9.30.2019

Terry Gilliam, autor del Quijote


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Comencé a verla a las diez de la noche, poco más, poco menos. No era tan tarde, es cierto, pero había sido un día duro y largo y estaba cansado y con más ganas de dormir que de conocer al Quijote de Terry Gilliam. Pero lo hice. Por un lado, tenía que hacerlo en ese momento o no tendría tiempo de escribir esto, y por otro, el más atractivo y urgente, quería saber el chisme: Gilliam logró filmar su versión del Quijote después de treinta años intentándolo, ¿cómo le había quedado? Al final, más de dos horas después, ya entrada la medianoche, estaba tan feliz que lo único que quería era llamar a Gilliam para hablar con él, para que me contara cómo lo hizo, cómo lo logró, o sólo para mandarle un abrazo a la distancia. Hacía mucho que una película no me llenaba de felicidad y ternura y placer y orgullo. Y lo más importante, que no sentía eso que te dejan las películas que se convierten en material de autoayuda: la sensación de que hay que salir allá afuera y enfrentar a los demonios, a los cucos que uno tiene dentro, a los putos gigantes. No pude dormir sino hasta el amanecer.

El hombre que mató a Don Quijote se estrenó en Cannes y, hasta donde tengo entendido, no fue del todo bien recibida, la acusaron de desordenada o enredada o mareada o algo así. Pues nada, Fuck Cannes! Lo glorioso de la última película de Gilliam está en los excesos, en los delirios, en la cursilería grosera, precisamente en el camino que se retuerce y se endereza a destiempo cuando uno persigue sus obsesiones. Quizá no sea la cinta mejor articulada de todos los tiempos, ni la más sensata ni la más redonda, pero, ¿importa?, ¿a quién le importa?, ¿no existen ya demasiadas cintas bien articuladas y sensatas y redondas, cintas que no se arriesgan a perder? La lección aquí no es cinematográfica sino moral: persigue el sueño hasta alcanzarlo y cuando lo alcances, cuando te aferres a él y te conviertas en eso a lo que te aferras, hazlo completamente tuyo. Lo más valioso que un artista puede ofrecerle al mundo es su versión de los hechos, pero para eso tiene que tener un mundo propio, y Gilliam ha recuperado su norte y su escenario.

Han pasado más de veinte años desde que apareció en cartelera Miedo y asco en Las Vegas, acaso el último hit de Gilliam, y me refiero a que tuvo audiencia, a que hizo ruido, a que pervirtió a unos cuantos, aterrorizó a otros pero cautivó a muchos más. Y sí, quizás los episodios alucinógenos de Hunter S. Thompson no envejecen tan bien (de hecho, me daría entre miedo y pereza volver a verla), pero en esa época, y desde antes, estaba claro que Gilliam era un autor en el más estricto sentido de la palabra, que lo que le importa no es filmar la realidad sino lo que él considera real y cercano e importante, como corresponde. Entonces, ¿qué pasó?, ¿perdió el camino durante veinte años? Lo que quiero pensar, de lo que he llegado a convencerme en estos momentos en los que su Quijote está todavía cabalgando mi retina, es de que no se perdió pero sí dio varias vueltas en círculo porque sabía que lo correcto era esperar, esperar al proyecto que tanto había esperado de todas maneras para volver a brillar.      

En este Quijote, con Adam Driver al frente (que, dicho sea de paso, fue clave a la hora de levantar el financiamiento y, digámoslo tranquilamente, parece no poder equivocarse) y el gran Jonathan Pryce en el papel del ingenioso hidalgo, un director de cine devenido en director de comerciales trabaja en la campaña de un vodka caro que tiene a los personajes de La Mancha como figuras principales. El director, se nota, lleva demasiado tiempo en la publicidad y se ha quedado sin alma (no deja de asombrarme lo recurrente de este tema entre cineastas), y no es hasta que encuentra una copia pirata de su primera película, precisamente sobre el Quijote, que algo muy dentro se le despierta y empieza a revolverle las tripas. Luego vuelve al pueblo donde la filmó, busca a las personas que usó como actores, descubre que los cambió para mal, para peor, y cuando encuentra a su actor principal descubre que el viejo se ha vuelto loco, que ahora cree que es el Quijote en carne y hueso, y digamos que lo que pasa de ahí en adelante sólo podría llamarse La gran aventura quijotesca.      

Terry Gilliam aprovecha a su Quijote para hacer eso que el arte sabe hacer mejor: corregir los defectos de la vida. Se venga, a su manera, de lo que el mundo le ha hecho, pero más que descabezar a sus enemigos se dedica a establecer la posibilidad de vivir no como la persona que uno es sino como la que soñó ser: no como el héroe que merecemos sino como el héroe que necesitamos. El viejo que se cree Quijote logra convencer al joven director de que es, en efecto, un héroe, y lo logra haciendo cosas heroicas, hasta que el joven, que por mucho tramo cumple el papel de Sancho Panza, entiende que no hay otra forma de andar por ahí que salvando a doncellas en peligro y defendiendo a los más débiles. Y nada, ¿saben quién es el malo-malísimo?, ¿el que tiene secuestrada a Dulcinea (qué bella es Joana Ribeiro, qué ojos, qué labios) y la humilla y la golpea?, el dueño del vodka para el cual se están haciendo los comerciales, es decir, el cliente multimillonario al que deben complacer los productores que a su vez contrataron al joven cineasta. ¿Puede haber una mejor representación de un duelo entre el artista y la industria?

La adaptación cinematográfica, por otro lado, no debe ser un proceso científicamente exacto, un calco, Gilliam y el guionista Tony Grisoni (su compañero de fórmula en varias ocasiones anteriores) lo entienden perfectamente, y proceden como se debe en estos casos: el tamaño de su ambición no radica en trasladar una figura de culto del papel a la pantalla sino en apropiarse de ella y filtrarla por sus emociones mojadas de fanatismo. El rasgo más significativo del Quijote, la condición que lo ha mantenido con vida durante todos estos siglos, es su locura, el hecho de que sea al fondo de esa locura donde se encuentra la valentía que lo distingue del resto de los hombres y lo eleva del plano terrenal: Gilliam y Grisoni se prenden de este principio y basan su guión en la tesis de que todos debemos volvernos un poco o bastante locos para hacer lo que se tiene que hacer cuando se tiene que hacer. En la secuencia final, tan ingenua e infantil que dan ganas de llorar y tan efectiva que termina por activar el artefacto, coronada además por un último plano que es el paso de la cinta hacia la eternidad, uno no sabe quién está más loco, si los personajes o el director, y lo que queda es arrodillarse y esperar que algún día, si los astros se alinean aunque sea un segundo a nuestro favor, podamos nosotros también perder la razón y conocer la libertad.

Comencé a verla sin saber qué esperar y terminé agradecido por las bendiciones recibidas. Gilliam ama el cine y filma eso, los efectos de la pasión, lo que pasa cuando uno encuentra un propósito del que ya jamás podrá escapar, el primer plano del rostro del destino. No soy su fan, Monty Python no formó parte de mi educación sentimental, no seguiría al barón Munchausen a ninguna parte, no he visto Brazil más que una vez (aunque volvería a ver El rey pescador cualquier día) pero vaya que lo respeto y ahora podría decir que hasta le tengo cariño y le guardo gratitud porque su Quijote le infunde a uno el coraje que la vocación le exige. Los problemas, dicen, se van haciendo más pequeños a medida que nos acercamos a ellos, y este Quijote se acerca tanto que acaba por desintegrarlos y desintegrarse. Nunca antes había sentido un impulso tan fuerte por leer de cabo a rabo la obra de Cervantes, y creo que eso es lo mejor que puedo decir sobre la película de Gilliam.     

Como después de verla no podía dormir, como estaba muy alterado, me puse a leer una entrevista que Gilliam le dio a El País Semanal, bajo el título Ofender a la gente es muy importante. Y sí, lo es, pero quizás, muy a su pesar, darle a esa misma gente algo de esperanza sea aún más importante. Conseguí dormir mucho más tarde y cuando desperté Gilliam todavía estaba ahí. Y él también era un gigante. El gigante todavía estaba allí.

(Eurocine)

9.24.2019

Todos estamos conectados


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La expresión Maldito Netflix debe ser una de las más usadas y abusadas de nuestros días. Digo, no es para tanto, ¿o sí? En todo caso, entiendo perfectamente a lo que se refiere porque yo también la uso con más frecuencia de la que quisiera o debería. Uno dice Maldito Netflix cuando, por ejemplo, perdió (o ganó, es relativo) un día y una noche o todo un fin de semana viendo, de nuevo, otra vez, capítulos de Friends que se sabe de memoria y que además vuelve a ver de manera aleatoria cada vez que aparecen en Warner Channel; uno dice Maldito Netflix cuando se quedó despierto un día de escuela hasta pasada la media noche para, por ejemplo, ver el estreno mundial de The Dirt, la biografía de Mötley Crüe que tanta ilusión trajo a nuestros corazones (el libro en el que se basó es una joya, en serio, de lo mejor que he leído en mi puta vida) y que luego lo quebró sin miramientos y que también volvimos a ver sin saber exactamente por qué; y uno dice Maldito Netflix cuando, por ejemplo, se queda colgado en algo oscuro y desconocido.

Me vendieron Dark como La Stranger Things alemana, es decir, una historia sobrenatural que sucede en un pueblo pequeño y más bien rural, pero en este caso más sofisticada y compleja, con el refinamiento (y la frialdad, todo hay que decirlo) propio de los europeos. O sea: si Stranger Things pudo fácilmente haber salido de una novela de Stephen King, Dark pudo honrosamente haber salido de un cuento de Borges: en este caso, y en todos los casos, el autor argentino cuenta como escritor universal, y si algún rasgo está definido en el carácter de Dark es su ADN borgeano. Y la gente que me la vendió, amigos en los que confío demasiado, de esos que no pierden su tiempo (o dicen que no lo pierden) volviendo a ver Friends, me advirtieron que había cosas, detalles de la trama, que no entendería, giros que me encontrarían distraído, conclusiones que me resultarían imposibles de concebir, cosas que sólo los elegidos, los illuminati, pueden realmente llegar a vislumbrar y disfrutar en su totalidad. ¿Hay que entenderlo todo para disfrutarlo? No: basta con sentir, con que te pasen cosas.

Dark parte con la desaparición de dos jóvenes adolescentes, y muy pronto, sin la vanidad de los que estiran el misterio hasta la propaganda, queda claro que los chicos no están perdidos físicamente, que no se han extraviado en el espacio sino en el tiempo. De ahí en adelante se establecen una serie de explicaciones sencillas y concretas para los viajes en el tiempo (y también comienzan a multiplicarse los casos y las décadas, separadas cada una por 33 años de diferencia) y se juega con la teoría de que los viajeros van y vienen de distintas épocas con el propósito inútil de cambiar el destino, algo que ni siquiera los que conocen bien el futuro pueden conseguir en sus exploraciones por el pasado. En Dark, no tiene sentido ocultarlo, hay una sola e inevitable y desoladora verdad: el tiempo es Dios, Dios es el tiempo, el tiempo es esa energía común que nos conecta a todos, es circular (borgeano) y como empieza donde y cuando termina tendrá que aniquilarnos para seguir existiendo en su orden natural. Más claro: el tiempo tiene que seguir pasando para que haya vida, algo que ya sabíamos pero que igual duele escuchar de nuevo.              

¿Volver al futuro para adultos? Sí, algo de eso hay (aparte de la mención obligatoria), sobre todo para los que crecimos pensando que en esas películas estaban los verdaderos evangelios, que lo que revelaban no era menos que las playas del paraíso, sólo para descubrir que del futuro que nos habían prometido sólo existe ahora lo malo. Por suerte Dark no está a cargo de un discípulo de Spielberg tipo J.J. Abrams, y no es que haya algo malo en eso (a medida que uno crece se da cuenta de que Spielberg es grande), sino que aquí los aparatos no merecen tanto espacio como las ramificaciones dramáticas y emocionales que van atrapando a los personajes de generación en generación. Dicen que si uno cuenta la historia de su aldea puede contar la historia del mundo, pues bien, eso es lo que se propone Dark, dejarnos ver cómo distintas familias relacionadas entre sí, todas vecinas de alguna manera, se enredan hasta crear un microcosmos que se extiende en el tiempo y que como todos algún día tendrá que quebrarse.          

Las preguntas que importan en Dark no tienen que ver con cuándo estamos cuando algo importante nos sucede, lo que sería lógico en una serie sobre viajes en el tiempo que implican consecuencias, sino con qué hacemos cuando aparece en nuestro camino un agujero que lo mismo puede tragarnos y destriparnos que conducirnos a un lugar mejor. ¿Obedecemos a la pasión o la sublevamos a la razón? ¿Tomamos ventaja cuando podemos o esperamos a los demás? ¿Puede mi sacrificio salvar a otro? ¿Debo sacrificarme? ¿Se puede esperar de la vida otra cosa, acaso superior, que la vida misma? Esto, claro, si es que fuésemos seres de voluntad libre que pueden hacer algo distinto a lo que el Dios tiempo tiene preparado para nosotros: según las leyes de Dark, tal cosa no es posible, todo sucederá tal cual tenga que suceder porque no hay otra forma de que suceda. El resto, como dicen, son papas y cebollas, momentos que pasan frente a nuestros ojos sin que nos demos cuenta y que se ponen uno encima del otro o debajo del otro hasta derrumbarse.         
Maldito Netflix, repito en voz alta mientras escucho el soundtrack de Dark: la música incidental me da miedo, me hace pensar que alguien puede estar aquí, en el cuarto en el que escribo, mirándome desde abajo de la cama o algo así, alguien que me dirá, en alemán, que escribir o dejar de hacerlo no cambiará mi suerte; los hits ochenteros y sus sintetizadores me recuerdan a los personajes adolescentes, que pierden la inocencia y deben iniciarse demasiado pronto en los ritos de la adultez; los temas metaleros me provocan la sensación de ir avanzando por este camino más rápido de lo que quisiera sabiendo que al fondo hay un muro con el que me voy a estrellar; las canciones más oscuras, más lentas, más darks, me recuerdan que crecer o madurar o envejecer no es garantía de nada, ni de sabiduría ni de nada, que quizá uno va por la vida sumando años pero que eso no significa que sepa qué hacer cuando llegue la hora cero. Maldito Netflix, lo que puede pasar cuando uno abandona su dieta de calorías vacías es un riesgo para la salud mental.

Todo está conectado, dice en el cartel de Dark. Si es así, si todos representamos un papel, si este caos sin sentido en el que nos revolvemos es en verdad una partitura, dejen que me rinda.      

(El Comercio) 

9.10.2019

El color de la justicia



La encontraron durante la noche del 19 de abril de 1989 en el Central Park de la ciudad de Nueva York. Su nombre era Trisha Melli, trabajaba en la banca, era blanca, era joven, y había sido brutalmente violada, golpeada y abandonada como un cadáver, pero estaba viva. Esa misma noche habían estado en el parque, entre muchos otros, cinco jóvenes de color, menores de edad, a quienes la policía logró manipular para que se confesaran culpables de un crimen que no habían cometido. Así empieza When They See Us, la miniserie que ha revivido el caso de los adolescentes conocidos como Los cinco de Central Park, y cuya historia no terminó de cerrarse sino hasta el año 2002, cuando un hombre llamado Matías Reyes declaró haber cometido la violación y el intento de asesinato. Fueron más de diez años de injusticia, marcados por el estigma social, la discriminación y el racismo, años en los que esos chicos se convirtieron en hombres encarcelados que aún después de haber conseguido la libertad seguían pagando una condena fuera de la cárcel.

Sus nombres son Antron McCray, Yusef Salaam, Raymond Santana Jr., Korey Wise y Kevin Richardson, y cuando entraron a la cárcel no eran más que niños cuya vida había sido interrumpida de repente y sin ningún aviso, niños a los que la sociedad señalaba con el dedo, niños con los que un sistema diseñado para explotar a los más vulnerables llenaba su cuota de criminales necesarios: niños. Y así los presenta, de entrada, la directora Ava DuVernay, que ya antes se había metido con el sistema penitenciario y judicial de Estados Unidos en el documental 13th, por el cual fue nominada a un premio Óscar; y que es también conocida por la película Selma, en la que tocó el tema de la equidad racial con un capítulo de la vida de Martin Luther King. La misma DuVernay, en una entrevista con Oprah Winfrey (madrina del proyecto), dijo que más allá de las críticas que pudiera recibir por parte de la industria (que resultaron en su gran mayoría favorables), lo que realmente le importaba era cómo iban a reaccionar sus personajes al verse en pantalla, y que todos le dieron su bendición.

When They See Us tiene cuatro capítulos que duran en total poco menos de cinco horas, lo que no deja mucho espacio para momentos muertos o de simple transición: aquí la historia avanza a una velocidad que atropella. En el primero se muestran las acciones que siguieron al 19 de abril de 1989; en el segundo se desarrollan los juicios que se llevaron a cabo, en los que la parte acusadora no pudo presentar pruebas contundentes contra los acusados y aún así salió ganando; en el tercero aparecen los chicos convertidos en adultos, tratando sin éxito de reintegrarse a una sociedad que ya los ha desplazado; y el cuarto, el más duro y exigente para el espectador, está dedicado casi por completo a la historia particular de Korey Wise, que pasó por tres cárceles distintas y que en todas ellas fue víctima de la violencia ciega de los otros internos. Distribuir el relato en tan solo cuatro episodios es a todas luces un acierto, no sólo porque así el espectador se encuentra todo el tiempo contra las cuerdas del drama, sino también porque de esta forma, intensa, los años perdidos de la vida de los personajes vuelan lejos, como algo que no regresará jamás.          

Si es cierto eso de que un buen relato logra ponernos en los zapatos de los personajes, en este caso esa sensación es aún más cruda: de pronto uno piensa y siente como un adolescente, uno adolece de la misma pasión desconocida y descontrolada, reacciona como tal y hasta se frustra y se asusta, conociéndolo de antemano, por lo que sucede en la pantalla. Este acercamiento, casi familiar, se logra gracias a la perspectiva desde la que se cuenta la historia, poniéndose siempre del lado de los personajes, asumiendo con valor el reto de que sean ellos, más que la anécdota en sí misma, los que conduzcan el camino de la narración. La miniserie se enfrenta contra el peso de las instituciones en las que no solamente se abusa del poder, sino que se lo ejerce sin guardar ningún respeto por la vida ajena, pero cuando logra afectarnos realmente es cuando se sumerge de cuerpo entero en los asuntos domésticos, en cómo la vida en la cárcel cambia las dinámicas familiares y convierte al prisionero en una especie de isla de la que nadie puede salir y a la que nadie puede entrar.

Son los momentos entre padres e hijos, hermanos y hermanas, novios y novias, todos de alguna manera disfuncionales pero por eso mismo sembrados en el terreno de la verdad, los que tienden puentes emocionales entre los personajes y nosotros, haciendo que sea posible reconocernos en ellos y trayendo a la superficie, a cada instante, el temor que se intuye cuando uno piensa me pudo pasar a mí. Y son esos momentos, simples conversaciones en la sala de una casa o acaso alguna entrevista de trabajo, los que nos empujan hacia adelante y nos hacen entender el tamaño y las consecuencias de la injusticia: cuando le robas la libertad a alguien no puedes esperar que vuelva a confiar en el mundo como si nada hubiera pasado. Los cinco chicos, que han madurado a la fuerza, vuelven a la vida civil y aunque aparentemente no guardan ningún resentimiento se nota que están algo quebrados por dentro, que tendrán que aprender a mezclarse con los demás, que lo más difícil será convencer al resto de que ellos merecen la oportunidad que nunca debieron haber perdido.        
              
Ava DuVernay ha logrado hacer un trabajo doblemente eficaz en When They See Us. Consigue, sin comprometerse con la moraleja fácil de lo políticamente correcto, el carácter de denuncia y ajuste de cuentas, y lo combina con un matiz en extremo realista que a su vez hace que los hechos, ocurridos hace tanto, vuelvan a cobrar relevancia, no porque en su momento no se los haya tratado con la importancia que merecían, sino porque queda claro que a la directora le importa sentar un precedente, que la gente de su comunidad y la sociedad en general sepan que hay quienes nunca bajarán los brazos y que esos deberíamos ser todos nosotros. Hay historias cuyo verdadero peso se deja ver y sentir cuando cae por fuera de la pantalla, cuando se derrama y nos inunda. When They See Us es ese tipo de producción, la que revienta cuando termina y nos deja con un par de ideas dando vueltas en la cabeza y una punzada en el corazón; ese tipo de historia que nos incluye porque nos hace ver que la verdadera responsabilidad siempre ha estado y seguirá estando en nuestras manos.         

(Mundo Diners)