Anoche, en el Beverly Hilton de Beverly
Hills, durante la entrega de los Globos de Oro, se realizaron varios reconocimientos
tan merecidos como largamente esperados: el premio a John Hamm que termina de
cerrar el interminable capítulo Mad Men, el premio a Sylvester Stallone –deberían
darle premios a la gente que lo aplaudió de pie– que sopla y revive las cenizas
de Rocky Balboa, ahora convertido en sensei urbano y figura paterna y cuarteada
en Creed. Pero el hombre de la noche,
mucho más brillante que DiCaprio e Iñárritu juntos, fue el gran, the one and only, Denzel
Fucking Washington.
La Asociación de Prensa extranjera en
Hollywood, que entrega sus globos dorados desde 1944, estableció en 1953 una
especie de “premio a la trayectoria” que bautizó con el nombre de uno de los
inventores del negocio tal cual lo conocemos ahora: Cecil B. De Mille, a quien,
dicho sea de paso, se le atribuye la teoría de que al público norteamericano
sólo le interesan dos cosas, el sexo y el dinero. El primer ganador fue, cómo
no, Walt Disney, y desde entonces a esa lista se han sumado nombres clave como Frank
Sinatra y Jodie Foster. Desde hace unas
horas, ese lista puso la vara más alta todavía.
El Cecil B. De Mille de este año fue para
Denzel Washington. El discurso, emotivo y cómplice, lo dio Tom Hanks, quien dijo
lo que ya todos sabemos pero era necesario volver a mencionar, “si el apellido
no les dice mucho, el nombre seguro lo hará: Denzel” Necesario, sí, porque
pocos artistas logran construir y sostener el tipo de lazo con el público que
nos permite llamarlos por su primer nombre con las mismas dosis de admiración y
confianza. Robert Redford siempre será Robert Redford, Martin Scorsese siempre
será Scorsese, pero Denzel Washington es simplemente Denzel y eso es más de lo
que puedo decir de mucha gente.
Dicen que de un tiempo a esta parte,
Denzel tiene una clausula inapelable: sólo se involucra en proyectos si aprueba
el corte final, es decir, el derecho a decidir qué escenas se van y qué escenas
se quedan en cada película. Denzel sabe o intuye lo que esperamos de él, las
cosas que le reclamamos y las cosas que jamás le perdonaríamos. Dicen que, por
ejemplo, en Man on Fire se negó a que
su personaje tuviera un romance con el personaje de la australiana Radha
Mitchell –lo que le hubiera dado plusvalía a la trama– porque aquello hubiese
roto demasiados corazones afroamericanos y, quién sabe, capaz desataba una segunda
guerra civil, esta vez, para esclavizar a los blancos. Dicen que ya sólo hace
películas de acción para llenar la taquilla pero yo digo que es uno de los
pocos sino el único que provoca la misma efervescencia con un arma en la mano
que con un monólogo en la boca (ojo con lo que se viene, The Magnificent Seven, el remake de Los siete samuráis de Kurosawa dirigido por Antoine Fuqua con
Denzel al centro). Denzel entra y sale de ese género maldito y mal visto por la
puerta grande, maniobra imposible para otros desaparecidos en acción como Liam
Neeson o Nicholas Cage.
Lo obvio y no por eso menos importante es
pensar que le dieron el Cecil B. DeMille por películas como Training Day, The Great Debaters (dirigida por), American Gangster, Malcolm X. o Philadelphia.
Pero su verdadero aporte a la industria está en sus films “medianos”, como Inside Man o John Q, y sobre todo en sus
películas “menores”, en su obra explosiva, en cintas como Déjà Vu, Unstoppable, The
Taking of Pelham 1 2 3 o The
Equalizer. Películas que serían absolutamente desechables si Denzel no
estuviera en ellas, películas jugadas que no le tienen miedo al ridículo, películas
emocionantes donde Denzel eleva el plomo a la altura del cine arte de los absurdo, películas moralistas de vaudeville mercenario, películas
emparentadas entre sí que bien podrían ser los capítulos por separado de una
serie donde el héroe aparece en distintas circunstancias y en distintos lugares
y enfrenta distintos enemigos pero es siempre el mismo: un hombre armado y marcado
por un pasado triste que hará lo que haya que hacer.
Anoche Denzel volvió a protagonizar una
gran escena cuando subió al escenario a recibir el premio acompañado de su
familia, una escena cómica y documental que es/fue/será una de las mejores
escenas de su carrera. Aunque el momento estaba anunciado, preproducido,
cantado, nuestro héroe se puso nervioso (quiero pensar que lo fingió todo para demostrarme
que es aún mejor actor de lo que imaginaba), olvidó sus lentes, olvidó su
discurso, y habló dándole la espalda al público, mirando a su esposa, que le
recordaba lo que no podía olvidar y le daba órdenes como si –clásico– no
estuviese hablando con su esposo sino con su hijo y no estuvieran en el Beverly
Hilton sino en la cocina. Denzel tembló como si recibiera un premio por primera
vez, como si nunca antes hubiese estado frente al público, como si no supiera
quién es. Habló como hay que hablar: como si no fuera nadie.
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