6.17.2019

Cómo me enamoré de la señora Maisel


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El amor que a mí me sirve, el que me afecta de verdad, es el que me sorprende desarmado y me atrapa y hace conmigo lo que se le da la gana. Pasa de una, como un rayo que cae del cielo y te revienta en la cabeza y te parte en dos o en un millón de pedazos: bastan una sola mirada, un único suspiro abandonado en el aire, o un solo capítulo. Así, a primera vista, con el primer acercamiento, al primer roce platónico, me enamoré de la señora Miriam “Midge” Maisel.

La señora Maisel vive en Nueva York y en los 1950’s, se está separando de su marido después de haber descubierto que él la engañaba con su secretaria, por el día trabaja en un almacén de cosméticos y por las noches hace rutinas de comedia en bares, cafés, clubs, donde sea que pueda subirse a un escenario, aferrarse a un micrófono con las dos manos y hablar así como habla ella, rápido, rapidísimo, como si las palabras que le salen del corazón o del estómago no tuvieran tiempo para detenerse en su cabeza y ser procesadas antes de salir por la boca.

El amor invade y ocupa, de pronto eres un esclavo que presta su espalda a los latigazos y los recibe contento, con una sonrisa babosa para cada nuevo azote. Y piensas, ¿cómo pude vivir sin ella todo este tiempo?, ¿cómo es que todo lo que dice es lo que había querido escuchar?, ¿cómo le digo que se quede conmigo para siempre? Y resuelves, apenas empezando a intoxicarte, que la seguirás hasta el fin del mundo aunque en ese camino hayan espinas y charcos de lava y cuyo destino final quizás sea el infierno que se merecen los enamorados.

Cuando está en el escenario, la señora Maisel habla de ella, de su vida, de su familia, de sus amigos, de su trabajo, habla en público y muchas veces a gritos de lo que otros ocultamos porque sentimos que nadie puede caer tan bajo como nosotros aunque sepamos, muy adentro nuestro, que no estamos solos, que es allí, abajo, donde nos abrazamos con los demás y podemos comprendernos todos juntos. Lo suyo no es hacer bromas ni comentar la actualidad, es mirar la vida y aumentar con esa mirada las posibilidades de vivirla. Lo suyo es hacer que nos demos cuenta de que también nosotros vivimos en una no tan divina comedia y que a veces sólo hace falta decir las cosas en voz alta para entenderlas y saber que, mal que mal, casi siempre podemos reírnos.

Al principio, el amor llena todos los espacios, es lo único en lo que podemos pensar, lo único que podemos sentir, lo único que consideramos importante, y yo a la señora Maisel le abrí un espacio en mi vida que ella abarcó enseguida y en su totalidad. Pensaba en ella todo el día, (en rigor, pensaba en nosotros, aunque para ella yo no exista pero nosotros sí existamos) en que llegara el momento de la noche en que ya desconectado del mundo pudiera verla de nuevo y hasta entrada la madrugada porque un capítulo nunca es suficiente, porque cuando haz conocido el éxtasis no tiene sentido vivir sin él. O sin ella.

Los problemas de la señora Maisel parecen poca cosa, los caprichos de una niña engreída, si nos ponemos a mirar. Su familia, judía, como su familia política, tiene dinero y vive cómodamente, rodeada de sirvientes; bien podría ella seguir dedicada a esos vestidos y a esos sombreros y a esos guantes que la hacen ver como una esquina del paraíso, mientras espera a que aparezca un pretendiente a su altura y, de paso, que cumpla con las expectativas de la familia. Su vida podría ser normal y tranquila, pero esa no es la vida que ella quiere tener porque eso, la chica linda que está sentada esperando a que la vida le pase, no es lo que ella quiere ser: ahora que hace comedia lo sabe, sabe que lo que verdaderamente está esperando no es eso que le llega sino eso que sale a buscar poniendo los pechos, siempre en alto, a lo que venga.

El amor, aún el que dura unas pocas horas o, para ser más precisos, dos temporadas vistas en noches de pasión, va cambiando segundo a segundo. Uno dice eso, precisamente eso, es lo que necesito, una mujer que le inyecte vida a la vida, que no pierda tiempo ni en la tristeza ni en el despecho, que no se moleste en mirar atrás sino siempre hacia delante. Y después uno concluye que no podría vivir así, por lo menos no yo, que necesito también dosis de amargura a la vena para seguir percibiendo la felicidad. A la señora Maisel, entonces, le faltan a veces baldazos de agua fría, pero hey, esto todavía no ha terminado, al contrario, recién comienza. Así que hay esperanza.          
  
La señora Maisel tiene otra casa, el Gaslight Café, en el Greenwich Village, el primer lugar donde soltó sus monólogos como perros rabiosos que se ríen y dejan ver la espuma entre los dientes. Ahí conoció a Susie, una mujer a la que todo el mundo confunde con un hombre y que ahora es su manager, la primera que vio con claridad lo que la señora Maisel  tiene adentro pero traía confundido, y sin duda el personaje más entrañable y extraño de todos los que la rodean, su cable a tierra (Susie vive lejos del lujo y entre las dos confluyen dos mundos opuestos) la única capaz de hacerla seguir golpeando con la frente las puertas que se le cierran en las narices. Juntas, la señora Maisel y Susie se abren trecho en un oficio de hombres, en una época de hombres, en una historia en la que los hombres toman un papel más bien secundario porque, se nota, ninguno sabe muy bien lo que está haciendo.      

¿Qué hago ahora, que he terminado las dos temporadas y ya no tengo excusas para verla todas las noches? ¿Mirar sus fotos en Internet y suspirar? ¿Escuchar las canciones de la serie en Spotify y suspirar? ¿Esperar, como un tonto, que alguien como ella aparezca caminando por mi calle y luego, decepcionado, suspirar? El vacío que te dejan ciertas personas, ciertos personajes, no es fácil de llenar, y casi puedo sentir cómo ese vacío va creciendo entre mis costillas a medida que trato de encontrarla a ella en otras series, como ese borracho que busca lo que nunca encontrará cambiando de vaso. No es lo mismo. Nunca lo será. Aquí voy a aguantar. Firme. Hasta la próxima temporada.     

La señora Miriam “Midge” Maisel, también conocida como la actriz Rachel Brosnahan, se ha llevado, a año seguido, 2018 y 2019, el Globo de Oro como mejor actriz de comedia, aunque ese no es el premio que deberían darle. Para ella deberían inventarse algo distinto, un galardón que reconozca no el valor en la interpretación de un personaje, sino la aventura impredecible de inventar una persona, una persona real, capaz de conmover, enamorar, cautivar y, claro, quizás lo más importante: hacer que te cagues de la risa. Si yo fuera un meme, si me tomara una selfie viendo uno de los episodios, escribiría en la leyenda: quédate con la que te haga reír como la señora Maisel me hace reír a mí.     

(Mundo Diners) 

6.03.2019

Años de formación


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Jonah Hill, mejor conocido por sus papeles cómicos (desde la clásica Superbad) y por haberse convertido, en pocos años, en uno de los mejores secundarios de Hollywood, se arriesga como director y guionista con Mid90s.

La cinta le sigue los pasos a su personaje principal, Stevie, un adolescente que como cualquier otro anda buscando su lugar en el mundo, que tiene muchas, acaso demasiadas, ganas de pertenecer a algo, de encontrar su manada y seguirla guiado por el instinto de supervivencia. Pero poco después de partir con la historia comprendemos que, como ocurre en los mejores casos, más que un destino, lo que a Mid90s le interesa contar es el camino hacia él: digamos que no es una novela sino un cuento o un episodio. Y en este caso lo que a nosotros nos corresponde es acompañar al personaje y estar con él en las buenas y en las malas, compartir los momentos de felicidad absoluta que a veces le intoxican el cuerpo, los descubrimientos que a su edad parecen y son definitivos, y bajar la cabeza y ponerle el pecho al dolor para resistirlo.    

Stevie es pequeño en todo sentido, bajo de estatura y flaco, lo único que tiene, lo que le da onda y personalidad y acaso define su moral frente a la vida, es el pelo largo y un par de ojos que parecen estar viendo cosas que nadie más puede ver. Vive con su madre, que todavía lo considera un niño indefenso y sobre todo inofensivo; y con su hermano mayor, una mezcla de héroe y villano al que Stevie ve como referente (se fija en sus discos, en sus revistas, en sus zapatos Air Jordan) y como enemigo: su relación se establece en las peleas  que el hermano mayor siempre gana, en las que Stevie se defiende como un animal salvaje siempre contra el piso, en esas batallas casi a muerte en las que se golpean como sólo dos hermanos pueden golpearse. Entonces sí, Stevie es pequeño, pero no es eso lo que quiere ser, y como nos pasa a todos, en vez de mirar hacia atrás, de agarrase con las uñas a los últimos momentos dorados de su niñez (cuando sonríe se nota claramente que aún es un pelado), corre desesperado hacia la adolescencia, como si se le fuera a escapar.      

La vida que Stevie quiere está en la calle, en las pistas de skateboard, en esa gente que parece libre y se defiende y protege endogámicamente, como una tribu. Se junta con chicos mayores que él, comienza a fumar cigarrillos mentolados (comienza a toser) y a tomar cerveza para luego, antes de llegar a casa, lavarse la boca con jabón, literalmente. Uno de sus grandes momentos, cuando los otros empiezan a verlo realmente como uno de ellos, sucede en una escena que podríamos llamar de iniciación. Están todos en un techo, saltando con sus patinetas sobre un vacío; Stevie apenas patina, se balancea sobre la tabla y se impulsa con el pie, no mucho más, pero igual lo intenta; sus amigos lo previenen, le dicen que no lo haga, pero él lo hace; Stevie toma impulso, se acerca al vacío, alguien grita tienes que ir más rápido, pero ese grito llega demasiado tarde; Stevie salta de un extremo del techo, cae antes de llegar al otro y su cuerpo queda derramado sobre una mesa. Ese salto es la gran prueba de carácter, de que Stevie se las trae y de que con él las cosas van en serio. Intentarlo es mucho más importante que lograrlo, porque ahí, en el intento, en el salto, en la tentación del fracaso, está la realización del valor y el coraje.     

Como director, Jonah Hill ha logrado burlar la reputación de cómico escandaloso que lo precede, aunque últimamente sus papeles están más cercanos al drama que al humor (véanlo en la serie Maniac, estrenada en Netflix el año pasado). Mid90s está filmada con cautela, con calma, quizás con los nervios propios del principiante, y hasta podría pasar por una película contemplativa de no ser por las emociones que chocan y rebotan entre las paredes de la pantalla. Hill, que tiene a sus personajes muy cerca por una cuestión generacional y, también, se nota, de hermandad cósmica, ha decidido verlos de lejos, con planos fijos, y así se ha permitido crear el espacio suficiente para que ellos se muevan con soltura y tomen sus propias decisiones (muchas de las escenas se resolvieron con improvisaciones sobre la marcha), un espacio que también nos pertenece a nosotros, que a ratos lo vemos todo desde adentro o desde el centro, como si estuviéramos atrapados en un remolino de patinetas y empezáramos de repente a girar como ruedas contra el asfalto.       

Pero el verdadero logro de Jonah Hill es la manipulación de la nostalgia, la veracidad del recuerdo. Todos los elementos de la película, físicos y emocionales, corresponden a una época que todavía nos resuena en la cabeza. Los peinados, el vestuario, las locaciones, la obligación de huir de todo lo que fuera popular y llenarse con lo alternativo, y ese tipo de lenguaje en clave sólo para iniciados, son lo que podríamos llamar hechos de la vida real. Y es ahí, cuando uno dice yo hacia lo mismo, a mí también me pegaron, mis amigos eran más importantes que mi familia, cuando la película triunfa porque nos vuelve parte de ella, nos demuestra que el cine de verdad se siente propio y autobiográfico. Hay una escena en la que Stevie se ve aún más pequeño que en las demás, está en una fiesta, hablando con una chica mayor que él, sorprendentemente seguro de sí mismo y hasta coqueto; ella le pregunta si ha estado con una chica antes, él responde que sí pero se le nota la mentira; de todos modos ella se lo lleva a un cuarto. Cuando Stevie sale, cuando le cuenta a sus amigos lo que acaba de pasar (porque si no lo cuentas no existe), su rostro es el mismo de alguien que ha visto por primera vez el sol.       
Quizá esa sea la clave para procesar Mid90s hasta apropiarnos de ella por completo: verla como una película sobre las primeras veces. No se trata de cometer errores y aprender de ellos, al contrario, se trata de cometer errores hasta que no hayan más errores que cometer, y de encontrar en esos errores la luz de la verdad. Los golpes que damos y que nos damos, tanto como los que recibimos, nos van acomodando el esqueleto dentro de una armadura tan sólida y fuerte como el peso de nuestros recuerdos, de las cosas que decidimos hacer sabiendo que era mejor no hacerlas.      

Al final de Mid90s uno se queda tranquilo: Stevie va a estar bien. A veces se llenara de miedo y ese mismo miedo le dará el coraje para vencerlo; a veces se llenará de rabia pero esa misma rabia le bastará para salir de cualquier jaula; a veces se llenará de lágrimas, y esas mismas lágrimas le lavarán la cara.  

(El Comercio)