Lucia Berlin parece más un personaje que
una escritora. Un personaje, claro, de su propia creación.
Durante sus últimos años de vida estuvo
atada a un tanque de oxígeno por una sonda de plástico transparente, el color
de la respiración, y esto resulta irónico, incómodo, injusto, porque había superado
todo lo demás, los días de su infancia cambiándose de casa a cada rato entre
diferentes lugares de Estados Unidos, su adolescencia en Chile y a su
juventud en México, un padre distante y una madre alcohólica, violenta y
depresiva que amenazaba con matarse todos los días, sus amores y los tres
padres de cuatro hijos a los que crió y
mantuvo prácticamente sola, trabajando en lo que fuera, desde recepciones de
hospitales hasta casas donde hacía la limpieza, el cáncer que mató a su única
hermana cuando todavía era joven, otro cáncer que amenazó con matarla a ella
y varias décadas de alcoholismo que casi la matan. Al final no fue nada de
eso lo que acabó con ella sino algo más lento y doloroso: sufría de escoliosis
desde pequeña y ya entrando en los 60 su columna se había desviado hasta
perforar uno de sus pulmones. Murió en el 2004, el día de su cumpleaños número
68, pero empezó a vivir hace poco, hace no tanto.
En el 2015 se editó una antología con más
de cuarenta de sus cuentos que son como los capítulos breves de una gran
novela, poderosos y bien afilados (más de uno cae sin tropiezos en la categoría
de inolvidable), a la que se rindió enseguida la crítica norteamericana y que los
medios pusieron entre lo más alto de todas las listas: según The New York
Times, The Washington Post y The Guardian de Londres, por ejemplo, estuvo entre
los mejores libros de ese año. En Latinoamérica y España pasó lo mismo cuando
el volumen apareció en castellano bajo el título Manual para mujeres de la limpieza, el 2016, y estuvo entre lo
mejor publicado también en este lado del mundo. Lucia Berlin llegó y se abrió
espacio con nada más –ni menos– que su obra, como corresponde, y aunque en el
caso de los escritores la fama póstuma sea más bien un lugar común, esta
aparición roza lo divino y lo mejor es que no lo es del todo. Los más alterados
la comparan con Chéjov, Carver y Bukowsky; con Alice Munro y Lorrie Moore; y yo
también la enfrentaría con el Fitzgerald de El
Crack-Up. Pero lo cierto es que Lucia Berlin merece su propio lugar entre
estos nombres porque el mundo que lleva puesto es muy de ella, personal e
intransferible, como lo son las formas que se da para caminar sobre sus propios
recuerdos sin destrozarlos.
Del cuento Temps Perdu: atender todos
los quejidos de un paciente sólo lo anima a estar enfermo y esa es la verdad. Del
cuento Inmanejable: en la profunda y oscura noche del alma todas
las licorerías y los bares están cerrados. Del cuento Dolor: cuando tus padres
mueren es tu propia muerte a la que te enfrentas… ¿Acaso no entiendes nada sobre la locura? Del cuento Querida Conchi: Estudié periodismo porque quería ser escritora, pero lo que hace el
periodismo es cortar todo lo bueno que llegues a escribir. Del cuento Triste idiota: ¿Cómo harás para recoger los pedazos de tu vida? No quiero esos pedazos
viejos, quiero seguir adelante tratando de no hacerle daño a nadie más. Del
cuento Luto: La muerte de los otros es nuestra cura, nos enseña a perdonar, nos
recuerda que no queremos morir solos. Del cuento A ver esa sonrisa: Somos
incestuosos pero de una manera rara, es como si fuésemos gemelos… De cualquier
manera, cada día nos conocíamos mejor y cuando finalmente terminamos en la cama
era como si ya hubiésemos estado el uno dentro del otro. Del cuento Mamá: Mi mamá me decía “La mala semilla”… Dios les manda los desmayos a los
borrachos porque si supieran lo que han hecho morirían de vergüenza. Del
cuento Silencio: Exagero mucho y mezclo la ficción con la realidad, pero la verdad es
que nunca miento.
Manual
para las mujeres de la limpieza se
deja leer como una autobiografía nada de soterrada pero sí partida en un montón
de capítulos que nos sirven de guía en esta especie de viaje al centro de Lucia
Berlin. O así se siente, que es lo importante: como si fuésemos nosotros los
que estamos entrando en ella cuando lo más probable es que esté sucediendo todo
lo contrario. En el interior de los cuentos, cuando los sacudimos a ver qué tienen
adentro, suena siempre una escritora que no le teme a su vida sino al revés,
que se apoya en ella para cuestionar el resto del universo, para contar cómo
sobrevivió a sí misma, y que siempre incluye a los personajes secundarios de
los que estuvo rodeada: su madre, su hermana, sus hijos, algún hombre, alguna
mujer, alguna amiga, alguna persona que no volverá a ver jamás porque a veces
eso es lo que toca si queremos continuar respirando: dejar de frecuentar ciertas
amistades.
Lucia Berlin se muestra, se expone, incluso
se pone en riesgo y hasta cae en los peligros de la conciencia, pero nunca se
exhibe, conserva la dignidad en todo momento y en su boca, en sus dedos, las
cosas que no parecían tan importantes
se vuelven cuestiones de vida o muerte y uno se pregunta si acaso leerla no es
también una urgencia o cuando menos un desvío en el camino por el que se
suponía íbamos seguros pero que nadie sabe adónde va.
Sólo los escritores limpios, a los que no
les duele echar su carne en el asador y rodar sobre las brazas, pueden hacer
cosas como las que hace Lucia Berlin. Porque no hay secretos, y quien los
guarde jamás será un escritor. No hay inocentes, y quien los proteja jamás será
un escritor. No hay mentiras, y quien las diga jamás será un escritor.
(El Comercio)
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1 comentario:
De acuerdo. No hay i n o c e n t e s
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