El documental AVC, dirigido por el
quiteño Mauricio Samaniego, se proyectó por primera vez en el festival EDOC
(Encuentros del Otro Cine) del año 2015, hace más o menos un año. El pasado mes
de marzo tuvo una corta vida comercial en las cadenas que se arriesgaron a programarlo
en salas pequeñas y horarios incómodos. No obtuvo la atención que merecía ni
fue parte de la conversación, pero esto es, en partes iguales, culpa de los
excesos emocionales de la película y de una especie de práctica industrial que
prefiere mirar a otro lado.
La cinta de Samaniego, que militó en AVC
y fue capturado y torturado por la policía, está armada con una serie de
testimonios que inclinan la balanza hacia sus amigos, lo que la hace parecer el
trabajo de la memoria y no el resultado de lo que merece un tema como este: una
investigación a la altura de las circunstancias. El documental está tan seguro
de su tesis que nunca se cuestiona y peca de soberbio. Al final, después de
verla, la sensación es extraña. Uno debería quedar conmovido por los miembros
de AVC. Pero no. Tenían más corazón que estómago y esa desproporción terminó
jugándoles en contra.
Sin importar cuáles hayan sido sus
intenciones, cuán entrañables resulten varios de sus combatientes y cuán
pacíficos hayan sido sus métodos, el grupo actuó por fuera de la ley, como
actúan los delincuentes, y fue perseguido como tal con el agravante de haber
coincidido con el periodo de un gobierno represor y violento, el del ex
presidente León Febres Cordero, que estuvo en el poder entre 1984 y 1988. La
batalla era a todas luces injusta. No porque el gobierno contara con más armamento
y tropas con entrenamiento militar, no, la gran desventaja de AVC fue imaginar
una guerra sin víctimas: alguien que cree que eso es posible sólo puede perder
la batalla.
Ahí empieza la verdadera tragedia, no la
política, no la social: la humana. Según los testimonios de la película –apoyados
en documentos y material de archivo–, los miembros de AVC que eran capturados y
debían ser juzgados según lo estipulara la ley en ese momento, eran golpeados hasta
la inconsciencia, electrocutados y abusados sexualmente en calabozos que, según
la cinta, fueron construidos siguiendo los diseños de la CIA. En los momentos
más estremecedores, las mujeres del grupo cuentan que los policías los
obligaban a masturbarlos y que cuando esos pedidos pasaban a las violaciones el
único argumento que ellas podían usar en voz alta era el siguiente: piensen en
sus madres, piensen en sus esposas, piensen en sus hijas. Argumento que, por su
puesto, no les sirvió de nada.
Aquí la película gana en intensidad, en
actitud y comienza a ser verdaderamente desafiante, pero aquella sensación dura
demasiado poco. Se nota que Samaniego, que mal que mal le está pidiendo a sus “hermanos
y hermanas” que cuenten en detalle y frente a cámara los que muy probablemente
fueron los momentos más difíciles de sus vidas, prefiere cortar y respetar el
dolor ajeno que siente como propio cuando lo que debería hacer, o, por lo
menos, lo que debería hacer la película, es mostrarnos el rostro del horror con
la intención de que el público pueda medir el tamaño real de la tragedia. Aunque
lo haya negado olímpicamente durante décadas, a estas alturas es evidente que Febres
Cordero sabía lo que ocurría en esas celdas y que si, como dice él, jamás ordenó
torturar a nadie, su silencio lo hizo al menos cómplice de varios crímenes de
estado, cuando no el autor intelectual.
Nada de esto, sin embargo, resulta verdaderamente
perturbador. La gran revelación de la película, por lo menos para mí, fue que
viendo todo lo que había visto y escuchando todo lo que había escuchado llegué
a la conclusión de que no había material suficiente para una cinta memorable. Es
muy duro escribir y asumir esto, porque después de todo creo que deberíamos estar
agradecidos de vivir en un país históricamente pacífico, donde los peores
crímenes han sido perpetrados por personas que suelen usar traje, corbata o
camisas con motivos folklóricos bordados en el pecho, pero a los cuatro renglones de la historia nacional que pretende contar AVC les faltan trama, les faltan cadáveres y víctimas de lado y lado.
Aunque en este momento sean
muchos los que quieran replicar la intervención estadounidense en Chile y bombardear
Carondelet, la muerte de un ser humano no se justifica bajo ninguna
circunstancia: en ningún momento, en ningún lugar. Pero el cine no entiende
esas cosas. Cierto tipo de cine necesita detonaciones para alterar nuestro
ritmo cardiaco. AVC tiene corazón, pero le falta cine.
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