Hace dos años, en septiembre del 2014, la
cantante australiana Courtney Barnett grabó una sesión para The A.V. Club, la
web escrita por obsesos de la cultura pop para obsesionados con la cultura pop.
Tenía que tocar un cover y escogió Cannonball,
el clásico noventero de Breeders. A comienzos de febrero del 2015, la revista
inglesa NME, que lleva casi 70 años hablando de música y sobre todo de rock, la
invitó a la tienda Wunjo Guitars, en Londres. Tenía que responder una sola
pregunta, ¿cómo aprendiste a tocar? Dijo que tocaba desde los 10 años pero que
tardó mucho tiempo en convencer a sus padres de que le compraran una guitarra,
“tuve que gastar como cuatro cumpleaños y cuatro navidades en un solo regalo”.
Las primeras canciones que aprendió fueron Smoke
on the Water, de Deep Purple, y Come
As You Are y Something In The way,
de Nirvana. Meses después, en la mítica tienda de discos Amoeba Music de
Hollywood, California, Courtney Barnett buscó entre miles de vinilos y quiso
hablar, entre otros, de tres álbumes que bien podrían hablar por ella y definir
en algo su personalidad: Up on the Sun (1985),
de los Meat Puppets; Blue (1971), de
Joni Mitchell; y I Love Rock ‘n Roll
(1981), de Joan Jett & The Blackhearts. Esto lo se ahora que paso horas
escuchando sus canciones, viendo sus videos, buscando sus conciertos y hurgando
en su vida privada como un psicópata. Y creo que estoy enamorado.
Courtney Barnett tiene siempre el mismo
look. Cero maquillaje, el pelo cayéndole en la frente, abultado como si acabara
de levantarse, y derramándose por los lados de su cara hasta quedar colgando
debajo de los hombros. Jeans y camiseta. Botas gruncheras, con cordones, nada
de taco aguja o broches falsos o cierres hasta la rodilla. A veces un sombrero
tipo Holden Caulfield y a veces también un ancho suéter a rayas tipo Freddy
Krueger / Kurt Cobain. Aunque no tocara como toca ni cantara como canta ni
escribiera como escribe, verla sería suficiente para sentir la presencia de una
plegaria atendida. Su carrera arrancó en el 2011 de forma muy siglo XXI,
lanzando unas pocas canciones en formato EP que luego, en el 2014, reunió en un
disco perfectamente titulado The Double
EP: A Sea of Split Peas. Su primer álbum de larga duración, Sometimes I Sit and Think, and Sometimes I
Just Sit, apareció en marzo del 2015, trepó en todas las listas de los
mejores discos del año y fue apadrinado por los críticos de la revista digital
Pitchfork, gente exquisita y snob y muchas veces insoportable a la que sin embargo
hay que acudir a menudo para buscar nueva música. Todo esto bajo su propio
sello discográfico, Milk! Records, que Courtney Barnett maneja desde su casa
en complicidad con su novia, la también cantante Jen Cloher, 11 años mayor a
ella. En Numbers, una canción que
escribieron juntas, cantan esto: Quizás
me lleves unos años, pero eso no significa nada para mí / Quizás tengas miedo
de que te rechace, pero al final del día el hecho es que no nos estamos
volviendo más jóvenes / Me gustaste
desde el día en que te conocí / Me vi reflejada en ti, una freak narcisista y
egocéntrica como yo.
En el video de Avant Gardener, la canción con la que uno se inicia en este rito de
adoración, Courtney Barnett aparece jugando tenis y esto no es gratuito:
practicó hasta los 16 años, cuando decidió jugarse entera por la música. (Ojo,
en ese mismo video, con el chico que lleva el marcador del partido, una
representación del Dylan sesentero, con terno, corbata, gafas cuadradas y el
pelo incomprensible) Esta práctica autobiográfica también está en algunas de
sus letras o por lo menos eso es lo que quiero creer porque así es como suenan:
recuerdos procesados para escapar de la memoria.
Si los videos enganchan, las letras
enamoran: son como fragmentos de alt-lit que celebran el horror de lo
cotidiano. Avant Gardener empieza así:
Me despierto tarde / Otro día / Qué
maravilla / Qué desperdicio / Es lunes / Es tan mundano / ¿Qué cosas increíbles
me pasaran hoy? Courtney Barnnett afina esta pregunta con un desgano
encantador y su voz casi muerta es como una carcajada al revés. Pedestrian At Best, un tema que canta
desesperada porque la letra es tanta que no le cabe en la boca y le impide
respirar, da vueltas alrededor de este coro: Ponme en un pedestal y te decepcionaré / Me dices que soy excepcional y
yo prometo explotarte / Dame todo tu dinero y haré un poco de origami / Creo
que eres un chiste pero no te encuentro muy chistoso. Y en Depreston, que también podría llamarse
“Escenas de un matrimonio” o algo peor, Courtney
Barnett hace un cuento minimal pero
durísimo: una pareja escapa de un barrio hipster inundado de cafeterías y busca
una nueva casa, pero lo que están buscando en realidad es la oportunidad de
darse otra oportunidad. Imposible, este es el final y uno quisiera poder mirar
para otro lado pero no se puede. Si te
sobrara medio millón podrías tumbar esto y empezar a reconstruir, repite al
final, y la imagen es perfecta, ni siquiera medio millón de dólares, americanos
o australianos o canadienses o marcianos, podrían revivir el cadáver del amor.
Cuando toca en vivo, Courtney Barnett
sale al escenario acompañada de un baterista y un bajista, nadie más, y el
formato power trío le conviene. El sonido frontal y desnudo que suda la banda
viaja de manera horizontal, se abre en el espacio y se amontona en nosotros.
Ella es la única guitarrista y algunos de sus solos llegan al noise más
excitante (Small Poppies y Kim’s Caravan son ejemplos perfectos),
mezcla de Sonic Youth y Pavement: todo belleza. Courtney Barnett tiene 29 años
y una voz que se para sobre los hombros de las máquinas que han secuestrado la
música popular de los últimos años, es más, podría liderar a un grupo de
rebeldes y acabar de una vez por todas con la inteligencia artificial ¡Abajo los
sintetizadores y las secuencias, arriba las guitarras!
Y tiene esos ojos, celestes, cristalinos,
casi transparentes, como dos luceros alumbrando un basurero.
(El Comercio)
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