There is no comedy,
no
drama about perfect people.
– Billy Wilder –
Intro
Lo que yo quiero es que alguien lea esta
historia, meta un par de cosas en una mochila y se vaya de su casa a tocar rock
and roll. Pero no prometo nada. Al final quizás suceda exactamente lo
contrario: alguien termina de leer esto, deja caer la revista o se desprende de
la pantalla o suelta el teléfono y sale corriendo en cámara lenta pero a toda
velocidad porque está volviendo a casa después de haber estado lejos por
muchos, muchos años.
Primera estrofa
Una chica alta, muy blanca y muy guapa, guapísima, camina como confundida en un
descampado recinto militar, su figura es la de un ángel extraviado. Estamos en
Quito a finales de los 1950’s y todo el mundo se ve como se veía en esa época:
esos trajes, esos raros peinados viejos, ese tono lavado que adquiere la piel
en las fotos. Un chico la descubre y la persigue con la mirada; en verdad, son
varios los ojos que caminan pegados a sus pasos, pero sólo él se acerca, sólo
él se atreve. ¿Puedo ayudarla?, le
pregunta. Sí, contesta ella con
acento extranjero, estoy buscando al
Mayor Alvear, de caballería. Soy yo, dice él. Entonces la chica, que se
llama Anne Lalley y ha llegado hace poco de los Estados Unidos para trabajar
como secretaria en la embajada americana, le dice que quiere aprender a montar
caballos y él le dice que puede enseñarle. Y es aquí, justo aquí, cuando se
enamoran. No antes. No después. Aquí. En este preciso silencio que se tiende
entre los dos como un puente y los rescata del vacío.
Segunda estrofa
El hijo mayor de la familia Alvear-Lalley
se llama Álex y se parece a su madre, Yo
de chico era suco-suco, casi albino, me sentía medio extranjero, me dice; incluso ahora, con esa cara de
Robert Plant y la apariencia de Bruce Springsteen –el jean, la camisa con las
mangas recogidas por encima del codo, el chaleco–, se revela a veces en él una
especie de aliento femenino. Viven en La Gasca, que en ese tiempo es una orilla
de la ciudad al pie de la montaña. Viven en una casa que es igual a las otras
casas de la misma calle, cuadrada, estrecha, y los vecinos son gente como
ellos: otro militar, otra esposa, otros hijos. Las diferencias empiezan puertas
adentro. El padre de Álex es muy estricto, muy
tenaz. En la casa, por ejemplo, no se permite la televisión, y el pequeño
pasa las horas donde sus amigos, hechizado por los colores que aparecen
inexplicablemente en la pantalla. Vuelve justo antes de que su papá regrese del
trabajo, y en las noches tranquilas su madre pone discos de música clásica o
toca sambas en la guitarra. Yo decía qué
chuchas es esta huevada, pero si tengo algo de oreja es gracias a eso.
Coro
Ayer
toqué a Dios / Acabo de tocarlo / Siempre me pasa lo mismo / Al día siguiente
me levanto y digo Ayer
toqué a Dios / ¿Y ahora qué? / ¿Ahora qué
hago? / Acabo de tocar a Dios / ¡Lo
acabo de tocar!
Tercera estrofa
Cuando Álex Alvear tenía siete años, su
madre lo puso en lecciones de piano con la intención de que aprendiera a leer
música, pero él hizo trampa. Mientras la profesora tocaba alguna melodía
siguiendo el rastro de la partitura, diciendo a ver, esto es así, él se fijaba en la danza de sus dedos y se
aprendía las canciones de oído. Iba todo
perfecto, me cuenta, pero al final la
man me dijo “vamos a hacer un recital con todos los estudiantes [y todos
los padres de esos estudiantes, se entiende],
aquí está tu partitura” Y yo: chucha, ¿qué hago con esto? La profesora se
dio cuenta de que uno de sus alumnos más prolijos era incapaz de leer una sola
nota y entonces, quizás para salvar el pellejo frente a los padres del chico,
tocó una pieza varias veces para que Álex se la grabara en la cabeza, la
practicara durante unas horas y saliera bien librado del primer concierto de su
larga carrera musical. Curioso. Él me cuenta esta escena entre risas, como si
fuera algo sin importancia, una travesura que recordó por accidente, pero
después de haberlo visto tocar en vivo varias veces me queda claro que aquella
fue la primera aparición del instinto que ahora lo empuja en cada show.
Cuarta estrofa
A comienzos de los 70’s la familia se
muda al valle de los Chillos, donde todavía no hay nada de lo que hay ahora, ni
tiendas ni fritanguerías ni Supermaxis ni nada, y queda prácticamente aislada,
separada de la ciudad por una hora de viaje en auto. Eso afectó un poco la dinámica de la familia, me dice, porque éramos súper sociables en el día a
día y de repente estábamos ahí, solos.
Álex es ya un adolescente al que le han pasado por lo menos dos cosas que
son claros anuncios del futuro. 1) Un viaje a Estados Unidos, a casa de los
abuelos maternos, donde escucha por primera vez el Álbum Blanco de Los Beatles (me
sacó la puta, dice) y por su cumpleaños pide que le regalen el sencillo Born To Be Wild, de Steppenwolf. 2) Su
padre abandona la milicia para formar parte de una compañía distribuidora de
electrodomésticos y la casa se llena de equipos de sonido con tecnología de
punta, parlantes inmensos de alta fidelidad y discos, muchos, hartos discos
nuevos. La casa se llena con música.
Y algo más: Fidel Jaramillo, el actual
representante del BID en Costa Rica, uno de sus mejores amigos en el Colegio
Americano, le enseña a tocar guitarra. Y Álex aprende, practica, se engancha. Y
su padre advierte la cercanía del peligro.
Coro
Ayer
toqué a Dios / Acabo de tocarlo / Siempre me pasa lo mismo / Al día siguiente
me levanto y digo Ayer
toqué a Dios / ¿Y ahora qué? / ¿Ahora qué
hago? / Acabo de tocar a Dios / ¡Lo
acabo de tocar!
Quinta estrofa
Esto pasa durante una cena en la que toda
la familia –papá, mamá, cuatro hijos– está reunida alrededor de la mesa,
masticando, acaso en silencio. Álex, ya graduado del colegio, gasta sus días
metido en la guitarra y adivinando cuál será su lugar en el mundo: aquella
famosísima pregunta existencial, ¿Dónde me paro? Yo ya estaba tocando música, pero mi viejo no era muy feliz con eso y
se crearon muchos conflictos en la casa: patada y puñete, literal. (A lo
largo de varias entrevistas que se
sucedieron durante ocho meses, entre abril y diciembre del 2016, Álex nunca
entró en mayores detalles sobre estos episodios, a los que llamó “enfrentamientos
físicos”. En algún momento, quizás descuidado o vulnerable, añadió que los
enfrentamientos “eran fuertes”. Eso fue todo lo que dijo, pero me pareció verlo
asustado y reducido ante la certeza de un recuerdo terrible) Y bueno, mi viejo dice “mañana, a las
siete de la mañana, vamos a salir porque te inscribí en la Politécnica para un
curso de computación” (en el Ecuador de 1979 esto resulta visionario, acertado,
casi clarividente) Y ahí sí, ese rato
dije esta huevada no va para ningún lado. Nos despedimos, se fueron todos a
dormir y yo me salí por la ventana con una maletica. Me largué pa’la pinga. Me
fui de la casa.
Sexta estrofa
Cuando lo volvemos a ver, Álex parece el
antihéroe-protagonista de una comedia musical medio hippie (tipo Hair, digamos): ha cortado prácticamente
todo contacto con su familia y está flaco, estirado, el pelo largo y brillante
le cubre la frente y cae detrás de su nuca; la ropa que lleva podría ser
prestada, o no, podría estar sucia, o no; y se nota que todos los días usa el
mismo par de zapatos. Vive en casa de un amigo que es actor de teatro,
Francisco Denis, quien luego formaría parte del grupo Malayerba. Por las
mañanas trabaja como chofer de la abuela de su amigo Fidel Jaramillo, conduce
el carro, hace viajes constantes al mercado, hace las compras, y también lleva a
la señora de un compromiso social a otro y la espera mientras ella cumple con
esos compromisos. Por las tardes trabaja como librero en la primera Libri Mundi que hubo en Quito, en La
Mariscal. Era bacansísimo, loco, me daban
descuento en los libros, me dice, y sonríe: esa cara que ponemos cuando se
nos es permitido volver al comienzo de la curva, allá donde la vida parecía más
fácil. El resto es música. De aquí en adelante, el resto será sólo música por
todas partes.
Coro
Ayer
toqué a Dios / Acabo de tocarlo / Siempre me pasa lo mismo / Al día siguiente
me levanto y digo Ayer
toqué a Dios / ¿Y ahora qué? / ¿Ahora qué
hago? / Acabo de tocar a Dios / ¡Lo
acabo de tocar!
Solo de voz
(Intérprete: Álex Alvear)
A
mí lo que me cambió la vida fue conocer a Juan Carlos González y a Hugo Idrovo.
Ellos recién habían llegado a Quito, no tenían ni cuatro meses aquí, venían
huyendo de Guayaquil, allá la realidad era muy, muy jodida.
Los
conocí y nos fuimos a guitarrear. Yo tocaba covers, How I wish
/ How I wish you were here, pero estos
manes tocaban música de ellos, y no una, no dos, ¡todo lo que tocaban era de
ellos! Esa música fantástica me conmovió hasta la médula, me sacó la puta.
¿Cómo será que hacen estos manes?, pensaba.
Ahí
fue cuando se me viró la cosa. No es que empecé a componer al día siguiente, me
tomó mucho tiempo, pero aprendí mucho sólo al estar expuesto a ellos. Casi todo
lo que sé de guitarra lo aprendí de Juan Carlos. Y esa onda de Hugo, súper
original, ya sabes, esa vaina de que nadie suena a Hugo.
Tenían
una audiencia, incipiente, pero aquí ya habían orejas.
En
Quito había una “escena” en la que todos los artistas hangueaban juntos. Los teatreros, los bailarines, los pintores y los músicos eran
una sola comunidad.
En
esa época también aparece El Viejo Napo. Yo ya lo había visto. Una vez me fui a
Salinas con mis compañeros del colegio, de repente escucho esta música
increíble y era Napo que venía tocando el banjo, así, conversando con un pana y
tocando y lo que estaba tocando era increíble. Y resulta ser pana de Hugo y de
Juan Carlos.
Esto debe ser por el 82’
Yo tendría unos veinte años.
Había tanto alcohol y droga que no
recuerdo la cronología de las cosas.
La droga de la época era la grifa.
Grifa nomás.
Napo,
Juan Carlos y yo formamos un trío,
Los Alegres panaderos se llamaba esa
huevada, y tocábamos en el circuito de peñas que había en Quito, en toda la
Mariscal. La Pacha Mama, El Chúcaro, La Peña Nuestra América. Esa era la
“escena” y era música acústica, sin micrófonos, la gente iba a cantar. Eso lo
empezaron unos chilenos que se habían exiliado acá, entonces tocaban música de
Víctor Jara, Violeta Parra, esa onda. Nosotros tocábamos sones, salsita,
country.
Por
un lado conocimos a la gente de El
Taller de Música, Juanito Muyo, Ataulfo
Tobar, Diego Luzuriaga, esa gente, que tocaban música ecuatoriana pero con una
onda muy de ellos, eran mis ídolos, y formamos Rumbasón, una banda súper salsera. Y paralelamente
empezamos a montar canciones de Hugo y así nació Promesas Temporales. Pero justo ahí hubo un pedo entre Juan
Carlos y Hugo, un lío de autoría, o sea, fue una época muy triste para mí, de
repente estos panas, que eran mis amores, mis bróderes, se pelean por una
canción que ya ni siquiera se qué canción sería, y como que Promesas nunca empezó del todo: esa banda era el eclecticismo total,
tocábamos sones y albazos flamenco-jazzeros.
Pero
lo hice.
Armé
mi vida.
Logré
sobrevivir.
Eso
creía.
Variación
Sólo un poco después, ya en los años del
Febrescorderismo, los Alfaro Vive y los primeros desaparecidos en el Ecuador,
Rumbasón era una banda completamente establecida que llenaba todos los teatros
donde se presentaba, por lo general, el Universitario y el Prometeo, ante un
público joven que soñaba con la otra cara de una moneda que resultó tener el
mismo rostro de ambos lados.
En
ese tiempo salió Plástico,
de Rubén Blades, y eso se volvió como el soundtrack
de una generación, fue el boom de la salsa aquí en Quito, me explica Álex, y nosotros fuimos como los pioneros porque nadie más hacía salsa. La
gente alucinó.
Álex tocaba el bajo, según él, porque
había llegado a la evidente conclusión de que era más sencillo: tiene cuatro cuerdas y sólo tocas una a la
vez. Me fijo en sus dedos, más bien cortos, más bien anchos: si no los
hubiese visto subiendo y bajando por los trastes del bajo como pequeñas
criaturas autónomas, emancipadas de cualquier limitación, me sería muy difícil
creer que él sea, que es, uno de los mejores bajistas de este país.
Por si acaso, estamos en esa parte en la
que Álex, como todos lo hemos hecho alguna vez, cree, espera o casi está seguro
de que las cosas en su vida sólo pueden cambiar para bien, para mejor. Vive en
Guápulo, en una casa que recuerda como un galpón donde antes había funcionado
una discoteca gay y donde, según me explica, él y varios miembros de Promesas Temporales practican una
convivencia propia de las comunas: hay una montaña de ropa sucia y otra montaña
de ropa limpia, y ahí cada uno va viendo qué se pone (me dice, además, un poco
en broma pero no tanto, que ellos impusieron la moda de andar con zapatos y
medias cambiadas en la Quito de los 80’s) Cuando hay plata, es decir, cuando
han tocado y cobrado, hay fiestas colosales que se dilatan durante varios días
y a las que llega mucha gente; cuando no hay plata roban aguacates en el patio
de un vecino y se los comen con pan y agua.
También hay períodos, me dice, donde se
muere de hambre porque ya a estas alturas sólo trabaja como músico y entonces flaquea, lo que significa que llama por
teléfono a su madre, la única persona de la familia con la que guarda un tipo
de relación secreta, negocian un encuentro clandestino y ella le da algo de
dinero para que pueda alimentarse. Con mi
viejo nunca, me aclara de manera enfática, para mí era como yo había muerto ante sus ojos.
Coro
Ayer
toqué a Dios / Acabo de tocarlo / Siempre me pasa lo mismo / Al día siguiente
me levanto y digo Ayer
toqué a Dios / ¿Y ahora qué? / ¿Ahora qué
hago? / Acabo de tocar a Dios / ¡Lo
acabo de tocar!
Séptima estrofa
Un concierto de Rumbasón en el Teatro
Universitario. Lleno completo, hasta las
patas. Álex Alvear es el primer miembro de la banda en salir al escenario:
conecta el bajo, afina, mueve las perillas del amplificador hasta encontrar su
sonido. Toca un poco, como para calentar, y menea la cabeza al ritmo de lo que
sea que esté tocando. Así, como bailando, gira su cuerpo hacia el público y lo
ve, lo encuentra, lo distingue entre la gente: sentado en la tercera fila, completamente
solo, está el Mayor Eduardo Alvear, su padre. Han pasado años sin hablarse ni
verse, seguramente se han pensado, pero nada más. Y es el padre, no el hijo, el
que ha dado el primer paso. Álex siente que ha ganado una pelea por la razón y
no por la fuerza, que el peso de esa razón al final se ha inclinado a su favor
y que ahora puede ir y volver de la casa
y de la familia libremente siendo quien es y siendo esto en lo que se ha
convertido: un músico. No hay abrazos. No hay palabras. Nadie dice te quiero,
te extraño, te extrañé. Nadie pide perdón. Álex apenas me hace esta aclaración:
el amor está, pero no se habla, está como
bajo la mesa, sobreentendido, incuestionable. La vida simplemente continúa.
Y seguir viviendo involucra todo tipo de riesgos.
Octava estrofa
Álex recibe una llamada telefónica. Al
otro lado de la línea aparece una voz que le dice quiero contratar a Rumbasón
para un evento en Riobamba, y quedan en verse al día siguiente, a la una de
la tarde, en la 6 de Diciembre y Veintimilla: cuatro esquinas bastante
transitadas. Ambos llegan puntuales. Se saludan, se dan la mano y quizás
también unas palmadas en los hombros. Hablan de precios y condiciones, del
viaje y la estadía y el regreso. Todo marcha bien hasta que el supuesto
empresario del evento le pide a Álex que se acerque a un jeep donde está su
socio para confirmar los detalles del contrato. Claro, no hay problema, dice él, y camina directo hacia la trampa.
Cuando llega a la puerta del jeep, siente que lo están empujando hacia adentro
del carro. Álex se resiste, pero desde atrás aparece otro hombre, otro gorila, y entre todos lo refunden
en el asiento trasero. Por suerte, me
dice, alcancé a gritar, ¡avisen que me
llevan!, ¡avisen que me llevan!, y como era de tarde la gente salió de sus
negocios y se dio cuenta de todo. Gracias a ese grito desesperado, sus
amigos empezaron a correr la voz y su padre, entonces ya un militar retirado
hace varios años, supo que tenía que rescatarlo.
Coro
Ayer
toqué a Dios / Acabo de tocarlo / Siempre me pasa lo mismo / Al día siguiente
me levanto y digo Ayer
toqué a Dios / ¿Y ahora qué? / ¿Ahora qué
hago? / Acabo de tocar a Dios / ¡Lo
acabo de tocar!
Novena estrofa
Álex me dice que se ha creado un supuesto
“mito” sobre su secuestro para transformarlo en un tema político. Lo repite
varias veces durante nuestras conversaciones y usa siempre la misma palabra: mito. Pero cuando enfoca ese momento dentro
de su cabeza todo parecería indicar que así fue o, al menos, que ese hecho en
particular fue parte de las prácticas de una burocracia asesina. A más de
treinta años de distancia, cuando ha quedado más que demostrado –en
testimonios, en juzgados, en libros, en películas documentales– que durante la
presidencia de León Febres-Cordero hubo gente que fue injustamente encarcelada,
torturada y desparecida bajo sospechas de terrorismo o sin excusa alguna, el
capítulo que incumbe a Álex Alvear se ve como una historia que acabó bien pero
pudo haber acabado muy mal. Dice que le pusieron un saco de esos que se usan
para cargar legumbres sobre la cabeza y que no podía ver nada. Que el jeep se
movía: avanzaba, frenaba, avanzaba, frenaba, y que no entendió hacia dónde se
dirigían hasta que escuchó el sonido de varias monedas cambiando de manos en un
peaje. De ahí en adelante, dice, fue reconociendo las curvas, los giros y hasta
los baches de un camino que él conocía de memoria: la carretera que baja desde
Quito hacia el valle de Los Chillos.
Décima estrofa
El cuartel donde lo llevan se llama
Aychapichu y está pasando el valle, en la vía a Machachi. Allí, a empujones, lo
conducen hacia el cuarto de herraje de un establo que huele a mierda de
caballo, donde le quitan sus documentos y lo atan a una silla. Al fondo, tan
lejos y tan cerca, se escucha la respiración cortada de otra persona a la que
deben haberle roto las costillas porque se está ahogando: es una respiración
que se extingue. Los segundos se estiran de una forma imposible, el tiempo es
esta cosa que deja de funcionar. ¿Cuántas horas han pasado desde que le
recomendaron confesar que es miembro de Alfaro Vive?, ¿desde que le fueron
nombrando a sus mejores amigos uno a uno?, ¿desde que le dijeron que la casa de
Guápulo donde duermen y tocan ha estado siempre vigilada? Lo peor, lo que más
asustado lo tiene, es que no le han tocado ni un pelo: esto lo hace suponer
todo tipo de torturas, incluso las que no alcanza a imaginar. Yo era bocón, me dice de pronto, en los conciertos gritaba ¡León vale
verga!, pero la verdad éramos hippies-fumones-anarcos-gozadores.
Nuestras casas eran puntos de encuentro y quién sabe quién habrá pasado por
ahí, con quién habremos estado amaneciéndonos chupando, pero jamás tuvimos conexión
con nada. Hace una pausa, respira, desvía su mirada hacia un punto en la
nada. Es lo peor que me ha pasado en la
puta vida, dice.
La canción sube un tono
(antes de El final)
Te
vamos a dar cinco minutos para que pienses bien tu historia. Y Si no nos dices
lo que queremos oír, la película va a cambiar. Esto se lo anuncian con una voz suave,
terrorífica, y lo dejan solo después de varias horas preguntándole mil veces
las mismas cosas. Álex Alvear tiene aquí 23 años y cree que se va a morir. En
realidad, nunca sabrá cuán cerca estuvo de la muerte: si jamás pensaron en
matarlo o si la esquivó por un pelo. Lo que sabe, lo que recuerda, es que
cuando lo dejaron solo en ese cuarto de herraje él empezó a despedirse de la
vida. Hasta aquí llegué, pensó. Todo pasó tan rápido, es demasiado pronto, pensó.
Se acabo esta huevada, pensó. Les juro que los quiero mucho, pensó.
Luego se escucha el motor de un auto que viene acercándose, el freno, el sonido
de las puertas que se abren y se cierran, una conversación corta e inentendible
pero definitiva. Una voz nueva le dice Te
vamos a llevar a Quito. Me van a matar, piensa él. Lo suben al auto y esa
misma voz, que es la del tipo que ahora va manejando, hace esta pregunta: Tú eres hijo del Mayor Eduardo Alvear, ¿no?
Sí, responde Álex. Y la voz continúa,
Tu padre es un hombre admirable, él fue
mi maestro. Van en silencio el resto del camino.
El auto rueda por las calles de Quito y
se detiene al pie de en un edificio anónimo del centro, cerca de la Plaza de
San Francisco: son las oficinas del SIC (Servicio de Investigación Criminal),
donde en esos años se resolvían este tipo de trámites, a veces con la ejecución
de algún detenido. Allí lo hacen firmar unos papeles que él ni siquiera se
detiene a leer y después, como si él hubiese ido a ese lugar nada más que unos
minutos para firmar esos papeles, le indican dónde está la puerta y lo sueltan.
Lo dejan libre.
Dos semanas más tarde, en diciembre de
1985, Álex Alvear sube a un avión y viaja hacia los Estados Unidos, donde
vivirá como viven los músicos por los siguientes 28 años, hasta el 2013.
El final
(por ahora)
Cuando lo conocí estaba por tocar en vivo
su disco más emblemático, Equatorial, considerado
por no pocos como el primer y por ahora único álbum de
música-ecuatoriana-contemporánea (o lo que sea que eso signifique). Yo siento que hice algo trascendental,
me dijo acerca del disco, y aunque estuve tentado a intentar aquí una
descripción inolvidable, he decidido que no puedo hablar por la música: ahí
está, búsquenlo, escúchenlo.
Mi tema es otro.
Álex Alvear está por cumplir 55 años y yo
diría que por lo menos entre los artistas locales es bastante conocido o
incluso famoso. En todo caso hay gente –sobre todo músicos– que lo admira. Pero
él dice esto: creo que tengo una música
increíble y en mi propio país no me reconocen cuando he hecho cosas bacansísimas
con la música nacional. Quizá sea
cierto, lo he visto buscar tocadas como principiante y derrochar los músculos
del alma sobre un escenario para luego recibir 60 dólares o menos.
El tema, al final, es ese: me da miedo
terminar como él.
¿Por
qué regresaste?, le
pregunto. La vida en la yoni es durísima,
no sé cómo aguanté tanto tiempo, me dice, y continúa, además allá es igual, en una buena noche te ganas 100 dólares y … (hace
una pausa)… me di cuenta de que mis
viejos estaban avanzando en edad y no quería recibir esa llamada estando allá. Se
refiere, sí, a esa llamada en la que alguien te dice que la gente a la que más
quieres y que más te ha querido se está muriendo. Mi vieja murió el año pasado, y no fue una fortuna, fue una cagadota,
pero por lo menos estuve aquí. Ahora paso mucho tiempo con mi viejo, estando
ahí, acolitándolo.
El tema, al final, es ese: quiere a la
gente que te quiere, déjate querer.
¿No
tienes ningún tipo de incertidumbre hacia el futuro?, le pregunto, y sólo ahora me doy cuenta
de lo absurdo de esa pregunta (el tema, al final, es ese: darse cuenta) El miedo es parte del negocio, broder. Cuando vives el día a día te acostumbras a
esto: la triqui, todo va bien, la triqui, todo va bien, y las cosas se van
compensando. Estoy súper consciente que de aquí a unos diez o quince años ya no
me va a dar el chasis, pero yo voy a seguir haciendo esta huevada hasta que el
chasis se rompa y las ruedas se caigan. Hasta donde aguante. Se pueda o no se
pueda.
El tema, al final, es ese: quisiera
terminar como él, diciendo esas cosas y creyéndomelas, aunque fueran mentiras.
Diciendo, por ejemplo, lo que está a punto de decirme: que hacer música es como
tocar a Dios, que ayer tocó a Dios.
Así, buscando eternamente las palabras
para tocar a Dios.
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