2.26.2020

Las que se quedaron


Cuando ellos se fueron, el documental de la ecuatoriana Verónica Haro Abril, se toma muchos riesgos, más de los que uno podría pensar o arriesgarse a sospechar, y en ellos reside su valor. Visto muy por encima, en la superficie (a partir de la sinopsis, digamos), podría tomarse como la típica película-latina-hecha-para-europeos: un poco exótica-NatGeo, demasiado contemplativa, pasiva, y hasta folklórica si nos ponemos en esas. Pero la cercanía y el afecto con que la directora mira y admira a sus personajes libera a la cinta de cualquier estereotipo. El documental, se nota, está hecho desde la república del cariño y la búsqueda interior (¿de que sirve el arte si no es para encontrarse a uno mismo y, con mucha suerte, sentirse menos solo?) Y logra que la felicidad, cierto tipo de felicidad, triunfe: algo muy difícil de conseguir y, por lo visto, poco apetecido por los realizadores de estas latitudes.

El mayor riesgo que se toma la cinta es ponerse en esa categoría en la que no se le puede decir que no. Pensemos en la historia: en Plazuela, un pueblo andino que ni siquiera figura en los mapas del Ecuador, vive una generación de mujeres mayores, todas viudas, solas, que se acompañan entre ellas y entre ellas construyen una suerte de armonía que les mantiene el pulso a buen ritmo. Es decir, personajes vulnerables por los cuales es imposible no sentir empatía (todos tenemos abuelas) En un momento, la directora dice algo como esto: Quería que la protagonista de esta película fuera mi abuela, pero me demoré demasiado. Entonces uno asume que la abuela murió antes del rodaje y de alguna manera, como espectador, queda comprometido: esto es lo mismo una confesión conmovedora que una trampa manipuladora, porque nos obliga (y un espectador nunca debería sentirse obligado a nada) a ponernos del lado de la narradora y su historia.

Ahí, en esa falta de conflicto, estaba precisamente mi conflicto cuando empecé a verla, ¿cómo puedo disfrutar de una película con la que no puedo pelearme y discutir?, ¿una película en la que nadie me cae mal? (un amigo me dijo: los documentales de Netflix te han arruinado, no todo es conflicto, no siempre es necesario: a veces basta con sentarse a mirar, como si se tratase de un paisaje, y le concedo razón) Pero pasaron los minutos, los cuadros estáticos (algunas postales memorables, otras predecibles), los testimonios, los rostros arrugados llenos de encanto y vida, los diálogos que tienen su parte de realismo mágico y senil pero también de sabiduría terrenal intacta. Y fui cayendo en lo que, creo, convenció a la directora de encuadrar con su mirada a estas mujeres: uno piensa en la soledad y el aislamiento como la antesala de la muerte, pero no hay tal, por lo menos no para estos personajes (una de ellas dice No tengo tiempo para entristecerme), mujeres que no solo se aferran a la vida sino que se atreven a disfrutarla. 

Verónica Haro Abril entiende una regla de oro: los personajes son más importantes que la historia. Y estas abuelas, que uno termina sintiendo como propias, son unas duras. La escena en la que la abuela melómana, que mantiene un romance no-tan-platónico con el locutor de una radio de Ambato, que la complace con peticiones que ella le hace por teléfono y le dedica pasillos al aire, escucha esas canciones con sus vecinas, está desde ya entre los mejores momentos del cine nacional; la escena en la que una abuela muy menuda y algo desubicada no puede recordar cuántos nietos tiene y se burla de sí misma parece un sketch de la más refinada comedia británica; la escena en que dos abuelas apicultoras, trajes mediante (ver cómo se visten es como descubrir por primera vez el traje de un superhéroe) recogen miel de abeja y la una acusa a la otra de floja distraídaes un clásico de la fórmula pareja-dispareja-que-se-ama. Y así, uno tras otro, van apareciendo momentos que forman un todo y nosotros quedamos al centro de ese todo, en el medio de Plazuela, contentos, incluso con ganas de envejecer o, más importante aún, con menos miedo a la vejez.  

2.17.2020

Una joya


La vida de Howard Ratner, judío y dueño de una tienda de joyas en el diamond district de Manhattan, podría acabar en cualquier momento, y no de una manera muy placentera ni pacífica, sin la oportunidad de entrar gentilmente en esa buena y eterna noche. De hecho, Howie, como le dicen sus amigos y algunos de los que fueron sus amigos y ahora lo buscan para matarlo o al menos causarle dolor y verlo sangrar, le hace justicia al poema de Dylan Thomas: se resiste a la oscuridad ardiendo en rabia y en delirio.

En Uncut Gems, dirigida por los hermanos Safdie (que se las traen, qué ganas de ver sus películas anteriores), la vida de Howie se resume a unos pocos pero muy intensos días, en los que queda claro que su misma supervivencia es un triunfo del azar con fecha de caducidad. Es adicto al juego, a las apuestas, y como a todo adicto que se precie, ganar no es precisamente lo que aumenta su temperatura, sino correr la incertidumbre, arriesgar el pellejo, saber que de un momento a otro puede quedarse en la calle o convertirse en millonario: el motor de su vida es un trance tóxico pero inevitable.   

Le debe dinero a medio mundo, incluso a uno de sus primos, el que más lo persigue y con quien debe compartir reuniones familiares; tiene una amante que lo mismo le sirve de consuelo y le tapa las arterias de los celos; su esposa lo odia (aunque no da señales de querer divorciarse) y para sus hijos es más un personaje que una persona; tapa una mentira con otra y con cada nueva mentira aparece un nuevo problema que a su vez requiere de una nueva mentira y cuando te das cuenta ya es demasiado tarde para decir la verdad, cualquier verdad, y todo se va volviendo un poco peor, y peor, y peor ¿Se entiende? Sí, claro que se entiende, todos lo hemos hecho, pero ninguno, o pocos, como Howie, que en medio de todos sus movimientos subterráneos y moralmente cuestionables mantiene una ilusión ingenua e hiperactiva, que lo mantiene saltando de piedra en piedra para cruzar un río caudaloso en el que cada vez quedan menos piedras.

Howie es uno de esos personajes que, siendo técnicamente despreciable, resulta entrañable y hasta enternecedor. Es imposible no ponerse de su lado y querer que las cosas le salgan después de haberlo visto correr por toda la ciudad gritándole a su teléfono, defenderse a golpes de la gente que lo persigue para que pague sus deudas, ser humillado por su propia culpa, armar esquemas que sólo podrían funcionar en su cabeza (esto es clave, la gente está cansada de sus mentiras, no tiene credibilidad, ni crédito) y derrumbarse y llorar y reconocer que sólo está haciendo cagadas. Y sí, mucho de esto tiene que ver con la lúcida decisión de poner a Adam Sandler al centro de la cinta, porque debajo de todo ese griterío y el escándalo callejero y los episodios de manía que le provoca el juego, debajo de esa cabeza que a veces se pierde y se separa del cuerpo y se va demasiado lejos para su propio bien, se reconoce a un hombre que sólo quiere una vida mejor que la tiene aunque los únicos métodos que conoce para conseguirla no sean, necesariamente, los más decentes.  

Uncut Gems parte con una escena tipo Indiana Jones en la que unos mineros del norte de Etiopia, trabajando, claro, en condiciones infrahumanas, encuentran una piedra que contiene en su cuerpo varias joyas que revelan los colores del cosmos. Esa piedra es la última esperanza de Howie, la gran jugada que lo librará de todas las deudas y le permitirá arrancar desde cero y con un expediente más o menos limpio, pero él, obvio, no se conforma con el dinero que puede obtener de ella en una subasta sino que se la vende a una estrella de la NBA quien, a su vez, piensa que la piedra le da poderes que lo ponen por encima de sus rivales: y el jugador gana los partidos cuando la tiene en su poder, y Howie apuesta todo lo que tiene por él. Sí, hay una capa de mística, como en un libro de Tolkien o una canción de Led Zeppelin; y de simbolismo, porque esa piedra con joyas incrustadas se convierte en la visión del futuro, en la promesa de la libertad, en la certeza de no volver a tener una pistola entre las cejas. 

Uncut Gems, de aire setentero (uno de los productores es Scorsese), editada a la velocidad con la que los pensamientos se cruzan en nuestro cerebro y resuelta a no detenerse hasta que no queda más remedio, se levanta como la traducción del caos. No para, no afloja, no suelta, es una apuesta en la que están en juego todas las fichas. El todo por el todo. 

*

Pd: Una noche antes de que se entregaran los premios de la Academia, Adam Sandler ganó como mejor actor en los Independent Spirit Awards. Su discurso de aceptación es otra joya. Enjoy.   

2.12.2020

Las perlas de Bong Joon Ho


La actuación de Bong Joon Ho en los Oscars fue conmovedora: quién diría que un tipo que parece tan sencillo, tan tranqui y buena onda y genuino (cuando dijo que iba a beber hasta el día siguiente se ganó mi corazón), y con ese pelo más bien de científico obsesivo-compulsivo, pueda hacer las películas que hace; supongo que un artista no siempre tiene que parecerse a su obra o vivir dentro de ella sino más bien librarse de sus trabas a través de su ejecución o simplemente agrandar el mundo. Tal vez. El caso es que no parecía preparado para tanto y esa fue su mejor ofensiva. 

Parasite, la cinta que de alguna manera lo ha globalizado (la vi en un cine quiteño, en día de semana, tarde en la noche, y la sala estaba a reventar) tiene a cuestas un total de 198 premios recogidos alrededor del mundo, fucking 198, y aunque varios de ellos han sido otorgados por gremios tan distantes como la Central Ohio Film Critics Association y los Globes de Cristal de Francia, y aunque esté de moda premiarla (quizás para ganar prestigio como festival), no cabe duda de que hay una especie de acuerdo cósmico. Parasite impresionó a todo el mundo y todo el mundo quiere demostrarlo. 

Sin embargo, fue durante los premios de la Academia, incluso más que luego de haber ganado por unanimidad la Palma de Oro en Cannes, cuando Bong Joon Ho tropezó con su punto de quiebre. Dijo cosas tan nobles como hermosas que sólo pueden venir de un corazón limpio que salta dentro de un fanático de Hitchcock. Habló de lo importante que es que Hollywood ya no premie a la mejor película en idioma extranjero sino a la mejor película internacional, lo que de cierta forma nos acerca no sólo como cinéfilos sino como ciudadanos universales. Una periodista, después de la ceremonia, le dijo que había hecho historia, y él respondió: sí, hicimos historia, pero esa no era nuestra intención, sólo queríamos hacer una película (creo que esta respuesta mide la talla de su emisor) Y cuando recibió el Óscar a mejor director nos sacó lágrimas a varios porque dijo que en la universidad, en la carrera de cine, estudiaba las películas de Scorsese (para mí, por si acaso, El Irlandés sigue siendo la mejor película del 2019) y ahora lo tenía en frente y no entendía del todo lo que estaba pasando. Y se movía, nervioso. Y se llevaba las manos a la cara. Y daba vueltas en círculo con pasos cortos. Y tartamudeaba. Y era como verlo despertar de un sueño dentro de otro sueño. 

Recuerdo, hace años, haber visto de The Hosty pasarla realmente bien: sufrí un poco, hasta me asusté, creo, pero sobre todo me divertí, me pareció increíblemente entretenida, movida, de esas cintas que no pueden ni quieren quedarse quietas y a las que hay que subirse como a un juego mecánico en un parque temático, agarrado a la barra de seguridad y cerrando los ojos de vez en cuando y gritando para soportar los giros y las pérdidas de gravedad. Ahora, hurgando entre varias entrevistas de Bong Joon Ho, la cuestión me queda un poco más clara: mezcla los géneros de manera inconsciente, porque así es la vida (y lo es), y porque lo que busca, dice, es crear algo único que lo sorprenda sobre todo a él (aquí unas palabras de Paul Auster: uno no escribe los libros que quiere escribir sino los que quiere leer). Parasiteme recordó esa sensación, acaso inclasificable, de estar viendo algo que no le tiene miedo a la bipolaridad narrativa ni a cambiar de registro si ese cambio desemboca en un paisaje cercano y remoto y convulsivo pero nunca antes visto (la escribió en cuatro meses, a toda velocidad, pero la tuvo en la cabeza durante cuatro años). Después de todo, Bong Joon Ho dice tener una colección, entre DVD’s y Blu-ray, de aproximadamente 5.000 títulos, así que, digamos, tiene hartos ingredientes en su alacena y a la hora de rodar es tan meticuloso con sus storyboards como lo era Kurosawa.

Y algo más de ternura para cerrar. En una entrevista dijo que la película que más veces ha visto en su vida es Psycho, de Hitchcock, que la ha visto quizás cincuenta veces; pero luego lo pensó un poco mejor y se corrigió, la película que más veces ha visto en su vida es My Neighbor Totoro, de Miyazaki, porque es la favorita de su hijo, y la han visto juntos más de cien veces. Creo que podemos seguir confiando en él.          

2.05.2020

La edad de la sabiduría


Al final, acaso sin querer, uno termina convirtiéndose en sí mismo; no en lo que quiso o pudo o intentó ser, sino en algo más concreto y tangible: lo que es. Con esto quiero decir, precisamente ahora y a manera de celebración, en voz alta, gritando y juntando las palmas de las manos por encima de mi cabeza con toda la fuerza de la que soy capaz, que con su última película, El Irlandés, Martin Scorsese ha conseguido eso por lo que un artista lucha su vida entera: la materialización de su identidad. 

La cinta dura tres horas y media y uno se queda con ganas de más. ¿De qué más?, ¿qué más hay para contar que no se haya dicho ya en ese tiempo? No lo sé ni me interesa demasiado porque las ganas con las que me quedé realmente fueron de que Scorsese siga filmando, ojalá para siempre: es que ya no filma, ahora es capaz de crear vida, ahora entiende perfectamente de qué se trata todo esto. En El Irlandés muere mucha gente, varios de ellos en tiempo real y en una suerte de resumen histórico de los Estados Unidos contado a través de asesinatos, pero uno capta enseguida que es el mismo Scorsese el que se está enfrentando con el último acto de su vida; que él, que ha producido tanto (películas, documentales sobre rockeros, series de televisión, videos musicales, comerciales publicitarios), tiene totalmente asumido que ya no tiene la vida por delante y quizás por eso se atreve a darlo todo de manera tan contundente: cuando el tiempo corre, supongo, te quedas sin opciones, sólo puedes afinar el pulso para apuntar con un ojo cerrado y el otro a medio abrir y soltar un disparo y que Dios se apiade de nosotros. 

Scorsese, todo hay que decirlo, ha alcanzado varias cimas o ha conquistado la misma cima varias veces (si me preguntan, con Silencio, del 2016, quedó todo dicho), pero quizás porque El Irlandéses una cinta de género, una cinta de un género que él ha comprobado dominar y engrandecer  cargándolo de existencialismo e integridad, desde aquí abajo se ve como la cúspide o el cierre de una carrera que ha llegado al mejor final possible (aunque aún no se acaba). Digámoslo todos juntos ahora: ¡ganamos! Si todo lo que vimos antes fue el camino que nos trajo hasta aquí, benditos sean los más de cuarenta años de carrera de Scorsese, sus excesos y sus extravíos en búsqueda de la verdad, sus tiros al aire y sus balas perdidas, sus más de sesenta créditos como director; y maldita sea esta sensación, terrible, de que uno sólo puede aprender a vivir viviendo y de que es alta, muy alta, la probabilidad de que sólo cuando nos acerquemos al horizonte, al precipicio, seamos capaces de actuar con la máxima coherencia que la vida nos reclama desde un principio.    

Otra gran sensación que me queda después de ver El Irlandés, y este es un síntoma común cuando se está en presencia de la gloria, es la de revisitar la filmografía de Scorsese. Empezar por lo obvio, es decir, Buenos Muchachos Casino (¿alguien ha vuelto a ver Casino?, ¿es tan buena como la recuerdo?, ¿es mejor?), que en este caso sirven como precuelas o películas hermanadas temáticamente. Scorsese, gracias al cielo, no ha podido escapar a su propia historia, le interesan el poder, la violencia y las relaciones emocionales y los códigos de honor entre los mafiosos italo-americanos, la gente que era ya adulta cuando él no sabía si hacerse sacerdote o director de cine, su gente, esa que él mismo pudo terminar siendo si un par de cosas se daban de manera distinta. Pero, como decía, tengo ganas de volver a Scorsese con estos nuevos ojos porque tengo el presentimiento de que en su obra hay cosas que no he captado todavía, cosas por descubrir. El tiempo pasa, las películas cambian, unas crecen y mejoran, otras se reducen a un par de secuencias memorables, y otras se apagan y uno se ve en la penosa obligación de olvidarlas; pero, aunque yo también he cambiado para bien y para muy mal, hoy no quiero olvidar, al contrario, hoy quiero recordar y ver de manera consciente la evolución de un cineasta que, ya no cabe duda, pasó de obrero a autor y de autor a artista de tomo y lomo. 
                                     
¿Es este, como andan diciendo por ahí, el disco que reúne los Grandes Éxitos de Scorsese? No exactamente. Yo diría que es más bien una canción (de esas que se tocan al final de un concierto y que todo el mundo canta de pie) que reúne todos los elementos que, a lo largo de su carrera y al punto de trascender como sus obsesiones, el director ha aprendido a manipular a su antojo: ha filmado a sus fantasmas y así se han vuelto seres de carne y hueso. Existe algo que podríamos llamar Universo Scorsesey ésta es su capital. Parafraseando una línea de diálogo en la película: tal vez ahora el nombre Jimmy Hoffa no mueve el viento, pero hubo un tiempo en el que ese hombre era tan famoso como Elvis Presley o Los Beatles. Scorsese lo ha traído de vuelta y no sería extraño que pronto alguien estrenara un documental sobre Hoffa y su sindicato de choferes, o una película que se acerque más a la verdad estrictamente biográfica porque, se sabe, un artista no cuenta los hechos tal como sucedieron sino como más le conviene o de la manera que más lo emociona. En todo caso, es cierto que en la cinta hay reuniones y que Robert De Niro y Joe Pesci brillan cada vez que están juntos y que resulta difícil creer que Al Pacino no haya sido siempre parte de la pandilla. La banda suena afinada, a tiempo, y si hubiera que cantar un coro sería probablemente este: soy tu hermano / pero si tengo que matarte / morirás.

Scorsese no ha envejecido, ha madurado, no anda por ahí como un anciano con demencia senil quejándose del comunismo; tampoco pretende ocultar los años que tiene o conseguir seguidores marcando tendencias; se alió con Netflix, se adaptó a este siglo, pero sigue siendo un cineasta de principios intachables. 

El Irlandés parte con un plano largo y pausado que define el tono de la historia, desde ahí uno sabe que lo que se viene será extenso y que hay que estar dispuesto a hacer silencio y escuchar con atención: créanme, la recompensa lo vale. Es como transitar la vida misma, claro, si vives lo suficiente. Cuando uno termina de ver una película tiene, por lo general, la sensación térmica de haber presenciado un momento de la vida de los otros, un pedazo de algo que empezó antes de nosotros y continuará sin nosotros, pero aquí estamos frente a la vida entera, algo que sólo se puede ver después de mucho tiempo y cuando miramos hacia atrás.

(Mundo Diners)