La señora, que debe tener más de sesenta
años, se prende con fuerza del sillón reclinable en la sala VIP de un cine
congelado dentro de un centro comercial. La señora tiene el cuerpo, desde el
torso hacia arriba, echado hacia delante, hacia la pantalla, y las piernas
recogidas debajo de su cintura. La señora podría o no estar temblando, eso no
queda claro, pero la luz de la pantalla tiembla sobre su cara cuando la señora
le dice a su esposo tengo ganas de hacer
pipi, pero no me puedo ir. La señora está viendo Interstellar, la nueva película de Christopher Nolan, que dura tres
horas.
En 2008, cuando se estrenó The Dark Knight, Christopher Nolan pasó
de ser un director-para-cinéfilos interesante y atrevido e ingenioso a ser una
especie de fenómeno pop intelectual. Nolan hizo de Batman una obra de arte, una
pieza de entretenimiento tan seria que se prestaba y se prestó y se prestará
para todo tipo de análisis: cinematográficos, filosóficos, políticos, psiquiátricos,
existenciales. A mí me cambió la vida porque, a partir de The Dark Knight, empecé a leer comics y a tomármelos en serio y supe
que lo que había hecho Nolan, con sobra de méritos, era la continuación de una
larga y oscura y perturbada tradición de justicia inalcanzable y sed de
venganza.
La señora mira la pantalla del cine como
una niña pequeña miraría, desde la ventana del ático de su casa, una batalla en
el cielo. Tiene los ojos muy abiertos y hace varios gestos con la boca: se
muerde los labios en señal de intriga, saca la lengua en señal de asombro, empina
los labios en señal de cuestionamiento o deliberación (o, quizás, de un
aburrimiento pasajero). Pero hay un momento en que la señora desenrolla sus
piernas y suelta el sillón y deja caer su cuerpo hacia atrás. Es cuando Matthew
McConaughey descubre que está en otra dimensión y flota detrás de la biblioteca
del cuarto de su hija. O, mejor dicho, cuando Matthew McConaughey flota dentro
de Relativity, el cuadro que el
holandés M.C. Escher dibujó en 1953 y que bien podría explicar sin palabras la
tesis científica de Interstellar. En ese momento, la señora toma una decisión
que, teniendo en cuenta sus circunstancias, es de vida o muerte. La señora
decide aguantarse las ganas de orinar.
Después de The Dark Knight, en 2010, se estrenó Inception, y se estrenó también una especie de debate. Se dijo que con
Inception, Nolan, más o menos, se
graduaba como el gran director de nuestro tiempo o por lo menos de los tiempos
que corren en Hollywood. Se lo comparó, claro, con Kubrick, pero esta
comparación, dependiendo del contexto y de quien la haga, puede ser lo mismo un
halago que un insulto: Kubrick, que sin duda habita todavía varias dimensiones
al mismo tiempo, tenía mucha forma y mucho fondo y hasta sentido del humor,
pero de lo que se dice feeling tuvo poco:
Barry Lyndon, Eyes Wide Shut y, claro,
la lenta y dolorosa y melódica muerte de HAL 9000 en 2001. Cuando vi Inception
pensé que sí, el argumento era pretencioso y engorroso y sobregirado, pero
inteligente, y sí, la puesta en escena, la realización de ese argumento, era
una hazaña en sí misma (los cuatro Oscars que ganó fueron en categorías
técnicas), y sí, es verdad, poca gente con la popularidad y la capacidad de
recaudación de Nolan se hubiese atrevido a hacer algo así, pero su porcentaje
de feeling era demasiado bajo: no
había nadie a quien se pudiera querer, ningún personaje que me preocupara genuinamente,
ningún lazo emocional. Volví a verla meses después, en casa, lejos de la
histeria colectiva, y, sin el menor asomo de culpa o sentimiento de derrota,
tiré la toalla antes de la primera hora.
Durante media hora, quizás más, la señora
que debe tener más de sesenta años no produce sonido alguno ni mueve las partes
de su cuerpo: ni un pie, ni un cabello, ni una uña. La señora permanece atrapada,
cautivada, conmovida. Cuando descubre, cuando todos los que estamos en ese cine
congelado descubrimos que en Interstellar
el tiempo es circular y sentimental, que “ellos” son o somos nosotros, la
señora suelta un suspiro y por un momento parecería estar a punto de llorar,
pero no llora, sólo le dice a su marido ah,
ok… ya entendí, Mi Rey. Minutos más tarde, cuando la película vuelve a la
ciencia y a la acción, la señora inhala largos trozos de aire y ese aire pasa
por entre sus dientes y suena como la voz de las serpientes. La señora recuerda
sus ganas de orinar, pero se las aguanta como macha.
En una de las muchas discusiones post Inception, un gran amigo y gran cineasta
me dijo que Nolan era como Borges, o sea, que Inception podría ser un cuento de Borges y que era increíble que él,
Nolan, lo hubiese llevado al cine con tantos millones atrás. Y sí, las agallas
de Nolan como productor son innegables, pero una película no sólo tiene que ser
grande y desafiante, una película necesita alma. Ahora bien, ¿Borges tenía alma?
Recordemos que pasó casi toda su vida en una biblioteca, que vivía con su
madre, que –según yo– supo lo que era enamorarse pero no necesariamente lo que
era el amor, que –según yo– una de las cosas que lo unió a Bioy Casares más
allá de la literatura y el té y las galletas fue poder vivir a través de él lo
que no escogió o no tuvo tiempo de vivir por sí mismo: fuera de las páginas, Bioy
fue el Tyler Durden de Borges, y viceversa. Pero sí, claro que sí, Borges tenía
alma, y de sobra.
Vamos a poner sólo un ejemplo: El Aleph,
uno de los tantos cuentos de Borges que podría considerarse una pieza breve de
ciencia ficción. El Aleph comienza con La
candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió. Borges, o el
Borges de El Aleph que también se llama Borges, está perdidamente enamorado de
Beatriz Viterbo y sólo unas líneas más adelante, en el mismo primer párrafo,
dice esto: Cambiará el universo pero yo
no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había
exasperado; muerta yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero
también sin humillación. Y ahí están: alma, vida y corazón. Y ahí está una
supuesta eternidad dedicada a la memoria de un amor no correspondido, lo que no
deja de ser un romance, platónico pero romance, que ocurre en dimensiones
paralelas. Y ahí, en ese cuento, en un sótano de la calle Garay, está el punto
donde se unen todos los puntos del universo. Borges era melancólico y
romántico, quizás más lo primero que lo segundo, y en Interstellar Nolan es sin duda ambas cosas.
Mientras veía Interstellar, sentado junto a la señora que se aguantaba las ganas de
hacer pipi, pensaba que antes de rodar Inception
alguien –posiblemente los ejecutivos de Warner– debió haberle dicho a Nolan que
el guión era demasiado enredado para un gran público y que por eso existía Ariadne,
el personaje interpretado por Ellen Page cuya única función, tempranamente
fastidiosa, era explicarnos, una y otra vez, lo que estaba pasando en la
película. Y también pensé que después de Inception,
esas mismas personas debieron decirle algo como bueno, ahora necesitamos que en tu próxima película haya gente que se
parezca a la gente. Porque Interstellar
será todo lo intelectual que quieran, y también gasta mucho tiempo en
explicaciones que –para seguir borgeando– se bifurcan entre los diálogos de los
personajes principales, pero es también romántica y a ratos se le va la mano: los
críticos gringos, por ejemplo, coinciden en que tiene mucho corn y en que es una cinta corny.
Interstellar es muchas cosas, un reto, una clase, una
advertencia, una esperanza, y también es una película de amor: del amor de un
padre por sus hijos (en el caso de los personajes de Matthew McConaughey y
Michael Caine ese amor no puede ser más evidente y desesperado), del amor a la memoria
de un planeta que fue nuestro hogar pero no existe más (en las tomas “documentales” que según el propio
Nolan son un tributo a Reds, la magnum
opus de Warren Beatty), del amor que un ser humano puede sentir por su oficio (el
sólo hecho de embarcarse en una misión espacial que quizás termine desintegrada
en la infinidad del espacio), pero sobre todo del amor por los demás, por esas
miles de familias de las que habla Matthew McConaughey cuando lo acusan de
actuar con egoísmo. Interstellar explica
sin miedo y sin piedad las razones por las que la vida de los otros es
realmente lo que le da sentido a nuestra propia vida.
Matthew McConaughey vuelve a subirse a una
nave, vuelve a despegar, y la pantalla se oscurece. Las luces de la sala VIP de
un cine congelado dentro de un centro comercial se encienden gradualmente. En
cuanto aparecen los créditos, la señora se levanta con la agilidad que le
permiten sus más de sesenta años, baja las escaleras prendida del pasamanos,
sus ojos se fijan en los escalones para no tropezarse. La señora va repitiendo buenísima, buenísima, buenísima.
2 comentarios:
Bien... me gustó como está escrito. Hay un par de farses que le sobran al texto, creo.
Era algo parecido a lo que quiero escribir yo. Me diste ideas. Gracias.
Saludos.
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