En el ala oeste del Museo de Arte Moderno
de Medellín (MAMM) hay una serie de cuadros del artista colombiano Álvaro Barrios. Varios de estos cuadros son secuencias clásicas de cómics clásicos
reconstruidas a gran escala y, digamos, intervenidas. En una viñeta gigante,
por ejemplo, aparecen Jor-El y su esposa Laura (el nombre ha sido latinizado,
en rigor, la mujer se llama Lara) contemplando el inevitable y trágico destino
del planeta Krypton. Como se sabe, Jor-El llena las últimas horas de su vida
construyendo una nave espacial que salvará a su único hijo del cataclismo que
destruirá su tierra y años luz mediante lo depositará en algún lugar rural de
Kansas: out there, diría Truman
Capote.
Pues bien, en la versión de los hechos
que propone Barrios las cosas suceden de esta manera: la nave no es un cohete
ni un platillo volador ni un Halcón Milenario sino una rueda de bicicleta atornillada
a un banco de madera, es decir, el readymade
que inventó a Marcel Duchamp; aunque en las facultades de arte enseñen lo
contrario, fueron los readymades los que
inventaron a Duchamp y no al revés; pasa, sucede: a veces, es la obra la que
inventa al artista. En el último cuadro de esa viñeta gigante, un hombre
descrito livianamente como “un automovilista que pasaba por allí casualmente…”
pero que se parece mucho a Dick Tracy (el perfil geométrico-cubista, el abrigo
largo, la corbata ajustada y la cinta en el sombrero como Humphrey Bogart en
una adaptación de Raymond Chandler), recoge en sus brazos a la criatura que
viaja en la bici-nave y exclama “¡Santo cielo! ¡Es un niño!” Pero ese niño no
es un niño sino un urinario de 1917, el urinario que, por supuesto, fue una
pieza clave en la construcción del personaje Marcel Duchamp.
Una señora ve la obra de Barrios y, tras
contemplarla largamente, susurra una pregunta al aire que en realidad está dirigida
a mí porque yo soy el único que está a su lado y puede escucharla. La señora
dice, me dice, “¿y esto qué
significará?” Su acento es colombiano, pero no paisa. Acto seguido, la señora
le toma una foto al cuadro de Barrios donde Dick Tracy sostiene entre sus manos
al urinario de Duchamp y sigue recorriendo la exhibición en su ropa deportiva y
en su mirada desorientada y en su boca abierta y en su sensación no asumida de
estar perdiendo el tiempo.
En una mesa larga y blanca del MAMM,
incrustado en la madera y protegido por una especie de marco, como si fuera
otro cuadro en la exhibición, está un iPad en el que se puede ver una entrevista
a Álvaro Barrios, nacido en Barranquilla en 1946. Entre otras cosas, Barrios
dice que aprendió a dibujar pintando los cómics que veía en el periódico (eso
explica su obsesión con Superman y Dick Tracy, motivos recurrentes en su obra
con los que, dicho sea de paso, concuerdo plenamente); que nunca le ha gustado
el trabajo de Dalí (un hombre valiente, sin duda; jamás había escuchado a un
pintor o a un artista de cualquier disciplina hablando de Dalí como algo
sobrevalorado); que se siente incapaz de decir qué es el arte (la definición
más lúcida y acertada y exacta de qué es el arte sigue siendo la de Marshall
McLuhan: Art is anything you can get away
with); que la lección más importante que aprendió de Duchamp fue darle
primacía a las ideas por encima de las figuras (ojo, alerta, saquen sus lápices
y sus cuadernos y sus iPhones y tomen apuntes o tomen fotos de este principio o
grábenlo como una nota de voz); y que no se puede ser una persona banal porque
no vas a entender nada.
Así como una obra es capaz de inventar a
un artista, también es capaz de inventar o intervenir a un espectador, al
visitante de un museo. Quizás no lo crea desde cero, quizás no logre resetear del todo su sistema operativo, pero sin duda ilumina rincones abandonados y potencia su
personalidad. Es probable. Tan probable como que un día, mientras manejas por
una carretera más bien desolada, ya tarde en la noche, caiga a tu lado una bola de fuego y, una vez
extintas las llamas, descubras que se trata de una nave espacial y que dentro
de ella hay un urinario y digas: ¡Santo cielo! ¡Es un niño!
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