Kurt Vonnegut: Todo esto
sucedió, más o menos.
Yo parafraseando a Kurt Vonnegut: Todo esto
sucedió, pero quizás no sucedió como lo recuerdo o como lo voy a contar.
Digamos que todo esto sucedió un jueves
por la noche del año 2011. El famosísimo director de cine latinoamericano Juan
Rhon (mejor conocido como The Wrong One) llegó a mi casa con su laptop descargada
y unas muy sospechosas ojeras que bien podrían haber sido los frutos que crecen
al costado del camino de los excesos o el testimonio del trabajo intenso. En
ese caso, creo, se trataba de ambas cosas: trabajo en exceso y excesos durante
el trabajo.
Según Juan, necesitaba “editar” el “argumento”
de un proyecto de documental para aplicar a los fondos del Concejo Nacional de
Cine (CNC) del Ecuador en la categoría “escritura de guión”, rubro en el que yo
también iba a participar pero con un proyecto de ficción, como hace la gente
decente. Tratándose de Juan, sabía que “editar” quería decir en verdad
“escribir” o, aún peor, “pensar en lo que vas a escribir”. Y no me equivocaba.
Cuando leí eso a lo que Juan llamaba
“argumento”, con toda confianza, como si él hubiese inventado no sólo la
palabra “argumento” sino también todas sus posibles acepciones y aplicaciones y
excepciones, me quedó claro que tenía varios problemas: a) Juan entiende el
español con dificultad, lo habla con soltura, pero definitivamente no lo
escribe b) cuando trata de escribirlo, escribe como piensa y piensa tan rápido
que las palabras se atropellan entre ellas y se dan codazos y se ponen el pie y
terminan derrumbando las ideas que pretenden construir. Esa noche, Juan era como
el alumno vago que pretendía (que creía posible, porque es así, todos, en algún
momento, pensamos que es posible), en unas pocas horas, ponerse al día en un
cuaderno que merecía tres trimestres.
Lo que Juan me mostró no tenía ni pies ni
cabeza y por un momento pensé en decirle
broder, lo siento, no hay salida, piensa mejor en lo que quieres hacer y aplica
el próximo año. ¿Por qué no lo hice? Porque eso a lo que Juan llamaba un
“argumento” tenía feeling y aquello
es algo poco frecuente: leerlo era como ver a una banda de rock formada por
adolescentes que no tocan un culo pero creen con todas sus fuerzas en lo que
están tocando. Entonces le dije que me contara la historia, a mí, como si fuera
un chisme, y que luego trataríamos de transcribir eso.
Esto fue lo que entendí. Cuando Juan
cumplió los treinta años sus únicas posesiones terrenales eran un Vitara blanco
de tres puertas y su pequeño hijo. No tenía un trabajo ni un ingreso fijo ni,
muchísimo menos, una idea aunque sea remota de qué hacer con su vida. Hasta
ahí, todo claro, no es el único ni el último treintañero que se verá en esa
posición (muchos tienen más de un pequeño a cuestas y ni siquiera se han subido
a un Vitara). Lo interesante, donde me pareció que podía haber no una película
pero sí una historia, era la manera en que Juan pretendía resolver su
encrucijada existencial. Quería viajar a Estados Unidos a visitar a un señor
que se llamaba Xavier Moscoso y era, como me lo supo explicar o como lo quise
entender, su mentor (Aquí, una aclaración necesaria: Juan se cree cineasta y
cuando dijo mentor quiso decir el hombre que le prestó la cámara con la que
hizo su primer cortometraje, en la universidad, hace por lo menos diez años). Ok, le dije, vas a buscarlo, lo encuentras, ¿y? Juan no sabía cómo seguía la
película, pero, ¿no es para eso que uno filma?, ¿para saber cómo termina la
película?
Esa noche nos quedamos escribiendo hasta
tarde. Armamos un “argumento” quizás exagerado, pero no mentiroso; quizás
sobregirado, pero no mal intencionado; quizás manipulador, pero no lacrimógeno.
Al final, después de leerlo en voz alta, le dije yo me lo creo y él me dijo yo
también aunque hasta el día de hoy no me consta que lo haya entendido del
todo. Y sí, me lo creía. ¿Lo creerían los demás? Difícil, casi imposible,
cualquier jurado con algo de perspicacia descubriría en la segunda línea que
detrás de ese proyecto sólo había buenas intenciones y un “cineasta” con un misterio
sin resolver que ni siquiera podía identificar con claridad cuál era ese
misterio. Pero hice lo que –no– tienen que hacer los amigos, lo llené de
esperanzas y le dije qué chucha, está
increíble. En mi defensa puedo decir que de verdad, en serio, me concentré en
ese argumento y que estaba muy cansado después de escribir el mío (más de
setenta páginas) y necesitaba dormir.
Meses más tarde, en el mismo 2011,
mientras ambos trabajábamos en un libro llamado Quito Bizarro y el Vitara
blanco se había convertido oficialmente en el Bizarromóvil, recibimos un mail
del CNC donde se nos comunicaba de una manera muy amable y entusiasta que
habíamos sido seleccionados, me parece que junto a otros cien mil aplicantes o
algo así, para dar un pitch, es
decir, tener una entrevista de diez minutos
con los jurados que decidirían a quién darle el billete que el gobierno
reserva para la producción nacional; es decir, para convencer a esos jurados de
que te den el guiso a ti y no a otro cojudo. Yo tuve un pequeño ataque de
pánico, la sola idea del pitch me
recordaba traumas de la infancia onda “Andrade, pase a dar la lección” y si a
eso le sumamos el hecho de que soy prácticamente tartamudo y socially awkward pues el asunto era una
verdadera tragedia. Juan, en cambio, sentía que ya había ganado. Compramos
cervezas y celebramos más de la cuenta (creo que Juan hasta dio una especie de
vuelta olímpica alrededor del Bizarromóvil). Yo creía en mi proyecto, pensaba
que tenía una oportunidad pero, francamente, la veía difícil para el señor Rhon:
en el tiempo que llevábamos trabajando juntos no había vuelto a hablarme de su
película. ¿Cómo podía defender una idea que ni siquiera se había molestado en
reafirmar? ¿Cómo puedes convencer a un jurado –se asume que hablamos de gente adulta,
con experiencia y con criterio– de que te de plata para escribir un guión sobre
un documental que se trata, más o menos, de ti yendo a visitar a un viejo amigo
al que no ves desde hace años para que te aclare un par de cosas? Es como que
te paguen por ir de vacaciones y traer videos para tu página de Facebook, ¿no?
Un mes después tuvimos las entrevistas,
creo, durante el mismo día. Al final nos dijimos lo que nos teníamos que decir,
lo único que podíamos decirnos. ¿Cómo te
fue? Bien, ¿a ti? Bien. Silencio. ¿Nos
tomamos una biela? Dale.
Sorprendentemente, en ambos casos, ganamos
los fondos del CNC para escribir nuestros guiones. ¿Cómo pasó? No lo sé, no me
queda claro. Pero debo decir algo que no tomé en cuenta el día en que me enteré
de que Juan y yo estábamos entre los miles de finalistas. Existe tal cosa como
el Planeta Rhon, que no es un planeta en otra galaxia sino la proyección de un
planeta sobre la superficie de nuestro planeta. Lo sé porque Juan vive en el y
yo he pasado de visita por ahí varias veces y hasta me he quedado a dormir (léase
y entiéndase desmayado) en una de sus habitaciones. Es como La invención de Morel, el gran artefacto
del gran Bioy Casares. El cerebro de Juan produce imágenes, esas imágenes pasan
invertidas por el prisma de su retina y se proyectan sobre lo que nosotros
conocemos como Planeta Tierra agregando elementos irreales a la realidad. Juan,
entonces, proyecta y habita su propio planeta y cuando estás cerca pues la radiación
te alcanza (dicen en mi pueblo: toda gota moja) y tú te vuelves extra o
decorado o árbol o automóvil doblando una esquina. Después de pensarlo mil
veces, esta es la única forma en la que veo posible que Juan haya convencido
(léase y entiéndase embaucado) a los jurados de darle el dinero para escribir
el guión de su “película”: proyectó su mundo frente a ellos, ellos formaron
parte de ese mundo y como habitantes ya nacionalizados entendieron que su
deber, su obligación, era contribuir al desarrollo de ese mundo con dinero.
Una vez terminada la investigación para
Quito Bizarro, Juan y yo tomamos cada uno su camino, fue una especie de break up sin dolor y de mutuo acuerdo
pero en el que de todas maneras quedó claro que no nos veríamos por un buen
tiempo: estábamos saturados el uno del otro, había sido suficiente, more than enough cuando todos sabemos
que enough is enough. Y así fue. La
próxima vez que nos vimos, un año después de haber recibido el premio en la
categoría “escritura de guión”, fue para que un asesor internacional convocado
por el CNC evaluara el progreso de nuestro trabajo. Yo tenía un segundo o
tercer borrador que me gustaba mucho, Juan, en cambio, tenía la película hecha.
El hijo de puta había usado el dinero no
para escribir sino para viajar y, supongo, tomar notas con la cámara en una
mano y el micrófono en la otra: rebel
without a crew, que le llaman. Mientras yo estiraba cada centavo para no
tener que conseguir otros trabajos y poder sostener la escritura con el monto
del premio (imposible, si de verdad quieren saberlo), Juan se había gastado
todo o más que todo en un viaje a Vietnam y otro a Colombia siguiendo a Xavier
Moscoso, su personaje principal; de hecho, creo que a esas alturas el
presupuesto ya le jugaba en contra. Todo el asunto me parecía una locura, una
serie de malas decisiones tomadas por alguien que evidentemente había perdido
la razón. Aquella vez, durante las sesiones con el asesor, no pude ver el
documental (que, entiendo, era una especie de demo), pero los otros asesorados
me dijeron que estaba bien y, más importante, que tenía full onda. ¿Qué? ¿Cómo? ¿En serio?
Curioso. Uno ve las películas de los
amigos queriendo que esas películas sean buenas o muy buenas o inolvidables (no
sin envidia, claro), pero también con miedo. Que un desconocido haga una mala
película no es ninguna gran cosa, es más, si no se trata de un desconocido sino
de un conocido que te cae mal porque sólo habla de cine iraní y ataca y repudia
y rechaza, por ejemplo, la obra de Adam Sandler o del auteur Ben Stiller (cuando alguien haga algo mejor que The Wedding Singer o Tropic Thunder, ahí hablamos), esa mala
película se convierte en un triunfo personal, en la evidencia de que eso que
crees que está mal con el mundo está de hecho mal con el mundo. Dice Rodrigo
Fresán en su último libro (La parte
inventada), “Yo intento cambiar la conciencia, cambiar el lenguaje de tal
manera que los modos de comportamiento a los que me opongo se vuelvan
impopulares, absurdos, extraños.” Ahora sí, salvado el impulso de citar a
Fresán, volvamos al miedo. Cuando la película de un amigo es mala o muy mala o
aún peor, aburrida, la cagada es plural (también es tú cagada, tú dolor, tú
fracaso) y aunque el cerebro te diga que debes separar al hombre de la obra
pues no es tan fácil, el tipo queda estigmatizado al menos por un tiempo, hasta
que creces un poco y dices sí, sus pelis
son malas, pero es mi pana y es un súper buen pana. (Si me hubieran dado un
dólar cada vez que me dijeron “oye, esa película que escribiste…” ya tendría
plata para rodar otra) De cualquier manera, nada te salva de, llegado el
momento, dar un abrazo silencioso de felicitación que es, todos lo sabemos, un
sentido pésame disfrazado pero imposible de ocultar. Y yo no quería darle ese
abrazo a Juan Rhon.
Así las cosas, fui negándome a ver la
película sistemáticamente. Cada vez que Juan me invitaba a su casa-planeta
(lejos, en las afueras del distrito metropolitano) a ver cómo iba avanzando el
montaje de la cinta, yo me inventaba alguna escusa: exceso de trabajo, exceso
de excesos, el número que usted ha marcado no contesta. Y llegué a creer que me
salvaría por completo hasta que una tarde Juan llegó a mi casa con su laptop
bien cargada y me enseñó el primer teaser
comercial de ¿Quién es X. Moscoso? Puta madre. El teaser era más que bueno, esa idea que Juan me había mal vendido,
la de su propio Señor Miyagi (Juan, para todo esto, tiene el aspecto de un
Cobra Kai renegado pero la bondad de un Daniel San con anfetaminas) por fin
tenía rostro, torso, extremidades, voz. Y esa fue la primera vez que me hice la
pregunta que ahora se hacen todos, de Miami a Estambul, de Sidney a Babahoyo: ¿Quién
es X. Moscoso? Pero eso no importa, lo que realmente importante es que por
primer vez me dieron ganas de conocer la respuesta.
Aquí, la parte verdadera. Yo no puedo
pretender juzgar la película de un amigo con objetividad o hacerles creer que lo
que estoy a punto de decir-escribir no es una opinión ultra polarizada. Sépanlo. Voy a mentir. Voy
a mentir por un amigo. Pero, ojo, creo en estas mentiras.
Vi la película por primera vez el año
pasado, en una proyección VIP en el cine Ochoymedio de Quito. Tenía, como ya
dije, miedo. Sabía que a esas alturas ya otros incautos habían caído en los
confines del Planeta Rhon: había un guionista, un editor, un diseñador de
sonido, un diseñador gráfico. ¿Cómo los había conseguido? Mientras veía el
documental, me quedó claro: Juan no consiguió a nadie, fue Moscoso quien atrajo
a la gente como un centro magnético.
Xavier Moscoso, según me había contado su
pequeño saltamontes, era un hombre que había decidido interrumpir su carrera de
cineasta (carrera que, en rigor, nunca corrió) para dedicarse a ser el pilar
emocional de su familia. No era exactamente un amo de casa sino una especie de
bola de cristal o espejo mágico que, además de cocinar el almuerzo para su
esposa y sus hijas, servía de augurio y les hablaba de las consecuencias
inevitables con las que el pasado diseña el presente y especula sobre el
futuro. De ahí la urgencia que tenía Juan de verlo, de reencontrarse con él en
el momento en el que lo hizo: cuando nada tenía sentido y había un niño pequeño
de pie en el centro de la nada que rodeaba a su padre. Ver la película fue como
ver la demolición de un edificio en reversa, una implosión invertida, una serie
de ladrillos y ventanas y tejas y trozos de vidrio que empiezan como piezas
sueltas en el aire y de a poco van tomando, cada una, un lugar, un significado,
una razón. Entendí que X. Moscoso no era una persona sino una actitud frente a
la vida.
Usando las palabras que Phil Spector le
dedicó a su padre, a quien apenas conoció, to
know him is to love him. Yo no conocí personalmente a X. Moscoso, pero después de verlo y volver a verlo
para escribir esto siento que es mi amigo, que quizás lo necesito y que
definitivamente lo extraño. Hasta me dan ganas de que Juan haga “X. Moscoso, The Book” para tener sus frases siempre
a la mano, en el velador, debajo de la lámpara.
Durante una entrevista, la hermana de X.
Moscoso dice esto: el Xavier nunca estuvo interesado en las cosas fifís de la
vida, él siempre tuvo lo sólido. ¿Qué es lo solido?, precisamente lo que no se
puede tocar. En otro momento, uno de sus amigos nos explica que X. Moscoso le delegó
a su esposa (que aparece poco, pero brilla) los asuntos “serios” y “adultos”
para dedicarse de lleno a vivir. ¿Qué es vivir? Tomar mezcalina en los jardines
del Capitolio norteamericano, frente al monumento a Lincoln, en Washington DC; amar
a una mujer con toda el alma; fumar, bailar y hacer el fuckin’ waki waki; ayudar a crecer y tratar de entender a tres
hijas y de que esas tres hijas entiendan o quieran tratar de entender cómo es el mundo;
escuchar blues y hablar con extraños en lugares extraños y aprender de esos
extraños y convertirse en un extraño que no le tiene miedo a los extraños; viajar, viajar mucho; acoger
en tu casa a un treintañero perdido con una cámara en la mano; montar un buey en Hanoi; caminar con
bastón y montar una silla de ruedas como si fuera un corcel de acero.
En poco menos de una hora (el metraje es
clave: más habría sido insoportable, menos habría sido insuficiente), Juan Rhon
nos hace creer que conocimos a una persona, que estuvimos con él, de cerca, y
crea una especie de religión sin deidades pero con dogma: cagarse de risa,
básico, primerito. The Dude Abides, digamos. El mejor bromance que he visto en mucho tiempo, digo. Moscoso, sin monólogos ni soliloquios ni sermones, con humor y camaradería y sensibilidad,
imparte invaluables lecciones en la facultad de filosofía aplicada de eso que
llaman la universidad de la vida. Su truco, creo, es el asombro. Moscoso nunca
pierde la capacidad de sorpresa y encuentra magia y belleza y cerveza en cada
rincón del planeta. Incluso cuando sabemos que está enfermo de algo en
apariencia no menor, Moscoso sigue mirando al mundo con ganas y sin
resentimientos. Ahí, Juan Rhon filma con nobleza. En vez de aprovechar la
enfermedad de su personaje (cualquier director la habría explotado sin reparos,
sobre todo un latinoamericano) para su beneficio personal y ponerle música de
piano en el fondo, escoge filmar eso que fue a buscar: la luz y la risa. Esto
no lo convierte en un mejor cineasta, pero sí en una mejor persona y, sin duda,
en un padre que aún debe cometer muchos errores pero que al final del día
tomará las decisiones correctas.
X. Moscoso murió a mediados del 2012. Juan
Rhon y yo estuvimos juntos ese día, en Manta, bebiendo cervezas en el
Bizarromóvil, parqueados en un terreno baldío junto a la Plaza del Sol, donde
están las discotecas de moda y mal gusto. Sólo levantó una botella y me lo dijo:
Xavier Moscoso falleció el día de hoy.
Y brindamos. Y nos quedamos en silencio un buen rato. Y miramos el cielo. Y
seguimos bebiendo y Juan comenzó a recordar cosas y a reírse.
Nos queda la película. No es suficiente,
pero es algo.
Nos queda, también, esto: ahora, que sabemos quién es X. Moscoso, el
mundo ya no nos da miedo.
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