8.27.2018

El escritor vuelve a (una que ya no es su) casa



No siempre se puede estar al día, no siempre se puede confiar en la cartelera y no siempre vale la pena escribir o hablar de lo nuevo, de lo recién estrenado. A veces es mejor meterse con lo importante, con lo urgente, con lo necesario; y esta película me parece justo eso: necesaria. Me refiero a El ciudadano ilustre, cinta argentina estrenada originalmente en 2016 y ahora disponible en Netflix, una especie de medicina para reforzar los principios o al menos para cuestionarlos, lo que ya es bastante.    

Después de recibirlo, Mario Vargas Llosa dijo que no quería que el Nobel lo convirtiera en una estatua. Se refería, claro, a esa condición no poco enfermiza que ahoga a ciertos escritores que, después del Nobel, no son capaces de medirse o competir con su propio pasado, con su propia obra. Por ahí arranca esta película, con un escritor argentino que recibe el premio Nobel como si se tratara de una maldición, un estigma perverso, y se queda paralizado por varios años, incapaz de producir historias e incluso de vivirlas.  

Todo cambia cuando, de entre las miles de invitaciones que recibe para participar en distintos eventos (ferias del libro, homenajes, conferencias, charlas magistrales) escoge la más directa y humilde, en la que le proponen una visita a su pueblo natal, un sitio pequeño y apartado del mundo por el que no se ha asomado en más de cuarenta años. ¿Por qué vuelve?, quizás porque a veces, para seguir adelante, para poder avanzar, uno necesita regresar al punto de partida del que salió; o quizás porque cuando no se sabe qué hacer ni dónde ir el único camino posible es el de vuelta a casa. Y volver, lo sabemos, nunca es fácil.

Ahora bien, algo clave: el escritor no ha estado en su pueblo de casas bajas y calles abandonadas durante una eternidad, sí, pero su obra, en cambio, nunca pudo salir de ahí: pronto se establece que sus cuentos y novelas vienen de las historias que escuchó o vio o vivió cuando aún era, digamos, un pueblerino, y que le guste o no ese es su universo literario (el universo literario, hay que decirlo, puede contagiarse de realidad o salvarnos de ella, todo depende de las decisiones que se toman a la hora de inventarlo, pero en cualquier caso es obvio que se convierte en el lugar donde muchos creadores prefieren vivir).    

Lo que sigue de ahí, la gran aventura, es el reencuentro –sí, otra vez– con esa realidad que el escritor abandonó hace tanto, una versión acaso extremista del realismo mágico más folklórico y absurdo y cerrado, que el escritor mira con la agudeza que tienen los que toman distancia, los que se alejan para ver mejor, los que no se sienten condenados a nacer y morir en el mismo lugar, rodeados por la misma gente, haciendo las mismas cosas. Quizá la lección más grande de El ciudadano…. sea que uno puede zafar, escapar, huir de su tierra y hacer todo lo que haga falta para convertirse en aquello que soñó para sí mismo.  

De pronto el escritor se vuelve personaje (¿no pasa eso siempre que se escribe?) y ubicado al centro de la trama, como está, termina cercado por las cosas que lo empujaron a irse en primer lugar: el pensamiento marca-base de cierta gente, la violencia-miedosa de los que le temen a cualquier cambio, la ingenuidad-suicida de los que no pueden ver más allá de su entorno inmediato y piensan que el mundo se acaba en los límites del pueblo (o quizás sea mejor decir en los límites de sus cabezas). La confrontación entre el escritor y sus paisanos es dura, casi mortal, pero toca, es una obligación: nadie sale ileso de una historia que quiera contar.

(El Diario Manabita)  

8.21.2018

DFW: otra forma de juego



En septiembre de 2008, ya entrada la noche, la chica regresa de su trabajo a su casa. Prefiere caminar, el invierno aún no ha llegado y la tranquilidad con que la gente se pasea por las calles resulta incluso sospechosa, como si fueran parte de una coreografía perfectamente orquestada. La chica sostiene entre sus manos una funda de papel: pan, rebanadas de jabón y queso, leche, algunos vegetales verdes y rojos. Aunque lo duda un poco, la chica decide que no tiene ganas de preparar nada, así que tendrá que convencer a su chico de llamar para pedir pizza o comida china. La chica entra a la casa gritando, ¡David!, pero sigue hasta la cocina y deja las compras sobre una mesa. Vuelve a gritar, ¡David! Recorre la casa mientras sigue gritando, ¡David! ¡David! ¡David! No hay respuesta: solo silencio. La chica levanta la mirada y ve algo que no había visto ni cuando entró a la cocina ni cuando recorrió la casa. Es él, David Foster Wallace, colgado de una viga, ahorcado, muerto.  

Alguien tenía que haberlo sabido: cuando murió tenía 46 años y 30 de esos años los había pasado combatiendo una depresión crónica, de esas que te paralizan y te chupan tanta energía que en un momento no puedes ni salir de la cama para lavarte los dientes. Una vez lo vi en el programa de entrevistas de Charlie Rose y, aunque estuvo brillante, inteligente, vulnerable, frágil y hasta transparente, tenía la postura de alguien que se está dejando ir. Parecía que no se hubiera bañado en por lo menos una semana, llevaba una corbata ridícula como las que usan los niños en las escuelas fiscales, y su clásica bandana desde la mitad de la frente hacia atrás (ahora que lo pienso, era como ver a un gitano que viaja solo en su propia caravana). Alguna vez escuché o leí que David Foster Wallace usaba la bandana porque creía que su cabeza podía explotar en cualquier momento y esa era la única manera de sostenerla en su lugar. Y su voz, como un susurro, como un suspiro al que dan ganas de subirle el volumen, como una medicina que se tarda en hacer efecto. Y sus ojos, caídos, perezosos, como si estuvieran hartos de ver lo que ven todos los días.

David Foster Wallace publicó su primera novela, La escoba del sistema, en1987, y los críticos saltaron de sus mesas y lo aplaudieron de pie y luego se pusieron a bailar de cabeza: su debut literario fue espléndido, uno de los más destacados en la historia americana. Después de todo ese éxito que casi se lo lleva por delante, David Foster Wallace empezó a escribir un nuevo libro, pero se demoró varios años más de lo esperado por la editorial y, para calmar a sus editores, empezó a enviarles capítulos que él creía ya listos (con una condición: que los quemaran después de leerlos). La broma infinita, la segunda novela de David Foster Wallace, apareció en 1996 y ahí sí todos los críticos y todos los lectores y todos los expertos y todos los aficionados y todos los que se jactaban de leerlo sin haberlo hecho nunca tuvieron que arrodillarse al mismo tiempo para rezar por el alumbramiento. La broma infinita, que dicho sea de paso tiene más de mil páginas y un número infinito de notas al pie, cayó como una bomba para destrozar todo lo que había existido antes de ella.  

David Foster Wallace se convirtió en algo así como una celebridad alternativa. Y, tomando en cuenta el grosor de su libro, yo diría que activó una o dos o tres o cuatro generaciones de lectores, como, guardando las distancias, lo hizo JK Rowling con Harry Potter. Quizá por eso, porque se cansó del exhibicionismo, se retiró a vivir en una ciudad pequeña, a dar clases en una universidad pequeña y sin el menor prestigio. Pero nada de esto funcionó. Se sabe que los problemas vienen con nosotros donde vayamos, así que de poco o nada sirve perderse en un bosque encantado (los problemas, además, se van haciendo más pequeños cuando nos acercamos a ellos, no al revés). David Foster Wallace trató de hacerlo, de huir, de correr, de zafar, pero al final sólo firmó de puño y letra su muerte: digamos que fue el autor de su propio final. Alrededor de la muerte del escritor también corre otra leyenda: podía tomar sus antidepresivos y estar feliz todo el día, acaso sin la urgencia de escribir; o no tomarlas y volverse un poco más loco con cada letra. Ya sabemos qué pasó.

Poco después de su muerte, como de costumbre, empezaron a salir libros póstumos y uno de esos es El tenis como experiencia religiosa, de poco más de cien páginas, que contiene dos crónicas que disecan el juego hasta volverlo partículas atómicas y luego reconstruirlo en el planeta David Foster Wallace, un lugar al que hay que volver cada tanto para no perder la costumbre. Y hay que volver, insisto, para leer cosas como esta: …cansado de esa forma en que solo se cansan las democracias. O esto: …esa combinación neoyorquina única de meditación y depresión clínica, claramente infelices pero sin quejarse para nada.   O esto: Con lo que tiene que ver en realidad es la reconciliación de los seres humanos con el hecho de tener cuerpo. O esto: Por razones que resultan difíciles de entender, a muchos de nosotros los códigos de la guerra nos resultan más seguros que los del amor.

Estas son las palabras de alguien que, antes de hacerse escritor, quiso ser tenista. Durante su niñez y adolescencia, David Foster Wallace entrenaba como un loco, viajaba a otras  ciudades y ganaba campeonatos, avanzaba y todos en su familia esperaban verlo algún día sosteniendo una copa entre las manos, con los brazos levantados. Pero ese día nunca llegó: David Foster Wallace decidió, muy a conciencia, que jamás podría ser el mejor tenista del mundo, no tenía el físico adecuado ni el empeño para cumplir con los entrenamientos, entonces, no tenía caso. A ese pequeño giro del destino, que suele dejarnos revueltos, le debemos que David Foster Wallace exista como escritor, y que sea el mejor, aquí sí el campeón, para hablar de tenis como nadie lo había hecho antes y como nadie seguramente podrá hacerlo después o mucho después.  

Leí El tenis como experiencia religiosa porque era, mal que mal, un libro de David Foster Wallace (y uno tiene sus fetiches). Y nada, no me dieron ganas de salir al parque a jugar tenis ni nada por el estilo, pero quedé lesionado. Algo me pasó. ¿Podré yo, algún día, escribir sobre cualquier cosa con la obsesión que David Foster Wallace tenía por el tenis?, ¿diseccionarlo de tal manera que cada parte tenga vida propia?, ¿ver las cosas como las veía él, desde arriba, en plano cenital? David Foster Wallace le da sentido y valor y significado a cada detalle: en sus manos, todo es cuestión de vida o muerte. Y él dice que sólo hay que pensar, aprender a pensar.

(El Comercio)

8.14.2018

Nunca te olvides de volver


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Salgamos de esto rápido: Christopher Robin, el niño valiente y divertido de las historias de Winnie Pooh, se ha convertido en un adulto aburrido, impermeable y gris, que se toma su trabajo demasiado en serio, poniéndolo por encima incluso de su familia, y debe volver al Bosque de los Cien Acres para reencontrarse con su niño interior, para reconectar con la persona insanamente feliz y libre que alguna vez fue, y para recordar que las cosas realmente importantes de la vida no están todas apiladas en una oficina.

Creo que con esto he dicho ya de qué se trata esta cinta y cómo funciona, aunque quizás valga la pena aclarar que Christopher Robin no sólo se encuentra con el osito Pooh, sino también con todos sus amigos del bosque, el Burro, el Cerdito, el Tigre (criaturas, todas, entrañables), y que entre todos le ayudan a enderezar su vida o por lo menos a enfocarla. La moraleja es muy clásica de Disney: no dejes que el mundo de los adultos te coma, te trague, te mastique, y mantén siempre el corazón y la cabeza y los ojos y las manos muy abiertas para recibir a la aventura.

(Viniendo de Disney, esta moraleja resulta corporativa, consumista, capitalista o lo que quieran, pero no por eso equivocada. Todos tenemos un lugar al que podemos volver cuando la realidad se pone peligrosamente real, y es necesario tener la puerta de ese lugar muy cerca, a la mano, eternamente abierta, quizás hasta vivir siempre con un pie en ese lugar que, como cantaba Lennon, suele estar en nuestra cabeza)  

Ahora bien, el fenómeno del que preferiría hablar pasa más bien frente a la pantalla, en las butacas, en la perfecta oscuridad de la sala. Los niños muy pequeños, yo diría menores a los tres años, comen algo y se duermen casi enseguida, acaso aburridos por tanto bla-blá; los niños un poco mayores, quizás de cinco años en adelante, miran la pantalla atentos y aunque no comprenden del todo qué está pasando se entretienen viendo cobrar vida a esos personajes de peluche; y de los adultos, qué decir de los adultos… bueno, yo diría que hay dos clases: los que creen y se dejan llevar y los que no.

Puedo dar fe de que una madre joven, acompañada por sus dos hijas, terminó llorando a lágrima viva cuando Christopher Robin por fin entiende que la fantasía y el amor son las únicas vías de escape para la realidad y el cinismo de este mundo. Y sí, quizás la reacción fue exagerada y producto de no sabemos qué trance emocional, quizás esa madre estaba llegando a la dolorosa conclusión de que no pasa tiempo suficiente con sus niñas, pero en todo caso me tranquilizó y alegró saber que una película “infantil” puede mover los cimientos de un adulto hecho y derecho y hasta enderezarlos o reforzarlos.

El resto eran adultos que estaban ahí por obligación, a la fuerza, de esos que piensan que con una película en la que sale Winnie Pooh pueden hipnotizar y calmar a sus hijos al menos un par de horas. Y, hey, nada contra ellos: sólo Dios sabe que a veces el mayor milagro del que podemos ser testigos es el silencio calmado de un niño pequeño. Pero a esa gente, a esos adultos de segunda clase, no les pasó nada, no se cuestionaron nada, no aprendieron nada, seguirán por la vida pensando que lo único que vale es lo que se puede tocar y guardar y amontonar hasta que los entierre por completo.   

(El Diario Manabita)