10.20.2021

Roseando



Lo que realmente le interesaba a Rossellini, lo que él pretendía -con esfuerzo y sacrificio- extraer de esto que llamamos experiencia de vida, era la capacidad de entender. 
Así: ser capaz de entender. 

Poder entender, para ser más claros. 
Tener el poder, para ser más precisos. 

Esto lo dijo poco antes de cumplir los 71 años, misma edad a la que murió; y se lo dijo, claro, al YouTuber más cool de la época (asumo que harto conocido por quienes coinciden en este festival), el español Joaquín Soler Serrano, en el ya escrito en piedra programa de entrevistas A fondo. “La mía era una preocupación de orden moral. Entender las cosas, esa era mi preocupación. La posición de un hombre debe ser de juicio. Y, sobre todo, un gran esfuerzo por entender. Ese es el gran esfuerzo. En cambio, normalmente, se hace de todo por no entender. Porque resulta mucho más fácil manipular a los hombres con las emociones en vez de con la razón. Eso es algo que pude constatar en mi vida. Y es algo que es atávico y proviene de la historia. Es casi ancestral. Y creo que hay que liberarse de eso”. 

Otra cosa que dijo esa noche, en lo que ahora vendría a ser “poco antes de morir”, entre cigarrillos y con absoluta seriedad, fue que lo único de lo que le hubiese gustado asegurarse es de haber sido una persona útil. 

Pausa. 
Hagamos los números o, mejor, contemos. 
1 = Entender. 
2 = Ser útil. 
Si, como se dice con sospechosa certeza, 1 más 2 son 3, yo no dudaría en seguir la lógica propuesta por esta ecuación. Es decir: 


1(Entender) + 2 (Ser útil) = 3 (Hacer cine) 


Lo más emocionante de una retrospectiva o una muestra, como prefieran, es el ambiente que genera: el de la ciudad tomada por un artista, por un cineasta, por un tipo que se ponía terno para salir de su casa y hacer películas. Un autor que también tuvo que filmar para comer (“películas alimentarias”, les decía), y filmó como mejor pudo entender la historia de varias ciudades tomadas; ciudades tomadas por la guerra, tomadas por el amor, tomadas por los personajes y las líneas y los encuadres de Rossellini, como Quito debería sentirse hoy. 

Es verdad que la muestra (o retrospectiva) debería ser más larga, que uno debería tener más películas de Rossellini al alcance del bolsillo para pasar más tiempo dentro de ellas y, obvio, más tiempo con él. Y deberíamos tener, también, algo más de morbo: mal que mal, hablamos de un cineasta italiano, no es gente que se guarde muchas cosas. Por ejemplo: un documental muy gráfico de los años que pasó casado con Ingrid Bergman, la mamá de Isabella Rossellini. Con gente así de interesante y así de bella involucrada en este asunto, ¿por qué no incluir un documental (medio-cine/arte-medio-farándula-nacional) que no sea una película del director sino sobre el director? Nada como un buen chisme sobre un neorrealista italiano, dijo nadie nunca. 

Así las cosas, recibimos tres películas que de todas las maneras son suficientes para poner a prueba el teorema de Rossellini. ¿Entendió algo? ¿Sirvió para algo? 

Venimos de una época dura, estamos aún entre el shock y el trauma y lo que sea que venga después. 

Muchos dicen que la pandemia fue el equivalente a la Segunda Guerra Mundial para quienes no la vivimos, el evento bisagra, el verdadero quiebre del siglo; y algo sabe Rossellini sobre la guerra y planes que se derrumban y seguir viviendo cuando pensábamos que ya no habría más vida para vivir. 

Y las preguntas son las mismas: ¿Lo entendió? ¿Fue útil? 
Y ambas preguntas se responden de la misma forma: el cine. 

Imagínense estas tres películas sobre la mesa, las latas cayendo de la mesa al piso y sonando (porque puedo) como los Stone Roses en I Am the Resurrection, los rollos desenrollándose de sí mismos pero enrollándose entre ellos. 

Pues bien, hay que agarrar estas películas y medirlas con la vida, poner una cosa al lado de las otras o capaz espalda con espalda; tomar medidas, hacer cálculos, y decidir si en lo que filmó Rossellini hay o no hay verdad. Porque si la hay, si al final o al medio o al principio de su carrera hay verdad, si este hombre pudo entender algo y luego contarlo de tal forma que nosotros lo entendamos también, para buscarlo o evitarlo, da lo mismo, y lo hizo con películas, creando donde antes no había nada o donde hubo algo que ya nadie recuerda, no cabe la menor duda de que estamos hablando de una persona que fue, sobre todas las cosas, útil a la humanidad. 

Pienso ahora en un amigo que tiene mi edad y una hija de seis años. Algo que me ha dicho varias veces es esto: mi hija tiene que saber leer y tiene que saber nadar. Aquí hay verdad. Por si no la habían visto o no la conocían, así es y así se ve la verdad: leer y nadar. Rossellini me ha hecho pensar en esto.


@pescadoandrade 



10.07.2021

Hablar demasiado, callar demasiado

La portada es de Juan Miguel Marín



HD: Behind the Book 
(prólogo a la nueva edición) 


I’ll try 
 but you see 
 it’s hard to explain 
- The Strokes - 


La primera edición de Hablas Demasiado se publicó en noviembre del 2009 y se presentó en la Feria Internacional del Libro de Quito, en el Centro de Convenciones Eugenio Espejo. Recuerdo los días previos pero no mucho de la noche en cuestión. Nunca he celebrado tanto algo en mi vida como la aparición de mi primera novela: fueron jornadas enteras de non-stop drinking con varios amigos o con quien estuviera dispuesto o con quien se encontrara presente. El escritor chileno Alberto Fuguet, que de alguna manera apadrinó el libro, me escribió por mail, “No tomes tanto, para que te acuerdes”; el día de la presentación, Francisco “El Pájaro” Febres Cordero, que ahora aparece en mis textos y en mi vida como El Patrón o como Obi-Wan, me dijo “No tomes tanto, o no vas a llegar a la presentación”. Fueron dos buenos consejos que, como tantos pero tantos otros, ignoré. El cineasta Sebastián Cordero, que presentó el libro frente a un auditorio totalmente lleno de gente y escritores (no es lo mismo) nacionales e internacionales, tuvo que soportar mi borrachera exhibicionista, el peso del ridículo, y sacó adelante la noche con mucho esfuerzo y no poca vergüenza: a veces, medio en broma pero no tanto, me pregunta, “¿Te acuerdas de lo que pasó en el lanzamiento de tu libro?” Pensando en esto, me siento como los padres de familia que no recuerdan el nacimiento de sus hijos porque empezaron a festejar muy temprano, capaz antes de la concepción, y llegaron al alumbramiento borrachos. Pero no me arrepiento de nada.

¿Arrepentirme? 
¿Para qué? 
¿Cambiaría eso las cosas? 
¿Cambiaría yo? 
No creo.


Dos o tres días después, Hernán Altamirano, gerente de Dinediciones (la empresa que publica la revista Mundo Diners, para la que aún trabajo) y Fernando Revilla, por ese entonces gerente del grupo editorial Santillana en Ecuador, me invitaron un ceviche con cervezas en el Zavalita de Quito, muy cerca de la iglesia de Nuestra Señora de Fátima. Sabía de lo que querían hablar, el elefante rosado en la habitación era imposible de camuflar, seguía mareado, y aunque el almuerzo tuvo algo de intervención mandaron la buena onda y la complicidad. Lo hicieron por mi bien, digamos, aunque yo escuché todo con los brazos cruzados sobre el pecho, como un rockero al que el resto de la banda le dice algo tipo, “Cagaste un show importante porque estabas borracho”. Pero ni tanto. Lo que Hernán me dijo, por ejemplo, fue esto: “Ese no eres tú” (y no lo era, terminaría siendo bastante peor, aunque ya no en público). De haber conocido a Don Draper como lo conozco ahora (somos íntimos), habría recordado una de sus tantas frases para el bronce: “Cuando te dicen que deberías tomar menos, ya tienes un problema con el trago”.

En todo caso hay algo que he aprendido con los años, de tumbo en tumbo, como dicen, y que me parece real: cuando uno se daña no sufre tanto por sí mismo sino por los que sufren por culpa suya, es decir, mía. O nuestra. Quisiéramos andar por la vida sin hacer sufrir a nadie, pero no siempre es posible ni depende sólo de nosotros.

*

Ahora que lo pienso, estaba feliz pero también algo o capaz muy nervioso. Había expectativa, creo. Llevaba par años publicando crónicas mensualmente en las revistas SoHo y Mundo Diners, y no me iba mal. Me leían, me mandaban de viaje por todo el país y a veces también fuera del continente; ganaba premios y conocía a los grandes cronistas latinos de la época (una época en la que nadie quería ser periodista sino cronista; en serio, estaba muy de moda). Una de mis crónicas, de hecho, terminó convertida en la película Pescador, dirigida por Cordero y con el actor guayaquileño Andrés Crespo en su primer papel protagónico. La película ya cumplió diez años, pasó el tiempo y seguimos siendo amigos y capto que lo mejor no es trabajar juntos sino pasar tiempo juntos, conversar, tomar algo, chismear, nerdear, hacernos reír, decir cosas como "Sería una gran peli". No se puede pedir mucho más que eso.

A veces me reconocían en la calle y me pedían autógrafos (aún no existían las selfies, así de viejo soy); periodistas más jóvenes que yo o estudiantes de periodismo me buscaban para entrevistarme y conocerme; periodistas mayores que yo me invitaban a cenar y me trataban como a una quinceañera debutante que se presentaba en sociedad; diarios y revistas y páginas web me invitaban a colaborar con ellos y me pagaban lo mejor que podían. Diario El Comercio me ofreció abrir un blog que aún conservo activo y que ellos financiaron por un par de años.

Desde que tenía quince o dieciséis años y empecé a escribir cuentos (fantásticos, horribles, tipo Universidad Católica), mis amigos y mi propia familia me decían que jamás podría ganarme la vida escribiendo porque nadie se ganaba la vida escribiendo, pero yo sólo he tenido dos trabajos: fui de todo en un bar, desde mesero hasta administrador pasando por mi puesto favorito, Barman/DJ (te robas tragos de la barra, bebes con los clientes, pones música), y renuncié cuando me propusieron ser reportero de planta en las revistas.

Tengo amigos que me dicen “eras famoso”, pero nunca tanto, además, en este país la palabra famoso se ha convertido en un insulto que señala la profundidad del vacío. Más bien creo que estaba hablando, hablando demasiado, más de la cuenta, y algunos estaban escuchando y hasta prestando atención.

*

Recuerden que era el 2009, las librerías independientes de Quito aún no cobraban el protagonismo que tienen ahora, nadie vendía libros en redes sociales, yo era todavía veinteañero pero no tenía ninguna red social, y había que abrirse espacio entre Libri Mundi, Mr. Books y la Librería Española para más o menos existir o constar en la nómina. Ahí estaban mis libros y se vendían y las críticas, en su mayoría, eran buenas o muy buenas, tanto las de los lectores como las de los periodistas.

Hubo una crítica, todo hay que decirlo, que destrozó la novela sin piedad. La escribió Daniela Alcívar Bellolio, una autora de tomo y lomo a la que no sólo admiro sino que también aprecio. Me llegó un día entre los comentarios del blog: aquí donde me ven, tengo o tenía trolls que vivían pendientes de mí, gente de bien. La crítica de Daniela es genial por donde se la vea, bien redactada, bien argumentada, sólida, punzante, divertida. Ahora que volví a leerla (se llama Hablas demasiado, no dices nada y se encuentra en el blog que mantuvo Daniela algún tiempo, El Desprecio) me encuentro con perlas como esta, “Andrade y algunos de sus colegas de generación estarán, quizás, encantados con ser identificados como autores-mercaderes, ya que escriben con los ojos puestos en el afuera más burdo: el del posible público lector, y eso les enorgullece. No se trata aquí, por supuesto, de despreciar a nadie: ni a los lectores (yo soy una) ni a las estadísticas de las editoriales; se trata de poner de manifiesto una cierta tendencia, un movimiento de la nueva generación de narradores ecuatorianos que entran con paso firme en editoriales, en revistas, en antologías y que, creo, deben su existencia a una realidad continental que, aunque toca a la literatura, no tiene nada de literaria.” O esta, “Pocas veces me he encontrado frente a un libro tan apegado a las leyes del mercado, tan vaciado de toda forma literaria, tan ajeno a cualquier reflexión. La historia es la de un joven que se considera a sí mismo un perdedor nato, un pobre niño rico que vive en la calle República del Salvador y que mira, entre borracho y melancólico, cómo su vida es un auténtico infierno: está por graduarse de finanzas en la Universidad San Francisco, vive solo en un departamento (con ascensor propio, por cierto) en una zona cara de Quito, tiene un carro y dinero suficiente para comprar todo el alcohol que necesite para soportar tan horrenda existencia. Digamos que es un tipo que de verdad sufre: toda la novela está construida a través de las quejas del narrador que se quiere construir a sí mismo como un ser amargado y misántropo pero que no es más que eso, un pobre niño rico.”

Daniela dio justo en el clavo: pobre niño rico. De eso se trataba el libro, esa fue la idea, darle una historia y una voz a un personaje que por su naturaleza no debería tener mayores inconvenientes en la vida. 

Hubo un tiempo, más o menos memorable, en el que los festivales de cine se peleaban las películas de “niños ricos de países pobres”, y supongo que HD pudo haber estado en uno de ellos y capaz hasta ganaba un premio: algo como “mejor guión adaptado” me hubiese alegrado, pero no pasó. Varias personas me ofrecieron llevarla al cine, llegué a leer un par de guiones, tuve reuniones, hablé de dinero y de ventas de derechos, pero nadie me convenció y, para los que todavía me preguntan si algún día la filmaré yo, pues no, no lo haré. The End.

Mientras todo esto pasaba, el rock and roll pero también las críticas, las denuncias por aniñado y superficial y agringado, you know?, el libro se seguía vendiendo y cada tanto pasaba por las oficinas de Santillana (Eloy Alfaro y 6 de Diciembre, me acuerdo) y retiraba cheques que nunca me permitieron renunciar a mi trabajo para dedicarme exclusivamente a la literatura, pero ayudaron mucho en el momento preciso.

Cuando terminé la novela, en agosto del 2009, había pasado un año (no libre de frustraciones y ataques de pánico) trabajando con la consigna de no aburrir a nadie. Mal que mal, estudié cine y escribía ficción pero venía y vengo del periodismo, donde, como en una buena joda, toda línea cuenta. Ahora bien, cuando digo que no quería aburrir a nadie me refiero esencialmente a mí. Como lector, más que como escritor, quería/necesitaba una novela donde hablaran mi idioma, una novela en la que pudieran estar mis amigos y sus ideas, una novela en la que sonaran los discos que escuchábamos juntos, una novela que fuera capaz de atrapar a los que no leen. 

Y lo logré.

*

En una movida editorial y comercial que agradezco hasta el día de hoy, la gente de Santillana/Alfaguara (gracias Verónica Mosquera, gracias Annamari de Piérola y, sobre todo, gracias María Fernanda Heredia, que fue quien me invitó formalmente a escribir una novela para el sello) logró infiltrar HD en colegios de todo el país y fue ahí cuando empezó lo bueno. Para esto, sacaron una edición de bolsillo que costaba la mitad, venía con Bonus Tracks y portada nueva. Yo diría que en ese momento la novela cobró realmente vida y alcance. Aunque se trataba de un libro “problemático” por la cantidad de groserías y malas palabras y bla-blá que decían el narrador y sus amigos, le habló directamente a una generación de nativos digitales que ya veían al papel como algo medio vintage.

Y esa fue mi gente. 
La pipol, que le llaman. 

Empecé a recibir invitaciones de colegios en los que, me dijeron, los alumnos habían mostrado interés en conocerme: colegios de Guayaquil, Cuenca, Quito, Loja, El Coca, colegios privados y públicos; es más, en los colegios públicos encontré más apoyo que en cualquier otra plataforma. Y fue increíble. Los chicos eran fans, se sabían los nombres de los personajes, se identificaban con ellos, repetían los diálogos de memoria, me preguntaban si esto o aquello era verdad y dónde podían conseguir esto y aquello porque querían probarlo y saber cómo era. Y también me reclamaban porque no todos sentían que el final había sido justo con Juliana, un personaje que yo creía secundario pero que resultó ser el más cercano para muchos o más bien para muchas adolescentes de principios de siglo.

Quisiera mencionar a varios colegios y a varios alumnos y a varios profesores que, como dicen en Argentina, me hicieron El Aguante, pero hay un recuerdo que lo atomiza y explica todo con nitidez, en alta definición y 4K.  

Me invitaron al Colegio Militar Abdón Calderón (COMIL 10), en Chilibulo, al sur de Quito, una zona que Miguel Morales, el pobre-niño-rico narrador de la novela, capaz no conoce hasta ahora; o quién sabe, hace mucho que no lo veo, de pronto se casó con una metalera del deep south y ahora tienen un bar juntos y escuchan Slayer los martes por la tarde, ¿por qué no? El caso es que llegué al colegio esperando más o menos lo que ya me había pasado en otros colegios: un salón de clases, varios alumnos en mi esquina, un profesor que podría o no estar “de acuerdo” con el libro (en Loja, una profesora me preguntó, muy seria, si lo que yo hacía era sub-literatura), alguien que dijera que sus padres le habían prohibido leer mi novela, alguien que la había leído a escondidas de sus padres (en el recreo, en el bus, mientras se suponía que debía estar haciendo deberes o cuidando a sus hermanos menores) ese era, digamos, el estándar; pero esta vez la magnitud del evento sobredimensionó lo que pudo haber sido una visita médica de rutina.

Después de recibirme, me llevaron no a un salón de clases sino al aula magna del colegio, donde entraban todos los alumnos/cadetes que habían leído HD: eran tres cursos, así que hablamos al menos de entre 300 y 600 alumnos más sus profesores, las uniformadas autoridades del plantel y, sentados en primera fila, furiosos, trompudos, también sus padres. Había en un extremo una especie de escenario y sobre éste una mesa larga y solitaria como la de Bruno Díaz en su mansión. Pensé que al menos un profesor se sentaría a mi lado, pero no, éramos mi libro y yo contra el mundo y por toda compañía tenía una bandera del Ecuador a mis espaldas.

Me presenté, agradecí la invitación y más que nada agradecí el tiempo que le habían dedicado tanto estudiantes como profesores a mi novela pop y superficial y nada literaria. Luego, cuando esperaba preguntas o algo por el estilo, un padre de familia que ahora podría ser abuelo se levantó de su asiento y dio un discurso que me pareció ensayado y del que recuerdo dos cosas puntuales. 1) Cuando yo era estudiante, dijo, nos mandaban a leer Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, no esta basura. 2) Yo mando a mi hijo a este colegio para que lo eduquen, no para que lo deseduquen (usó esa palabra: deseduquen). El ataque era justo, se trataba de un padre preocupado por el contenido que estaba recibiendo su hijo en un colegio militar, nada más, pero sus argumentos eran ciertamente cavernarios. Me tocó responderle y dije lo que sigo diciendo hasta ahora: si su hijo leyó el libro fue por algo, porque conectó con algo, porque sintió algo que no había sentido con los libros que usualmente lee, y si le gustó éste de pronto se forma en él el hábito de la lectura y llega por decisión propia no sólo a Dumas, también a Dickens y a Dostoyevski, lo importante es que leyó un libro y no sintió que perdió el tiempo. Dicho esto, empezaron otros rugidos de padres de familia que, confundidos entre sí, distorsionados, sólo pude entender como insultos inentendibles pero gruesos. Un profesor, capaz el inspector o algo por el estilo, hizo un llamado a la calma y pidió a las personas que deseaban hablar que por favor levantaran la mano. La primera en hacerlo fue una chica que estaba sentada junto a su madre (la señora no se levantó), y dijo “Gracias a este libro pude hablar con mi mamá sobre sexo”; otro chico dijo “Las malas palabras no existen” y otro dijo, gritó, “Los rebeldes son los que cambian el mundo” y a ese grito de independencia y victoria le siguió una avalancha de aplausos, no para mí sino para él, yo mismo me puse de pie para aplaudirlo y los chiflidos de los hijos mantuvieron quietos y sentados a los padres y, me di cuenta, los profesores también se pusieron de mi lado. Ganamos, pensé. Y al final el rector, que seguramente era un coronel o en todo caso poseía un rango militar y un sombrero militar, me regaló una estatuilla de Abdón Calderón: de pie y muy firme, antes de ser mutilado al mejor estilo de la ciencia ficción, con su uniforme de batalla, los brazos pegados al cuerpo y la mirada puesta en el corto horizonte que lo esperaba. No suelo guardar nada relacionado a mi trabajo, ni copias de mis libros ni afiches de producciones con las que haya colaborado o siquiera promocionales de los conciertos que di con mi banda, pero guardo esa estatuilla y cada vez que alguien viene a visitarme espero que me pregunte, sin saber en qué se mete, "¿Qué es eso?"

*


De la edición de bolsillo se hicieron entre cuatro y seis “reimpresiones”, como se dice ahora. Luego la novela salió del catálogo de Santillana y desapareció. Desde entonces, cada tanto, me escribe alguien para preguntarme cómo puede conseguirla e incluso para ofrecerme dinero en caso de que pueda venderle una de las copias que creen que conservo: al parecer, el libro ha sido muy robado o muy regalado a novias que nunca lo devolvieron. Pero, ya se dijo, no conservo nada, así que he pirateado mi propia novela enviando el PDF a distintas partes del país y del mundo.

Durante un tiempo, ya muy pasado el 2009 y también muy pasado yo, me pareció correcto que HD se desvaneciera del todo, como su autor, y hasta dejé de ir a lanzamientos de libros o a cualquier tipo de evento cultural porque la preguntita esa de “¿Para cuándo la segunda novela?” francamente me cabrea. 

Han pasado ya doce años (¡doce!) desde la publicación del libro dizque rockero y grunge que se transformó en una especie de, “Señora, ¿sabe usted dónde está su hijo?, ¿sabe qué está haciendo?, ¿quién?, ¿lo conoce?”. Y vaya que ha pasado agua bajo el puente y sobre el puente, una cantidad de inundaciones a las que sobreviví no sé cómo. 

Una vez le escuché decir al autor colombiano Santiago Gamboa que para ser escritor hay que hacer dos cosas, leer muchos libros e irse de la casa. Yo nunca me fui. Sigo aquí, en Quito, Ecuador, en el barrio de Miguel que es ahora más mío que nunca. Pero, en honor a la verdad, puedo decir que me fui de este mundo y que ese viaje me hizo el escritor que necesitaba ser para publicar otra novela. Los que saben más o menos de qué va me dicen que HD es la precuela de lo que se viene, no creo, pero sin duda es un antecedente.  

Por cierto, ya tenemos título (de disco doble):


ADICTO 
/// 
COMEDIA ROMÁNTICA 


Lo último que quiero decir sobre HD es que una vez salí con una mujer que me sigue pareciendo preciosa y que cuando venía a mi apartamento le decía al guardia del edificio que se llamaba Clara, como el aniñado objeto del deseo en la novela. Hace unos días, robándome palabras de Pedro Lemebel, le mandé un recado: Yo te voy a amar como un perro, y tú sólo tienes que dejarte querer. Eso te puede pasar si te haces escritor. Para todo lo demás existe Diners.


@pescadoandrade