12.31.2021

El corto



Título: El Prólogo 
Género: Ficciones 
País: Ecuador 
Duración: 16 min 46 seg 
Sinopsis: Boris y Sofía estaban juntos cuando comenzó la pandemia, ¿estarán juntos después? 
Elenco: Lorena Robalino, Matías Belmar, Jorge Fegan 
Una producción de: Divino Tesoro 
Escrito y dirigido por su seguro servidor. 

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para verlo haz clik AQUÍ


12.28.2021

El teaser

Este chisme es bueno y se contará entero, enterito, antes de que acabe el año. 
Por lo pronto, va el teaser. 


 

12.02.2021

Hablando como argentinos (otra vez)




Cuando todo era 
 nada era 
nada el principio 
 - Vox Dei - 
 
¿Qué hacés, Chiqui? 
 ¿Qué haces, Richie? 
 - Un pana y yo - 


Quizás ustedes también lo hayan notado porque esto viene pasando desde hace ya muchos años, desde comienzos de siglo. Argentina, el país más europeo de Latinoamérica, la sucursal del primer y viejo mundo, ya no queda tan lejos o, mejor dicho, ya no nos parece tan cara ni tan exclusiva. Al contrario, el peso argentino se desplomó y el país soñado tuvo que volverse inclusivo. 

A partir del año 2000 Buenos Aires, Argentina, se convirtió en un destino casi local y doméstico para una generación de ecuatorianos, me parece, de clase media-alta en su mayoría. Ya en mi generación, me refiero a los que nacimos alrededor de 1980, hubo no varios sino muchísimos estudiantes que, ante el dolarizado costo de las universidades ecuatorianas, optaron por mudarse a Buenos Aires, Argentina, donde resultaba más barato estudiar y vivir y además se podían usar palabras que antes nos estaban prohibidas o eran vistas y escuchadas como ridiculeces. Palabras como “Mina” o “Minita” para mencionar a ciertas mujeres, no a todas; dicho sea de paso, los ecuatorianos casados con argentinas que conozco están hoy por hoy divorciados. Palabras como “asado”, por ejemplo. Ya nadie te invita a una parrillada, la gente dice “ven a mi casa este sábado y hacemos un asado”. Y yo pregunto, “¿qué vamos a escuchar, Sumo o Los Redonditos?” 
Andá a cagar, ché. 

Aquí, algo sobre los parásitos. Los parásitos son el motor de la economía. Mucha gente se esfuerza en producir más o mucho más de lo que debería porque está llena de parásitos. Ahora bien, los parásitos suelen llevar vidas desordenadas y esto es una fuente caudalosa de preocupaciones para quienes los mantienen. Los parásitos, entonces, son también el motor de la existencia. Por eso los parásitos deben estar bien atendidos; cuando menos, atendidos de la mejor forma posible. De otro modo, podrían causar un problema. 

Ya graduado de la universidad y trabajando en un bar de la Mariscal (no pagaba ni renta ni comida a menos que comiera fuera de casa) podía ahorrar lo suficiente para permitirme tres o cuatro meses al año en Capital Federal más o menos dedicado a leer, escribir, ir al cine, a conciertos, a museos, a tomar Quilmes de litro y a comer carne y vísceras. Me acuerdo de cambiar dólares por pesos argentinos: uno se sentía, más que poderoso, seguro. Pero todo hay que decirlo y por esos días un argentino promedio sacaba comida de los basureros con las manos y en los hoteles de lujo se ofrecían “tours de la miseria”, es decir, recorridos guiados por las villas en las que crecieron D10S y tantos otros mesías. (Algo similar, aunque mejor organizado, pasa ahora con las favelas de Río de Janeiro, por mencionar una referencia). 

Era una especie de fiebre y yo también la tuve, también me contagié. Estaban los que hablaban de ir a Miami como de ir a la playa y, capaz un poco más alternativos o más noveleros, los que hablaban de Buenos Aires, de estar allá y sobre todo de “vernos allá”, como si se tratase de un club cuya membresía se conseguía con dólares y no con legado, como herencia. Yo, aunque más o menos enamorado de una ecuatoriana, escogí no ver a mis paisanos y traté de aventurarme con los argentinos. 

Hice amigos, sobre todo en conciertos de Charly García, y una vez los escuché hablar de “Méndez” porque, me explicaron, la sola idea de pronunciar el apellido “Menem” les daba asco, era de mal agüero y les traía los peores recuerdos: padres desempleados, empresas locales cerradas, gente sacando comida de los basureros con las manos. Eran todos veinteañeros, algunos incluso menores de edad, y hablaban de “Méndez” queriendo decir Menem y queriendo decir también el fin de una época o simplemente el fin. “Nos dimos cuenta de que no éramos primer mundo, ¿viste?” 

Para ubicarnos, todo esto debe haber pasado cerca del concierto de los Rolling Stones del 2006 en el estadio de River, y ya que estamos aprovecho la ocasión para celebrar que Charlie Watts es parte de la religión. 
Recuerdo sentirme sobrepasado e intimidado por la oferta cultural y rockera de Buenos Aires, pero también recuerdo que la gente me decía, “Y, no es nada, antes veías a los Rolling el viernes y, qué se yo, a James Brown el sábado”, y que esos conciertos también eran parte de la década ganada por el peronista-neo-liberal Menem, de cuyo apellido nadie quería acordarse. 

No recuerdo, o he olvidado, que alguien me hablara de Okupas con el fanatismo y la pasión con la que yo trato de impulsarla hoy por hoy entre mis seres queridos. Quizás porque es una mini-serie o una “serie limitada”, como se llama en nuestro presente a las cosas que nacieron con conciencia de su propio fin: parece haber sido concebida como una película larga o una novela rápida. Fueron once capítulos transmitidos entre octubre y diciembre del año 2000 y esto habla bien de los argentinos porque, como gente de mundo, fueron los primeros en mirar hacia adentro y filmar lo que estaba pasando. Vale verse el ombligo, sobre todo cuando está sucio, sobre todo cuando apesta. 

Con Okupas, se dice, se acabó la televisión grabada en sets, bien iluminada y optimista. Esto no es cierto, esa televisión sigue y seguirá existiendo mientras la sigamos viendo: los que dicen “no veo televisión nacional” tampoco ayudan mucho. Pero Okupas, producida por Marcelo Tinelli para saldar una deuda personal con un canal del Estado, se para sobre los hombros de sus contemporáneos y destaca y brilla y tiembla como una cámara, precisamente, sobre los hombros y al lado de la cabeza. 

La serie parte con Ricardo, un tipo de clase media (esto es clase media argentina, prohibido olvidar) que pasó de la adolescencia a la primera adultez con “Méndez”, entre 1989 y 1999. Ricky estudiaba, pero ya no; quería trabajar, pero ya no; tenía una banda, pero ya no; tenía futuro o sentía ansias por el futuro, ya no. Ricky es un parásito, uno de los mejores. Lo encontramos viviendo donde su abuela, durmiendo en calzoncillos y hasta el medio día, y ya en el primer capítulo lo vemos mudarse a una casa “abandonada” en un barrio donde aquello de la propiedad privada es más bien subjetivo, donde el más loco le gana al más fuerte. 

Ricky, suelto en el recién inaugurado siglo XXI, debe responder con acciones y decisiones un tema del que suele ocuparse la filosofía: ¿Cómo ser bueno en un mundo malo? Y, claro, debe responder también su variante: ¿Cómo ser malo en un mundo perverso? 
(Maradona, por ejemplo, metió la mano)
Las circunstancias no dan para pensarlo demasiado: él ya no puede ser bueno. 
O eso cree. 
Y le convendría, la verdad. 

PD: Okupas, vendida como una serie pura, cruda y dura, no se encarga sólo de la calle, habla también y con verdad sobre los códigos, sobre lo que puede hacerse y lo que no, sobre lo que es cariño y lo que es traición, y diferencia la confianza del abuso. Así, con la misma clara y grosera sencillez, habla sobre la amistad entre hombres, que es la amistad entre niños, con sentido del humor y sentido del horror, con responsabilidad y conocimiento de causa. Los personajes, entrañables todos, dan la idea de un mundo entero y autónomo. Y sí, hay un favorito, siempre lo hay. Le dicen “Chiqui” y es la bondad en persona y tiene un corazón que no le entra en su cuerpo agigantado de grandote. Un personaje como “Chiqui” es muy difícil de escribir y casi imposible de filmar, pero los argentinos lo lograron, otra vez. Hoy se me hace necesaria una pregunta antes de cada encrucijada, “¿Qué haría Chiqui?”



@pescadoandrade / @mundodiners 



11.23.2021

La película del año



La película del año se llama The Closer
La que más afecta, la que más pelea, la que más claro habla. 
También la más atacada o una de las más atacadas y, por ende, la que mejor se defiende. 
No la atacaron por fracasar en la taquilla o por decepcionar a los fans. 
Le dieron porque triunfa, porque sobresale, porque se distingue entre las demás mientras los tiempos mandan lo contrario, que te camufles en la manada, que firmes no con una X pero sí con un #, que estemos todos de acuerdo en todo, aunque sea obligados. 
Quizás sea también la película que más importa, esa que tienes que ver para ser parte de la conversación. Porque sí, obvio, hace rato: hay que tener esta conversación. 
Hay que hablar, el resto es fanatismo. 
El problema del fanatismo es que elimina el cuestionamiento. 
El problema de los extremos es que sólo pueden ser defendidos por fanáticos. 
(Por algo les dicen izquierda y derecha, “dime por quién votaste y te diré quién eres”, esa onda). 
La película del año va un poco de eso: de extremos, de fanatismo, de lo que llamamos “mi gente”. 
Y debería entrar en rotación ya, en 3, 2, 1… 
Verla desde ahora aunque ya estés tarde. 
No importa, la película perdona. 
Verla una vez y luego otra, así, dos veces seguidas. 
Como cuando escuchas el disco nuevo de una banda que ya te mostró todo lo que tenía y ahora te muestra esto, ¡esto! 
No puede haber nada mejor que escuchar esas palabras otra vez. 
Nada de lo que pueda pasar fuera de la pantalla será tan bueno como lo que está pasando adentro. 
Ya no las hacen así y ojalá hicieran más de éstas. 
O puede ser que la película se limite a traer refuerzos, a llenarte de valor, a seguir empujando y a seguir esquivando golpes precisamente poniendo el pecho, la cara, el hígado. 
Y sí, como el protagonista, tratar de llegar al final de esa escultura que es el milagro de una sola buena idea; esculpir esa idea, escribir esa idea, filmar esa idea y luego decirla de forma tan clara y simple que no haya forma de mal interpretarla. 
La idea es ésta: hablemos de cómo nos va tratando de ser personas, seres humanos. 
No es fácil. Nada Fácil. ¿Quién diría? 
La idea es ésta: tú y yo, que somos tan distintos, deberíamos empezar por reconocernos como iguales o al menos semejantes. 
La idea es ésta: nosotros, que nos queríamos tanto, deberíamos entender claramente que somos miles de millones de seres humanos pasando por una experiencia de vida, que estamos juntos en esto aunque cada cual ande por su lado, que lo que te pasa a ti también me pasa a mí y le pasa al resto. 
Que no somos especiales pero sí somos únicos. 
¿Se entiende? 
¿No? 
Pues bien, la idea es ésta: buscar y encontrar y ver The Closer a toda costa. 
Se trata, básicamente, del último (por nuevo y último) especial/monólogo de Dave Chapelle, el comediante que muchos consideran El Mejor de Todos los Tiempos.
O The GOAT, por sus siglas en inglés.
Ser audiencia, estar de este lado y no allá arriba, es tan importante como ser protagonista.


@pescadoandrade / @mundodiners 


11.15.2021

La fiebre del oro



Hace poco más de un mes ningún ecuatoriano conocía el significado de la palabra halterofilia. Supongo que quienes la enseñan, la practican y la califican saben de lo que hablan, pero se trata de una minoría sin voz ni voto. Hasta que llegó la fiebre del oro. 

Hace poco más de un mes las redes sociales se llenaron con la misma broma repetida mil veces: “No se hagan, ustedes también creían que halterofilia era una perversión sexual”. Y la verdad es que sí, a eso suena, a la prima de la “harpaxofilia” (deseo de ser asaltado con violencia) o incluso de la pedofilia.

Halterofilia, para que lo sepan, es como se llama formalmente al “levantamiento de pesas” competitivo. Y en las pasadas Olimpiadas de Tokyo una atleta ecuatoriana consiguió por primera vez una medalla de oro en esta disciplina. Pero además de ser mujer, lo que ya es trendsetter, se trata de una mujer negra: si quieren ser políticamente correctos, pueden decir “afro-ecuatoriana” o “afro-descendiente.” 

La pesista llegó a Quito en un vuelo de KLM y, mientras el avión rodaba por la pista, salió por una de las ventanas de la cabina con nuestra bandera en las manos. El país entero se volvió loco, se emocionó, se excitó. Fuimos uno, dicen, pero yo no siento el triunfo como propio. Yo no competí, ni siquiera vi la competencia, no hice barra ni antes ni después del triunfo, y jamás he militado para que mejoren las condiciones en las que entrenan nuestros deportistas. 

La pesista, aunque ya no sea tendencia, sí que figuró, y con razón. Le dieron una vivienda “digna” para ella y su familia; le regalaron un auto del año; recibió una beca completa de la universidad privada más prestigiosa del país; y el mismo presidente de la República le entregó un cheque por cien mil dólares. Su vida cambió, y sólo tuvo que ser la mejor del mundo. 

El oro, sólido y redondo y brillante, la separó del ecuatoriano promedio, que vive con cinco dólares diarios o menos. 

Ahora, la pesista es el molde del patriota, del que lucha, del que se sacrifica, del que puede vencer toda adversidad. Ese parece ser el mensaje: si eres mujer y vienes de una minoría racial, históricamente excluida, y pretendes lujos propios de la aristocracia como la educación, una vivienda “digna”, un auto propio o algo de dinero en el banco, tienes que ser la mejor. 
No la mejor de tu barrio ni la mejor de tu país sino la mejor del mundo. 

Si no regresas con el oro entre las manos, o entre los dientes, mejor no regreses.


@pescadoandrade



10.20.2021

Roseando



Lo que realmente le interesaba a Rossellini, lo que él pretendía -con esfuerzo y sacrificio- extraer de esto que llamamos experiencia de vida, era la capacidad de entender. 
Así: ser capaz de entender. 

Poder entender, para ser más claros. 
Tener el poder, para ser más precisos. 

Esto lo dijo poco antes de cumplir los 71 años, misma edad a la que murió; y se lo dijo, claro, al YouTuber más cool de la época (asumo que harto conocido por quienes coinciden en este festival), el español Joaquín Soler Serrano, en el ya escrito en piedra programa de entrevistas A fondo. “La mía era una preocupación de orden moral. Entender las cosas, esa era mi preocupación. La posición de un hombre debe ser de juicio. Y, sobre todo, un gran esfuerzo por entender. Ese es el gran esfuerzo. En cambio, normalmente, se hace de todo por no entender. Porque resulta mucho más fácil manipular a los hombres con las emociones en vez de con la razón. Eso es algo que pude constatar en mi vida. Y es algo que es atávico y proviene de la historia. Es casi ancestral. Y creo que hay que liberarse de eso”. 

Otra cosa que dijo esa noche, en lo que ahora vendría a ser “poco antes de morir”, entre cigarrillos y con absoluta seriedad, fue que lo único de lo que le hubiese gustado asegurarse es de haber sido una persona útil. 

Pausa. 
Hagamos los números o, mejor, contemos. 
1 = Entender. 
2 = Ser útil. 
Si, como se dice con sospechosa certeza, 1 más 2 son 3, yo no dudaría en seguir la lógica propuesta por esta ecuación. Es decir: 


1(Entender) + 2 (Ser útil) = 3 (Hacer cine) 


Lo más emocionante de una retrospectiva o una muestra, como prefieran, es el ambiente que genera: el de la ciudad tomada por un artista, por un cineasta, por un tipo que se ponía terno para salir de su casa y hacer películas. Un autor que también tuvo que filmar para comer (“películas alimentarias”, les decía), y filmó como mejor pudo entender la historia de varias ciudades tomadas; ciudades tomadas por la guerra, tomadas por el amor, tomadas por los personajes y las líneas y los encuadres de Rossellini, como Quito debería sentirse hoy. 

Es verdad que la muestra (o retrospectiva) debería ser más larga, que uno debería tener más películas de Rossellini al alcance del bolsillo para pasar más tiempo dentro de ellas y, obvio, más tiempo con él. Y deberíamos tener, también, algo más de morbo: mal que mal, hablamos de un cineasta italiano, no es gente que se guarde muchas cosas. Por ejemplo: un documental muy gráfico de los años que pasó casado con Ingrid Bergman, la mamá de Isabella Rossellini. Con gente así de interesante y así de bella involucrada en este asunto, ¿por qué no incluir un documental (medio-cine/arte-medio-farándula-nacional) que no sea una película del director sino sobre el director? Nada como un buen chisme sobre un neorrealista italiano, dijo nadie nunca. 

Así las cosas, recibimos tres películas que de todas las maneras son suficientes para poner a prueba el teorema de Rossellini. ¿Entendió algo? ¿Sirvió para algo? 

Venimos de una época dura, estamos aún entre el shock y el trauma y lo que sea que venga después. 

Muchos dicen que la pandemia fue el equivalente a la Segunda Guerra Mundial para quienes no la vivimos, el evento bisagra, el verdadero quiebre del siglo; y algo sabe Rossellini sobre la guerra y planes que se derrumban y seguir viviendo cuando pensábamos que ya no habría más vida para vivir. 

Y las preguntas son las mismas: ¿Lo entendió? ¿Fue útil? 
Y ambas preguntas se responden de la misma forma: el cine. 

Imagínense estas tres películas sobre la mesa, las latas cayendo de la mesa al piso y sonando (porque puedo) como los Stone Roses en I Am the Resurrection, los rollos desenrollándose de sí mismos pero enrollándose entre ellos. 

Pues bien, hay que agarrar estas películas y medirlas con la vida, poner una cosa al lado de las otras o capaz espalda con espalda; tomar medidas, hacer cálculos, y decidir si en lo que filmó Rossellini hay o no hay verdad. Porque si la hay, si al final o al medio o al principio de su carrera hay verdad, si este hombre pudo entender algo y luego contarlo de tal forma que nosotros lo entendamos también, para buscarlo o evitarlo, da lo mismo, y lo hizo con películas, creando donde antes no había nada o donde hubo algo que ya nadie recuerda, no cabe la menor duda de que estamos hablando de una persona que fue, sobre todas las cosas, útil a la humanidad. 

Pienso ahora en un amigo que tiene mi edad y una hija de seis años. Algo que me ha dicho varias veces es esto: mi hija tiene que saber leer y tiene que saber nadar. Aquí hay verdad. Por si no la habían visto o no la conocían, así es y así se ve la verdad: leer y nadar. Rossellini me ha hecho pensar en esto.


@pescadoandrade 



10.07.2021

Hablar demasiado, callar demasiado

La portada es de Juan Miguel Marín



HD: Behind the Book 
(prólogo a la nueva edición) 


I’ll try 
 but you see 
 it’s hard to explain 
- The Strokes - 


La primera edición de Hablas Demasiado se publicó en noviembre del 2009 y se presentó en la Feria Internacional del Libro de Quito, en el Centro de Convenciones Eugenio Espejo. Recuerdo los días previos pero no mucho de la noche en cuestión. Nunca he celebrado tanto algo en mi vida como la aparición de mi primera novela: fueron jornadas enteras de non-stop drinking con varios amigos o con quien estuviera dispuesto o con quien se encontrara presente. El escritor chileno Alberto Fuguet, que de alguna manera apadrinó el libro, me escribió por mail, “No tomes tanto, para que te acuerdes”; el día de la presentación, Francisco “El Pájaro” Febres Cordero, que ahora aparece en mis textos y en mi vida como El Patrón o como Obi-Wan, me dijo “No tomes tanto, o no vas a llegar a la presentación”. Fueron dos buenos consejos que, como tantos pero tantos otros, ignoré. El cineasta Sebastián Cordero, que presentó el libro frente a un auditorio totalmente lleno de gente y escritores (no es lo mismo) nacionales e internacionales, tuvo que soportar mi borrachera exhibicionista, el peso del ridículo, y sacó adelante la noche con mucho esfuerzo y no poca vergüenza: a veces, medio en broma pero no tanto, me pregunta, “¿Te acuerdas de lo que pasó en el lanzamiento de tu libro?” Pensando en esto, me siento como los padres de familia que no recuerdan el nacimiento de sus hijos porque empezaron a festejar muy temprano, capaz antes de la concepción, y llegaron al alumbramiento borrachos. Pero no me arrepiento de nada.

¿Arrepentirme? 
¿Para qué? 
¿Cambiaría eso las cosas? 
¿Cambiaría yo? 
No creo.


Dos o tres días después, Hernán Altamirano, gerente de Dinediciones (la empresa que publica la revista Mundo Diners, para la que aún trabajo) y Fernando Revilla, por ese entonces gerente del grupo editorial Santillana en Ecuador, me invitaron un ceviche con cervezas en el Zavalita de Quito, muy cerca de la iglesia de Nuestra Señora de Fátima. Sabía de lo que querían hablar, el elefante rosado en la habitación era imposible de camuflar, seguía mareado, y aunque el almuerzo tuvo algo de intervención mandaron la buena onda y la complicidad. Lo hicieron por mi bien, digamos, aunque yo escuché todo con los brazos cruzados sobre el pecho, como un rockero al que el resto de la banda le dice algo tipo, “Cagaste un show importante porque estabas borracho”. Pero ni tanto. Lo que Hernán me dijo, por ejemplo, fue esto: “Ese no eres tú” (y no lo era, terminaría siendo bastante peor, aunque ya no en público). De haber conocido a Don Draper como lo conozco ahora (somos íntimos), habría recordado una de sus tantas frases para el bronce: “Cuando te dicen que deberías tomar menos, ya tienes un problema con el trago”.

En todo caso hay algo que he aprendido con los años, de tumbo en tumbo, como dicen, y que me parece real: cuando uno se daña no sufre tanto por sí mismo sino por los que sufren por culpa suya, es decir, mía. O nuestra. Quisiéramos andar por la vida sin hacer sufrir a nadie, pero no siempre es posible ni depende sólo de nosotros.

*

Ahora que lo pienso, estaba feliz pero también algo o capaz muy nervioso. Había expectativa, creo. Llevaba par años publicando crónicas mensualmente en las revistas SoHo y Mundo Diners, y no me iba mal. Me leían, me mandaban de viaje por todo el país y a veces también fuera del continente; ganaba premios y conocía a los grandes cronistas latinos de la época (una época en la que nadie quería ser periodista sino cronista; en serio, estaba muy de moda). Una de mis crónicas, de hecho, terminó convertida en la película Pescador, dirigida por Cordero y con el actor guayaquileño Andrés Crespo en su primer papel protagónico. La película ya cumplió diez años, pasó el tiempo y seguimos siendo amigos y capto que lo mejor no es trabajar juntos sino pasar tiempo juntos, conversar, tomar algo, chismear, nerdear, hacernos reír, decir cosas como "Sería una gran peli". No se puede pedir mucho más que eso.

A veces me reconocían en la calle y me pedían autógrafos (aún no existían las selfies, así de viejo soy); periodistas más jóvenes que yo o estudiantes de periodismo me buscaban para entrevistarme y conocerme; periodistas mayores que yo me invitaban a cenar y me trataban como a una quinceañera debutante que se presentaba en sociedad; diarios y revistas y páginas web me invitaban a colaborar con ellos y me pagaban lo mejor que podían. Diario El Comercio me ofreció abrir un blog que aún conservo activo y que ellos financiaron por un par de años.

Desde que tenía quince o dieciséis años y empecé a escribir cuentos (fantásticos, horribles, tipo Universidad Católica), mis amigos y mi propia familia me decían que jamás podría ganarme la vida escribiendo porque nadie se ganaba la vida escribiendo, pero yo sólo he tenido dos trabajos: fui de todo en un bar, desde mesero hasta administrador pasando por mi puesto favorito, Barman/DJ (te robas tragos de la barra, bebes con los clientes, pones música), y renuncié cuando me propusieron ser reportero de planta en las revistas.

Tengo amigos que me dicen “eras famoso”, pero nunca tanto, además, en este país la palabra famoso se ha convertido en un insulto que señala la profundidad del vacío. Más bien creo que estaba hablando, hablando demasiado, más de la cuenta, y algunos estaban escuchando y hasta prestando atención.

*

Recuerden que era el 2009, las librerías independientes de Quito aún no cobraban el protagonismo que tienen ahora, nadie vendía libros en redes sociales, yo era todavía veinteañero pero no tenía ninguna red social, y había que abrirse espacio entre Libri Mundi, Mr. Books y la Librería Española para más o menos existir o constar en la nómina. Ahí estaban mis libros y se vendían y las críticas, en su mayoría, eran buenas o muy buenas, tanto las de los lectores como las de los periodistas.

Hubo una crítica, todo hay que decirlo, que destrozó la novela sin piedad. La escribió Daniela Alcívar Bellolio, una autora de tomo y lomo a la que no sólo admiro sino que también aprecio. Me llegó un día entre los comentarios del blog: aquí donde me ven, tengo o tenía trolls que vivían pendientes de mí, gente de bien. La crítica de Daniela es genial por donde se la vea, bien redactada, bien argumentada, sólida, punzante, divertida. Ahora que volví a leerla (se llama Hablas demasiado, no dices nada y se encuentra en el blog que mantuvo Daniela algún tiempo, El Desprecio) me encuentro con perlas como esta, “Andrade y algunos de sus colegas de generación estarán, quizás, encantados con ser identificados como autores-mercaderes, ya que escriben con los ojos puestos en el afuera más burdo: el del posible público lector, y eso les enorgullece. No se trata aquí, por supuesto, de despreciar a nadie: ni a los lectores (yo soy una) ni a las estadísticas de las editoriales; se trata de poner de manifiesto una cierta tendencia, un movimiento de la nueva generación de narradores ecuatorianos que entran con paso firme en editoriales, en revistas, en antologías y que, creo, deben su existencia a una realidad continental que, aunque toca a la literatura, no tiene nada de literaria.” O esta, “Pocas veces me he encontrado frente a un libro tan apegado a las leyes del mercado, tan vaciado de toda forma literaria, tan ajeno a cualquier reflexión. La historia es la de un joven que se considera a sí mismo un perdedor nato, un pobre niño rico que vive en la calle República del Salvador y que mira, entre borracho y melancólico, cómo su vida es un auténtico infierno: está por graduarse de finanzas en la Universidad San Francisco, vive solo en un departamento (con ascensor propio, por cierto) en una zona cara de Quito, tiene un carro y dinero suficiente para comprar todo el alcohol que necesite para soportar tan horrenda existencia. Digamos que es un tipo que de verdad sufre: toda la novela está construida a través de las quejas del narrador que se quiere construir a sí mismo como un ser amargado y misántropo pero que no es más que eso, un pobre niño rico.”

Daniela dio justo en el clavo: pobre niño rico. De eso se trataba el libro, esa fue la idea, darle una historia y una voz a un personaje que por su naturaleza no debería tener mayores inconvenientes en la vida. 

Hubo un tiempo, más o menos memorable, en el que los festivales de cine se peleaban las películas de “niños ricos de países pobres”, y supongo que HD pudo haber estado en uno de ellos y capaz hasta ganaba un premio: algo como “mejor guión adaptado” me hubiese alegrado, pero no pasó. Varias personas me ofrecieron llevarla al cine, llegué a leer un par de guiones, tuve reuniones, hablé de dinero y de ventas de derechos, pero nadie me convenció y, para los que todavía me preguntan si algún día la filmaré yo, pues no, no lo haré. The End.

Mientras todo esto pasaba, el rock and roll pero también las críticas, las denuncias por aniñado y superficial y agringado, you know?, el libro se seguía vendiendo y cada tanto pasaba por las oficinas de Santillana (Eloy Alfaro y 6 de Diciembre, me acuerdo) y retiraba cheques que nunca me permitieron renunciar a mi trabajo para dedicarme exclusivamente a la literatura, pero ayudaron mucho en el momento preciso.

Cuando terminé la novela, en agosto del 2009, había pasado un año (no libre de frustraciones y ataques de pánico) trabajando con la consigna de no aburrir a nadie. Mal que mal, estudié cine y escribía ficción pero venía y vengo del periodismo, donde, como en una buena joda, toda línea cuenta. Ahora bien, cuando digo que no quería aburrir a nadie me refiero esencialmente a mí. Como lector, más que como escritor, quería/necesitaba una novela donde hablaran mi idioma, una novela en la que pudieran estar mis amigos y sus ideas, una novela en la que sonaran los discos que escuchábamos juntos, una novela que fuera capaz de atrapar a los que no leen. 

Y lo logré.

*

En una movida editorial y comercial que agradezco hasta el día de hoy, la gente de Santillana/Alfaguara (gracias Verónica Mosquera, gracias Annamari de Piérola y, sobre todo, gracias María Fernanda Heredia, que fue quien me invitó formalmente a escribir una novela para el sello) logró infiltrar HD en colegios de todo el país y fue ahí cuando empezó lo bueno. Para esto, sacaron una edición de bolsillo que costaba la mitad, venía con Bonus Tracks y portada nueva. Yo diría que en ese momento la novela cobró realmente vida y alcance. Aunque se trataba de un libro “problemático” por la cantidad de groserías y malas palabras y bla-blá que decían el narrador y sus amigos, le habló directamente a una generación de nativos digitales que ya veían al papel como algo medio vintage.

Y esa fue mi gente. 
La pipol, que le llaman. 

Empecé a recibir invitaciones de colegios en los que, me dijeron, los alumnos habían mostrado interés en conocerme: colegios de Guayaquil, Cuenca, Quito, Loja, El Coca, colegios privados y públicos; es más, en los colegios públicos encontré más apoyo que en cualquier otra plataforma. Y fue increíble. Los chicos eran fans, se sabían los nombres de los personajes, se identificaban con ellos, repetían los diálogos de memoria, me preguntaban si esto o aquello era verdad y dónde podían conseguir esto y aquello porque querían probarlo y saber cómo era. Y también me reclamaban porque no todos sentían que el final había sido justo con Juliana, un personaje que yo creía secundario pero que resultó ser el más cercano para muchos o más bien para muchas adolescentes de principios de siglo.

Quisiera mencionar a varios colegios y a varios alumnos y a varios profesores que, como dicen en Argentina, me hicieron El Aguante, pero hay un recuerdo que lo atomiza y explica todo con nitidez, en alta definición y 4K.  

Me invitaron al Colegio Militar Abdón Calderón (COMIL 10), en Chilibulo, al sur de Quito, una zona que Miguel Morales, el pobre-niño-rico narrador de la novela, capaz no conoce hasta ahora; o quién sabe, hace mucho que no lo veo, de pronto se casó con una metalera del deep south y ahora tienen un bar juntos y escuchan Slayer los martes por la tarde, ¿por qué no? El caso es que llegué al colegio esperando más o menos lo que ya me había pasado en otros colegios: un salón de clases, varios alumnos en mi esquina, un profesor que podría o no estar “de acuerdo” con el libro (en Loja, una profesora me preguntó, muy seria, si lo que yo hacía era sub-literatura), alguien que dijera que sus padres le habían prohibido leer mi novela, alguien que la había leído a escondidas de sus padres (en el recreo, en el bus, mientras se suponía que debía estar haciendo deberes o cuidando a sus hermanos menores) ese era, digamos, el estándar; pero esta vez la magnitud del evento sobredimensionó lo que pudo haber sido una visita médica de rutina.

Después de recibirme, me llevaron no a un salón de clases sino al aula magna del colegio, donde entraban todos los alumnos/cadetes que habían leído HD: eran tres cursos, así que hablamos al menos de entre 300 y 600 alumnos más sus profesores, las uniformadas autoridades del plantel y, sentados en primera fila, furiosos, trompudos, también sus padres. Había en un extremo una especie de escenario y sobre éste una mesa larga y solitaria como la de Bruno Díaz en su mansión. Pensé que al menos un profesor se sentaría a mi lado, pero no, éramos mi libro y yo contra el mundo y por toda compañía tenía una bandera del Ecuador a mis espaldas.

Me presenté, agradecí la invitación y más que nada agradecí el tiempo que le habían dedicado tanto estudiantes como profesores a mi novela pop y superficial y nada literaria. Luego, cuando esperaba preguntas o algo por el estilo, un padre de familia que ahora podría ser abuelo se levantó de su asiento y dio un discurso que me pareció ensayado y del que recuerdo dos cosas puntuales. 1) Cuando yo era estudiante, dijo, nos mandaban a leer Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, no esta basura. 2) Yo mando a mi hijo a este colegio para que lo eduquen, no para que lo deseduquen (usó esa palabra: deseduquen). El ataque era justo, se trataba de un padre preocupado por el contenido que estaba recibiendo su hijo en un colegio militar, nada más, pero sus argumentos eran ciertamente cavernarios. Me tocó responderle y dije lo que sigo diciendo hasta ahora: si su hijo leyó el libro fue por algo, porque conectó con algo, porque sintió algo que no había sentido con los libros que usualmente lee, y si le gustó éste de pronto se forma en él el hábito de la lectura y llega por decisión propia no sólo a Dumas, también a Dickens y a Dostoyevski, lo importante es que leyó un libro y no sintió que perdió el tiempo. Dicho esto, empezaron otros rugidos de padres de familia que, confundidos entre sí, distorsionados, sólo pude entender como insultos inentendibles pero gruesos. Un profesor, capaz el inspector o algo por el estilo, hizo un llamado a la calma y pidió a las personas que deseaban hablar que por favor levantaran la mano. La primera en hacerlo fue una chica que estaba sentada junto a su madre (la señora no se levantó), y dijo “Gracias a este libro pude hablar con mi mamá sobre sexo”; otro chico dijo “Las malas palabras no existen” y otro dijo, gritó, “Los rebeldes son los que cambian el mundo” y a ese grito de independencia y victoria le siguió una avalancha de aplausos, no para mí sino para él, yo mismo me puse de pie para aplaudirlo y los chiflidos de los hijos mantuvieron quietos y sentados a los padres y, me di cuenta, los profesores también se pusieron de mi lado. Ganamos, pensé. Y al final el rector, que seguramente era un coronel o en todo caso poseía un rango militar y un sombrero militar, me regaló una estatuilla de Abdón Calderón: de pie y muy firme, antes de ser mutilado al mejor estilo de la ciencia ficción, con su uniforme de batalla, los brazos pegados al cuerpo y la mirada puesta en el corto horizonte que lo esperaba. No suelo guardar nada relacionado a mi trabajo, ni copias de mis libros ni afiches de producciones con las que haya colaborado o siquiera promocionales de los conciertos que di con mi banda, pero guardo esa estatuilla y cada vez que alguien viene a visitarme espero que me pregunte, sin saber en qué se mete, "¿Qué es eso?"

*


De la edición de bolsillo se hicieron entre cuatro y seis “reimpresiones”, como se dice ahora. Luego la novela salió del catálogo de Santillana y desapareció. Desde entonces, cada tanto, me escribe alguien para preguntarme cómo puede conseguirla e incluso para ofrecerme dinero en caso de que pueda venderle una de las copias que creen que conservo: al parecer, el libro ha sido muy robado o muy regalado a novias que nunca lo devolvieron. Pero, ya se dijo, no conservo nada, así que he pirateado mi propia novela enviando el PDF a distintas partes del país y del mundo.

Durante un tiempo, ya muy pasado el 2009 y también muy pasado yo, me pareció correcto que HD se desvaneciera del todo, como su autor, y hasta dejé de ir a lanzamientos de libros o a cualquier tipo de evento cultural porque la preguntita esa de “¿Para cuándo la segunda novela?” francamente me cabrea. 

Han pasado ya doce años (¡doce!) desde la publicación del libro dizque rockero y grunge que se transformó en una especie de, “Señora, ¿sabe usted dónde está su hijo?, ¿sabe qué está haciendo?, ¿quién?, ¿lo conoce?”. Y vaya que ha pasado agua bajo el puente y sobre el puente, una cantidad de inundaciones a las que sobreviví no sé cómo. 

Una vez le escuché decir al autor colombiano Santiago Gamboa que para ser escritor hay que hacer dos cosas, leer muchos libros e irse de la casa. Yo nunca me fui. Sigo aquí, en Quito, Ecuador, en el barrio de Miguel que es ahora más mío que nunca. Pero, en honor a la verdad, puedo decir que me fui de este mundo y que ese viaje me hizo el escritor que necesitaba ser para publicar otra novela. Los que saben más o menos de qué va me dicen que HD es la precuela de lo que se viene, no creo, pero sin duda es un antecedente.  

Por cierto, ya tenemos título (de disco doble):


ADICTO 
/// 
COMEDIA ROMÁNTICA 


Lo último que quiero decir sobre HD es que una vez salí con una mujer que me sigue pareciendo preciosa y que cuando venía a mi apartamento le decía al guardia del edificio que se llamaba Clara, como el aniñado objeto del deseo en la novela. Hace unos días, robándome palabras de Pedro Lemebel, le mandé un recado: Yo te voy a amar como un perro, y tú sólo tienes que dejarte querer. Eso te puede pasar si te haces escritor. Para todo lo demás existe Diners.


@pescadoandrade


9.03.2021

¿Qué tan bueno puede ser un abogado? (un tema de género)




You may be a fucking tough guy, but I’m a crazy guy. 
The difference is crazy guys don’t give up. 
Billy McBride - 


El escritor uruguayo Mario Levrero, cuya fanaticada creció exponencialmente a partir de su muerte en 2004 (cosa rara en la literatura), llenó su último año de vida escribiendo La novela luminosa, auspiciada por una beca de la fundación Guggenheim. No era sólo un libro, era El libro, La novela, y Luminosa, además. La intención del autor era reconstruir en formato ficción ciertas experiencias ocurridas a lo largo de su vida, experiencias luminosas, es decir, que lo habían iluminado de alguna manera, ayudándolo a entender la vida o mejor dicho a sobrellevarla con menor dificultad, concentrándose en atravesarla y no en comprenderla. 

Ya con el asunto económico resuelto, y después de comprar un par de muebles que él consideraba esenciales para su trabajo y para que en su apartamento hubiese muebles, Levrero quiso ponerse en forma escribiendo algo que llamó El diario de la beca, en el que registró todo tipo de eventos. En él describe, por ejemplo, la disposición que ha resuelto para sus muebles nuevos; los pájaros que aparecen en su ventana o en el techo del vecino y a veces aparecen muertos sin que medie explicación alguna; su progreso en el juego que tiene instalado en la misma computadora que debería usar para escribir; las visitas de las amigas que cada tanto se aseguran de que siga con vida y lo acompañan a caminar un rato para que haga ejercicio sin querer. 

Lo anota todo y escribe mucho sobre escribir muy poco. 

El diario de la beca alcanza las 450 páginas, a éstas le siguen poco más de 100 páginas de novela propiamente dicha y luego 7 páginas finales, El epílogo del diario, en las que Levrero se fija en los huesos de una paloma y se pregunta dónde estará la calavera. 

Mario Levrero murió a finales de agosto del 2004, a los 64 años, y ojalá haya alcanzado a gastar todo el dinero de la beca. La novela luminosa se publicó al año siguiente y fue mejor recibida (o más escandalosamente recibida) que todos sus trabajos anteriores: más de veinte libros entre novelas, volúmenes de cuentos, cómics y hasta un Manual de parapsicología editado en 1978. Era un autor prolífico y en esto se parece mucho a los autores de las novelas negras que consume, una tras otra (hasta tres por día), mientras debería estar escribiendo su próxima y gran y consagratoria novela. Levrero lee historias policiales que compra en su librería de confianza, pero sobre todo que consigue, muy usadas y muy baratas y casi regaladas si les falta la portada, en un kiosko de su barrio. 

En El diario de la beca hace unas cortas y no tan cortas reseñas de estas novelas negras, a ratos con entusiasmo pero también y con cierta frecuencia citando algo de culpa: podía haber estado escribiendo su propia novela, adivinó el final desde la primera página o se dio cuenta, a la mitad, de que ya la había leído. Dicho esto, no puede contenerse, no puede parar, y sigue comprando y leyendo novelas que ya no circulan pero lo ayudan a pasar el día -otro día- sin escribir. Lo maravilloso, lo verdaderamente luminoso, es que cuando escribe en su diario cosas como ésta (que ha malgastado otra jornada resolviendo misterios que no son suyos) uno capta que Levrero puede contar la vida con la claridad de un autor mayor, que tiene los súper poderes para transformar en literatura cualquier cosa que mira, toca, piensa o recuerda. 

Las novelas negras pueden hacer lo mismo: necesitan un narrador entrañable; personajes secundarios que, al mismo tiempo, aligeren y compliquen la trama; diálogos que reflejen algo de inteligencia o algo de sabiduría o algo de información; mujeres hermosas, fatales, y hombres ingenuos que acabarán muertos; descansos para el humor también negro; giros (in)esperados que desvíen el camino natural de la historia y despierten en nosotros la célebre pregunta: ¿Y ahora? 

Una novela negra debe cumplir con las demandas del género a las que está acostumbrado el gran público. Por eso, por querer caerle bien a todos, las hay tantas y tan malas. Y por eso, porque algunas logran satisfacer lo mismo al asesino que a la víctima, siguen y seguirán existiendo en la lista de los más vendidos o en las tiendas de aeropuertos, da lo mismo. 


Esto del género es más importante de lo que parece. 
Agatha Christie, que algo sabía de género y sociedad y margen de ganancia, ha vendido más de dos mil millones de copias de sus libros de misterio, cifra solamente superada por William Shakespeare y los varios autores de esa antología llamada Biblia. 

El género es clave. 
Cuando uno trata de vender un guión para televisión o cine, lo primero que preguntan no es ¿De qué se trata? sino ¿Qué es? Y la respuesta que buscan es un género: comedia, terror, misterio, drama. Si una película (o un libro, o un disco) encaja dentro de un género es, en teoría, más fácil de marketear, promocionar y vender. Mal que mal, el inconsciente colectivo tiene una idea de lo que significan las palabras drama o terror, las conoce, cree entenderlas a cabalidad, y puede hacerse una idea más o menos clara de lo que está a punto de meterse en la cabeza. 

La mayoría de la gente, creo, escoge la película que quiere ver segundos antes de comprar su entrada en el cine, y lo hace aplicando la teoría del género. O al menos así era en la vieja normalidad. 

Uno, que había pasado varios minutos o varios meses decidiendo qué cinta ver, dónde, a qué hora, en qué silla y con quien; que se había dado el trabajo de armar lo que se dice un plan, se encontraba de pronto haciendo fila a las espaldas de una pareja insoportablemente indecisa (él usualmente de terno, onda after office; ella acaso sobre-producida) que gastaba media hora en la taquilla preguntando este tipo de cosas: ¿De qué se trata Pesadilla en el infierno IV? O sea, ¿de qué se va a tratar?, dudo que sea un documental sobre Nelson Mandela (aunque con ese título quién sabe). Y ella pregunta, ¿Da mucho miedo? Y él, recio varón, comenta, Es una película, vida, no seas tontita. Y el pobre empleado del cine dice algo tan científico como esto: No da taaanto miedo, si le gustan las de terror, le va a gustar. Y así diez o quince o veinte minutos más hasta que compran dos entradas para Nunca te olvidé no sin antes preguntar, Pero no voy a llorar, ¿verdad?, júreme

El género es una especie de garantía. Si te gusta el terror, y te asustas, no pedirás tu dinero de vuelta; si te gusta el romance, y te conmueves, no pedirás tu dinero de vuelta; si te gusta la comedia, y te ríes un par de veces, no pedirás tu dinero de vuelta; si te gustan las mujeres y ves a un par de chicas jóvenes en una playa nudista y, ya que estamos, una escena de sexo entre ellas, no pedirás tu dinero de vuelta. 

A mí me basta con una chica linda que tenga sentido del humor, que escuche buena música, que sepa quién es Murakami o quiera saberlo, y que sea pretendida por un tipo (esto es importante) no-tan-guapo, ojalá rockero, más autista que cool, y que al final se quede con la chica o esté mejor sin ella. Si el cine me garantiza eso, una comedia romántica, no pediré mi dinero de vuelta. El dinero tiene que quedarse en el cine para poder hacer más cine o distribuir más cine y ganar más dinero; para eso hay que ver películas y la forma más sencilla de elegir en qué vas a gastar tu dinero esta noche no es preguntar ¿De qué se trata? sino ¿Qué es? 

Hay, también, otro género, el del reparto, ¿Con quién es?, ¿Quién sale? Por algo en ciertos afiches el nombre de los actores (o del director, en caso de que valga como garantía) ocupa más espacio que el título de la película. Pero ese es un tema interminable y me dicen que escribir largo pasó de moda, así que vamos al grano. 

Yo veo, digamos, casi cualquier cosa en la que se encuentre involucrado Billy Bob Thornton: a veces se compromete con proyectos que están por debajo de su categoría, pero él siempre está bien, él siempre llena la pantalla siendo un saco de huesos y tatuajes, él siempre se echa el equipo al hombro y terminamos ganando todos. Billy Bob es una gran persona y mirando para atrás resulta simplemente correcto que haya sido él, y no otro, quien se casó con Angelina Jolie cuando la actriz y ahora embajadora de la ONU (su especialidad son los refugiados) era la mujer más deseada del planeta. Ella solía lamerle las mejillas, me acuerdo.  

La semana pasada vi las hasta ahora tres temporadas de Goliath, la serie de Billy Bob Thornton en Amazon. Fue una maratón que duró 4 días y 24 capítulos (de una hora cada uno, en promedio). Primero me maldije con piedad (igual veo harto, capaz demasiado) por no haberla visto antes, por dudar de mi instinto; segundo pasé del asombro a la felicidad y de la felicidad a la euforia y de la euforia a ser capaz de prostituirme por otro capítulo (escucho ofertas, dicho sea de paso). Y me acordé de Mario Levrero y su adicción a las novelas negras. 

Billy McBride (Billy Bob Thornton) no es un detective, es un abogado, pero tiene todo lo que se le puede pedir a un detective de los 40 y en blanco y negro. Pienso en Philip Marlowe, que habitó la piel de Humphrey Bogart, del gran Elliott Gould y de Robert Mitchum entre varios otros; el personaje creado por Raymond Chandler trabajó en todos lados, en Hollywood, en la radio, en la televisión y hasta en una obra de teatro, montada en Londres, en la que el mismo Chandler le encarga a Marlowe la misión de recuperar un manuscrito que ha desaparecido misteriosamente. Pienso en Marlowe porque McBride pertenece a un tiempo que no es este. Pasa de los sesenta años y bebe más de lo necesario, incluso para los altísimos estándares de la novela negra; está emocionalmente discapacitado, sentimentalmente lisiado, no puede relacionarse ni conectar con nadie de forma orgánica, todos sus lazos afectivos se distorsionan y liberan la personalidad de un hombre que sabe que lo mejor, por el bien de todos, es estar o seguir estando solo. McBride es ese tipo de persona a la que el mundo debe adaptarse, no al revés. 

Goliath cumple con todos los requisitos del género policial, los potencia y los vincula con la función judicial mostrando la naturaleza salvaje de ambos. Está el malo-malísimo, un abogado que escucha ópera y está desfigurado, a lo James Bond. Está la colega, más encantadora que guapa, más irónica que cariñosa, más mamá que hermana, más trabajadora que nadie. Están los enemigos, que pueden ser lo mismo abogados de una transnacional que sicarios de un cartel mexicano o ricachones rurales que seguro votaron por Trump y buscan la verdad en el peyote. Está la exesposa, que siente por él un cariño bipolar y violento. Está la hija, que ya no es una niña y se preocupa por su padre, porque su padre ingiera proteínas al menos una vez al día, y se preocupa también porque está empezando a parecerse demasiado a él. Están las secuencias de diálogos memorables en la corte, frente a un juez, frente a un jurado, a la velocidad del WhatsApp pero mejor redactados y sin la opción de dejar a la gente en visto: juraste decir la verdad, ¿lo recuerdas? Están los clientes, los que sufren, los que dudan, los que nunca abandonan la esperanza, esos a los que nos referimos como la gente. Está la gente sentada a la barra de un bar, bebiendo en la oscuridad de un interior a medio día, escuchando música country y hablando como si los estuvieran entrevistando para un documental de HBO. Están, como en las mejores novelas negras, todos los personajes secundarios que brillan intensamente y luego se apagan para siempre. Están los muertos. Están las mujeres con las que Billy McBride no debería meterse pero claro, ya es muy tarde para eso: en una escena están tomando un trago y en la siguiente ella comienza a vestirse y pregunta si en esta casa hay café. Están los informantes y los traidores, están los que prefieren hacer justicia con sus propias manos y están las mansiones de California pero también está el mar de California. Está la amiga joven y prostituta que quiere estudiar derecho, que no siempre toma las decisiones correctas pero es leal y tiene una nariz inolvidable. 

Goliath usa las mismas técnicas de seducción que la novela negra, revuelve las mismas sábanas, pero resuelve los casos en posiciones nunca vistas. 
Resolver, como dicen en Cuba. 
Billy McBride quizás no pueda resolver su propia vida, quizás no pueda hacer por sí mismo lo que hace por los demás, pero, francamente, ¿quién puede? 
Y ese es el gran misterio. ¿Podrá? 
Sólo hay una forma de saberlo. 

- ¿Qué es? 
- Una novela negra. 
- Un, ¿cómo se dice?... ¿thriller? 
- Digamos que sí, pero con Billy Bob Thornton, eso lo cambia todo. 
- No lo conozco, dijo, hizo una pausa, ¿debería? 
- Más te conviene, dijo el otro, y prefirió no mirarlo de vuelta.



@pescadoandrade / @mundodiners 



7.06.2021

10 Tako Rolls (la pulpa y el ñoño)



 Those who can't do, teach,  
and those who can't teach, teach gym. 
... of course, those who couldn't do anything, 
were assigned to our school.
- Alvy Singer - 

Por favor, lloren. ¡Ja! 
- Charly García - 



1. En la octava temporada de Seinfeld, ahora de vuelta en la televisión gracias al canal Warner, hay un episodio llamado El paciente inglés. Como Seinfeld tiene tanto de Chéjov como de Kafka, el episodio en cuestión incluye una especie de pesadilla cómica que persigue y tortura a uno de los personajes. Elaine Benes, que se burla constantemente de sus amigos por machistas y homofóbicos (el feminismo no nació ayer, la homosexualidad tampoco), por cursis y superficiales siendo ella misma la reina de lo vacuo, va al cine a ver la ya mencionada película: y la odia. Esto trae consecuencias: su novio la deja por insensible, su jefe la obliga a verla de nuevo. Ya en la sala, Elaine pierde el control, le ruega a su jefe que se marchen, ambos discuten y cuando la gente les pide que guarden silencio ella comienza a gritar, ¡Esta película apesta! Yo sí te creo, hermana.

2. Ya decía yo, la película del pulpo le gusta demasiado al mundillo. Y lo decía porque con el paso de los años uno aprende a sospechar de lo que conquista a las masas intelectuales y sensibles; masas que, por otro lado, se creen élites y se victimizan por incomprendidas. Cuando uno es joven y tonto, persigue películas que ganan premios en festivales europeos o asiáticos, películas latinoamericanas financiadas por la intelligentsia del primer mundo, carteles sobrepoblados de laureles, y también películas bendecidas por la Academia. Por suerte, el tiempo pasa y uno se vuelve viejo y sigue tonto pero al menos es capaz de identificar lo que le gusta y lo que no le gusta, aquello que lo alimenta y aquello que lo desnutre. Y después de My Octopus Teacher lo que corresponde es recuperar la energía perdida con proteínas animales, ojalá a la parrilla.

3. Un detalle antes de entrar en materia. En 1969, mientras navegaba el Mediterráneo en el yate de Peter Sellers, Ringo Starr encontró un momento para charlar con el capitán de la embarcación (o quizás fue al revés, no lo sé, en esa ocasión no pude acompañarlos). El profesional del timón le habló entonces al rey de los tambores sobre la maravillosa y sorprendente vida que llevan los pulpos en las profundidades. De vuelta en tierra firme, Ringo compuso una pieza capitular: Octopus’s Garden (Jardín de pulpos, digamos), incluida en el álbum Abbey Road y sin duda uno de los trabajos mejor logrados no sólo de Ringo sino y sobre todo de George Harrison, que se apersonó de la canción y la decoró con arreglos de guitarra que se sostienen hasta hoy. El tema dura menos de tres minutos y me parece mucho más conmovedor y hasta más animal-lover (¿o será animal-print?) que el documental del que hablaremos a continuación.

4. A comienzos de año visité a una amiga cuyo hijo ha decidido, como yo en algún momento, estudiar cine. Verlo me llenó de ternura: flaco como un palo, el pelo largo cubriéndole parte del rostro, la ropa alternativa pero tan cool, las opiniones arrogantes propias de su edad y de su momento, una belleza. Esa tarde el chico estaba haciendo una tarea para su primer curso de fotografía, capturar escenas de la cotidianeidad, y en algún momento dispuso varios elementos sobre la mesa de la terraza con gloriosa vista a los valles: un plato, una taza con café, un vaso medio lleno de Güitig, una cucharita plateada y brillante. Quería, si mal no recuerdo, que la luz se filtrara por el agua mineral y se reflejara en la superficie del café, algo así. Cero cotidianeidad o cotidianeidad my ass, puras patrañas, pero para eso está joven y para eso está en la universidad. Los que parece que nunca estudiaron o aprendieron a capturar la cotidianeidad son los directores de My Octopus Teacher, la estética de la cinta es tan estancada como prístina, y uno no sabe si está viendo el comercial de un exclusivo resort que promete turismo de aventuras, o el comercial de una tarjeta de crédito que sugiere invertir plata y persona en el turismo de aventuras y se ha montado con tomas hechas por drones. Es como la versión ecológica de la aparatosa e inútil Avatar de James Cameron, o como la versión animada de una cuenta de Instagram. Empezamos mal, me dije, y no me equivoqué.

5. Los directores del documental, un hombre y una mujer como para que nadie se queje, gastaron una década (desde el 2010) persiguiendo esta quimera que ahora suma a su cartel el dibujito dorado de la estatuilla del Óscar; espero, al menos, que de aquí en adelante sepan aprovechar el prestigio y hagan algo de dinero y capaz una película que se llame En busca del tiempo perdido debajo del mar. La historia, porque eso dicen, “es que esta película tiene historia” (¿nunca habían visto una?), versa sobre otro cineasta, un sudafricano con complejo de Jacques Cousteau pero de nombre más bien tejano, Craig Foster, que en plena crisis de la mediana edad, deprimido y exhausto, sin saber qué rumbo tomar o qué hacer con su familia, evade la realidad metiéndose al mar y buscando a Nemo pero encontrando a una señora pulpa. Este Craig Foster parece el alemán que se casó con esa compañera del colegio con la que pensaste que nadie nunca se iba a casar, el que no bebe o tiene mala borrachera, el que reniega de verdaderos logros de la humanidad como el agua caliente o la Whopper de Burger King, el que anda diciendo que la Pilsener es mejor que la Heineken y que Dios se aparece no cuando suena Bach sino cuando ponen Sopa de caracol, en fin, una persona horrible. Pero íbamos a hablar de la historia: un plagio de ET o de la también ochentera e injustamente olvidada Enemigo mío, que tenía la garra del cine B que tanto le falta a estos ñoños y tenía también un alien que parecía molusco.

6. La cultura de la cancelación nos hace miedosos y estúpidos; miedosos porque de pronto importa más el qué dirán y el quién lo dirá que el qué pienso o quién soy; estúpidos porque perdemos el tiempo aclarando que nuestras opiniones son eso, opiniones, y que podemos estar de acuerdo en no estar de acuerdo. Pero yo también he cancelado. Cancelé a Bill Cosby, a quien alguna vez le creí más que a mi propio padre y ahora he optado por no ver o no volver a ver. Dicho esto, y separando al hombre de la obra, como un adulto (O), recuerdo una de las mejores bromas que he escuchado sobre la cocaína, obra del abstemio pero intoxicante Cosby: Un amigo me dijo, “tomo cocaína porque potencia mi personalidad”, yo le dije, “¿y qué pasa si eres un asno?” Eso mismo le diría yo a los que decidieron filmar el calvario submarino de Craig Foster: se trata de un sujeto al que más vale dejar quieto porque nos puede hacer quedar mal a todos. Foster ignora cosas básicas de la misma naturaleza a la que dice amar con toda su alma, como el hecho de que a las lagartijas también les vuelve a crecer la cola; así como ignora que en el documental, como en la ficción, se vale consultar a profesionales, que no se ve nada inteligente ni atrevido googleando como un niño en vez de entrevistar a un biólogo marino que lo saque de las aburridas dudas que mantiene durante hora y media de película (y no se sabe cuántas de vida). Este Foster, además, es de una candidez pálido-rojiza y sospechosa; tiene más de cincuenta años, lo que quiere decir que cuando empezó el proyecto pasaba de los cuarenta, pero recién ahora y gracias a la señora pulpa piensa en su propia mortalidad. Nunca leyó a Thomas Mann o a Camus, no conoce la Confesión de Tolstói ni las conversaciones que mantenían Sófocles y compañía; nunca fue al velorio de un familiar o del hijo de un amigo y llegó a la conclusión de que, como canta Héctor Lavoe, todo tiene su final y nada dura para siempre. Es más, hay un filósofo sudafricano, David Benatar, paisano suyo, que en 2006 publicó un libro llamado Mejor sería nunca haber nacido, pero a este Foster le da pereza googlear esas cosas, está muy ocupado encendiendo su cámara en vez de ocuparse en encender o cambiar los focos de las luces en su cabeza. ¡Ah!, esto es buenísimo: Foster es llorón y de hecho llora frente a la cámara y lejos de conmover o emocionar lo que logra es causar vergüenza ajena. Ahí estaba yo, cual quiteña que estudió en Buenos Aires cuando se devaluó el peso y nosotros nos dolarizamos, preguntándole a la pantalla con mi falsetto argentino, ¿Me estás jodiendo?

7. Un amigo me dice: esa película sólo te da culpa. Yo le digo: a mí me dio hambre. Pienso ahora mismo en el Mizutako: 150 gramos de pulpo, macerado en especias y a la parrilla. Perdón, tengo que hacer una llamada, ya vuelvo.

8. Ok, sigamos. ¿Se puede decir algo bueno de My Octopus Teacher? Parecería que no, pero sí. Yo diría dos cosas buenas. A) Dato Wiki: Este Foster fundó, en 2012, el Sea Change Project, una organización sin fines de lucro con dos metas específicas: proteger la vida marina y crear conciencia sobre la conservación del bosque de quelpos en Sudáfrica, donde se registró el documental. ¿Cuántos pueden decir Mi película está ayudando al mar? B) Cuando uno está triste, realmente triste, así como cuando se recorre cualquier emoción con intensidad, se verá reflejado en todas las cosas, en todas las historias, pues todas serán la suya, la única. Pero esto no quiere decir que uno escoja siempre la mejor historia para contar y contarse.

9. Me dicen que, por otro lado, la ahora conocida como “La que debió ganar”, Collective, vale muchísimo la pena y que el tiempo sabrá recocerla con su justo lugar en la Historia. La trama es suficiente para un poema demoledor. En Rumanía, en una disco de metalcore de Bucarest / hubo en el 2015 un incendio / acabó con la vida de 64 personas e hirió a otras 146 / varias de estas personas murieron de maneras no esclarecidas / semanas después de abandonar los hospitales en los que fueron atendidas / El caso fue cubierto por un diario / deportivo / y le siguió el rastro a una crisis sanitaria que llevó ciudadanos a las calles / y derrocó un gobierno.

10. Un amigo en cuyo criterio confío me habló muy bien de My Octopus Teacher hace ya varias semanas, hoy le contesté esto: Anoche vi la película del pulpo en Netflix, espero, de todo corazón, y por el bien de las generaciones venideras, que no se te ocurra volver a pisar un aula en calidad de profesor. Me canceló. ¿Cómo se llama la película? Hay que tener la piel ancha.


@pescadoandrade / @mundodiners