Vi Sicario en una de las salas
del Rose Cinemas del BAM, Brooklyn Academy of Music, en Nueva York. La vi
después de haber decidido no verla. Ya me había fijado en el afiche en las
estaciones del metro y en las calles de la ciudad, y todo me daba mala espina: el
collage de fotos de los personajes (por ahí aparece la bandera de México desgarrada,
lo que, ahora entiendo, es una advertencia más que clara), el nombre de la
cinta, la tipografía, el fondo color desierto. Todo mal. Aunque está súper bien
rankeada –8.1 en IMDb, 93% en Rotten Tomatoes– y aunque varios amigos me la
habían recomendado, yo tenía un mal presentimiento. Nota mental: confiar más en
mis malos presentimientos.
Podría portarme exquisito y decir que quien haya leído 2666 de Roberto Bolaño, o Los
minutos negros de Martín Solares, o las crónicas sobre los carteles
mexicanos que publica la revista Gatopardo, o los reportajes sobre drogas,
pandillas y violencia que escriben los reporteros del diario salvadoreño El Faro, o, incluso, quien haya visto la telenovela colombiana Escobar: el patrón del mal será incapaz
de tomarse Sicario en serio. Pero no
hace falta portarse exquisito para darle la espalda a una película que cae por
el propio peso de sus vanidosas pretensiones.
Sicario pretende
sorprender con una premisa bastante conocida para el ciudadano medianamente
informado: los grupos especiales que combaten el narcotráfico en Estados Unidos,
llámese CIA, FBI, DEA o cualquier otra sigla armada, operan muy por fuera de
los márgenes de la ley y no son exactamente respetuosos con los derechos
humanos. Ahora bien, ¿se supone que no sabíamos esto? ¿en serio? O sea, estamos
hablando del mismo país que se valió de la “interpretación” de un artículo de
la Carta de las Naciones Unidas para invadir Afganistán en el 2001 con la
excusa del “derecho a la legítima defensa”; el mismo país que se saltó
olímpicamente a la misma ONU para invadir Irak en 2003; el mismo país que cazó de
la manera más arbitraria a Osama bin Laden –no hubo juicio ni sentencia, sólo
ejecución– en el 2011. ¿Debería sorprendernos que los agentes antinarcóticos de
Norteamérica trabajen hombro a hombro con una organización criminal colombiana o
con cualquier otro “enemigo” que pueda ayudarlos? No creo. Sicario, sin embargo, presume de estas cosas en cada escena, como si
el director Denis Villeneuve –de cuyas películas anteriores se habla muy bien– y
el guionista Taylor Sheridan hubiesen descubierto un secreto de estado. Nada
que ver.
Es cierto que la fotografía de Roger Deakins es alucinante y que la música
del islandés Johán Jóhannsson es acaso lo único realmente intenso de la
película, pero la opinión pública parece estar de acuerdo en que son las
actuaciones de Emily Blunt y Benicio Del Toro, ambos más bien inclinados hacia
el extremo de la caricatura, los elementos que despuntan en la cinta (si me lo
preguntan, me quedo con el personaje de Josh Brolin, gringo en la peor acepción de la palabra). Emily Blunt quizás consiga
más de lo que otra actriz hubiese conseguido con un personaje tan sufridor e
inestable, una agente del FBI que, como el Capitán América en Los Avengers, piensa
que las cosas deben solucionarse con transparencia y por encima de la mesa (he
leído varias reseñas donde se refieren a este personaje como “idealista”, cuando
lo mejor que se podría decir sin insultarla es que se trata de una mujer ingenua);
para colmo, es insoportablemente bipolar, tan frágil como histérica, tan macha
como débil y necesitada de afecto y atención. Además, imposible que una persona
que pretende no corromperse llegue tan lejos: en esas situaciones, la gente
decente se retira a tiempo o, como pasa la mayoría de las veces, se corrompe.
Sigamos. Tal vez el español de Benicio Del Toro sea mejor que el inglés de
Antonio Banderas, pero igual es ridículo tratar de hacerlo pasar por colombiano
(como ridículo es el acento de Wagner Moura en Narcos). Cada vez que Del Toro habla en español, la cinta pierde
puntos, aunque sin duda su frase más desafortunada –por el contexto, porque la
realidad mexicana es tan terrible que las imágenes de cadáveres mutilados
colgando de un puente ya no nos sorprenden– es en inglés: Welcome to Juárez. Del Toro es explotado como la imagen del criminal
latinoamericano tropical –fíjense en el vestuario, parece el padrino de un
bautizo en Tangamandapio– que es al mismo tiempo oscuro y folklórico. Y sí, es
verdad que su mirada casi nostálgica y violenta funciona, pero todo su ADN se va
al piso cerca del final, cuando enfrenta a Fausto Alarcón, el capo del que ha
estado atrás durante toda la película. Dicho sea de paso, imposible que un “jefe”
como Alarcón tenga tan poca seguridad en su casa, donde Del Toro ingresa sin
mayores inconvenientes y donde nos enteramos de que ha llegado en busca de una
revancha personal. Esta vez es personal,
como en las películas ochenteras del Festival de los Hombres Duros de Ecuavisa.
Cuando Del Toro habla sobre su esposa y su pequeña hija, ambas asesinadas por Alarcón,
se me vinieron a la cabeza recuerdos de Steven Seagal y Van Damme. Patético. Si
algo había logrado Del Toro era un aura de retorcido profesionalismo, es decir,
comportarse como un sicario a sangre fría cuya moral obedece a sus intereses y
a su falta de alma. Pero no, quisieron darle algo de humanidad y terminaron
enterrándolo y borrándolo de nuestra memoria para siempre.
Mientras veía la cinta, en ese
lugar, con ese público en particular,
me preguntaba si alguien saldría genuinamente alterado del cine, si la pareja
que estaba a mi lado hablaría de Sicario durante
la cena y alguien diría cosas como Dios
mío, ¿te das cuenta?, no podemos confiar en la CIA ni en la DEA ni en el FBI,
entonces, ¿en quién podemos confiar?!Las autoridades son criminales! O si he visto tanta violencia en Latinoamérica que me he vuelto inmune. O si sólo me estoy haciendo viejo y las cosas ya no me importan tanto como antes. ¿Alguien se puede conmover con un final tan barato?, los niños juegan fútbol en una cancha de tierra, a lo lejos se escuchan tiros, el partido se interrumpe por un momento pero continúa enseguida. Porque sí, después de las balas y los muertos la vida continúa en Ciudad Juárez y en Buenos Aires y en Manta. No lo sé, pero me sentí más latino que de costumbre y pensé esta película es una muestra de ignorancia colectiva. Y así salí del cine, orgulloso y triste de venir de un lugar donde sabemos que no
se puede confiar en nadie.
2 comentarios:
Usted lleva piñas a milagro. Joya. No tiene nombre
Asesinos a sueldo, se busca sicario en España. Estuve muy intrigado por este tema y decidí hacer una pequeña investigación, me encontré esta página que tiene toda la información relevante de como se maneja este mundo y los contratos.
https://www.asesinosasueldo.org
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