Éramos niños y pensábamos que la vida
sólo podía ser así. Que todas las casas eran iguales a la nuestra: los mismos
juguetes en el cuarto, los mismos muebles en la sala, el mismo césped en el
patio. Creíamos que todo el mundo se iba a Disney de vacaciones porque dónde
más se iban a ir y que en navidad todo el mundo recibía, siempre, todo lo que pedía.
Nuestros padres firmaban cheques y entonces decíamos cuando yo sea grande voy a comprar cosas firmando cheques y practicábamos nuestra firma en hojas de papel.
A nadie se le podía ocurrir que llegaría
un día como este: el dueño del edificio en el que vives se aparece en la puerta
del apartamento que arriendas, te saluda, te recuerda que ya son varios los
meses de renta que debes y te ofrece un apartamento más pequeño en el mismo edificio,
más abajo. Le dices que lo vas a pensar y prometes llamarlo en estos días, pero
lo que realmente estás pensando, lo que estás tratando de descifrar y capaz
hasta de asumir, es la posibilidad de que tú seas parte de eso que se conoce
como gente pobre.
Nos tomamos un trago y hacemos números, es
increíble que te caigan sesenta dólares y que esos sesenta dólares sean capaces
de devolverte el aliento y salvarte la vida. Es romántico, también. Pensamos
que nuestros padres jamás dependieron de sesenta latas: no lo sabemos a ciencia
cierta pero es lo que creemos. Me muestras tu apartamento que es igual al de
las otras cientos de personas que viven en este mismo condominio sólo que este,
el tuyo, tiene afiches bacanes pegados en la pared, se nota que has viajado,
que sabes harto, que tienes mundo.
Cuando estábamos en el colegio pensábamos
que si no éramos mejores que nuestros compañeros por lo menos éramos diferentes
a ellos. En todo caso no éramos iguales. Teníamos más discos, más posters de
bandas, más camisetas que sólo se conseguían en la yoni. Nuestras novias eran
las peladas en las que el resto sólo podía atreverse a pensar y les dedicábamos
canciones en inglés y las manes se quedaban como locas. Cuando tu esposa se fue
de la casa te dijo que ella había imaginado que la vida contigo sería distinta.
Nuestros padres pensaban que a estas
alturas nosotros seríamos millonarios y podríamos mantenerlos. ¿Te acuerdas de
tu compañero Raulito?, vive en Guayaquil y tiene una buena casa en Samborondón,
la mamá vive con él y los hijos, debe ser lindo vivir con tus nietos, debe ser
lindo tener nietos. Nuestros padres se sienten estafados. Como que todas las
semillas que lanzaron se las llevaron los pájaros o cayeron en pedregales o
murieron entre los espinos. Ahora dicen que no pueden gastarse los ahorros
viajando porque quién nos va a curar las enfermedades, ¿tu?
Éramos niños y pensábamos que tener
treinta o cuarenta años era ser viejo. Que a esa edad uno ya tenía su propia
casa, su propio carro, sus propios hijos. Y que tenía plata porque a esa edad
nuestros padres tenían plata. Pero el otro día me dijiste que nosotros, a esta
edad, tenemos problemas que nuestros padres no tenían, que nuestra generación ha
retrocedido en la escala social. Somos clase media, dijiste. Ni eso, dije yo,
la clase media tiene ahorros. El otro día tuve que pedirle plata a mi viejo y
el man se cabreó y me dijo hasta cuándo.
Lo que creíamos que iba a pasar nunca
pasó. Todavía puede pasar, supongo. Todavía, si haces las cosas que tienes que
hacer, pero, ¿cuáles son esas cosas?, ¿cómo se hacen? Lo que nos pasó es esto
que nos está pasando, lo que nunca nos iba a pasar. Es como si nuestra infancia
hubiese sido un sueño y nosotros despertáramos de ese sueño todos los días.
(SoHo)
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