Uno de los Deadheads más instruidos que conozco me
dijo que para entender el talento y el aporte del guitarrista Bob Weir a la
identidad musical de Grateful Dead hay que pasar horas, días o hasta meses
enteros acostado entre parlantes, fumando marihuana hasta quemarte los labios,
tratando de escuchar qué es eso –todo eso– que pasa detrás y al lado y también por encima de los solos de Jerry García. Bob Weir es, sin duda, el
mejor segundo guitarrista en la tradición psicodélica que salió de San Francisco
a finales de los 60’s. Quizás porque nunca consideró el ritmo como la unión de
las partes sino como un todo: un lugar en el que caminas, respiras y te mueves con naturalidad.
Claro, existen y ya
existían Los Beatles, donde cada uno tenía su papel bien definido aunque a
veces jugaran a cambiarse los zapatos; Los Stones y esa competencia asumida a
todas luces entre el músico y el rockstar,
entre el guitarrista y el cuerpo celeste; y hasta los hermanos Allman si
alguien hubiese podido competir con el viejo Duane, pero ni siquiera Clapton
estuvo a la altura. La diferencia, que recuerda un poco a la dinámica comunal
de The Band (esa conversación folk a las orillas de un río), es que Bob Weir
siempre tocó para la rola y el misterio, es decir, siempre estuvo tan sorprendido como
nosotros de lo que podía pasar en una improvisación de veinte minutos.
En The Other One: The Long Strange Trip of Bob Weir, el documental
producido por Netflix –ojo, HBO, alguien está ganando terreno a pasos
agigantados–, el más atrevidamente arrítmico de los guitarristas rítmicos, que
se unió a la banda cuando tenía apenas 16 años y se dedicó a tomar ácido una
vez por semana por lo menos durante un año antes de encontrar su sonido, reconoce
que su trabajo está basado en las generosas manos del pianista de jazz McCoy Turner,
eterno cómplice del gran aunque sobregirado y a ratos egoísta John Coltrane. Eso es lo que hace Weir, tocar para los
demás al frente del escenario, hide in plain sight. Se sabe: cuando haces bien tu trabajo, nadie lo nota.
En la mirada de Bob
Weir, que tiene casi 70 años y una colección de más de 100 guitarras, hay algo
que se perdió o, mejor dicho, que se sacrificó por un bien mayor: sus ojos
parecerían estar pensando cada uno en lo suyo y sus pensamientos dan la
impresión de ser una mezcla de recuerdos extraviados buscando un ancla o una
coincidencia cronológica o cuando menos un rastro de pan en medio del bosque.
Se nota que se le fue la mano: con las drogas, con las mujeres, con la música,
con todo, pero no parece haber en su mirada colgada y lenta ni el más mínimo
rastro de arrepentimiento, al contrario, da un poco de envidia y cuando toca y
su voz aparece por entre su barba revuelta uno piensa que sí, que se puede
envejecer con dignidad.
A veces hay que cederle
parte de tu vida y tus neuronas al destino para conseguir lo que otros no
alcanzan ni después de muertos. Grateful Dead, dice Weir, tocó al menos 3000
veces en vivo y eso, más las horas de ensayo, composición y grabación, lo
convierten en uno de los músicos con más horas de vuelo de la historia. No es
poco.
Desde su título, el documental es absolutamente honesto al lidiar con la figura que siempre opacó a Weir. Jerry
García, el guitarrista y cantante y símbolo de la banda, no podrá ser superado por la memoria ni apagado por el tiempo. García es más grande que su propio
legado; sin quererlo, se convirtió en el Dios de esa cultura empeñada en
dilatar y plagiar –a menudo de la peor manera– los 60’s, esa generación que no
aceptó su lugar en la historia y prefirió drogarse con la excusa de un
concierto de Grateful Dead antes que despertar. García murió a los 52 años en eso que
elegantemente se llama “clínica de reposo”, tenía sobrepeso, complicaciones
cardiacas, severos problemas de colesterol y era adicto a la heroína. Es más,
según Bob Weir, durante la última gira de la banda con García, en 1995, Jerry
le pidió que fuera su bagman, o sea,
que le cuidara la droga y no le diera más de lo que tenía que darle cada noche. Pero, dice
Weir, ese no era todo el problema, García se había vuelto tan famoso, tan
reconocido y paranoico, que no podía salir a la calle y pasaba los días encerrado en su departamento
pinchándose y comiendo frituras para calmar la ansiedad. La fama, a la que siempre le huyó –ni siquiera
fue a la inducción de la banda en el Rock and Roll Hall of Fame– terminó
arrinconándolo de todas maneras.
Durante su último concierto, en Chicago, al
despedirse, Jerry le dijo a Bob, “siempre nos reímos, Bob, siempre nos reímos”.
La banda que arruinó el
festival de Woodstock porque había tomado tanto ácido que las guitarras se
convirtieron en serpientes y apenas pudieron tocar un par de acordes (esto no
sale en el documental, es parte del mito), tuvo su primer hit a finales de los
ochentas, la gran y ansiolítica y antidepresiva Touch of Grey, que los llenó de
dinero pero también convirtió sus conciertos en una especie de circo-rave-hippie
donde todo estaba permitido y la música era lo de menos. Quizás allí, cuando la
música dejó de escucharse, el show ya no pudo continuar.
Muy sutilmente, como
corresponde, el documental enfrenta a Bob Weir con ese momento en el que tiene
que escoger entre salvar su vida o morir junto a su hermano.
Llegado el momento, Weir se alejó de las drogas, empezó a practicar yoga y a
alimentarse saludablemente mientras Jerry seguía creciendo a lo ancho y sudaba al subir un par de escaleras. Debe ser
difícil ver como alguien que quieres tanto se va acabando de a poco; mirar hacia otro lado sabiendo exactamente lo que va a pasar.
La biografía de Bob
Weir ha sido, sí, un largo y extraño trip del que no cualquiera hubiese salido
con vida; pero hay un momento clave, definitorio, cuando Weir reconoce que
García estaba perdido y que él aún tenía oportunidad de salvarse. Esas,
supongo, son las decisiones que separan a un hombre de un niño. Un hombre
prefiere vivir. Aunque sea más despacio, más lento, incluso más aburrido. Un
hombre prefiere vivir.
2 comentarios:
QUE BIEN QUE MANEJAS TEMAS DE DIFERENTE NATURALEZA. PERO MAS QUE EL TEMA ME GUSTO EL ESTILO Y
LA REDACCIÓN
Es McCoy Tyner, no Turner, jeje,
buen artículo, saludos
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