10.22.2019

El tamaño de mi esperanza



No sé cuántas veces he visto School of Rock, pero han sido muchas: tenía el DVD original y hubo una época en la que la veía cada vez que quería subirme el ánimo o simplemente  reírme y gozar antes de quedarme dormido. La primera vez que la vi, me acuerdo, unos amigos y yo hicimos guardia durante horas en un videoclub hasta que alguien llegó a devolverla y cuando por fin la vimos quedamos extasiados: era todo lo que esperábamos, todo lo que queríamos, y más, Linklater (guión de Mike White mediante) había logrado componer una sólida declaración de principios, un indiscutible argumento moral, y lo había hecho con una película cuyo reparto estaba liderado por Jack Black y una clase de niños de diez años.

No era la cinta perfecta, todavía no lo es, la verdad es que en varias escenas es mejor mirar hacia otro lado, hacerse el loco, perdonarle cosas (¿cómo logra una banda de rock ensayar en un aula de clases sin que el resto de la escuela se de cuenta?, ¿cómo llegan a tocar así de bien con sólo tres semanas de existencia?), pero hasta el día de hoy se las perdono porque hay un fin mayor: contar ese momento en el que escuchas rock por primera vez y tu vida cambia para siempre porque después de eso ya no puedes ser el mismo; contar, con niños como protagonistas, la convivencia de una banda, cómo unas personas se acercan a otras, como aprenden a confiar en sí mismas y en las demás, y cómo se puede enfrentar al mundo haciendo música. Stick it to the man!

La última vez que la vi, sin embargo, hace sólo unos días, ha sido quizás la más especial de todas. Estaba con mis sobrinas, que tienen seis y cuatro años, que ya la habían visto una vez y querían repetírsela (qué bella es esa época en la que uno puede ver la misma película todos los días sin cansarse). No me queda claro cuánto de la trama adulta o terrenal llegan a entender realmente, o cómo ven al personaje de Jack Black más allá de, dicen ellas, un señor muy loco, pero vaya que la cinta las hipnotiza y las emociona: para ellas, por lo menos en este momento, en la escuela Horace Green ocurre un tipo de magia más poderosa que la que se enseña y se practica en Hogwarts. Les gusta la parte en que Jack Black espía a los niños en su clase de música y descubre que pueden tocar varios instrumentos; les gusta cuando comienzan a ensayar y a cantar; les gusta cuando se fugan de la escuela para su audición en la batalla de las bandas. Pero lo que más les gusta es el concierto del final: entienden perfectamente que la banda no gana el concurso pero de todas maneras es la que triunfa, como Rocky Balboa al final de su primera pelea por el campeonato mundial. Cuando la banda está a punto de subir al escenario ellas empiezan a aplaudir y a gritar, primero, ¡van a tocar, van a tocar, van a tocar!, y segundo, ¡escuela de rock, escuela de rock, escuela de rock! Yo, que me puse a gritar y a aplaudir con ellas, estaba también al borde del llanto, por la emoción, porque verlas conmocionadas como estaban me convenció de que estábamos unidos, hermanados por una misma causa, y ese es el tamaño de mi esperanza.  

Después de ver la película y comer fideos con salsa de tomate, la mayor de mis sobrinas me preguntó cuál era la historia del rock and roll (lo dijo así: rock and roll) y le mostré videos de Chuck Berry y Elvis Presley. El interés no le duró mucho (culpa mía) y tras un par de canciones que, me dijo, le gustaron, me pidió que le pusiera episodios de la más que odiosa Miraculous, algo que simplemente no puedo compartir con ella, pero en lo que la complací de todos modos. Lo que importa es que la raíz ya está sembrada, que los valores empiezan a revolver el torrente sanguíneo, que las niñas ya saben quiénes son los buenos en esta lucha y cuáles son sus armas, que el poder de una historia poderosa les muestra el camino.

10.14.2019

Bromas



It's a joke
It's all a joke
- The Comedian - 

Cuando Joker ganó el León de Oro en Venecia, hace sólo unos meses, leí en redes que alguien decía ha ganado el enemigo. Y me alegré. Que una cinta pop o sobre un ícono pop se impusiera en un festival de cine-arte me pareció una señal de progreso democrático. Pero enseguida empecé a sospechar: si ganó, pensé, si tranzaron, alguien tuvo que ceder; o Todd Phillips hizo una cinta arrogante, insoportable, aburrida, o el jurado de Venecia se dio cuenta de que el viejo truco de premiar lo que nadie entiende ya no está dando los mismos resultados. Cabía, es cierto, una tercera opción, que Joker hubiera alcanzado la misma estatura que The Dark Knight, es decir, que hubiera convertido un producto pop en una obra de arte sin traicionar su esencia, sin venderse, pero no, Joker es una película vendida.

Un amigo me dice: me parece más real que la gente sucumba ante el caos (Ecuador lo acaba de demostrar) a que sea todo tan bueno y utópico como pasa en Dark Knight, donde la gente no se hace mala ni porque están bajo presión en los barcos. Yo respondo: el Ecuador acaba de demostrar que la mayoría no sucumbe.

Al principio, Arthur Fleck me compró con esta frase: lo peor de tener una enfermedad mental es que la gente espera que actúes como si no la tuvieras. Cuánta razón, cuánta verdad. Ve y dile a alguien que está sufriendo un ataque de ansiedad que se calme a ver si funciona; ve y dile a alguien que padece de insomnio crónico que basta con madrugar y hacer ejercicio físico para poder dormir por las noches a ver si no te quema vivo. Pensé que la cinta iría por ahí, que el conflicto central sería cómo lidiar con la enfermedad mental en carne propia, y tuve esperanzas, pero Fleck ni siquiera lo intenta, es sólo-y-todo-el-tiempo una víctima (de los poderosos, de los fuertes, del sistema, vaya novedad) y es imposible empatizar con él porque su falta de voluntad no levanta nada de admiración o afecto.

Los freaks también tienen que ser encantadores de alguna manera, tienen que ganarnos y ponernos de su lado. Pensemos, para quedarnos en este mismo universo, en la confianza arrebatadora que tenía el guasón de Jack Nicholson en sí mismo (no entendía que Kim Basinger no quisiera estar con él); o en el misterio de Heat Ledger, cuyo gran súper poder era no tener más motor que ver al mundo en llamas. Este guasón justifica al que se vuelve malo porque no tiene otro recurso, porque la sociedad lo empuja, porque lo golpean y lo golpean hasta que explota: quiere ser El ladrón de bicicletas, pero para eso necesitaría tener valores que perder y, claro, un alma.  

Quizás si la cinta hubiese arrancado antes, cuando era chico (las referencias a una infancia supuestamente llena de abusos no bastan), hubiésemos podido acompañarlo, conocerlo mejor, tomarle cariño y comprenderlo y hasta apoyarlo en su decisión de abrir fuego. Pero no, cuando lo conocemos ya es lo que será y está tan divorciado de la realidad que es imposible tocarlo o sentirlo. Lo único que alcanzamos a ver, y esto sí muy de cerca, es un desmesurado y desesperado intento de Joaquin Phoenix por ganar el Óscar: ¿era necesario bailar tanto?, no; ¿era necesario convertirse en un contorsionista?, no; ¿era necesario dejar salir la risa incontenible tantas veces?, no. Lo peor de este Phoenix es que su trabajo se nota, se evidencia, lo intenta demasiado y eso, lejos de conmover, cansa.  

Lo dijo A. O. Scott en su reseña para el NYT: Esto no es chistoso, y no puede tomarse en serio, ¿es esa la broma? Lo dijo Fuguet en su columna de LaTercera: Que quede claro: esto es una cinta de superhéroes disfrazada de cine-arte rumano y no al revés. Yo agregaría que es una película políticamente correcta y conservadora, donde el malo, presentado como un oprimido, es romantizado y por fin, después de tantos años de injusticia, gana.  

Otro amigo, en el que confío mucho, me dice: hay una cosa que me ha sorprendido, la gente está encantada, no pueden más. Yo respondo: es que Phillips, que no por nada ha hecho películas taquilleras antes, ha unido a dos grandes públicos: los que ven pop piensan que están viendo arte y se sienten mejor consigo mismos; y los que ven arte piensan que la industria por fin les está dando la razón, que ahora Warner entiende lo que es el cine de verdad. Horas después, mientras trato de escribir esto y capto que al final es una carta de desamor, que me duele que no me haya gustado y que todo este asunto se siente como una traición, me fijo en los comentarios que varios lectores dejan en distintos medios que a su vez han publicado artículos (sobre todo de opinión) sobre la película: para una mayoría el personaje representa al hombre de a pie, al que se mueve en transporte público, al que trabaja en algo que odia, al que esperaba otra cosa para su vida. Quizás, pienso, la gente está encantada porque al fin alguien se cabreó de verdad y mandó todo a la mierda.

***

Le pregunto a mi amigo, al segundo, al que me dijo eso de la gente está encantada, cuál es, para él, la broma de la que se ríe Arthur Fleck segundos antes de que se termine la película. Me dice que en este momento, en alguna parte del planeta, Todd Phillips y Joaquin Phoenix están tomando whisky caro, contando billetes y cagándose de risa porque han hecho que todo el mundo crea que vio una película seria. Para solventar su argumento, me cruza una entrevista que dio el director a Vanity Fair, en la que dice que ya no hace comedias porque ahora el público se ofende con cualquier cosa. Ahora se burla de nosotros, me dice mi informante. El Guasón siempre ríe al último.