2.28.2018

En el último trago nos vamos



Los viajes que importan, dicen, son los que se hacen hacia adentro, aunque para llegar hasta las profundidades del interior haya que recorrer kilómetros y kilómetros de distancia hacia afuera y a veces también recorrerlos de vuelta hasta volver al punto de partida. Algo así es lo que ha hecho la escritora británica Olivia Laing en su último libro, El viaje a Echo Spring. Por qué beben los escritores, en el que cuenta su propio viaje por Estados Unidos siguiendo el rastro de cinco autores que tuvieron una relación íntima con el alcohol: F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, Tennessee Williams, John Cheever, John Berryman y Raymond Carver. Ahora bien, a las pocas páginas de travesía queda claro que la verdadera pregunta de Laing no es por qué beben los escritores sino una más grande todavía: ¿necesitan beber los escritores para crear? Sin duda, la carrera de varios autores no hubiese sido la misma –quizás hasta les iba mejor– si no hubiesen bebido tanto, pero lo cierto es que lo hicieron y que el alcohol se derramó sobre sus páginas. 

Laing hace el trabajo de una biógrafa que ha elegido un ángulo en común para, así, trazar una especie de constelación entre los autores a los que ha escogido perseguir. Su libro es una mezcla de diario de viaje, biografía literaria y documento científico sobre el alcohol y sus efectos en el cuerpo humano. De hecho, empieza con una cita médica, que explica en cierto modo la enfermedad: Cuando los alcohólicos beben, se intoxican, y es esta recurrente intoxicación la que eventualmente arruina sus vidas. Las amistades se marchan, la salud se deteriora, los matrimonios se rompen, se abusa de los hijos, los trabajos se pierden. Y a pesar de esto el alcohólico sigue bebiendo. Se da un “cambio de personalidad” Los que antes parecían individuos fuertes y autosuficientes se encuentran mintiendo, engañando y comprometiéndose de cualquier manera para proteger o disfrazar su hábito. La vergüenza y el remordimiento al día siguiente son intensos; muchos alcohólicos se van aislando progresivamente para beber sin interrupciones… Muchos alcohólicos parecen seguros de sí mismos, pero viéndolos de cerca uno nota que su autoestima los ha abandonado.     

Mientras avanza en su viaje, mientras toma notas en buses y en trenes y en aviones y se convierte ella también en personaje, Olivia Laing va desarrollando su propia teoría sobre el alcoholismo, más cercana a un trastorno de doble personalidad. El deseo de beber, y las repercusiones físicas, emocionales y sociales que tiene en la vida del bebedor, están enterradas bajo excusas, evasiones y francas mentiras. Un alcohólico puede ser visto como alguien que vive dos vidas, la una sometida a la otra como una serpiente subterránea debajo de una carretera. Está la vida de la superficie –de la portada, si se quiere–  y la vida del adicto, en la cual la única prioridad es asegurar el próximo trago. No en vano el primer paso del Programa de Doce Pasos es admitir que somos “impotentes ante el alcohol y que nuestras vidas se han vuelto ingobernables”. Este simple paso puede tomar toda una vida o no alcanzarse jamás. Laing escribe así, sin muchas vueltas ni miramientos, sometiéndose a los hechos, haciendo números y ensayando conclusiones a veces poéticas.    

Se nota que Laing también pasó por una especie de adicción para poder escribir el libro. Muy aparte de su vida personal, en la que también aparecen alcohólicos en la familia y en el hogar, está su vida de lectora y esa fascinación enfermiza por lo literario como si sólo eso, lo imaginado, lo creado, lo contado, fuese verdadero: es como si la realidad necesitara ser inventada por alguien más para poder existir y para que nosotros podamos existir dentro de ella. Laing, está claro, preferiría vivir en un cuento de Hemingway o en una novela de Fitzgerald o en una obra de Williams que en cualquier otro lado, aunque fueran lugares tristes y melodramáticos. Después de todo, ese es el motor del libro, ¿qué está mal con la realidad?, ¿por qué tenemos que cambiarla?, ¿por qué cinco escritores brillantes, cada uno a su manera, necesitaban distorsionar la realidad con alcohol?; ¿acaso no la superaban ellos con palabras?, ¿acaso destruir la realidad con palabras hacía que esa misma realidad les cayera encima?, ¿acaso la única salida es inventarse un lugar para vivir tranquilo y lejos, muy lejos de la realidad?

La verdad funciona al revés. La verdad no está, como se cree, en el acto escapista de beber para no enfrentar la realidad. Estos escritores bebían para poder viajar hacia adentro y enfocar la realidad, para desafiarla hasta que se les apareciera desnuda en medio de la noche y, ahí sí, de frente y sin nada que se oponga, contar cómo es esa verdad que es la verdad de todos: eso que nos hace sentir que nosotros también somos literatura. 

*

En una carta de Fitzgerald citada hacia la mitad del libro por Laing, el autor de El gran Gatsby escribe esto: Es todo lo que he olvidado ­– toda la complicada y oscura mezcla de mi infancia y juventud, lo que me hizo un escritor de ficción en vez de bombero o soldado… Por qué en el nombre de Dios escogí este oficio de días sedentarios, noches sin sueño y eterno descontento. Por qué lo escogería de nuevo. Esto último es clave: lo escogería de nuevo. A veces parecería que los escritores lo son muy a pesar suyo, que hubiesen preferido escapar de haber podido, que la vocación te hostiga hasta que un día te alcanza y ese día se convierte en el último día de tu vida pero también en el primer día del resto de tu vida.  

(El Comercio)  

2.19.2018

Basta una noche



Un día, mareados y confundidos, recordamos un libro que alguna vez nos quemó las manos y queremos volver a él para sentir, otra vez, ese calor mortal. Han pasado años desde la última vez que lo leímos, varios años, quizás, y ya no somos los mismos: las cosas pasan, nos traspasan, nos atraviesan, nos desvían; somos arrojados a sitios donde nunca pensamos estar o nunca quisimos estar y aunque culpemos a la vida la verdad es que la culpa es sólo nuestra. Somos distintos, pero ese libro es el mismo o es mejor y de pronto es lo único que tiene sentido en este mundo.   

Mi copia de Intimidad, de Hanif Kureishi, está muy manoseada, por suerte es de pasta dura y papel grueso, si no, estaría totalmente destruida, arruinada por el paso incansable de los dedos. Está toda subrayada, además, con diferentes colores de tinta, lo que me lleva a pensar que cada vez que la he leído lo he hecho con una pluma distinta en la mano: me fijo en el pulso de las líneas trazadas entre las letras y me queda claro que a veces la leí tranquilo, sereno, pero otras estuve temblando y quizás tan conmovido o confrontado o asustado que tuve que dejarlo caer.

Intimidad es una novela de menos de 120 páginas que pasa en una sola noche, la noche en la que el narrador ha decidido abandonar a su mujer y a sus hijos para no volver nunca más. Todo lo que ocurre en la novela ocurre en medio de esas horas y en medio de las paredes de esa casa y en medio de los recuerdos, que son como muros altísimos rodeando y moldeando los caminos de la vida. Y aunque no pase mucho pasa todo porque este hombre se cuestiona y se cuestiona y se cuestiona tratando de convencerse de que está haciendo lo correcto, de que ser feliz es lo correcto aunque para ser feliz, a veces, haya que destruir a los demás.

(En Intimidad, Hanif Kureishi escribe desde el punto de vista del canalla, del cabrón, del hijo de puta, y lo humaniza hasta transformarlo en carne viva: aunque nos confiesa cosas imperdonables, es imposible no ponernos de su lado porque tarde o temprano terminamos retratados de alguna forma por sus palabras. ¿Somos así de malos, ¿Somos así de cobardes? ¿Es tanto el daño que podemos hacer? Sí, sí, y sí. ¿Somos así de egoístas? Sí. Vamos por ahí pensando que somos el centro del universo, que la vida gira a nuestro alrededor y que cualquier cosa que hagamos puede abrir una grieta en el cosmos)  

Cuando alguien me dice que está pasando por un momento duro en su relación, por una separación o un quiebre (o cuando me dicen que se aburrieron de eso que juraron amar hasta la muerte), le digo que lea Intimidad, que entenderá ciertas cosas y que podrá desdoblarse para verse a sí mismo desde otro lado o por lo menos que se sentirá acompañado, apoyado, amparado por la experiencia de alguien que ya estuvo allí. Eso que dicen es cierto: lo que le pasa a un hombre le pasa a todos. A veces hay que leer no para fugarse y viajar a otros mundos sino para encontrarse y aterrizar hasta estrellarse.  

Pienso en las veces en que le he prestado Intimidad a alguien, en las veces en las que he querido que otros pasen por lo que yo vuelvo a pasar cada vez que lo leo, en lo que realmente estoy diciendo cuando les entrego el libro: buen viaje, cuídate, todo va a estar bien, que Dios se apiade de nosotros. Curioso, uno cree que puede transmitir una experiencia en alta fidelidad, molécula a molécula, pero no, eso es imposible: supongo que, como pasa con las drogas, los libros le pegan distinto a cada uno. Sólo espero que Intimidad no haya destruido ningún hogar por mi culpa o, mejor dicho, que no haya destruido nada que no hubiese estado ya ardiendo en cenizas.     

La novela se publicó originalmente hace veinte años, en 1998, y podría hablar aquí y ahora de su éxito sostenido en el tiempo y de la carrera de Hanif Kureishi en general, pero eso es lo que menos me importa y lo que menos tiene que ver con leer para salvar la vida o perderla. Lo que quiero decir, alto, fuerte, es que la primera vez que la leí fue hace diez años, algo más, algo menos, y fue como si nunca antes me hubiesen hablado de amor: quedé traumado, con ganas de vivir por amor, de morir de amor; quedé noqueado, convencido de que el amor es una locura pero con ganas de volverme loco e incendiarme; quedé mal. Es lo que me pasa cada vez que la leo. Ayer volví a leerla, y hoy quiero volverme loco.

(Mediato)  

2.06.2018

Paddington 2 (o la empatía)


Es viernes por la tarde y tengo que ver una película para poder escribir esta columna. Miro la cartelera. Quiero ver Three Billboards… pero estoy en Portoviejo y acá sólo la pasan en español y se me van las ganas: de hecho, a mi pueblo todos los estrenos llegan doblados y esta mala costumbre parece una sentencia que nos ha caído encima injustamente. Miro de nuevo la cartelera. Escojo ver Paddington 2 porque de esa forma puedo ir al cine con mi sobrina de cuatro años y pasar un poco de tiempo con ella. Creo que el cine –que el arte– puede unir a la gente como ninguna otra cosa.

Paddington es un oso, pero no es un oso cualquiera, es inglés y sus maneras británicas le dan un encanto especial a él y a todo lo que hace en las aventuras en que se mete: es refinado aún cuando se encuentra en serios apuros. Cuando mi sobrina me pregunta qué vamos a ver, le digo “una película sobre un osito de peluche” y ella quiere venir enseguida, aunque antes me pide unos minutos para arreglarse (le gusta usar una falda encima del pantalón largo). Pero Paddington 2 no es exactamente eso y de alguna manera siento que le estoy mintiendo. Luego, cuando empieza la película, me preocupa que ella sea demasiado pequeña para disfrutarla y que me haga salir de la sala en la mitad o antes.

Si me pide que salgamos de la sala yo acabaré haciéndolo, ella me manipula por completo, me controla, me domina, pero lo realmente grave es que no habré visto la película y no tendré material para mi columna y al final estaré, lo sé, resentido con una niña de cuatro años porque me hizo salir de una película. Pienso, entonces, en la empatía, en que si nos salimos podríamos ir al parque, a tomar helados, y estar juntos de todas maneras aunque luego no haya película sobre la cual escribir. Pienso en mi psiquiatra diciéndome que al parecer me cuesta tener empatía con los demás porque no me entrego fácilmente. Pienso en que dentro o fuera del cine estaría dándole a mi sobrina un trocito de mi vida y no debería pedir nada a cambio porque dar es lo mismo que recibir. Pero no importa, lo que yo quiero es ver la película.  

Paddington 2, como la primera, es una gran cinta: es sofisticada, ingeniosa, divertida, la dirección de arte es un espectáculo y todo lo que pasa, por más exagerado que parezca, sucede como una consecuencia natural en la historia y no como una imposición del entretenimiento. Paddington 2 tiene clase, pedigrí, buena raza, casta. Me preocupa que a mi sobrina no le vaya a gustar por todas estas razones, ella está acostumbrada a dibujos animados más modernos y veloces y Paddington es un personaje old school. En un momento me dice que le da miedo, se voltea, me abraza, cierra los ojos y hunde su cabeza en mi pecho. Yo podría ver el resto de la película así, con su miedo volcado sobre mí, protegiéndola, dispuesto a tragármela para que no se asuste.   

Mi sobrina me pide que salgamos a comprar un canguil y una cola negra. Me da miedo que no quiera volver, ya una vez me hizo comprar canguil y cola negra para comer afuera del cine, viendo a la gente entrar y salir de las salas. Le digo, absolutamente paniqueado, que sí, pero que luego volveremos a terminar de ver la película. Ella me dice “bueno”, pero podría estar mintiendo y yo no me daría cuenta. Cuando compramos el canguil ella pide mantequilla, por favor. Al regresar a la sala, me dice que no quiere sentarse en su asiento sino sobre mis piernas. Se acomoda y de paso recuesta su espalda sobre mi pecho y mi barbilla queda justo sobre su cabeza, que huele a shampoo de manzanilla. Estoy en el cielo. Se queda callada el resto de la película y ve al oso Paddington salir de un apretado lío. Me regala este trocito de su vida. Siento el calor que une su cuerpo al mío. Empatía.

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(El Diario Manabita)