¿Por qué tratas de cambiarme ahora?, canta el hombre que lo ha cambiado todo; el hombre que empezó como un vagabundo que asaltaba trenes en movimiento con su máquina para matar fascistas en la mano; el hombre al que la gente escuchaba como quien escucha improvisar a un filósofo; el hombre que fue héroe, mártir y traidor en la misma guerra; el hombre que sintió cómo el fantasma de la electricidad aulló en los huesos de su cara y le puso distorsión a sus manos; el hombre que por las noches llevaba amantes a su casa y luego las invitaba a desayunar con su esposa y sus hijos; el hombre que ahora vuelve a cambiar para seguir siendo él mismo.
Shadows
in the Night, el nuevo
disco de Bob Dylan, es un álbum de covers
cincuenteros frecuentados en su tiempo por Frank Sinatra, de quien Dylan, al
parecer, heredó mucho más que el azul-diamante-radiactivo de sus ojos, un color
que se ha ido esclareciendo a medida que avanzan los calendarios, como si el
paso del tiempo fuera una manera de rebobinar o cristalizar o asentar el alma
no al fondo sino en la superficie del vaso; como si el tiempo en vez de castigarlo
con la descomposición de la carne tuviera con Dylan un arreglo de mutuo
beneficio: los años cumplen con su parte haciéndolo un artista cada vez más
joven y Dylan, disco tras disco, les da a los años una razón para continuar.
En 1932, cuando su esposa Zelda fue
internada en un hospital psiquiátrico donde compartió sábanas y electroshocks con
la esquizofrenia, F. Scott Fitzgerald alquiló un estudio no muy lejos de donde
estaba encerrado el amor de su vida para trabajar en su cuarta novela, Tender is the Night, la historia de un joven
psicoanalista y su esposa, quien es a la vez su paciente. Y sí, las suaves sombras
en la noche de Dylan son baladas para parejas esquizofrénicas que primero
caminan en la playa tomadas de las manos y luego se sueltan un momento para
encadenarse a bloques de cemento y, ahí sí, se quitan toda la ropa y entran al
mar cargando cada uno su piedra del orgullo y dejan que la corriente se los trague.
Baladas para que el agente especial del FBI, Dale Cooper, baile con Laura
Palmer en esos sueños platónicamente sexys y tenebrosos que siempre suceden
entre paredes de terciopelo rojo. Baladas para las parejas que, disfrazadas
como los Fitzgerald, celebran cada fin de año bailando entre las horas
relajadas que sirven en The Gold Room, el salón del hotel Overlook donde se
hospeda El Resplandor.
Hay, a lo largo del disco, un recubrimiento
de guitarras que suenan como sinfónicas olas hawaianas y poco a poco van
lamiendo la orilla y los pies y los talones y todo lo demás también. En algún
momento, cuando revienta y te corre por las venas y te vuelve hipersensible, escuchas
apenas eso, Dylan entrando y saliendo del agua, con espuma en el pelo y arena
en las orejas; escuchas las olas como réplicas del temblor de las cuerdas y esa
voz quebrada diciendo Soy un tonto por
quererte; diciendo Una noche como esta puede tejer un recuerdo; preguntándose ¿Qué haré cuando esté tratando de adivinar quién te está besando?, ¿qué
hare?; diciendo Déjame rodar en el
cielo todo el día; diciéndote al oído Cuando
la hayas encontrado, nunca la dejes ir. Quizás el secreto de su
metamorfosis ambulante, esa que sólo puede definirse cuando, una vez más, con
otro disco, cambia de forma, esté en ese concejo que obviamente alguien no supo
escuchar (a esa sordera, por si acaso, le debemos Blood on the Tracks, el mejor álbum-libro-memoir sobre la separación de dos personas que alguna vez
prometieron estar juntas toda la vida). Cuando
Dylan la encuentre ya no habrá mucho más que decir y menos aún que cantar y
entonces sí estaremos cara a cara con la muerte.
El pasado 6 de febrero, en el Centro de
Convenciones de Los Ángeles, California, Dylan aceptó ser la “persona del año
2015” con un discurso que duró media hora: su canción más larga hasta la fecha.
En alguna de las estrofas de esa canción, escribió que los críticos lo han
atacado desde el principio, que le han dicho que no tiene voz, que croa como un
sapo, que balbucea canciones entre dientes y que su verdadero trabajo es
confundir con expectativas a la gente. A mí me parece un buen oficio. De pronto
Dylan canta las canciones de Sinatra y vuelve a cambiar las reglas del juego o
ya de plano inventa un juego nuevo. Complica. Desequilibra. Nos hace dudar y un
ser humano que no duda pues no existe.
(El Comercio)
(El Comercio)
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