4.20.2021

Gente decente

 


Las cosas te parecían más o menos así: 
 a lo largo de tu vida has trabajado duramente, 
 sacrificándolo todo por tus hijos y sobre todo por mí. 
- Franz Kafka en Carta al padre -


Se dice: es tan bueno que no parece hecho aquí. 
También se dice: esa serie es tan buena que parece cine. 

¿La buena televisión parece cine? Sí. 
¿Se puede hacer buena televisión sin que parezca cine? Obvio que sí. 

La televisión sacrifica estética y argumento y dignidad para llegar a la mayor cantidad de gente posible porque, si no triunfa, fracasa: los programas se cancelan y, por otro lado, los modelos exitosos se reproducen irresponsablemente y llegan a desvirtuar los esfuerzos más creativos y arriesgados. 

¿Es lógico? Sí. 
¿Es justo? Ni tanto. 
¿Hay que ceder? 
Retroceder nunca, rendirse jamás.

Los 80 es buena televisión. Partió como la versión chilena de Cuéntame cómo pasóla serie más longeva en la historia de la televisión española (21 temporadas y contando), concentrada en una familia de clase media desde el crepúsculo del franquismo hasta nuestros días. Así que sí, esta también es una fórmula, una franquicia, pero no el tipo de sucursal que llena sus perchas con los productos de la matriz y contrata agentes de ventas; muy al contrario, Los 80 se apropia del concepto y lo reclama para su territorio. 

Se emitió durante siete años, entre el 2008 y el 2014, y cuando aún estaba al aire los programas de radio y televisión en Chile invitaban a los actores para que rindan cuentas por sus personajes; era tal el nivel de identificación que, en busca de una representación aún más cercana, la sociedad se creía con el derecho y la obligación de cuestionar a los personajes. Esto no es tan raro, cuando uno se siente parte de una historia espera que sus héroes y villanos se comporten a su imagen y semejanza: lo demás es traición. 

A los actores chilenos les preguntaban, por ejemplo, ¿se vienen Los 90?, y ellos decían no, la serie se llama Los 80, y vaya que sobraba materia prima.

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La familia ochentera, los Herrera López, atraviesa una década límite en Chile: el quiebre económico del ’82, el terremoto del ’85, el mundial del ’86, el pinochetismo instalado como sistema operativo, el Frente Patriótico, los vivos y los muertos y los que no aparecen por ningún lado. Un país dividido pero no por eso derrotado, una familia en la que los hijos crecen y empiezan a tomar sus propias decisiones y también a sufrir las consecuencias. 

Más o menos así: la mamá dice No te subas a ese árbol, uno pregunta ¿Por qué?, la mamá dice Porque te vas a caer, y uno se sube y se cae y lo golpean primero el suelo y segundo la mamá. 

El primer actor en sumarse al elenco fue Daniel Muñoz, que terminó haciendo las veces de Salvador Allende en una película del alguna vez clandestino Miguel Littín. Muñoz sorprende por lo amplio de su rango, llega a ser ese padre de familia que está tan perdido como los hijos justamente porque no sabe cómo protegerlos. Su contraparte, la que lo estimula y lo eleva y muchas veces lo supera, es la actriz Tamara Acosta, porque madre sólo hay una y ella sabe ser la única, la que te hace la herida por haberte subido al árbol pero también te cura y, más importante, te sana. El hogar que encabezan se las arregla para ocupar un rol estelar en una década sobregirada: la hija que estudia medicina y se enamora de la revolución, el hijo que sueña con ser piloto y al que acusan de milico, el pequeño que pregunta si es malo ser de oposición mucho antes de dar su primer beso o fumar su primer cigarrillo, la bebé para la que Pinochet será ese pasado que no conviene olvidar y se construye en coro. Eso, lo coral, también merece reconocimiento. En Los 80 cuentan los principales tanto como cuentan los vecinos, los jefes, los compañeros de colegio y los compañeros militantes, los de la tienda, los militares y los curas: digamos que a uno le queda claro que no está sólo en este mundo.

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Dicen que las familias son el motor de la economía y el progreso. Te casas, piensas por dos; te reproduces, piensas por tres o por cuatro o por cinco o por seis; multiplicas tus ingresos, tus egresos, y un día despiertas al frente de una tribu que tú mismo fundaste cuando eras todavía un cabro chico; de pronto ya no eres el centro de tu vida, desapareces, y todo es para ellos y aquello te tranquiliza porque independientemente de lo que quieras hacer hay cosas que tienes que hacer, punto, y la responsabilidad calma tus desvaríos de autonomía. Pero la familia, también, es una oportunidad de ver la vida en movimiento. Te reproduces, la pequeña empieza a hacer muecas, ruidos, gestos, a inventar palabras, un pasito después del otro, y te das cuenta de que la lógica no es enemiga de la cotidianidad y de que es por eso que, cuando miramos atrás, todo parece haber ocurrido más o menos en orden.

A la familia Herrera López se la puede acusar de un par de cosas, quererse más allá del bien y el mal, fraccionarse en momentos clave, abusar de la confianza en el fuero interno, desear lo mejor el uno para el otro, en fin, preferir ser familia que ser personas ¿Es eso un pecado? No cuando los gestos de afecto son auténticos, pero sí cuando ese afecto es el mensaje que preferimos transmitir y no un testimonio de nuestra intimidad (como dicen, ¿se separaron?, ¿en serio?, ¡pero en Instagram se los ve felices!). Se sabe: lo cursi no es lo romántico ni lo dulce ni lo sensible, es lo que no se puede creer. Y Los 80 no está libre de escenas difíciles de creer y justificadas por La fuerza del cariño, pero eso responde a su carácter bien intencionado. ¿Se perdona?, quizás no, pero al final sin duda se agradece.

Hay algo en lo popular, en lo pop, que no tiene que ver necesariamente con la popularidad. Hay series que encantan y agrandan la vida, así como las que embaucan y quitan tiempo, estas últimas muy populares y consentidas por el horario estelar. La diferencia es fácil de identificar. La televisión que distrae hace precisamente eso, distraer, mirar para otro lado o mejor dicho no mirar hacia ninguna otra parte; la televisión que cuestiona, e interpela, busca mostrar no el reloj sino las placas y los ejes y los piñones que le permiten avanzar y medir el tiempo. Los 80 es, a ratos, un mecanismo descubierto en el que se muestra sin vergüenza ni pudor el espacio entre un segundo y otro. 

Hay una escena, memorable, en la que el padre toca una puerta detrás de la cual está su hija, atada a una silla y con una mordaza en la boca, una de muchas en las que La fuerza del cariño no puede interrumpir el destino, y es eso lo que nos permite reconocernos: queremos a nuestra familia, los amamos, pero no podemos restringirlos de su propio papel protagónico y capaz lo mejor es enseñarle a cada cual cómo arreglárselas solo. 

Dicho esto, Los 80 se cubre las espaldas con el humor, la forma más linda de la inteligencia; con secuencias de un adolescente viendo el rostro de su primer deseo meciéndose sobre un columpio en cámara lenta, con los ojos del corazón, esa mirada que aún no alcanza para creer lo que se está viendo y amando desde ya o que se amaba desde antes. 

Hay en la serie una especie de promesa que siempre se cumple: puedes volver a tu familia cuando quieras, no a la misma casa, no al mismo cuarto, no a la misma familia, pero puedes volver cuando quieras.


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