12.14.2015

El cuerpo celeste de Patti Smith


Sylvia Plath está enterrada en el cementerio Heptonstall, en el condado de West Yorkshire, al norte de Inglaterra, debajo de una insípida lápida gris. Patti Smith, que ha viajado desde Nueva York sólo para visitarla, se para delante de la tumba y susurra, He vuelto, Sylvia, como si la poeta la hubiese estado esperando. Es invierno y los jardines del cementerio están cubiertos de nieve. Patti Smith toma fotos con su Polaroid y las guarda en los bolsillos de su abrigo. Varios días después, sentada en un tren o en un avión o en la habitación de un hotel, anota en su libreta estas palabras: Tuve la incontrolable urgencia de orinar e imaginé un pequeño chorrito regándose, una parte de mí queriendo que ella sienta la cercanía del calor humano.      
En el 2010, cuando publicó Just Kids, el libro autobiográfico sobre su amistad-hermandad con el fotógrafo Robert Mapplethorpe en una Nueva York setentera, desatada y peligrosa, quedó claro que Patti Smith no sólo es una figura de culto rockero y una poeta under sino también una narradora sólida que sabe cómo mezclar las dosis de nostalgia, sensibilidad y furia que componen los recuerdos. Just Kids, escrita como una canción muy larga, se lee como una novela de aventuras sobre jóvenes románticos que llegan a la gran ciudad para encontrarse y que cuando se encuentran se dan cuenta de que nunca se está preparado para tanto. Ese momento, esa edad, en la que piensas que eres invencible hasta que llega ese otro momento, esa especie de accidente, tras el cual tu cuerpo deja de estremecerse.

M Train, el nuevo libro de Patti Smith, se publicó en octubre de este año y se vendió como una especie de continuación de Just Kids, esta vez dedicado a los años que compartió con el músico Fred “Sonic” Smith, mejor conocido como el guitarrista de MC5. Se casaron en 1980, tuvieron dos hijos e hicieron música juntos hasta que “Sonic” murió de un ataque cardiaco en 1994. Haciendo números, no pasaron tanto tiempo juntos, catorce años no son demasiados, pero se nota que construyeron una vida y que esa vida se dilató a su propio ritmo. Aún así, M Train recurre muy de vez en cuando a las escenas de pareja, todas tiernas y conmovedoras y más sobre la amistad y la complicidad que sobre lo que llaman amor, el tipo de secuencias que te convencen de luchar y defender lo que quieres; es evidente que Patti Smith no quiere explotar la memoria de su esposo ni exhibir la vida privada de su familia. Más que un memoir, este es un diario de viajes en el que parecería que la autora se está preparando para el viaje definitivo: la bitácora de una mujer que habla con los muertos y se rodea de fantasmas.

La muchacha punk, convulsionada y andrógina que en 1975 lanzó Horses, su álbum debut, y quedó para siempre grabada en las sagradas escrituras del rock and roll, escribe a cuatro décadas de sus primeros gritos, a los 69 años de edad, con la intensidad casi ingenua de una  groupie que viaja por el mundo agradeciéndole personalmente a los artistas que la inspiraron y terminaron de criarla. En Japón, mirando el Monte Fuji, toma sake y brinda por los escritores Ryunosuke Akutagawa y Dazai Osamu, No desperdicies tu tiempo en nosotros, somos vagabundos, le dicen ellos, y ella responde Todos los escritores son vagabundos, ojalá un día me cuenten entre ustedes; en México, en la casa azul de Coayacán, se acuesta en la cama de Frida Kahlo y observa las mariposas que el artista norteamericano Isamu Noguchi le regaló a la pintora mexicana para que tuviera algo hermoso que mirar durante todos esos años que pasó acostada, según Patti Smith, Frida Khalo y Diego Rivera eran sus guías cuando tenía 16 años (algo que ahora sería como mucho, pero que obviamente funcionó para ella); en Montagnola, una pequeña villa al sur de Suiza, le toma una foto a la máquina de escribir de Hermann Hesse; en la Librearía Pública de Nueva York le toma una foto al bastón de Virginia Woolf; en la casa que ocupaba Tolstói cuando estaba en Moscú le toma foto a un oso embalsamado; en los hoteles de Berlín y Detroit se encierra días enteros a ver series de detectives, desde la sofisticada The Killing hasta la sobreexpuesta CSI Las Vegas. Y en Blanes, claro, le toma una Polaroid a la silla en la que se sentaba a escribir Roberto Bolaño.      

El amor que Patti Smith siente por Roberto Bolaño es de conocimiento público y bordea la locura. Ella fue una de las primeras en defender la obra del escritor chileno cuando se tradujo al inglés, una de las primeras en decir que 2666 era nada menos que una obra maestra. Ahora parecería que quiere vivir en un libro de Bolaño, no ser Bolaño ni escribir como Bolaño sino habitar una de sus historias: gastarse la vida buscando a Cesárea Tinajero o, como Auxilio Lacouture en Amuleto, limpiar las casas de los poetas que más le gustan para que ellos puedan seguir escribiendo. El problema es que la mayoría de autores que Smith idolatra con fanatismo religioso están muertos y entonces tiene que conformarse con visitar sus tumbas y tomar Polaroids que ordena como los misterios encadenados de un rosario.

Queremos cosas que no podemos tener. Tratamos de reclamar un cierto momento, un sonido, una sensación. Quiero escuchar la voz de mi madre. Quiero ver a mis niños como niños. Las manos pequeñas, los pies veloces. Todo cambia. Mi hijo ha crecido, mi padre está muerto, mi hija es más alta que yo, me despierto llorando de un mal sueño. Por favor quédense para siempre, le digo a las cosas que conozco. No se vayan. No crezcan.     

Ya se sabe: la gente que duerme en camas en llamas se junta con otra gente que duerme en camas en llamas. M Train es un vagón trasatlántico y solitario en el que Patti Smith empieza a despedirse del mundo y a convertirse en un alma que espera poder mezclarse con otras almas: como alguien que pasa de ocupar una bolsa de carne a llenar un cuerpo celeste, infinito.

Al final del cover de My Generation de The Who que incluyó en Horses, Patti Smith suelta una sentencia no menor: nosotros la creamos, hagámosla nuestra. Se refería a una generación excitada que sigue alterando las mentes de miles de millones de niños o adolescentes a punto de explotar. ¿Cuántas mujeres escaparon de sus padres para convertirse en cantantes de rock gracias a Patti Smith? Más de una, estoy seguro. Mujeres y hombres que se convirtieron en músicos o en poetas o en empleados de gasolinera, personas que se convirtieron en personas de verdad. M Train tiene ese mismo poder de sugestión: lee muchos libros, escucha muchos discos y sal de tu casa, ya, lo antes posible, lo más lejos posible. Anda y visita los restos de la casa que tuvo Patti Smith en Rockaway Beach, en la península de Queens, Nueva York. Párate delante de esos troncos mojados y salados y di gloria a ti. G.L.O.R.I.A    

(El Comercio) 

12.07.2015

Ryû Frisk


Estamos en Greenpoint, al extremo norte de Brooklyn, uno de esos sitios que en los últimos años ha sido colonizado por hipsters que usan sombrero, escuchan vinilos y montan bicicletas antiguas. El bar se llama Achilles Heel y está en el número 180 de West Street, en la esquina con Green Street. El hombre que está sentado a la barra bebiendo un Jameson en las rocas se llama John Aldrich, tiene 34 años y es periodista.

Esta noche John Aldrich se siente viejo. Anciano, casi. Un poco muerto. Mira a su alrededor y todo le parece ajeno, como si fuera parte de otro tiempo, de otro mundo. Es incapaz de reconocer la música que pone el DJ porque cada canción le suena igual a la anterior o a la siguiente: ese, sin duda, es un síntoma de senilidad. Sabe que el tipo que está sentado en una de las mesas es el baterista o el guitarrista de Blonde Readhead, pero no recuerda los nombres de los miembros ni cuáles son los hits de la banda. Lee las palabras The War On Drugs en una camiseta, sabe que se trata de una banda actual, pero él nunca la ha escuchado.  

John Aldrich escribe en su libreta como otras personas deslizan sus dedos por la pantalla de sus teléfonos, para que no se note que no tiene mucho más que hacer. Piensa que ésta será otra de esas noches en las que beberá lo suficiente como para poder caminar de vuelta hasta la estación del Subway y regresar a casa sin quedarse dormido en el tren. Aún no sabe que lo que está a punto de pasarle es algo que ha estado esperando por demasiado tiempo, algo que pensaba que ya no le iba a suceder. Como todos los eventos que maniobran el rumbo de nuestras vidas, este pasa por casualidad.

Ryû Frisk tiene 29 años. Cuando la gente le pregunta a qué se dedica, suele decir que es una bióloga que se especializa en el estudio de las hormigas. Nunca, o casi nunca, usa las palabras entomóloga o mucho menos mirmecóloga para definir su profesión. Es más, si habla de trabajo, suele hacerlo entre bromas, y dice, por ejemplo, que se la pasa matando hormigas en un laboratorio. Luego ríe. Se ríe de una manera discreta y traviesa, hundiendo la cara entre los hombros. La madre de Ryû Frisk es japonesa, su padre es sueco y ella habla con acento francés. A John Aldrich le bastan unos cuantos segundos para reconocer que esa mezcla de genes es perfecta.

John Aldrich y Ryû Frisk se sientan a la mesa que está al fondo del Achilles Heels, donde la barra hace una curva y se incrusta en la pared. Ella toma cerveza. Él ordena un mezcal reposado. Ella come pedazos de fruta picada. Él pide otro mezcal.

El pelo de Ryû Frisk es lacio, oscuro, y le cae hasta por debajo de los hombros. Lleva una camiseta sin mangas que deja ver los tirantes del sostén, jeans gastados y remangados sobre los talones. Usa zapatos deportivos, sin medias. Su sonrisa es breve, fugaz y brillante, un meteorito envuelto en llamas que alumbra el bar y se refleja en las aguas del East River. Sus ojos son apenas rasgados, la nariz respingada y corta: el fantasma de la electricidad aullando en los huesos de su rostro. John Aldrich presiente que los senos de Ryû Frisk cabrían enteros en las palmas de sus manos. Es la primera vez en mucho tiempo que este hombre se siente atraído por una mujer de esta manera incontenible. Habían pasado años desde la última vez que John Aldrich vio a una mujer de esta forma: como si fuera el comienzo y el fin del mundo, como si no hubiera nada más allá. La maldición por fin se ha terminado, piensa John Aldrich. Sus ojos son capaces de masticar la belleza otra vez. Su corazón se salta un latido.

(SoHo)