4.06.2016

La paz no es fotogénica


El documental AVC, dirigido por el quiteño Mauricio Samaniego, se proyectó por primera vez en el festival EDOC (Encuentros del Otro Cine) del año 2015, hace más o menos un año. El pasado mes de marzo tuvo una corta vida comercial en las cadenas que se arriesgaron a programarlo en salas pequeñas y horarios incómodos. No obtuvo la atención que merecía ni fue parte de la conversación, pero esto es, en partes iguales, culpa de los excesos emocionales de la película y de una especie de práctica industrial que prefiere mirar a otro lado.

La cinta de Samaniego, que militó en AVC y fue capturado y torturado por la policía, está armada con una serie de testimonios que inclinan la balanza hacia sus amigos, lo que la hace parecer el trabajo de la memoria y no el resultado de lo que merece un tema como este: una investigación a la altura de las circunstancias. El documental está tan seguro de su tesis que nunca se cuestiona y peca de soberbio. Al final, después de verla, la sensación es extraña. Uno debería quedar conmovido por los miembros de AVC. Pero no. Tenían más corazón que estómago y esa desproporción terminó jugándoles en contra.    

Sin importar cuáles hayan sido sus intenciones, cuán entrañables resulten varios de sus combatientes y cuán pacíficos hayan sido sus métodos, el grupo actuó por fuera de la ley, como actúan los delincuentes, y fue perseguido como tal con el agravante de haber coincidido con el periodo de un gobierno represor y violento, el del ex presidente León Febres Cordero, que estuvo en el poder entre 1984 y 1988. La batalla era a todas luces injusta. No porque el gobierno contara con más armamento y tropas con entrenamiento militar, no, la gran desventaja de AVC fue imaginar una guerra sin víctimas: alguien que cree que eso es posible sólo puede perder la batalla.

Ahí empieza la verdadera tragedia, no la política, no la social: la humana. Según los testimonios de la película –apoyados en documentos y material de archivo–, los miembros de AVC que eran capturados y debían ser juzgados según lo estipulara la ley en ese momento, eran golpeados hasta la inconsciencia, electrocutados y abusados sexualmente en calabozos que, según la cinta, fueron construidos siguiendo los diseños de la CIA. En los momentos más estremecedores, las mujeres del grupo cuentan que los policías los obligaban a masturbarlos y que cuando esos pedidos pasaban a las violaciones el único argumento que ellas podían usar en voz alta era el siguiente: piensen en sus madres, piensen en sus esposas, piensen en sus hijas. Argumento que, por su puesto, no les sirvió de nada.   

Aquí la película gana en intensidad, en actitud y comienza a ser verdaderamente desafiante, pero aquella sensación dura demasiado poco. Se nota que Samaniego, que mal que mal le está pidiendo a sus “hermanos y hermanas” que cuenten en detalle y frente a cámara los que muy probablemente fueron los momentos más difíciles de sus vidas, prefiere cortar y respetar el dolor ajeno que siente como propio cuando lo que debería hacer, o, por lo menos, lo que debería hacer la película, es mostrarnos el rostro del horror con la intención de que el público pueda medir el tamaño real de la tragedia. Aunque lo haya negado olímpicamente durante décadas, a estas alturas es evidente que Febres Cordero sabía lo que ocurría en esas celdas y que si, como dice él, jamás ordenó torturar a nadie, su silencio lo hizo al menos cómplice de varios crímenes de estado, cuando no el autor intelectual.  

Nada de esto, sin embargo, resulta verdaderamente perturbador. La gran revelación de la película, por lo menos para mí, fue que viendo todo lo que había visto y escuchando todo lo que había escuchado llegué a la conclusión de que no había material suficiente para una cinta memorable. Es muy duro escribir y asumir esto, porque después de todo creo que deberíamos estar agradecidos de vivir en un país históricamente pacífico, donde los peores crímenes han sido perpetrados por personas que suelen usar traje, corbata o camisas con motivos folklóricos bordados en el pecho, pero a los cuatro renglones de la historia nacional que pretende contar AVC les faltan trama, les faltan cadáveres y víctimas de lado y lado.

Aunque en este momento sean muchos los que quieran replicar la intervención estadounidense en Chile y bombardear Carondelet, la muerte de un ser humano no se justifica bajo ninguna circunstancia: en ningún momento, en ningún lugar. Pero el cine no entiende esas cosas. Cierto tipo de cine necesita detonaciones para alterar nuestro ritmo cardiaco. AVC tiene corazón, pero le falta cine.

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