabe qué hay más allá y por eso llena las paredes con lo que se imagina que habrá, que podría haber. Todo eso que funcionaba hasta que dejó de funcionar.       

Mukunda, el mayor de los hermanos Angulo, ahora vive solo y trabaja –como tenía que pasar, como lo habría escrito un guionista con diez centavos de corazón– en una compañía que produce proyectos audiovisuales. El cine, los fierros, las luces, el café, el cine, sigue siendo el lugar donde mejor se siente y donde más ágilmente puede moverse, su puente hacia la vida real. Pasarán años y cosas peores hasta que aprenda que al final la chica no siempre te rompe el corazón, que después de todo puede haber un final feliz.

11.24.2015

Te dije que habría problemas


Ok. No eres el tipo de persona que suele pensar en estas cosas. Pero lo estás pensando, no te hagas. Estás pensando que después de todo tú también eres morboso, amarillista, sensacionalista. Te sientes, incluso, un poco culpable. Ni siquiera es medio día y tu ya estás metido en un cine, en una sala de los Bow Tie Cinemas de Chelsea, mirando Amy en pantalla grande. En rigor, quieres el chisme, saber qué pasó, qué le pasó a una de las mejores cantantes que has escuchado en tu vida. Le pasó lo mismo que a mucha de la gente que te gusta y te atrae y a veces hasta te consuela. No pudo. El peso fue demasiado y se derrumbó.

Ya con Senna, el gran e indispensable documental sobre la leyenda brasileña de la Fórmula Uno, había quedado más que demostrado que el director Asif Kapadia, el productor James Gay-Rees y el editor Chris King, el trío fantástico británico, son dueños de una narrativa propia y que son capaces de filmar con la rigurosidad investigativa que exige el periodismo y con el ritmo dramático que demanda el cine. En muchas cosas, en varios momentos, Amy parece la continuación lógica de Senna, ambas películas son igual de sólidas, pero Amy toma riesgos mayores. Por ejemplo, involucra al padre de la cantante en la muerte de su hija casi como una especie de autor intelectual, y hace que la audiencia cargue con su parte de culpa.

¿Es esto lo mismo que sintieron los que lloraron a la princesa Diana en 1997? O sea, ¿qué mal que mal ellos, los que compraban los diarios y querían saber todos su movimientos, fueron en parte cómplices del accidente que acabó con su vida en el Túnel de l’Alma en París? Quizás, aunque no tanto. Tú recuerdas esa muerte como algo lejano, algo que golpeó a tus padres, quizás, pero no era asunto tuyo, no era tu tema. Lo de Senna te golpeó cuando viste la película porque descubriste a la persona detrás del volante y sentiste cosas. Amy, en cambio, es una tragedia cercana, casi familiar. Te acuerdas del artículo que escribiste meses antes de su muerte, ese en el que al final decías que se iba a salvar o algo así. Te acuerdas, sobre todo, de Back to Black, ese disco que sentiste como propio.

Amy es el tipo de cinta en la que uno sabe lo que va a pasar y dan ganas de saltar a la pantalla para impedirlo. Pero esas emociones, esos espasmos de intensidad, no serían posibles sin una puesta en escena táctica, que se concentra en traficar emociones a través de la música y la poesía. El diseño de sonido, que mezcla demos caseros con ensayos en el estudio y con presentaciones en vivo y con el material ya pulido de los discos, es perfecto, o casi, el testimonio de una artista disciplinada y convencida de que no hay otro camino que el trabajo. Y esos versos, esas líneas, muchas pero nunca las suficientes, que aparecen en pantalla y son como pequeños y rasgados retratos de una escritora irónica y sentimental, dan para una antología.  

Te das cuenta de que la obra de Amy Winehouse es tan o más autobiográfica de lo que creías. De una. Sin filtros. Me pasa. Lo escribo. Lo canto. ¿Se me pasa? No. Ojalá. Ojalá se nos pasara a todos. Eso te asusta porque siempre has creído que escribir las cosas, las cosas tal como son, sirve para liberarse, para dejar un peso atrás y seguir, pero no siempre. Ella no pudo. Se mostró, se desnudó, se abrió y dejó que todos la viéramos y quizás pensó que así podía zafar de su propia piel. Pero la piel no se va, sólo se arruga o se extiende o se te pega a los huesos, como le pasó a ella. Esa anorexia alcohólica y drogadicta que habías visto tantas veces antes ahora te hace daño.     

Tal vez la escena más escalofriante de Amy es cuando ella y un par de amigos se retiran a una playa para descansar. Demasiados conciertos, demasiados viajes, demasiadas ventanas indiscretas. Y a los pocos días aparece Mitch, su padre, con un crew de televisión tipo reality show para seguir exprimiendo a su hija. A estas alturas, ya hemos visto cómo el padre estiraba los calendarios de su hija mucho más allá del agotamiento y la fatiga crónica.  Mitch abusó del cariño de su hija, que por otro lado sufría de un caso severo del síndrome de Electra: nunca pudo hacerlo a un lado, mantenerlo a una distancia prudente, no quererlo tanto o no necesitar tanto de su aprobación. Dicen que la soledad puede secar el alma de un ser humano, pero el cariño desenfrenado la hace vulnerable. El amor provoca otro síndrome, el de abstinencia, y esos temblores y esas alucinaciones afectivas pueden ser fatales.

¿Cuántos novios tuvo Amy Winehouse en tan poco tiempo? El dato te parece clave. Se nota que necesitaba estar acompañada o por lo menos no estar sola, algo que puede ser bastante destructivo. ¿Será por eso que igual soportó tanto las cámaras? ¿porque de alguna forma le hacían compañía? Nos soportó a todos ¿Por qué no se guardó en la distancia del silencio como lo hicieron Nina Simone o Leonard Coen o Bob Dylan o los mismos Beatles cuando lo sintieron necesario? Sólo tenía que decir no: más precisamente, decirle no al papá. Siempre dijo que no quería ser una estrella, pero claramente se prestó para el juego y eso la convierte en una especie de suicida en defensa propia.

¿Se habría salvado si escribía de otras cosas, de otras personas? Evidentemente, no podía distribuir sus emociones de manera saludable y las dejaba sueltas en las letras de sus canciones y nosotros las recogíamos y las cantábamos en privado y en público y esas que no pudo escribir, que eran demasiado afiladas y demasiado calientes y demasiado puntiagudas como para escribirlas, esas que ya nunca podremos cantar pero que de alguna forma adivinamos, se las tragaba. Quizás fueron esas cosas que no pudo procesar, eso que trató de diluir en alcohol, lo que se rebosó.

11.16.2015

Lo intentaremos


Cerca de Baktia, una villa de 300 habitantes en el corazón de Siberia, un reno cruza el lago Yenisey, cuyas aguas se descongelan sólo durante los meses del verano. Un cazador y su perro se acercan en una canoa estrecha. El cazador no tiene interés en la presa, de la que apenas y alcanza a ver los cuernos todavía secos, pero el perro no puede dominar su instinto: se acerca al borde de la canoa y se lanza al agua. El perro no tiene ninguna oportunidad de alcanzar al reno, que es más grande y más veloz, pero debe intentarlo.  

Lynn tiene 28 años y dice que no sabe lo que es el amor porque ha tenido varias novias pero jamás se ha enamorado. Ahora sale con una chica rubia y de ojos azules llamada Rachael. Lynn está preocupada porque hace unas semanas descubrió que Rachael sigue muy de cerca los pasos de su ex en Instagram, le da likes a todas sus fotos y, lo peor, imita sus movimientos: si su ex va a una exposición en un museo, Rachael invita a Lynn a la misma exposición, y así. Por mucho menos se divorcia gente todos los días. Pero Lynn lo intentará.

El 24 de marzo del 2012, más de 30.000 personas se reunieron frente al monumento a Lincoln, en Washington DC, en la primera Cruzada por la razón organizada en Norteamérica: el propósito del evento era invitar a todos los ateos de Estados Unidos a salir del clóset. Desde entonces, el teórico evolutivo británico Richard Dawkins y el doctor en física teórica estadounidense Lawrence M. Krauss, ambos mayores de 60 años, van por el mundo dando charlas y predicando palabras santas: la ciencia busca la verdad, la religión la secuestra. Ellos lo seguirán intentando.     

Cuando se conocieron, ninguno de los dos pensó que las cosas pasarían tan rápido, que en cuestión de meses estarían viviendo juntos y cuidando de un hijo. Tampoco pensaron en la segunda. Tampoco pensaron en la tercera. Ahora, cinco años después van a tener un cuarto hijo. Están asustados. Mareados, quizás. Noqueados, incluso. Pero están. Siguen. Esto no estaba en los planes pero ambos saben que la realidad se encarga de corregir nuestros planes. Que al final no somos lo que quisimos ser sino lo que terminamos siendo. Ellos lo intentan.

Robert Altman dirigió casi 40 películas y sólo Dios sabe cuántos capítulos de series de televisión a lo largo y ancho de sus 81 años de vida. Ganó dos veces la Palma de Oro de Cannes como mejor director y recibió un Oscar honorario por su trayectoria meses antes de morir. Fue un cineasta extremista, tan brillante como opaco, pero tiene al menos diez grandes cintas que llevan su nombre entre los créditos. Cada vez que una de sus cintas convencía tanto al público como a la crítica, Altman respondía con otra completamente distinta. Esa era su forma de intentarlo.

En Brooklyn, Nueva York, a tres cuadras de Prospect Park, un personaje le cuenta su historia a un tipo que aún cree que puede ser escritor o por lo menos escribir. La historia es sencilla: un hombre que se ha enamorado sólo dos veces en la vida, en ambos casos a primera vista, teme que el amor, todo el amor que le iba a pasar, ya le haya pasado. El personaje sabe que el problema no es, al contrario de lo que asume el pensamiento general colectivo, no ser querido: el problema es no poder querer, no saber amar. Todos los días, el tipo que aún cree que puede ser escritor se sienta a escucharlo y a organizar una especie de biografía que es mucho más larga de lo que jamás pudo haber imaginado. Como un Behind the Music pero, en este caso, Behind the Love. A veces, el tipo que aún cree que puede ser escritor sale por las noches, se emborracha en algún bar de Saint Mark’s Place y se pierde durante varios días. El personaje lo espera. El personaje lo perdona. Lo intentaremos. 

(SoHo)           

11.09.2015

Somos el cosmos


Hay canciones que detienen el tiempo. Canciones que te paralizan. Canciones que marcan el comienzo del resto de tu vida. Hay canciones que son como un arma que te apunta directo al pecho o una bala que se hunde en medio de tus ojos y no te permiten hacer otra cosa que sostener con tus brazos arriba el aliento del último suspiro. Canciones que te sacan el alma del cuerpo. Canciones que cuando terminan te hacen saber que ya nada será igual. Canciones que pueden corregir el pasado. Hay canciones que son el cosmos.

La primera vez que escuché I Am the Cosmos de Chris Bell fue también la primera vez que vi el documental Big Star : Nothing Can Hurt Me. Lo supe enseguida: esa canción sería lo que más recordaría de la película. Pude ver los desde entonces cientos de momentos en los que la he escuchado sólo para sentirme acompañado.

La historia de Big Star es la ya clásica variación del cuento de hadas del rock and roll. Una banda desubicada en el tiempo, iluminada por la crítica pero a la sombra del público; tres discos casi perfectos que son ahora piezas de culto; Alex Chilton, un cantante anti-estrella que mantiene una carrera under como solista y se convierte en un ícono de la música independiente más limítrofe; Chris Bell, un guitarrista frágil y perdido que estrella su auto deportivo contra un poste y termina sepultado por una luz en la carretera.

Chris Bell abandonó Big Star en 1972, el mismo año en que la banda lanzó #1 Record, su álbum debut, cuyas canciones son en su mayoría composiciones de Bell & Chilton. Después de un tiempo, cuando había quedado claro que el guitarrista sufría de depresión clínica, se establecieron al menos dos de los motivos que causaron el huida y la especie de desaparición posterior de Chris Bell: no pudo soportar que su disco no se escuchara más allá de un circuito snob de rock writers, ni tampoco que esos escritores dedicaran toda su atención a Chilton.    

I Am the Cosmos se editó como sencillo en 1978 acompañada de la gran You and Your Sister (que dicho sea de paso tiene a Chilton en las voces), es decir, seis años después de que Chris Bell dejara la banda. ¿Qué pasó durante ese tiempo? Lo que se sabe es más bien poco y triste. En teoría, Bell pasó una temporada en Londres tratando de venderle su material inédito a  distintas disqueras y no recibió otra cosa que rechazos. Luego, mantuvo una especie de retiro creativo en las pálidas montañas del Canton du Valais, en Suiza. Y por esos días sucedieron cosas extrañísimas. Chris Bell experimentaba con drogas y les decía a sus amigos que las tomaba para saciar sus urgencias sexuales, además, tuvo un peligroso acercamiento a la religión cristiana que acabaría siendo el motivo de varias de sus canciones. Finalmente, terminó trabajando como mesero en un restaurante familiar llamado Danver’s, en Germantown, una pequeña ciudad del estado de Tennessee, donde los fans de Big Star iban en peregrinación a buscarlo.

La relación de Chris Bell con la religión, su búsqueda espiritual o lo que muy probablemente no haya sido más que otra forma de llenar el vacío original con que llegamos a este mundo, produjo una de las canciones más hermosas que haya escuchado jamás. El primer verso dice Todas las noches me digo a mí mismo “yo soy el cosmos, yo soy el viento”, pero eso no te hará volver. El segundo verso dice Justo cuando empezaba a sentirme mejor, me llamas por teléfono, no quiero estar solo nunca más. Chris Bell se asume como el cuerpo de la eternidad y se entiende como un planeta autónomo fuera de órbita, pero, al mismo tiempo, de la manera más humilde y romántica, deja caer esas pretensiones místicas y egocéntricas ante la posibilidad del amor. Mis sentimientos pasan todo el tiempo, son algo que no pude esconder, pero no me puedo confiar porque no sé lo que está pasando en el interior, dice en la segunda estrofa. Y las guitarras se extienden en una melodía infinita. Y la voz se estira superando sus propios límites y en ella se sienten el dolor y la ternura del arrepentimiento. Y la canción vuelve a sonar y a cubrirlo todo.  

Hacia el final hay una frase que se repite como si fuese lo único que en verdad importara. Quisiera verte de nuevo, Quisiera verte de nuevo, Quisiera verte de nuevo. Chris Bell murió meses después de que esta canción intentara devolverlo a la vida, tenía 27 años y estaba ensayando con una nueva banda. Quizás estaba regresando porque había entendido que no sirve de nada ser uno mismo si no lo somos todos juntos.

Ahora es parte del cosmos.

Somos el cosmos.