El mejor recuerdo que tengo de los Encuentros
del Otro Cine (EDOC) es una cinta llamada TheCats of Mirikitani. La película, grabada en la New York post 9/11, se estrenó originalmente en el 2006 y llegó al festival al
año siguiente. Ese año, el 2007, vi todos o casi todos los filmes seleccionados
para escribir una especie de crónica testimonial que se terminó llamando El ataque de los documentales asesinos. Vi
muchas cintas, muchas. Cintas demasiado largas y demasiado calladas y demasiado
contemplativas y demasiado deprimentes y demasiado premiadas. Por eso me gustó
tanto Cats…, que dicho sea de
paso fue la favorita del público en esa edición, porque al lado de sus colegas,
el pequeño documental de la norteamericana (gringa, obvio) Linda Hattendorf era
una especie de comedia humanista y redentora. Desde entonces me quedó claro que
no podía confiar en el festival.
Igual regresé, pero ya no para quedarme.
Regresé sobre todo en las noches de apertura, que son gratis y en las que suele
haber vino o canelazo después de la función, pero el sacrificio era excesivo
para perseguir un trago que, entre tanto borracho (empezando por el que habla),
se acababa enseguida. Esa lección, por ejemplo, me la enseñó Darwin’s Nightmare, que es una verdadera
pesadilla de la que uno sólo se quiere despertar porque el director austriaco
Hubert Sauper confunde de la peor manera el cine con la explotación y logra el
efecto contrario al que persigue: el espectador, sobreexpuesto a la crueldad
sostenida, se revela indiferente y aburrido.
De la misma manera, empujado más por la
promesa de una buena noche que de una buena película, vi varias de las cintas de
Ross McElwee (gringo, obvio), un tipo al que varios de mis amigos califican de
“genio” pero la verdad es que, según yo, no pasa de ser alguien que –como
todos– se cree más interesante de lo que realmente es y hace películas
insufribles porque no sabe cuándo dejar de filmar. El año en que presentaron la
obra de McElwee, me acuerdo, vino el director y su presencia en los EDOC, que
como todo festival que programa películas tristes tiene fiestas muy divertidas,
fue un suceso bastante farandulero. Había un séquito de gente que lo seguía por
todas partes, un grupillo de cineastas y cinéfilos que lo miraban con
veneración, lo sé porque yo también estuve en ese grupillo y fue durante una
cena con Ross McElwee cuando acepté finalmente que los EDOC no son un lugar
para mí, que ese no es el lugar al que pertenezco. Todos los que estábamos allí
habíamos visto al menos dos o tres –cuando no todas– de sus películas, una peor
que la otra, una más egoísta que la otra, una más exhibicionista que la otra, una
más necesitada que la otra: cintas que ya no merecían ni el beneficio de la
duda pero que fueron elevadas al olimpo entre tragos y carcajadas de
celebración. Un amigo, guionista y director, luego jodió toda la noche porque
le había contado la historia de su nuevo proyecto a Ross McElwee y al tipo le
había gustado. Fuck this shit, pensé. Y no volví nunca más.
Desde entonces, los EDOC se convirtieron
en una excusa perfecta para supurar amargura y desahogarse con los amigos. ¿Vas
a los EDOC?, ¿en serio?, ¡si ni siquiera ves noticias! Sal de aquí, poser. Vas para
conversar con esos manes que ya, por favor, asúmelo, no son tus panas: si no
estuvieran haciendo fila contigo ni siquiera te hablarían. Vas a levantar peladas
que estudian cine, bueno, por lo menos, ¿agarraste algo? Dime qué documentales
viste hoy día y te diré quién eres. Dime cuántos documentales viste hoy día y
por favor no me digas nada más. ¿Tienes que ir porque le dijiste a tu pelada
que este es el festival más importante del Ecuador? ¿en serio? ¿Por qué no voy
a poder hablar mal de esa huevada de película?
Todo esto, claro, en el plano de la
ficción, aunque me sigue resultando por lo menos paradójico que después de
horas y horas de ver las películas más tristes del mundo esos mismos espectadores
–esos mismos cineastas– estén desbaratados en una farra sin fin. En el plano de
la realidad, la situación es otra: los EDOC se suceden año a año uno detrás de
otro, cada vez con más público y más películas (esto último es un error porque
la selección resulta irremediablemente dispareja) y abriendo más el espacio que
el mismo festival se ocupó de inventar en abril del 2002, cuando proyectó su
primera función.
Desde ayer, y después de una polémica que
hasta donde entiendo tiene que ver básicamente con promesas no cumplidas, se
anunció que la décimo quinta edición de los Encuentros Del Otro Cine se arranca el próximo miércoles 18 de mayo en el Teatro Capitol, frente al
parque La Alameda, en el Centro Histórico de Quito. La película que abrirá la
cartelera de este año será el documental italiano Fuocoammare, en cuya sinopsis se menciona “la crisis de los
migrantes europeos” y que para colmo viene de ganar un premio en Berlín, o sea,
no, qué pereza, ni cagando: mañana tengo que ir al supermercado y ahí se ve la
crisis en primerísimo primer plano. Pero festejo.
Festejo El regreso de los documentales asesinos porque me hace pensar que
hay gente que todavía pelea por lo que quiere ver, que vivo en una ciudad que todavía
se detiene a pensar, una ciudad en la que, al parecer, todavía hay espacio para
todos.
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