Hay en el pueblo un dolor silencioso y
paciente, que se encierra en sí mismo y calla.
Pero hay también un dolor a flor de
piel: rompe en lágrimas y desde ese instante se va en lamentos.
–Dostoyevski–
Dicen
que si hubiera sido un viernes a las tres de la tarde se moría medio
Portoviejo.
La
casa está en el camino a Picoazá, unos metros más adelante de la gruta de San
Cristóbal y de la iglesia de cemento donde se le piden milagros al santo
patrono de los choferes. El primer piso es una especie de departamento que
parecería estar enterrado en la tierra. El segundo piso tiene diez metros de
largo y tres metros de alto. Antes del terremoto, la fachada de la casa era una
pared hecha de ladrillos interrumpidos por tres ventanas. Esa pared ya no está.
Los ladrillos empezaron a caerse uno a uno la noche del sábado 16 de abril
entre las 18h58 y las 18h59. Durante más de una semana, la casa no tuvo rostro.
¿Qué harías si un día, después de un terremoto, se te cae la cara? Quedaron las
paredes de los lados, la pared de atrás y el techo, que es de caña. Desde la
calle, la casa parecía el escenario de un teatro. Cuando todos estaban
durmiendo parecía una pintura.
Dicen
que la gente ya no sabe si está temblando de verdad o de mentira.
En
la casa viven Jaqueline Navarrete, sus hijas Nadeline, de 12 años, y Oriana, de
6 años; su esposo, que maneja un triciclo a pedal y trabaja transportando
alimentos entre los mercados de Portoviejo, y Sonia Rodríguez, su madre, que tiene
la pelvis fracturada. Sonia estaba asomada a la ventana del centro cuando el
mundo empezó a moverse más de lo normal. Quiso caminar hasta la puerta y quiso
bajar por la escalera de tablones de madera que conecta la planta alta de la
casa con la calle, pero no alcanzó, dio unos pasos hasta el pequeño balcón que
está a un costado y se lanzó desde ahí. En la casa tienen la costumbre de comer
temprano, almuerzan antes del medio día y meriendan antes de las seis de la
tarde, por si nos pasa algo, comidas
aguantamos más, dice Jaqueline, desde
que yo me conozco con mi mami siempre ha sido así. Sonia cayó sobre la
tierra dura y polvorienta que rodea la casa.
Dicen
que parecía el fin del mundo. ¿Estás listo para el fin del mundo?
En
la sala de la casa hay cuatro sillas de madera que tienen el respaldar y el
asiento forrados de tela, la tela es de color rojo y a su vez está forrada de
plástico transparente: la piel sudada se adhiere al plástico y, cuando se
remueve, el pellejo se estira como si la silla se lo hubiera tragado. Hay,
arrinconadas a cada extremo, dos mesas pequeñas en las que la familia se
acomoda para comer. Hay una refrigeradora Indugama de color crema que ha sido
bastante manoseada. Hay una máquina de cocer antigua de color negro marca Super
Dumton, con su propia mesa y esos cajones estrechos y profundos en los que
entra todo. Hay varios muñecos de juguete, bebés de plástico, varias figuras
del Divino Niño y decoraciones de navidad, todo cubierto de polvo, ruinas de
hace mucho antes del terremoto. Desde el terremoto las mujeres y los niños duermen
en la sala, por si acaso.
Dicen
que comenzó suave y que de ahí paró un ratito y que de ahí empezó feisisísimo y
que uno parecía títere.
Sonia,
la madre de Jaqueline, es viuda, su esposo, Aladino Navarrete, murió
electrocutado mientras trabajaba en una construcción. El accidente sucedió en
1999 y fue entonces cuando los patrones de Aladino construyeron las paredes de
ladrillos de la casa porque antes todo era de caña. Las paredes que dividen la
geografía interior, tres habitaciones y una cocina más bien estrecha, todavía
son de caña y siguen paradas. Jaqueline, sus hijas, su hermana Targelia y los hijos
de ella, Jonathan, de 5 años, y Yahir, de 10 meses, hacen siesta sobre un catre
de paja por las tardes. El terremoto sorprendió a Targelia y a sus niños en la
casa. Jonathan tiene una herida profunda en el talón del pie izquierdo: un
ladrillo saltó de la pared y lo lastimó mientras trataba de correr hacia la
calle, donde estaban sus padres. Le cogieron puntos pero él se los sacó con los
dedos de las manos y a nadie parece importarle que se los haya sacado.
Dicen
que no se podía caminar porque la tierra te jalaba.
Esa
noche habían comido bistec de pescado con arroz y plátano asado. Para llenarnos bien, dice Jaqueline, por eso es que yo aquí tengo es pura gordita.
Los niños de la casa, los hijos de Jaqueline y los hijos de Targelia, son
criaturas delgadas. A Oriana –nombre que se robaron de una telenovela cuyo título
no pueden recordar– le gusta bailar salsa: mueve los hombros, los brazos y las
piernas como si estuviera corriendo en el aire. Su madre dice que la llevará a
la televisión para que se haga famosa, pero es una broma. Jonathan tiene una
cometa, todos los niños de por aquí tienen una cometa y todas las cometas son
iguales: están hechas con fundas plásticas, una funda grande como vela y varias
fundas pequeñas atadas entre sí como cola. Cometas temblando encima de las
cercas de las otras casas. ¡Dale piola,
oe, dale piola! Cometas enredadas en los cables
eléctricos.
Dicen
que ser manabita es un orgullo pero que ser portovejense es una bendición.
La
casa estuvo abierta entre el sábado 16 y el domingo 24 de abril. Ese día, un
camión del ejército se detuvo frente a ellos y los militares les entregaron una
malla publicitaria en la que aparece un plato humeante de fanesca casera de Las
Menestras del Negro, la cadena quiteña de comida rápida tradicional. Cortaron
una cuerda en varios pedazos y perforaron el extremo superior de la malla para
poder atarla a uno de los troncos que sostienen el techo. Doblaron el extremo
inferior en el piso de la sala y le pusieron ladrillos encima para fijarlo en
el suelo. ¿Qué se siente tener piel sintética en la cara? Durante el día, levantan
un par de ladrillos y recogen un poco la malla para ganar algo de luz. Podrían
subir por las escaleras y saltar hacia la sala. Pero no. Suben por las
escaleras y aunque resulte inútil entran por la puerta y si alguien se olvida
de cerrarla alguien se acuerda de gritar cierra
la puerta, oe.
Dicen
que en Portoviejo los maestros son arquitectos, ingenieros y cualquier otra
cosa que necesite.
Cristian,
el sobrino de Jaqueline, tiene 13 años y vive en la casa de al lado, donde
también se les cayó una pared, la de atrás. Cristian vive con sus padres y con
sus abuelos y por las tardes desgrana mazorcas de maíz con un rallador de
metal: los granos son para los 24 pollos que crían en el patio trasero. Dice
Cristian que fue como cuando Gokú, el héroe de Dragon Ball Z, se transforma en
Súper Saiyan, que el cielo se puso verde, que la tierra estaba caliente, que
las piedras se levantaban del suelo y que de las nubes bajaban como unos rayos
de candela. Cristian pensó que se trataba de un sueño: para él, lo realmente
sorprendente fue descubrir que estaba despierto. Cristian me pregunta cuáles
son mis apellidos y cuando le respondo dice que esos son apellidos de rico.
Cristian me pregunta cuánto me pagan por escribir esto y yo le miento. Una
gallina da vueltas alrededor de la casa. Cristian y yo nos fijamos en algo que
cuelga de su pico. Es como peludo, me
dice Cristian. Luego baja las escaleras corriendo y comienza a perseguir a la
gallina. Cristian regresa emocionado, tiene los ojos grandes y el asombro
atravesado en el rostro. Se estaba comiendo una rata y le arrancó la cabeza, me dice sonriendo.
Dicen que el centro de Portoviejo olía a muerto como hasta el
lunes.
Jaqueline
se para en el filo de la sala, que es también el filo de la casa. El sol inventa
las sombras que entran en la sala a medida que avanza la tarde, figuras de una
oscuridad tan sólida que cuesta creer que sean capaces de moverse. Jaqueline
habla con uno de sus vecinos. Mejor dicho, grita. Grita sólo él se va a beneficiar, nosotros, ve, nada… sí, él, porque él vende
la revista en Quito y hace plata, allá no tenemos ni cómo ir a buscarlo, mejor
que nos haga la pared, ¿diga? Luego me mira, fija sus ojos en mi libreta de
apuntes, mira a su hermana Targelia, le dice ahí está anotando que nosotras gritamos, y suelta una carcajada.
Targelia apenas sonríe con la boca cerrada. Jaqueline tiene las rodillas
raspadas y esas heridas se están cubriendo de costras. Le pasó al otro día, el
domingo, tratando de perseguir a un camión que estaba repartiendo alimentos. Uno andaba hasta psicoseada, dice.
Dicen
que cuando te preguntan dónde estabas tú ya sabes que te están hablando es de
ese día. ¿Dónde te cogió?
Al
día siguiente recogieron los ladrillos que se habían caído y los amontonaron
frente a la casa. La primera semana fue la más larga. Las mujeres y los niños
dormían adentro, detrás de las sábanas que colgaban donde ahora está la malla
de Las Menestras del Negro, y los hombres, el esposo de Jaqueline, algún vecino
y algún familiar, dormían en un colchón de los 101 Dalmatas echado en la
tierra, entre la casa y la calle, haciendo turnos para estar de guardia. Se acostaban
a eso de las 11 de la noche. Antes se acostaban más temprano porque cuando hay
mucho trabajo en el mercado los hombres salen en sus triciclos desde las 3 de
la mañana y no vuelven sino pasadas las 7 de la noche. Pero esa semana, aunque
salían antes del amanecer, no había trabajo ni en el mercado ni en ningún otro
lado. En cada “carrera”, el esposo de Jaqueline gana $1,50 o $2,00 dólares como
máximo.
Dicen
que cuenta vas a apagar el celular, que lo tengas prendido así no te entren las
llamadas.
A
la hora del almuerzo, las madres se acomodan en las sillas o se sientan en el
piso y les dan de comer a los niños más pequeños. El señor que les vende el
pescado no ha vuelto a aparecer desde ese día y lo que hay en la casa es caldo
de hueso con verduras. El niño come una cucharada, la mamá come otra y luego,
en orden aleatorio, cada miembro de la familia se acerca al mismo plato y se
roba una o dos cucharadas. La única que come en su cuarto es Sonia porque pasa
todo el día acostada boca abajo, como le ordenó el doctor, viendo televisión.
Si el niño pequeño ya no quiere comer, el plato pasa a las manos de sus
hermanos mayores o de quien tenga hambre. El choclo se lo comen al final, una
mazorca rebanada que reparten entre todos: cuando terminan, lanzan los trozos a
la calle, alguno se pierde entre los ladrillos amontonados. Jaqueline y
Targelia lavan los platos en una lavacara, el agua es turbia y espumosa, cuando
terminan, lanzan el agua a la calle y riegan los ladrillos que antes eran su
pared.
Dicen que la gente todavía no puede dormir.
Los
boinas rojas son la tropa de élite del ejército ecuatoriano, un grupo de
operaciones especiales entrenado para cumplir misiones de alto riesgo. Los
boinas rojas están por todo Manabí. Están en las calles con sus uniformes de
mangas largas y sus armas pegadas al pecho. Jaqueline los ve y vuelve a pararse
en el filo de su casa y vuelve a gritar. Oiga,
¿ustedes son los que andan repartiendo ayuda? El boina roja que se voltea
para mirarla levanta la mano como si estuviera deteniendo el tráfico y le pide
que se calme. No, no están repartiendo ayuda, están requisando automóviles y
motocicletas, buscando quién sabe qué. Jaqueline, que quiere su pared de vuelta
o ayuda para su madre facturada, no obtiene ninguna respuesta. Tampoco insiste.
Vuelve a su cuarto y se echa en la cama a descansar. El tráfico se detiene
frente a la casa y el polvo de la calle trepa hasta la sala.
Dicen
que todos conocíamos a alguien que murió ese día.
La
noche del sábado 16 de abril colapsaron 120 edificios en 157 manzanas de la
ciudad de Portoviejo. Jaqueline y su familia no lo supieron hasta el domingo,
cuando, como la mayoría de habitantes de la capital de Manabí, alcanzaron a ver
la verdadera magnitud de la tragedia: el domingo nos dimos cuenta de que lo que
había pasado era terrible y de que lo peor era que nos había pasado a nosotros.
¿Lo sentiste? Esa noche, la gente caminaba por el medio de la calle, se subía a
los autos de los extraños y decía por favor llévenme a mi casa, con mi familia.
En el centro había una nube de polvo y la gente caminaba esquivando los
escombros y gritando los nombres de las personas que se les habían perdido:
algunas nunca respondieron. Cinco días después el polvo seguía en nuestra boca,
se prendía del paladar y se asentaba en la garganta. Nunca he estado en una
ciudad bombardeada, pero debe ser así.
Dicen
que primero tuvieron miedo de que la casa se les cayera encima y después
tuvieron miedo de que el piso se abriera y la tierra se los tragara.
En
la refrigeradora hay fundas de hielo que venden a 25 centavos y fundas de agua
que venden a 15 centavos; también venden cigarrillos Líder a 40 centavos cada
uno. Antes del terremoto no vendían nada. Con
eso nos ayudamos, dice Jaqueline. Cada tres o cuatro días, una camioneta en
la que viajan civiles que están repartiendo ayuda pasa por la casa y les deja
un racimo de plátano, botellas personales de agua, fideos, mantequilla y
aceite. El resto es la incertidumbre. El gran problema de vivir al día es
permanecer eternamente atrapado en el presente. Esta familia no puede hacer
planes a largo plazo. No piensan en cambiarse de casa porque no tienen dónde
ir. No piensan en ponerse zapatos: las plantas de sus pies se están volviendo
amarillas y están desarrollando ese cuero grueso que les permite a los
campesinos caminar sobre las piedras. Están condenados a su destino.
Dicen
que la gente ya no quiere trabajar porque tiene raciones para siete meses.
La casa está como blanda, dice Jaqueline. Al
principio, la gente que pasaba se detenía a mirar el interior de la casa, que
estaba perfectamente ordenado y donde la vida seguía transcurriendo porque no
había otro remedio, una vida expuesta a los demás, vulnerable, frágil, casi pública.
¿Seguirías haciendo todo lo que haces si todo el mundo pudiera ver lo que estás
haciendo? La basura de la casa se reúne en el piso de la sala. Targelia lava
una toalla y la exprime sobre el piso de la sala. El pequeño Yahir pasa largos
ratos sentado en el piso de la sala porque nadie tiene tiempo para cargarlo en
brazos. En las paradas de bus hay una leyenda que dice “7,8 grados sacudieron a
Portoviejo, 300.000 almas de acero lo levantan”. Es lo que queremos creer. Es
lo que tenemos que creer. Es lo que creemos. ¿Qué hacemos con estar tristes?, me pregunta Jaqueline.
Dicen
que es mejor no salir de noche hasta que las cosas se calmen pero nadie sabe
cuándo nos vamos a calmar.
La
pared de la casa empezó a caerse ladrillo por ladrillo hasta derrumbarse por
completo. La cara de la ciudad sigue desprendiéndose desde las raíces.
Nos encontramos en la calle, nos saludamos, nos damos un abrazo, conversamos y
nos despedimos diciendo qué bueno saber que tú y tu familia están bien. Nos
reunimos y conversamos pero nadie se atreve a poner música. Nos tomamos un
trago, pero nadie se atreve a emborracharse. Estamos parados frente a lo que no
tiene nombre. Estamos unidos. Esas cosas que siempre habían estado allí ya no
están, esas cosas que eran como un retrato de nuestra vida han desaparecido. Estamos
asustados. Ya no queda ningún lugar sagrado.
(Mundo
Diners)
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