11.05.2014

Después del cine


Mi primo nació en enero de 1993, tres meses antes de que yo cumpliera los doce años de edad. O sea que, más que un primo, fue un hermanito menor, un juguete, un hijo prematuro.

Su familia y la mía siempre han vivido en países distintos, pero nos las hemos arreglado –a veces en contra de nuestra propia voluntad– para estar juntos de cualquier manera porque, lo sabemos, somos lo único que tenemos en este mundo. Y, como suele pasar en las mejores familias, nos queremos hasta cuando nos odiamos. O por lo menos yo lo siento así.

Cuando mi primo era un niño pequeño y yo era un adolescente, pasé varias temporadas en su casa. Él y su hermano mayor, a su vez diez años menor que yo, eran mis roommates, mis amigos, mis compañeros de juego. Con ellos, gracias a ellos, aprendí inglés y visité no sé cuántas veces el Museo Metropolitano de Arte y el Museo de Historia Natural y el Bronx Zoo de Nueva York. Durante años, Manhattan fue para mí una ciudad donde sólo vivían niños y los padres de esos niños, donde sólo había McDonald’s para ellos y tiendas de discos para mí. Un lugar inocente y divertido.  

A finales de los ’90, cuando se hizo pública la noticia de que habría una nueva entrega de Star Wars y los juguetes volvieron a estar en las perchas de Toys R Us, usé en mis primos el poder de La Fuerza y los manipulé de tal manera que la casa se llenó de naves –X Wings y el Halcón Milenario, obvio–, muñecos, máscaras y sables laser. En 1999, cuando cumplí los dieciocho y finalmente se estrenó el Episodio I (el mejor de esa malditísima trinidad, ¿no?) los llevé a ver la película por lo menos cinco veces al cine que quedaba a pocas calles de donde vivíamos. Estaba seguro de que esa iniciación los haría mejores personas, y creo que no me equivoqué. Caminaba con un niño prendido de cada mano a lo que sentía era el comienzo o más bien la continuación de una tradición familiar: un ritual sagrado.

*
Cuando mis primos visitaban mi pueblo se quedaban con sus padres en casa de mis abuelos, en el centro de Portoviejo, pero mi familia y yo íbamos a verlos todos los días o casi todos los días y al final de esos días ellos pedían, rogaban, chillaban por irse a dormir a nuestra casa. Querían dormir conmigo y lo que hacíamos era esto: uníamos las dos camas que había en el cuarto que solía compartir con mi hermano antes de se fuera a la universidad y nos acostábamos allí los tres, mis dos primitos y yo.

Una noche, mi primo menor se despertó de repente. Estaba llorando y todo, el sudor en la espalda, la baba en los labios, el terror temblando en su mirada, indicaba que estaba regresando de una pesadilla terrible. Lo cargué en mis brazos y lo saqué del cuarto para que no despertara a su hermano. El pobre estaba muerto del miedo y me pedía a gritos que lo llevara de vuelta a casa de mis abuelos para poder dormir con sus padres; pero era demasiado tarde y yo, que habré tenido quince o dieciséis años, sabía que esa no era una posibilidad: primero, tendría que despertar a un montón de adultos que roncaban y, segundo, esos adultos pensarían que se trataba de una emergencia cuando en verdad, lo sabía, no era nada.

Con mi primo en brazos, mojándome el pecho con sus lágrimas, bajé las escaleras y di vueltas por la planta baja de la casa diciéndole que todo estaba bien, que nos volviéramos a dormir, que yo estaba con él y nada malo podía pasarle. Así, de la sala al comedor. Así, del comedor a la cocina. Así, de la cocina a la entrada principal, junto a la escalera. Así, de la escalera a la sala. Y así hasta que poco a poco, después de treinta minutos o más de llanto sostenido y gritos desgarradores partiendo la oscuridad, su voz se fue calmando, sus aullidos se volvieron sollozos y sus lágrimas dejaron de salir. Luego nos acostamos en un sofá de la sala, él encima de mí y yo apoyando el mentón en su pelo sudado y revuelto. Conversamos. Empecé a preguntarle cosas de la mitología de Star Wars, de la casa de los abuelos, de lo que había visto en mi pueblo, y él me respondía cada vez más bajito y más incoherente hasta que cayó de nuevo en un sueño profundo. Me quedé un rato ahí, echado en el sofá con mi primo dormido sobre mí, mirando el techo, pensando que lo que había hecho, lo que había logrado, era quizás la mayor hazaña de mi vida: había rescatado a mi pequeño primo del terror, lo había tranquilizado hablándole al oído y finalmente lo había devuelto a la paz del sueño de un niño. Todo el asunto me parecía, y era, increíble.

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Ahora ese primo tiene veintiún años, el cuerpo de un atleta y es bastante más alto que yo (lo cual, supongo, no es ningún mérito, pero el chico es alto en cualquier circunstancia y si tratara de cargarlo me rompería la espalda). De nuevo, y por una temporada corta, estamos compartiendo casa. A estas alturas, cada uno tiene su vida o por lo menos está intentando construir una vida, pero igual pasamos todo el tiempo que podemos juntos. Él es mi cable a tierra, mi lazo con la realidad, mi guía en este siglo. Él trata de que yo vaya al gimnasio y yo trato de que él lea. Él, refiriéndose a mis músculos flácidos, ridículos, inexistentes, me dice you gotta talk to them, command them to grow. Yo, refiriéndome a su mente brillante y todavía en expansión le digo reading is like going to the mind gym, pero no he logrado mucho que digamos: así, asumo, es como debe sentirse también mi padre en ciertas ocasiones. Dicho esto, hemos conseguido progresos no menores: vemos series de alto contenido nutricional en Netflix –la última fue House of Cards, que nos enganchó a los dos con la misma fuerza– y vamos harto al cine.

La semana pasada fuimos a ver The Judge, con Robert Duvall y Robert Downey Jr.: la historia de un abogado exitoso, famoso por defender y salvar a los culpables de la cárcel, que tras la muerte de su madre regresa a su pueblo, donde su padre ha sido juez por más de cuarenta años, para pasar el duelo junto a la familia. Como no podía ser de otra manera, padre e hijo no tienen la mejor relación del mundo y buena parte de la película se resuelve en diálogos de violencia emocional que van sacando, uno a uno, los trapos al sol: los reclamos, las justificaciones y los ajustes de cuentas se suceden uno detrás de otro durante toda la cinta.

Podría decir mucho sobre The Judge, que por cierto es la primera producción de Team Downey, la compañía que Iron Man y su esposa acaban de montar para desarrollar proyectos para el cine y la TV. Podría decir que sin Duvall y Downey Jr. al centro, sería una película a ratos cursi y capaz trasnochada y muy necesitada de atención. Podría decir que es predecible pero al mismo tiempo verdadera: you don’t need a weatherman to know which way the wind blows. Podría decir que a veces dan ganas de mirar para otro lado porque uno siente que se está metiendo donde no lo han invitado. Podría decir que todos los pueblos chicos se parecen. Podría decir que tiene moraleja pero no es moralista o necesariamente moralista. Podría decir que al final van a salir satisfechos. Pero lo que en verdad quiero decir es que The Judge es, también es, una película sobre la vejez y sobre la decadencia del cuerpo y la mente y sobre la voluntad del orgullo. Con esto quiero decir que es una película sobre el final.

Hay una escena que me marcó, quizás para siempre. Robert Duvall, que enfrenta un juicio con cargo de asesinato y es defendido por su hijo pródigo, está enfermo de cáncer en etapa terminal y se ha sometido a varias semanas de quimioterapia; está débil y a veces sufre furiosos ataques de demencia senil. En esas condiciones, y en calzoncillos y camisetilla, lo vemos arrastrase hasta el baño para vomitar. Su hijo, Downey Jr., alcanza a escuchar las arcadas del padre y entra al baño para ayudarlo. El viejo, que no logra llegar a tiempo a la taza del retrete, se vomita encima y el joven-aún lo convence de que se meta a la ducha para lavarse. Entonces lo levanta y, camino a la ducha, los intestinos del viejo fallan y su calzoncillo y sus muslos y sus pantorrillas y sus pies y la alfombra del baño se llenan de mierda. Luego, en la ducha, el hijo, completamente vestido, lava a su padre que está desnudo con la regadera y el agua que al principio parece el lodo de un jardín sin césped se va esclareciendo. Al final de la escena, mientras padre e hijo montan una coartada para impedir que la pequeña hija del hijo, es decir, la nieta del juez, entre y los descubra haciendo lo que están haciendo, nos damos cuenta: eso es la vida.

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Mi abuela murió meses antes de cumplir los cien años. Su partida fue tan discreta que, según mi padre, sus enfermeras tardaron en darse cuenta de que ya no respiraba: nadie se alarmó, parecía que estaba dormida. Mi abuelo murió tres meses después, antes de cumplir los noventa y seis; fue un hombre que siempre hizo lo que le dio la gana y cuando le dio la gana de morirse pues dejó de comer y de tomar sus medicinas y se murió. Su mudanza de este mundo al otro tampoco fue escandalosa, se retiró mientras conversaba con mi tía, su única hija, que le sostenía la mano y le acariciaba las arrugas. Ella trataba de conversar con él, le preguntaba por su trabajo, por los recuerdos de su juventud, quizás hasta le preguntaba por mi abuela, y él le respondía cada vez más bajito y más incoherente hasta que el alma le salió por la boca en un suspiro y los labios se le pusieron morados.

Mis primos, mis hermanos, mis padres, mis tíos y yo hemos visto envejecer a nuestra gente. Hemos visto cómo el cuerpo va perdiendo sus facultades y su independencia; cómo cada día aumenta el número de pastillas, en la mañana, a la hora del almuerzo, en la cena, antes de dormir; cómo aparecen los bastones, los andadores, las sillas de ruedas, los carritos eléctricos; cómo en la lista de compras, de pronto, junto a los nombres de los vegetales, están las palabras pañales desechables; cómo llegan las enfermeras, primero a medio tiempo y luego a tiempo completo; cómo las visitas de los doctores se vuelven más y más frecuentes, a todas horas y con todo tipo de inyecciones; cómo se confunden los rostros y los nombres y el pasado y el presente se vuelven una sola cosa indescifrable; cómo tenemos que responder siempre a las mismas preguntas y subiéndole el volumen a nuestras palabras; cómo llega el momento en que un ser humano reconoce y acepta y dice que ha vivido demasiado, que ya es hora de irse. A mí, por ejemplo, me gustaría hacer lo que hizo mi abuelo: mandar a todo el mundo al carajo y morirme cuando me de la gana, quizás también siguiendo los pasos de mi amor. 

Esa noche, después de ver The Jugde en el cine, sólo podía pensar en la vejez y en lo que me tocará ver de aquí en adelante. En el auto, camino a casa, le dije a mi primo: Dude, that’s gonna be us soon, we’ll be taking care of our parents. Y él me dijo: Don’t even mention it. Luego se hizo un silencio largo hasta que le dije now we know why you were born twelve years after me, so you can take care of me when I’m old. Y nos reímos como para volver a la superficie. Esa noche, por primera vez desde que llegué a la casa desde donde escribo esto, nos dimos un abrazo antes de que cada uno fuera a su cuarto a dormir.  

1 comentario:

Hildale Cevallos dijo...

Maravillosa tu manera de pasearte por las palabras llevándonos de la mano por historias y pensamientos. Muy bien. ¿pero has pensado que hay gente que no habla inglés?