7.08.2019

Dos de nosotros



J y P son amigos. En realidad, son más que eso, o por lo menos así lo siente J. P tiene treinta años más que él, así que a veces, dependiendo de las circunstancias, lo ve como a un padre: le confía sus secretos, le hace preguntas sobre la vida, sobre el futuro, le miente. P también le ha dicho a J que a veces, dependiendo de las circunstancias, lo ve como a un hijo, y trata de decirle la verdad, la mucha o poca verdad que conoce de este mundo: que la vida merece ser vivida y que la única experiencia que realmente vale la pena es el amor.  

J y P solían almorzar con cierta frecuencia en casa de P, y esos almuerzos podían durar hasta doce horas: a la comida le seguían largas sobremesas, largas conversaciones, largas botellas de whisky. Pero ya no lo hacen, J no debe beber y P se preocupa de que así sea. Es decir que ya no se ven, fuera de la oficina, tanto como antes, y quizás lo que alguna vez fue una amistad firme y sostenida, o una hermandad, esté temblando de frío y abandono. Ni J ni P lo han dicho en voz alta, pero entre los dos hay ahora una especie de abismo.

La última vez que almorzaron en casa de P, hace ya varios meses, terminaron como de costumbre, sentados en los sillones de la sala, conversando y escuchando música. Escucharon boleros, pasillos, tangos (que son los preferidos de ambos), y cuando J quiso poner Los Beatles, P le dijo que nunca los había escuchado, que se le habían pasado. Quizás no era la primera vez que P decía eso, que nunca había escuchado a Los Beatles, pero J no lo pudo creer y prometió quemarle un par de canciones en un CD.

En 1962, cuando partía la carrera de Los Beatles, P tenía doce años, era un niño que pasaba a la adolescencia, de primaria a secundaria en el colegio Spellman, y sus inquietudes eran otras: el fútbol, los toros, la vida en familia. Le gustaba la música, pero no esa música. A veces fingía un dolor de estómago para no ir a la escuela y, ya solo en su cuarto, escuchaba, en su pequeño radio de transistores, música nacional. Escuchaba a Carlota Jaramillo y al dúo Benítez y Valencia, que en la casa estaban prohibidos por ser música para el pueblo.      

J no recuerda la vida antes de Los Beatles, la vida sin Los Beatles. Tiene la impresión de haber nacido con esa música adentro, como una pieza más de su organismo. Recuerda que en su casa había un disco doble, de tapa roja, con los éxitos de la primera época de la banda, y se recuerda escuchándolo todo el día, en su cuarto, en la sala, en el auto junto a sus padres. Años después, cuando J vio a Paul McCartney en vivo, empezó a llorar apenas escuchó los primeros acordes, fue como si toda su vida pasara frente a sus ojos.       

P supo de la existencia de Los Beatles cuando ya era un universitario. Su música se escuchaba en las radios, en las fiestas, en los discos que otros chicos traían de su experiencia como estudiantes de intercambio. Pero eso a P le importaba poco. Era el 68’, ya habían pasado el Concilio Vaticano Segundo y le revolución cubana, en París las calles ardían, y en Ecuador había jóvenes como P, que creían en el gran cambio social. Cuba era una ilusión, una esperanza, un referente, y la música que acompañaba a la revolución era la música protesta.

El primer CD que J tuvo en su vida, el primero que le pidió a su padre que le comprara, fue Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, acaso el más psicodélico de los Beatles. A J le gustaba encerrarse en el baño, llenar la tina con agua, sumergirse y escuchar el disco entero. Era como estar frente a las puertas del cielo, tocar un par de veces, ser recibido en el paraíso y entrar flotando sobre una nube de canciones. Lo que más le gustaba era lo que no entendía, lo desconocido, esos sonidos que venían de instrumentos que él no podía siquiera imaginar.

P ha fumado marihuana una sola vez en su vida. Fue a los 23 años de edad. Él se asustó, pero sus amigos lo tranquilizaron con una maniobra. Lo acostaron en una banca, le pusieron un parlante en la cabeza y otro en los pies, y pusieron música de Los Beatles. P sintió que la música se le metía en las venas y recorría todo su cuerpo, atravesándolo, fue como si el torrente sanguíneo fuese reemplazado por otro elemento, la música, y como si esta música viajara sin interrupciones de los pies a la cabeza, dándole vida al cuerpo.   

Lo primero que pensó J cuando hizo la lista de canciones de Los Beatles para P, fue cuál sería la primera canción. De la primera canción depende todo: o lo tomas o lo dejas. La primera canción es una oportunidad, la única y última oportunidad. Escogió In My Life por una razón más bien sentimental, le parece que esa canción habla del paso del tiempo, de ciertos cambios inevitables, de un ajuste de cuentas con el destino; y que su relación con P a veces parece el recuerdo de algo que fue mejor en el pasado.

P se fue desencantado de las revoluciones poco a poco, y paulatinamente también de la música. Ya no soporta las sambas, Atahualpa Yupanqui o Mercedes Sosa, le parece que esas canciones son la banda sonora de un sueño que se volvió pesadilla: el de la política de izquierda, que ahora se revela como un enjambre de trampas, engaños y robos. Cuba dejó ya hace mucho de ser un ideal, y ese discurso que alguna vez lo encegueció de pasión fue mostrando sus secretos más oscuros y sus acciones criminales.       

J le entregó a P el CD con las canciones de Los Beatles un viernes por la tarde, y quedaron en conversar el siguiente lunes. Cuando se vieron, J preguntó, ¿Y? Una maravilla, maestro, dijo P, una maravilla. Se encerraron en una sala de juntas a escuchar las canciones y hablar sobre ellas. P recordó que cuándo él era joven, el estigma que tenían Los Beatles era ser unos pelones que hacen ruido. J le dijo que cuando las cosas van mal, realmente mal, aún se puede confiar en ellos, que las canciones nunca dejarán de ser nuestro apoyo.

Después de haber escuchado a Los Beatles un fin de semana entero, P dijo esto: me quedé fascinado con la música, con las letras, entendí lo que habían significado Los Beatles para la humanidad, el cambio que habían generado; su portentosa creatividad, su manera distinta de tocar los instrumentos, de valerse de otros instrumentos; es una música que ahora tiene un encanto para mí, es una enorme personalidad la que ellos tienen, una personalidad inconfundible, única.        

El plan de J era escuchar todas las canciones, una por una, anotar las impresiones de P acerca de ellas y, desde ahí, plantear un relato sobre cómo un hombre de setenta años se hace fan de Los Beatles. Pero la realidad siempre se encarga de corregir nuestros planes. No hizo falta el experimento porque el milagro ya estaba hecho y se había hecho solo.

Al final de la entrevista, cuando J ya no sabía qué preguntar, P dijo ya hablamos mucho de mí, ahora hablemos de ti, ¿cómo estás? Y fue así, gracias a la pregunta de P, como J entendió que seguían siendo tan amigos como siempre, que escribir sobre su experimento era lo de menos si aún podía responder con honestidad a esa pregunta ¿Cómo estás? La amistad no es contarle todo a alguien más, sino saber que hay alguien más a quien puedes contarle todo.

(Mundo Diners)