Dicen los rusos
que la existencia en la ciudad no debe constituir más que un interludio a la
vida en los bosques. A comienzos del 2010, el escritor francés Sylvain Tesson
se retiró a vivir en una cabaña en las orillas del lago Baikal, al sur de Siberia.
Allí pasó seis meses aislado como un ermitaño, cortando árboles para mantenerse
caliente y pescando salmones para alimentarse; caminando sobre el hielo
congelado en paralelo a sus vecinos los osos; tomando media botella de vodka al
día; leyendo una reserva inmensa de libros y escribiendo un diario que en
español se publicó como La vida simple y
fue traducido por el escritor argentino César Aira. Sylvain Tesson se atrevió a
parar.
28 de febrero
Fuerza ocho en la medición del viento esta mañana. Las
ráfagas se llevan la nieve, la arrojan en forma de nubes furiosas contra el
muro verde bronce de la hilera de cedros. Dos horas de orden doméstico. La vida
en la cabaña desarrolla las mismas manías que la existencia a bordo de un barco
pequeño. No terminar como esos marinos para los que el mantenimiento se vuelve
un fin en sí, y se pudren en el muelle, anclados definitivamente, el día entero
dedicado a poner orden en una vida extinta. Instalarse en el reducto de una
choza siberiana es ganar la batalla contra el exceso de objetos. La vida en los
bosques adelgaza. Uno se libera de lo que pesa, se aligera el aerostato de la
existencia.
Parar, en este
siglo, con estos aparatos en las manos, no es cualquier cosa. Menos para un escritor-viajero
como este. 1993-1994: Sylvain Tesson y su mejor amigo, Alexandre Poussin, dan
la vuelta al mundo en bicicleta y escriben On
a roulé sur la terre. 1997: también junto a Poussin, cruzan el Himalaya
caminando, 5000 kilómetros en cinco meses, y escriben La Marche dans le ciel: 5000 km à pied à travers l’Himalaya. 1999-2000:
cruza a caballo las estepas de Asia Central con la fotógrafa Priscilla Telmon.
2001: expediciones arqueológicas en Pakistán y Afganistán. 2003-2004: llega al
Tíbet en bicicleta y a Calcuta caminando. 2007: co-dirige un documental llamado Irkoutsk-Pékin, la route des steppes, que
registra su viaje en tren de Rusia a China siguiendo la ruta del
transmongoliano. Todo esto entre los veintiuno y treinta y cinco años de edad. (Digamos
que Wes Anderson podría, tranquilamente, filmar un decálogo basado en Los viajes de Tesson). Y después, antes
de cumplir los cuarenta, se detiene; según él, para detener también el tiempo.
4 de abril
Hoy, mucha lectura, tres horas de patinaje en una
luz vienesa, escuchando la Pastoral, pesca
de un salmón y recogida de medio litro de cebo, contemplación del lago por la
ventana a través del vapor de un té negro, breve siesta al rayo del sol de las
cuatro de la tarde, hachado de un tronco de tres metros y aprovisionamiento de
leña para tres días, preparación y comida de una buena kacha y el pensamiento de que el paraíso no
estaba sino en el encadenamiento de todo lo anterior.
Al comienzo del
libro, El ermitaño se pregunta: ¿es
posible soportarse a sí mismo? Al comienzo del libro, uno se pregunta,
¿podré soportar a este tipo doscientas páginas más? Por suerte, antes del
viaje, el ermitaño repara en la fragilidad del espíritu. Cuando uno desconfía de la pobreza de su vida interior, hay que llevar
buenos libros: con ellos siempre se podrá llenar el vacío. Y el libro de
Tesson hace precisamente eso: llena el vacío. Increíble que un libro sin trama
(la literatura de viajes es un género en sí misma y está llena de logros, pero
esos logros suelen contar con la ayuda de personajes secundarios cómicos o
peligrosos, con la arremetida de situaciones inesperadas y, claro, con el
desplazamiento físico) pueda decir tanto.
Huida es el nombre que la gente paralizada por los
pantanos del hábito le da al impulso vital.
Los teóricos de la ecología pregonan el
decrecimiento. Dado que no podemos seguir apuntando a un crecimiento infinito
en un mundo con recursos cada vez más escasos, deberíamos hacer más lentos
nuestros ritmos, simplificar nuestras vidas, disminuir las exigencias. Son cambios
que se pueden aceptar voluntariamente. Mañana, las crisis económicas nos los
impondrán.
No sé si la belleza salvará al mundo.
He devorado casi todo Jack London, Grey Owl, Aldo Leopold,
Fenimore Cooper y una cantidad de relatos de la escuela del Nature Writing norteamericano. Nunca sentí, leyendo una
sola de esas páginas, una décima parte de la emoción que experimento frente a
estas cosas. Sin embargo, seguiré leyendo y escribiendo.
La amistad no sobrevive a nada.
Cuatro horas de trabajos cotidianos son las
recomendadas por Tolstoi para tener derecho a techo y comida.
Hasta ahora había aprendido a escalar las montañas,
a bajarlas, a buscar caminos en ellas y a evaluar sus desniveles. Pero nunca
las había mirado.
Hoy no hice daño a ningún ser vivo de este planeta. No hacer daño. Curioso que los anacoretas del desierto no
presenten nunca esa explicación en las que dan para sus retiros. Pacomio,
Antonio, Rancé evocan su odio al mundo, su combate contra los demonios, su
ardor interior, su sed de pureza, su impaciencia por ganar el Reino celestial,
pero nunca la idea de vivir sin hacerle mal a nadie. No hacer daño. Después de
un día en la cabaña de los Cedros del Norte, uno puede decirlo mirándose en los
hielos.
En la ciudad, el liberal, el izquierdista, el
revolucionario y el gran burgués pagan su pan, su gasolina y sus impuestos. El
ermitaño, en cambio, no pide ni da nada al estado. Se hunde en los bosques, y
de ellos saca su subsistencia. Su retiro constituye un lucro cesante para el
gobierno. Llegar a ser un lucro cesante debería constituir el objetivo de los
revolucionarios. Una cena de pescado asado o de bayas recogidas en el bosque es
más antiestatal que una manifestación erizada de banderas negras. Los dinamiteros
de la ciudadela necesitan de la ciudadela. Están contra el estado en el sentido
de que se apoyan en él. Walt Whitman: no tengo nada que ver con este sistema,
ni siquiera lo necesario para oponerme a él. El día de octubre que descubrí las Hojas de Hierba del viejo Walt, hace cinco años, no sabía
que esa lectura me llevaría a la cabaña. Es peligroso abrir un libro.
El anarquista sueña con destruir la sociedad en la que
se funda. El hacker, hoy, fomenta el derrumbe de las ciudadelas virtuales desde
su cuarto. El primero fabrica bombas en las tabernas, el segundo arma programas
desde su ordenador. Los dos necesitan de la sociedad que aborrecen. Constituye el
blanco al que apuntan, y la destrucción del blanco es su razón de ser.
Nada se compara con la soledad. Para ser
perfectamente feliz sólo me falta alguien a quien explicárselo.
Yo viajé con Sylvain
Tesson a lo largo y ancho y profundo de 228 páginas. Hubo momentos en los que
pensé que no podría seguir adelante, momentos en los que pensé en claudicar,
tirar la toalla, cerrar el libro; pero seguí caminando y con esto quiero decir
que seguí leyendo y subrayando y que cada página era una pequeña montaña con su
propia cuesta y su propio horizonte. Viajé sin moverme, ligero de equipaje y
muy bien acompañado. Es la única forma de viajar.
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