A los treinta años había hecho varias de
las cosas que había querido hacer antes de cumplir treinta años. Sin mucha
estridencia, es cierto, manteniendo un perfil más bien bajo. Como un equipo de
media tabla, digamos. Pero ahí estaban esas cosas que había hecho y que podía
mirar y contabilizar y luego decir mira
todo lo que he hecho, it aint’ nothin’. También había cosas que había sacrificado
o perdido: la confianza de mis amigos, la cercanía con mi familia, la
posibilidad de estar en una relación sentimental medianamente estable. Quizás
por eso me sentía como me sentía: estafado y vacío.
Por esos días, y por recomendación de una
ex novia que estudiaba psicología, consulté por primera vez a una psicóloga. La
terapia consistía en una regresión bajo un leve estado de hipnosis –si me lo
preguntan, jamás me sentí remotamente hipnotizado– en la que yo viajaba por “el
camino de mi vida” desde mi edad actual hasta el útero de mi madre. La psicóloga
era una mujer tierna que se reía demasiado pero que me ayudó a identificar
varios patrones de comportamiento que se repetían en los capítulos de mi
biografía y, más importante, a encontrar el origen de esas costumbres: a menudo
esos puntos de inflexión están en la infancia o, para ser más precisos, en el
final de la infancia y el comienzo de la adolescencia. Hasta ahí, todo bien. El
problema es que ante una crisis, me recetaba respirar, meditar, tomar sol,
tomar infusiones de valeriana (cuando le contaba que había tomado alguna
pastilla para dormir, me regañaba). Y yo siempre he preferido las soluciones
más terrenales o, de plano, producidas en serie en algún laboratorio alemán. Lo
que me hizo abandonarla, sin embargo, fue que llegado cierto punto me advirtió
que las consultas serían en su casa, en un valle a las afueras de Quito. Ella
me había dicho, una y mil veces, que no me preocupara por lo material, que las cosas
son eso, cosas, y que ninguna
posesión valía más que lo que yo tenía dentro de mí: cualquier cosa que esto
sea. Pero su casa era gigante, moderna, elegante. Tenía un jardín sin límites, una
fuente de agua, una cascada de escalones que conducían a la puerta principal. Tenía
un piano de cola en la sala y, junto a la cocina, una piscina temperada cubierta
por una carpa de cristal. Desde ese momento empecé a desconfiar y terminé
abandonándola de la manera más cobarde: un día dejé de responder sus mensajes
de texto y sus mails.
Meses después, en algún lugar de Centroamérica,
en una clínica que en la planta baja tenía una farmacia y un restaurant de
comida china de muy mala reputación, encontré otra mujer. Siempre que he pedido
que me recomienden algún psiquiatra, me preguntan ¿hombre o mujer?, y yo siempre digo mujer. Fue amor a primera vista. Era alta, bronceada, madura y atractiva;
su acento caribeño era, en sí mismo, un tranquilizante bastante efectivo. Esta psiquiatra
me parecía mucho más aterrizada y racional que la psicóloga. Estaba de acuerdo
conmigo en que la vida podía ser, como dice la Biblia, un valle de lágrimas, y se reía de mis tragedias como si estuviese viendo
una serie de televisión. Se reía y me hacía reír y darme cuenta de que después
de todo nada era tan grave como yo
pensaba. Se reía a carcajadas y sus carcajadas me salpicaban y me calmaban. Como
yo, la doctora pensaba que hay mucha gente por ahí que sólo quiere hacerte eso
que los españoles llaman una putada; you can hurt someone and not even know it,
diría el viejo Bob. Además, siempre estaba de mi lado: digamos que odiábamos a
los mismos personajes. Y, lo mejor, creía en la ciencia, en las drogas, en los
antidepresivos y en los deliciosos ansiolíticos (sí, aquí también hay algo de
placer lisérgico-narcótico). Mi doctora color canela me puso a dieta y me
obligó a hacer ejercicios regularmente y encontró la dosis perfecta de
medicinas para exorcizarme del insomnio. Mi madre, recuerdo, se refería a ella
como esa mujer. Claro, cómo no te va a
gustar, si esa mujer está de acuerdo
contigo en todo, y todo debe ser culpa mía, ¿no? Claro, cómo no va a querer que
sigas con el tratamiento, si esa mujer es
la que se queda con la plata. Esa mujer te
está mintiendo. Esa mujer te droga. Nuestra
relación duró, días más días menos, cuatro meses; dieciséis semanas de amor,
comprensión y Rivotril.
Entre las dos, la psicóloga y la
psiquiatra, había algo en común, quizás porque las dos eran mujeres y las dos
eran madres y tenían activada la sensibilidad al máximo. Y también, claro,
porque las mujeres son todopoderosas para bien y para mal. Ambas me hacían
sentir que lo que existía entre nosotros no era una frívola y burocrática relación
profesional sino una especie de parentesco momentáneo que, como todos, tiene su
costo y su recompensa. En ambos consultorios, al principio y al final de cada
sesión, habían abrazos largos, abrazos apretados, abrazos amorosos (sí, a lot of mommy issues indeed), y la
sensación de haber compartido tu vida con otra persona.
Meses atrás, cuando sentí que necesitaba
nuevamente el servicio de asistencia técnica de un profesional, y en contra de
mi sagrada costumbre de escoger siempre a una mujer, consulté por primera vez a
un psiquiatra: a un hombre. El señor
es un tipo serio que apenas y me saluda cuando entro a su consultorio; que
empieza todas las sesiones con la misma frase, qué me cuenta, dice, y lo dice como en un suspiro de aburrimiento y
fracaso, como si estuviese pensando ¿por
qué no me hice dentista?; que no muestra más señales de humanidad que alguna
sonrisa accidental; que no se conmueve ante nada; que me echa la culpa de todo;
que trabaja bajo los parámetros de eso que Pascal llamaba las razones de la mente y se olvida de eso que el mismo Pascal
llamaba las razones del corazón; y
que me obliga a tratarlo de usted. Este cambio de sexo ha sido una experiencia
traumática: como pasar de un campamento de verano a un cuartel militar. Mi voz
ha cambiado y mis gestos se han endurecido tanto como los de mi interlocutor que,
dicho sea de paso, habla muy poco, se limita a arrugar la frente y asentir con
la cabeza. Ahora salgo de la terapia avergonzado y disminuido, pensando que mis
problemas no son problemas de verdad y que en vez de estar quejándome como una
niña chiquita lo que tengo que hacer es solucionarlos por mi cuenta, hacerme
cargo, man the fuck up! A menudo
pienso en abandonarlo y volver a los brazos de una mujer.
(SoHo)
7 comentarios:
Es un relato que mete al lector en el tema. Excelente.
Felicitaciones. PD. Vale que te sientas muy buen b
been there, done that. Nunca seré fan de los psicólogos, pero psiquiatras <3
volver, siempre es la solución.... y blah blah blah
Muy bueno
Y entonces llegamos a ese dia, que necesitamos todos o al menos la mayoria, una leve pero tranquiluzante terapia, sobre todo si esta es dictada de la boca de una mujer.
Y porque mujer y no hombre? Por eso mismo, por provenir todoa de una. Por sentir su dulzura y su paz.
Gracias brother por este relato. Lo senti muy proximo, y aunque no tengo aun 30, me parecio entender cada palabra que escribiste.
Y fui donde una psicóloga que hacía la terapia de hipnosis y regresiones. Hay la probabilidad de que sea la misma del texto. Tuve una experiencia horrorosa, aunque al inicio hubo un par cambios en mi que me parecieron casi actos de magia, pero a la "terapeuta" se lo ocurrió poner la mano en un lugar inapropiado y de ahí en adelante yo me fui (más aun) a la mierda. Igual las contradicciones no dejaron de faltar, toda una sesión la señora se la paso intentando convencerme de que la estatura no importa y acabó diciendo "pero yo soy alta" y luego ni se acordaba de lo que había dicho. Una vez sin siquiera yo haber preguntado salió con "no, yo no lo le conozco" lo que luego de un par de sesiones se transformó en una confesión de "si le conozco de cuando yo trabajaba en X colegio...". Todo el tiempo la "terapeuta" y sus necesidades estuvieron por delante de mi bienestar. A veces parecía que tenía algo contra mi, como si yo le recordara a alguien de su vida. A la señora todo se le fue de las manos hasta el punto de la anti-ética. En su infinita vanidad de "terapeuta exitosa" con lista de espera y todo nunca reconoció un solo error. Obvio el que paga los platos rotos es el paciente. Si alguna mejora encontré fue merito mio. Abandoné, pero la "terapia" me dejó los mismo problemas de siempre irresueltos y un par de nuevas ansiedades, todo gracias a la exitosa terapeuta de apellidos sonoros.
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