2.01.2016

Los entrañables ocho (o la inesperada virtud de una mala película)


Hoy desperté y empecé a enviar un link a varios amigos cercanos. Subject: best movie EVER. Es una broma, obvio. Nadie que escriba así está hablando en serio. Pero igual lo hice. ¿Cuándo fue la última vez que viste una película género domingo-de-noche y arrancaste el lunes enviándole el link con el tráiler a esa gente a la que le deseas lo mismo que deseas para ti? ¿Cuál fue esa película que pensabas olvidar enseguida y ahora quisieras volver a ver? La mía se llama Una última y nos vamos, la historia de un mariachi de Jalisco que viaja al DF por tierra para participar en un concurso nacional de mariachis.   

Cuando vi el tráiler pensé Almost Famous en español para las masas: bien. Y no, no es para tanto, pero algo de eso tiene. Es más una tele-road-novela de exploitation azteca, filmada como un largo comercial onda All You Need Is México. Jalisco, capital Guadalajara, es el estado de donde se supone vienen los dos elementos que, en el imaginario pop sudamericano, componen la mexicanidad: el tequila y los mariachis. Y es increíble como todo, cada mueble, cada planta, cada delantal, está literalmente puesto en escena. Si fuese mexicano quizás me ofendería ese look empeñadamente turístico y falso, pero no lo soy.    

Una última y nos vamos parte cuando, después de haber sido rechazados durante 30 años, los miembros del Mariachi Tierras Rojas (la fotografía es color ladrillo) son invitados a este campeonato porque quienes iban a participar originalmente no pueden cumplir con el compromiso: es decir que entran de repechaje. Enseguida, como si estuviese siguiendo un manual comprado en el paseo de la fama de Hollywood, la cinta nos presenta a todos los personajes, varios jóvenes, un par de veteranos, cada cual con un conflicto más o menos grave que, claro, se resolverá de la manera más afortunada minutos antes de los créditos.

El guión, escrito por César Rodríguez y Mauricio Argüelles, los dos jóvenes-actores-productores detrás de la cinta (por suerte no son Gael García Bernal y Diego Luna), apuesta a lo seguro, a lo que viene funcionando desde que el cine es cine, y al hacerlo toma un riesgo que pocos cineastas latinoamericanos se arriesgan a tomar: quedar en ridículo. Las películas de este lado del Río Grande prefieren pasar por aburridas o pretenciosas antes que pasar por tontas. Una última y nos vamos, en cambio, parece decir no importa si te ríes conmigo o si te ríes de mí, la cosa es que te rías porque si no a qué chingados vinimos.   

Ocho músicos de pueblo chico encerrados en una van camino a una de las ciudades más pobladas del mundo. Ocho personajes entrañables por humildes, provincianos y acartonados. Ocho amigos que entienden la dinámica familiar de naturaleza conflictiva que se respira cuando formas parte de una banda. Ocho tipos que ya nunca serán estrellas, que vivirán condenados a la danza inútil del trabajo honrado, pero que quieren escuchar una vez más, quizás la última, los aplausos del muy respetable. Ocho fanáticos de la Virgen de Guadalupe (esto, en México, no es cuestión de fe sino de nacionalidad, creo que te lo ponen en la cédula) que quieren ganar el concurso porque el mariachi ganador le cantará las mañanitas a la virgencita el día de su cumpleaños. Ocho devotos de José Alfredo Jiménez que hacia el final rockean con dos hits rancheros: La noche y tú y El gusto. Ocho actores que, juntos, son uno solo. Ocho oraciones para decir una sola cosa: esta es una de las mejores malas películas que he visto en mi vida.     

Una última y nos vamos lo tiene todo: el wey que está enamorado de la hermana de su mejor amigo que dicho sea de paso es como el hermano más celoso del pueblo; el wey que desde que perdió a su mamá abandonó el mariachi y ahora canta en un trío de punk y se maquilla los ojos como el vocalista de Green Day; el papá de ese wey, el que se quedó viudo, que no sabe cómo reencontrarse con su hijo pero, claro, lo logra a través de la música; el wey que duda de sí mismo –la duda es existencial– porque nunca ha podido dejar embarazada a su esposa; el wey al que todos le dicen “gordo” que nunca ha tenido novia pero está enamorado de alguien que conoció en Internet; el wey que fue abandonado por su esposa y ahora dice que ya nunca jamás volverá a enamorarse; y el wey (Héctor Bonilla, un clásico de las telenovelas que llena e ilumina la pantalla) que se está muriendo y sólo quiere pegarse una última, una buena, antes de irse. 

Ahora que lo pienso, Una última y nos vamos podría ser una ópera-mariachi con final de tragedia griega. Pero no lo es. Es, en sus mejores momentos, una comedia que aprovecha abierta y frontalmente todos los lugares comunes posibles: los clichés explotan como minas de colores. Es, en sus peores momentos, una cinta que no puede negar que viene de donde viene, la tierra de Televisa, pero que no se avergüenza de sus raíces ni trata de ocultarlas. Es, casi siempre, esa puta cancioncita que se te pegó no sabes dónde.  
  

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