Mi primo nació en enero de 1993, tres meses
antes de que yo cumpliera los doce años de edad. O sea que, más que un primo,
fue un hermanito menor, un juguete, un hijo prematuro.
Su familia y la mía siempre han vivido en
países distintos, pero nos las hemos arreglado –a veces en contra de nuestra
propia voluntad– para estar juntos de cualquier manera porque, lo sabemos,
somos lo único que tenemos en este mundo. Y, como suele pasar en las mejores
familias, nos queremos hasta cuando nos odiamos. O por lo menos yo lo siento
así.
Cuando mi primo era un niño pequeño y yo
era un adolescente, pasé varias temporadas en su casa. Él y su hermano mayor, a
su vez diez años menor que yo, eran mis roommates,
mis amigos, mis compañeros de juego. Con ellos, gracias a ellos, aprendí inglés y visité no sé cuántas veces el Museo
Metropolitano de Arte y el Museo de Historia Natural y el Bronx Zoo de Nueva
York. Durante años, Manhattan fue para mí una ciudad donde sólo vivían niños y
los padres de esos niños, donde sólo había McDonald’s para ellos y tiendas de
discos para mí. Un lugar inocente y divertido.
A finales de los ’90, cuando se hizo
pública la noticia de que habría una nueva entrega de Star Wars y los juguetes volvieron
a estar en las perchas de Toys R Us, usé en mis primos el poder de La Fuerza y
los manipulé de tal manera que la casa se llenó de naves –X Wings y el Halcón
Milenario, obvio–, muñecos, máscaras y sables laser. En 1999, cuando cumplí los
dieciocho y finalmente se estrenó el Episodio I (el mejor de esa malditísima
trinidad, ¿no?) los llevé a ver la película por lo menos cinco veces al cine
que quedaba a pocas calles de donde vivíamos. Estaba seguro de que esa
iniciación los haría mejores personas, y creo que no me equivoqué. Caminaba con
un niño prendido de cada mano a lo que sentía era el comienzo o más bien la
continuación de una tradición familiar: un ritual sagrado.
*
Cuando mis primos visitaban mi pueblo se
quedaban con sus padres en casa de mis abuelos, en el centro de Portoviejo,
pero mi familia y yo íbamos a verlos todos los días o casi todos los días y al
final de esos días ellos pedían, rogaban, chillaban por irse a dormir a nuestra
casa. Querían dormir conmigo y lo que hacíamos era esto: uníamos las dos camas
que había en el cuarto que solía compartir con mi hermano antes de se fuera a
la universidad y nos acostábamos allí los tres, mis dos primitos y yo.
Una noche, mi primo menor se despertó de
repente. Estaba llorando y todo, el sudor en la espalda, la baba en los labios,
el terror temblando en su mirada, indicaba que estaba regresando de una
pesadilla terrible. Lo cargué en mis brazos y lo saqué del cuarto para que no
despertara a su hermano. El pobre estaba muerto del miedo y me pedía a gritos que
lo llevara de vuelta a casa de mis abuelos para poder dormir con sus padres;
pero era demasiado tarde y yo, que habré tenido quince o dieciséis años, sabía
que esa no era una posibilidad: primero, tendría que despertar a un montón de
adultos que roncaban y, segundo, esos adultos pensarían que se trataba de una emergencia
cuando en verdad, lo sabía, no era nada.
Con mi primo en brazos, mojándome el
pecho con sus lágrimas, bajé las escaleras y di vueltas por la planta baja de
la casa diciéndole que todo estaba bien, que nos volviéramos a dormir, que yo
estaba con él y nada malo podía pasarle. Así, de la sala al comedor. Así, del
comedor a la cocina. Así, de la cocina a la entrada principal, junto a la
escalera. Así, de la escalera a la sala. Y así hasta que poco a poco, después
de treinta minutos o más de llanto sostenido y gritos desgarradores partiendo
la oscuridad, su voz se fue calmando, sus aullidos se volvieron sollozos y sus
lágrimas dejaron de salir. Luego nos acostamos en un sofá de la sala, él encima
de mí y yo apoyando el mentón en su pelo sudado y revuelto. Conversamos. Empecé
a preguntarle cosas de la mitología de Star Wars, de la casa de los abuelos, de
lo que había visto en mi pueblo, y él me respondía cada vez más bajito y más
incoherente hasta que cayó de nuevo en un sueño profundo. Me quedé un rato ahí,
echado en el sofá con mi primo dormido sobre mí, mirando el techo, pensando que
lo que había hecho, lo que había logrado, era quizás la mayor hazaña de mi
vida: había rescatado a mi pequeño primo del terror, lo había tranquilizado
hablándole al oído y finalmente lo había devuelto a la paz del sueño de un
niño. Todo el asunto me parecía, y era, increíble.
*
Ahora ese primo tiene veintiún años, el
cuerpo de un atleta y es bastante más alto que yo (lo cual, supongo, no es
ningún mérito, pero el chico es alto en cualquier circunstancia y si tratara de
cargarlo me rompería la espalda). De nuevo, y por una temporada corta, estamos
compartiendo casa. A estas alturas, cada uno tiene su vida o por lo menos está
intentando construir una vida, pero igual pasamos todo el tiempo que podemos
juntos. Él es mi cable a tierra, mi lazo con la realidad, mi guía en este siglo.
Él trata de que yo vaya al gimnasio y yo trato de que él lea. Él, refiriéndose
a mis músculos flácidos, ridículos, inexistentes, me dice you gotta talk to them, command them to grow. Yo, refiriéndome a su
mente brillante y todavía en expansión le digo reading is like going to the mind gym, pero no he logrado mucho que
digamos: así, asumo, es como debe sentirse también mi padre en ciertas
ocasiones. Dicho esto, hemos conseguido progresos no menores: vemos series de
alto contenido nutricional en Netflix –la última fue House of Cards, que nos enganchó a los dos con la misma fuerza– y vamos harto al cine.
La semana pasada fuimos a ver The Judge, con Robert Duvall y Robert
Downey Jr.: la historia de un abogado exitoso, famoso por defender y salvar a
los culpables de la cárcel, que tras la muerte de su madre regresa a su
pueblo, donde su padre ha sido juez por más de cuarenta años, para pasar el
duelo junto a la familia. Como no podía ser de otra manera, padre e hijo no
tienen la mejor relación del mundo y buena parte de la película se resuelve en diálogos
de violencia emocional que van sacando, uno a uno, los trapos al sol: los
reclamos, las justificaciones y los ajustes de cuentas se suceden uno detrás de
otro durante toda la cinta.
Podría decir mucho sobre The Judge, que por cierto es la primera
producción de Team Downey, la compañía que Iron Man y su esposa acaban de
montar para desarrollar proyectos para el cine y la TV. Podría decir que sin
Duvall y Downey Jr. al centro, sería una película a ratos cursi y capaz
trasnochada y muy necesitada de atención. Podría decir que es predecible pero al
mismo tiempo verdadera: you don’t need a
weatherman to know which way the wind blows. Podría decir que a veces dan
ganas de mirar para otro lado porque uno siente que se está metiendo donde no
lo han invitado. Podría decir que todos los pueblos chicos se parecen. Podría
decir que tiene moraleja pero no es moralista o necesariamente moralista.
Podría decir que al final van a salir satisfechos. Pero lo que en verdad quiero
decir es que The Judge es, también
es, una película sobre la vejez y sobre la decadencia del cuerpo y la mente y
sobre la voluntad del orgullo. Con esto quiero decir que es una película sobre
el final.
Hay una escena que me marcó, quizás para
siempre. Robert Duvall, que enfrenta un juicio con cargo de asesinato y es
defendido por su hijo pródigo, está enfermo de cáncer en etapa terminal y se ha
sometido a varias semanas de quimioterapia; está débil y a veces sufre furiosos
ataques de demencia senil. En esas condiciones, y en calzoncillos y
camisetilla, lo vemos arrastrase hasta el baño para vomitar. Su hijo, Downey
Jr., alcanza a escuchar las arcadas del padre y entra al baño para ayudarlo. El
viejo, que no logra llegar a tiempo a la taza del retrete, se vomita encima y
el joven-aún lo convence de que se meta a la ducha para lavarse. Entonces lo
levanta y, camino a la ducha, los intestinos del viejo fallan y su calzoncillo
y sus muslos y sus pantorrillas y sus pies y la alfombra del baño se llenan de
mierda. Luego, en la ducha, el hijo, completamente vestido, lava a su padre que
está desnudo con la regadera y el agua que al principio parece el lodo de un
jardín sin césped se va esclareciendo. Al final de la escena, mientras padre e
hijo montan una coartada para impedir que la pequeña hija del hijo, es decir,
la nieta del juez, entre y los descubra haciendo lo que están haciendo, nos damos cuenta: eso es la vida.
*
Mi abuela murió meses antes de cumplir
los cien años. Su partida fue tan discreta que, según mi padre, sus enfermeras
tardaron en darse cuenta de que ya no respiraba: nadie se alarmó, parecía que
estaba dormida. Mi abuelo murió tres meses después, antes de cumplir los noventa
y seis; fue un hombre que siempre hizo lo que le dio la gana y cuando le dio la
gana de morirse pues dejó de comer y de tomar sus medicinas y se murió. Su
mudanza de este mundo al otro tampoco fue escandalosa, se retiró mientras
conversaba con mi tía, su única hija, que le sostenía la mano y le acariciaba
las arrugas. Ella trataba de conversar con él, le preguntaba por su trabajo, por
los recuerdos de su juventud, quizás hasta le preguntaba por mi abuela, y él le
respondía cada vez más bajito y más incoherente hasta que el alma le salió por
la boca en un suspiro y los labios se le pusieron morados.
Mis primos, mis hermanos, mis padres, mis
tíos y yo hemos visto envejecer a nuestra gente. Hemos visto cómo el cuerpo va
perdiendo sus facultades y su independencia; cómo cada día aumenta el número de
pastillas, en la mañana, a la hora del almuerzo, en la cena, antes de dormir;
cómo aparecen los bastones, los andadores, las sillas de ruedas, los carritos
eléctricos; cómo en la lista de compras, de pronto, junto a los nombres de los
vegetales, están las palabras pañales desechables;
cómo llegan las enfermeras, primero a medio tiempo y luego a tiempo completo; cómo
las visitas de los doctores se vuelven más y más frecuentes, a todas horas y
con todo tipo de inyecciones; cómo se confunden los rostros y los nombres y el
pasado y el presente se vuelven una sola cosa indescifrable; cómo tenemos que
responder siempre a las mismas preguntas y subiéndole el volumen a nuestras
palabras; cómo llega el momento en que un ser humano reconoce y acepta y dice
que ha vivido demasiado, que ya es hora de irse. A mí, por ejemplo, me gustaría
hacer lo que hizo mi abuelo: mandar a todo el mundo al carajo y morirme cuando
me de la gana, quizás también siguiendo los pasos de mi amor.
Esa noche, después de ver The Jugde en el cine, sólo podía pensar
en la vejez y en lo que me tocará ver de aquí en adelante. En el auto, camino a
casa, le dije a mi primo: Dude, that’s
gonna be us soon, we’ll be taking care of our parents. Y él me dijo: Don’t even mention it. Luego se hizo un
silencio largo hasta que le dije now we
know why you were born twelve years after me, so you can take care of me when I’m
old. Y nos reímos como para volver a la superficie. Esa
noche, por primera vez desde que llegué a la casa desde donde escribo esto, nos
dimos un abrazo antes de que cada uno fuera a su cuarto a dormir.
1 comentario:
Maravillosa tu manera de pasearte por las palabras llevándonos de la mano por historias y pensamientos. Muy bien. ¿pero has pensado que hay gente que no habla inglés?
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