It keeps you running
- Jackson Browne -
Cuando uno escoge ver un documental que
se llama We Are Twisted Fucking Sister!
asume un par de cosas: un grupo de pelados de los suburbios gringos se la toma
en serio, adopta la estética y el sonido correctos en el momento correcto, trepa
en la efervescencia de una década frívola, la pega, la rompe, tienen un hit increíble,
alguno o varios de esos manes tienen problemas con el alcohol y las drogas,
alguno o varios de esos manes nunca conocieron a sus padres y se entraban a
puñetes con los novios de sus madres, alguno o varios de esos manes se casan
con una modelo que también es actriz, todos se divorcian, en cierto momento la
banda se desintegra o está a punto de, luego vuelven, se desintoxican y graban su
mejor disco y cuando parece que vivirán para siempre los 80’s se acaban y ellos
terminan tocando en bares donde venden alitas de pollo. Y todo bien: no puede
haber demasiadas biopics de rockeros.
Pero lo mejor de esta cinta, escrita y dirigida por el casi anónimo Andrew Horn
(The Nomi Song), es que los momentos
que damos por sentado, esas escenas que podemos adivinar y predecir, nunca
llegan. Uno espera ese primer concierto gigante donde tocan We’re Not Gonna Take It para cientos de miles
de personas y conquistan el mundo, esa entrevista donde alguien dice queríamos experimentar con nuestro sonido,
madurar como músicos, pero la gente sólo quería escuchar la puta We’re Not
Gonna Take It, pero esa canción nunca suena.
We
Are Twisted Fucking Sister!
ocurre entera antes de la fama. Aunque arranca con un prólogo bastante
convencional, la banda en un show emblemático y enseguida un flashback hacia los
años de formación, toma un camino poco común que se va revelando a medida que
la historia avanza sin avanzar realmente y pensamos bueno, y estos manes, ¿a qué hora es que la van a reventar? Andrew
Horn se la juega como los grandes y hace de toda la película un segundo acto que
se alarga como una conversación que empieza en la noche y termina en la madrugada.
El guitarrista Jay Jay French y el cantante Dee Snider, que dicho sea de paso
son abstemios, toman el control del grupo, toman la decisión de ser músicos profesionales
y darle con todo. Twisted Sister conquista un circuito nada despreciable de
bares en todo el país, forman una base importante de fans e inesperadamente inspirados en Bowie, Lou Reed y The New York
Dolls llevan el look glitter al siguiente nivel. Twisted Sister arranca tocando
covers de Mott The Hoople pero también de AC/DC y de Zeppelin y sus conciertos
están llenos de provincianos que sólo quieren escuchar covers y tomar cerveza.
Twisted Sister camufla sus propios temas entre el repertorio y alguien pregunta
de quién es esta canción y alguien
más responde no sé, pero sí la he
escuchado. Tocan para 10 personas y luego para 500 personas y después para
2000 personas y creen que el siguiente paso, el eslabón lógico en la biografía
de una banda de rock, es tocar para un millón de personas. Pero no.
La historia de Twisted Sister es también la
historia de una maldición. Cada vez que están a punto de conseguir un contrato con
una disquera pasa algo terrible: el guitarrista se desmaya y termina en el
hospital, el ejecutivo que les ofreció un contrato nunca vuelve a aparecer, el sello
que finalmente los graba se declara en bancarrota –literalmente– al día
siguiente de haberlos firmado. Mientras tanto, como todos los que se parten el
lomo trabajando porque creen que al final de todo ese esfuerzo habrá una
recompensa, porque me dijeron que si me sacaba la puta la vida me iba a
premiar, Twisted Sister toca seis, siete veces a la semana en esos bares en los
que están cansados de tocar y les ordenan a sus fans que los destruyan y sus
fans arrancan los excusados del piso y los inodoros de las paredes y los ductos
de aire acondicionado del techo. Los fans se llaman Sick Motherfuckers y sí,
claro, están un poco enfermos y seguramente más de uno tiene sexo con su madre.
En sus mejores noches destruyen afiches de Saturday
Night Fever y fotos gigantes de John Travolta. Entonces sabemos que el
director también está filmando la historia de los fans porque qué es una banda
sin la gente que se aprende sus canciones, nada o menos que nada, un grito que
se despliega en el espacio y que luego tiene que recogerse a sí mismo para
guardarse en el vacío. Y qué es una persona sin una banda, poco menos que un
cuerpo sin alma. La gente quiere que sus bandas triunfen porque alguien tiene
que triunfar, chucha, alguien, alguno de nosotros, ellos.
Todo esto sucede más o menos entre 1972 y
1983, más de diez años pensando para qué chucha seguimos tocando para qué
chucha seguimos tocando para qué chucha seguimos tocando, y ocurre, también, en
dos formatos: los testimonios de los miembros de la banda, que son los primeros
en sorprenderse con su propia historia, y toneladas de material de archivo, se
nota que Twisted Sister grababa todos sus shows para enviárselos a disqueras
multinacionales porque además alquilaban limosinas para que los duros fueran a
sus conciertos y hasta hacían shows privados con todo el maquillaje, todas las
luces y todo el repertorio para una sola persona si era necesario. Es más,
ellos mismos, no la disquera, no los promotores de un concierto, no los publicistas
sino ellos mismos, compraban tiempo en el aire a las radios para que pusieran
sus canciones. Lo que pasa es que tenían todo en contra: decir que su música
era genérica e insegura, que no terminaba de superar el cambio de década y al
mismo tiempo se desesperaba por predecir el futuro, es llenarla de halagos, y
decir que sus letras eran los diarios de un adolescente que quiere convencerse
de que tiene más problemas de los que realmente tiene sería decir que eran como
los poemas de Rimbaud. Pero esta no es una historia sobre música ni sobre arte
ni mucho menos sobre vanguardia, esta es una variación del viaje del héroe que
jamás se les habría ocurrido ensayar a Carl Jung o a Joseph Campbell: los
héroes que siguen ahí cuando los demás se han ido, cuando hacer lo que hacen significa
una manía grotesca y ridícula, cuando tus amigos han seguido adelante con su
vida, han crecido, y tú insistes en ser eso que dijiste que eras cuando eras
chiquito. La alegría está en la lucha, dijo
Ghandi.
Andrew Horn, el director, entiende que hay
mitos que superan a los personajes, que se aprovechan de nosotros para existir porque
mal que mal una historia necesita un protagonista, y es así como filma. Sin
excesos ni estridencias, algo que debe ser difícil tratándose de una banda que corrió
toda su carrera con tacones y delineador. Tampoco hay, y esto es aún más
admirable, el deseo morboso de hundir el dedo en la herida y bañar al público
en sangre. Muy al contrario, la estética propia del documental es sobria y respetuosa
y uno capta desde el principio que quien sea que esté contando esto se lo toma en
serio: esta circunstancia une al director con la banda, como si estuviera
diciendo para ellos nunca fue una broma. Incluso
los testimonios se sienten como las observaciones lúcidas de un grupo de
viajeros en el tiempo. Jay Jay French, el guitarrista, es un poco rudo y
cabreado y quizás tenga cuentas pendientes con la vida, pero nunca tanto como para
producir una mentira porque ni falta que le hace. Mientras que Dee Snider, el
cantante, el compositor, practica sus anécdotas con una claridad estructural tan
refinada que sólo nos queda pensar que, después de Twisted Sister, pasó una
temporada en una escuela de refinación en Suiza. La gran lección aquí sería que
una buena historia no requiere mayor intervención, que el verdadero trabajo de
un artista es hacerse a un lado de su propio camino y dejar que aquello que lo
emocionó pueda encontrarse con los demás.
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