J. R. Jones, editor de la sección “film” de la revista Reader de Chicago,
es quizás el único crítico norteamericano –o de cualquier nacionalidad, creo– que
se ha atrevido a hablar mal de Whiplash,
una cinta pequeña de un director joven que, pensábamos, le había gustado mucho
a todo el mundo.
La crítica de Jones, una joya en sí misma
redactada con el mejor tipo de odio que existe, ese que castiga con humor y que
jamás se pone por encima del objeto de su desprecio, empieza burlándose de las
palabras que adornan como laureles el poster de la película. “El afiche está hasta el tope con propaganda
elogiosa y la clase de gerundios que hacen temblar a los publicistas:
estimulante, pasmoso, electrizante.”, escribe Jones practicando la sana costumbre
de burlarse de los publicistas. Luego, en una movida atrevida y valiente, pasa
a burlarse de los cinéfilos snobs. “Rotten
Tomatoes (si es que sirve de algo decirlo) le da a la película un positivo 97
por ciento” Buenísimo, ya era hora de que alguien se burlara de Rotten
Tomatoes, eso sí que es estimulante, pasmoso y electrizante.
Ahora bien, ¿por qué está tan molesto el
Sr. Jones? Basta con leer el título de su artículo, “Whiplash: una película sobre jazz que no tiene nada que ver con eljazz” Es fácil intuir que el crítico de Reader es un jazz-aficionado y que si Damien Chazelle, guionista y director de
la cinta, hubiese escogido otro género musical, Jones no le hubiera dedicado tanto
tiempo y tantas neuronas a hacerlo quedar como un chanta. “…si has escuchado a cualquier músico improvisando en un grupo, sabes
que la clave para hacer que funcione es escuchar a los otros músicos, no
derrotarlos… los buenos músicos entienden que la generosidad y la camaradería son
integrales para un ensamble, y que la forma más sencilla de arruinar una banda es
dejar que se convierta en una competencia de egos.” Esas son las palabras
de un hombre que siente que lo sagrado ha sido profanado y que esa profanación ha
logrado camuflarse en una inmensa celebración. Las palabras de un hombre que
siente que debe decir algo, que alguien
debe decir algo. Las palabras de un
hombre que no se conforma con la impunidad. Esas son las palabras de un hombre
herido.
Jones, evidentemente, está cegado por el resentimiento
que supura su herida y escribe con más testosterona de la necesaria, pero,
insisto, escribe con humor y, además, tiene un punto. En Whiplash, la historia de un joven baterista de jazz que quiere
convertirse en one of the best y su psicópata-pero-efectivo
profesor en la universidad, la música casi sale sobrando. Esto no quiere decir
que Chazelle desprecie el jazz (por lo menos se nota que le gusta hacer planos
cenitales de tambores, un recurso nada nuevo pero siempre eficaz), pero sí que
sus intereses no estaban exclusivamente invertidos en la música. La cinta, su
actitud, su discurso y su moral, apuntan hacia otro lado, hacia esa forma
norteamericana de vivir en la que sólo importa ganar, a toda costa, aplastando
a los demás, olvidándose del amor y de la familia y de los amigos; triunfar caiga
quien caiga, empezando por el que triunfa. Pensemos, por ejemplo, en Zero Dark Thirty, la película de Kathryn
Bigelow protagonizada por Jessica Chastain. Esa película se vendió como “la
historia de la mujer que capturó a Osama bin Laden”, pero en realidad es el
cuento de una mujer que lo dejó todo por su trabajo, que se excusó en su
trabajo para no tener que afrontar la vida real, que prefirió mudarse a medio oriente
y sobrevivir ataques terroristas antes que mostrarse como una persona frágil en,
digamos, un bar, un entorno no bélico pero sin duda agresivo y capaz hasta
mortal. El caso, la moraleja de la historia, es que a esa mujer se le fue la
vida en trabajar y al final quedó triste y vacía. Y así podríamos seguir hasta
llegar a la leyenda navideña y británica del viejo Scrooge. En Whiplash, la obsesión con el triunfo (de
toda una sociedad, no sólo de un músico) es aún peor porque empieza más temprano,
como si ya no hubiese tiempo para equivocarse, tiempo para vagar. Y, lo peor:
como si ya no hubiese tiempo que perder.
En una escena que podría ser un cover acústico de la primera secuencia
de The Social Network, el joven
baterista corta con su novia con este diálogo: He pensado mucho y esto es lo que va a pasar, ¿ok? Voy a seguir persiguiendo
lo que estoy persiguiendo. Eso me va a tomar cada vez más tiempo y voy a tener menos tiempo para
estar contigo. Y cuando esté pasando tiempo contigo voy a estar pensando en
tocar batería, en el jazz y en mis partituras y todo eso. Entonces tú te vas a
resentir y me vas a decir que toque menos y que pase más tiempo contigo porque
sientes que no te doy la importancia que mereces. Y no podré hacerlo. Y
entonces yo voy a resentirme porque cómo se te ocurre pedirme que toque menos. Y
comenzaremos a odiarnos. Y se va a poner feo. Y por todas esas razones prefiero
que cortemos por lo sano… porque quiero ser el mejor. Eso, lo mismo,
aplíquese a familia y amigos y a cualquier otra relación afectiva que demande
tiempo, energía, fe en la gente: poner al otro antes que al yo. Se entiende. También
hay una secuencia en la que Andrew, el baterista, reconoce durante un almuerzo
familiar que no tiene amigos porque tal cosa le parece una aberración inútil y
aprovecha para ridiculizar a sus primos deportistas y súper sociables. Por un
lado, en cuanto a su familia se refiere, Andrew toma la decisión correcta: esos
primos, vistos desde acá, no son nada bueno. Por otro, asume un futuro autista que
carece del romanticismo y los ideales y las ganas de romper cosas que rodean al
arte y materializa la ambición banal de los negocios.
Andrew no quiere descubrir una nueva
forma de hacer música ni quiere buscar en la música un refugio para su alma ni
quiere que sus golpes despierten el alma de los demás ni quiere acostarse con muchas
chicas ni quiere viajar en limosina ni quiere una casa sobre una isla de coral
en Las Maldivas ni quiere que un joven fan lo espere a la salida de un
concierto para pedirle un selfie ni quiere hacer un festival de jazz y recaudar
fondos para los niños pobres de Nigeria. Andrew quiere algo mucho peor. Andrew
lo quiere todo.
Whiplash
fuese lo mismo que es y
valdría lo mismo que vale si Andrew no fuera un músico de jazz sino un metalero
cuyo sueño es ser mejor (más grande, más famoso, más importante) que Lars
Ulrich y para eso practica la canción homónima de Metallica hasta que sus dedos
sangran y su cuerpo cae desmayado y deshidratado sobre los tambores. Andrew
persigue algo nada fácil de alcanzar, la eternidad, aunque eso signifique renunciar
a su existencia terrenal.
Entiendo la furia de J. R. Jones y estoy
más o menos de acuerdo en varias cosas. “Al
final, lo que Whiplash consigue no es maestría musical sino un vacío virtuosismo”
Ahí hay algo, algo importante, cualquiera que haya vivido en Quito los últimos
diez años sabe que si bien la escena musical se ha cultivado ahora enfrenta un
problema acaso mayor que la ignorancia: hay demasiados músicos tocando
demasiado bien (eso mismo, demasiado bien, o sea, tan pero tan bien, con tanta pero
tanta precisión, que han perdido el factor sorpresa y la cuota obligatoria de
riesgo) y eso es culpa de las escuelas de música que sólo enseñan jazz. Y,
claro, hay algo en lo que todos, todos,
estamos de acuerdo: las puteadas de Fletcher, el mentor de Andrew, están entre
las mejores puteadas de la historia del cine, al mismo nivel que las del
Sargento Hartman en Full Metal Jacket
(digo, para hacer la comparación que todos están haciendo). Pero Jones no entiende o no quiere entender que en esta película,
que de una manera nunca antes vista resuelve sus conflictos con un solo de
batería tan improbable como los de Buddy Rich, el jazz es sólo un escenario, una
locación, una circunstancia. El problema es otro. El arte viene, siempre, del
sacrificio; y muchas veces también del sufrimiento. Pero sufrir no es un arte.
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