El ring no es un ring, es un teatro… Dame un escenario donde este toro pueda desatar su furia… Aunque podría pelear, preferiría recitar: eso es entretenimiento, dice Jake La Motta al comienzo de Toro Salvaje. Claro que Jake La Motta no es Jake La Motta, es Robert De Niro, gordo, grueso, los ojos escondidos entre los parches soplados de su cara, como si acabara de bajar del cuadrilátero. Hay golpes que no se desinflan, hinchazones definitivas, cicatrices que envejecen llenas de carne molida.
La cara de Roberto Mano de Piedra Durán, uno de los mejores boxeadores en la historia
de Latinoamérica (el mejor peso ligero –135 libras– del mundo, dicen), también
ha sido parchada por los años: los rasgos duros, rectos, cortopunzantes,
parecen los de una máscara de hierro bajo la cual se esconde un rostro que ya
no volverá. Nunca he entregado a nadie,
voy a ponerme más borracho que en el día de la madre, dice el campeón
panameño, que tiene una cerveza fría en la mano y en la garganta trozos de voz que
se desgarran como los restos afónicos de un rugido pasado.
Esto es entretenimiento. En el barrio El
Cangrejo, en el centro de la Ciudad de Panamá, entre las movidas y fosforescentes
Vía Argentina y Vía España, está La Tasca
de Durán, un restaurante que mezcla recetas españolas con aliños caribeños;
un local que no es pequeño pero se siente estrecho porque siempre hay turistas
esperando que él aparezca porque él siempre aparece: mal que mal, este es o más
bien se ha convertido en su trabajo. Esta noche, en La Tasca de Durán, El Cholo, como le dicen en su tierra, entrega
a una novia vestida de blanco en un altar improvisado bajo una de sus
fotografías. Es su sobrina, que no para de agradecerle por haber permitido que
su boda se realice en el local. Para el primer baile suena Like I’m Gonna Lose You, la balada de Meghan Trainor. La cantante,
una panameña alta y morena atrapada en un cortísimo vestido apretado, lee la
letra en la pantalla de su teléfono.
La
Tasca de Durán es una
especie de museo tipo Hard Rock Cafe dedicado exclusivamente a la piel sudada y
morada y sangrante de Mano de Piedra
en más de treinta años de carrera. Aquí están los guantes rojos, varios
pantalones cortos con los colores de la bandera panameña y los botines que
gastaron sus suelas saltando en círculos bajo las luces de los casinos de Las
Vegas. Las paredes están cubiertas de fotos protagonizadas por El Cholo y Mike Tyson, por El Cholo y Don King, por El Cholo y Sylvester Stallone, por El Cholo y Nelson Mandela. Hay una foto,
en blanco y negro, en la que Roberto Durán parece Ernesto Guevara. Hay,
también, varias pantallas planas regadas por ahí donde los clientes vienen a
ver peleas que no han parado desde que empezaron, varias décadas atrás: el 20
de junio de 1980, cuando Roberto Durán le ganó a Sugar Ray Leonard; el 16 de junio de 1983, cuando Roberto Durán
le ganó por KO a Davey Moore en el Madison Square Garden; el 24 de febrero de
1989, cuando Roberto Durán le ganó a Iran Barkley en Atlantic City. Los mismos
golpes, una y otra vez, como un sueño que se repite y se proyecta en la
superficie líquida de la alta definición; el mismo gancho, hoy, mañana, pasado,
como si uno pudiera editar su vida y quedarse sólo con eso que brilla aunque no
sea oro; los mismos brazos arriba, levantando el cinturón de la victoria, la
próxima semana, el próximo mes, la próxima vez que vengas y pidas una paella y
una jarra de sangría.
Y ahí está, damas y caballeros, el evento
estelar de la noche, la única pelea en que el campeón y el retador son uno
mismo y aún así se hacen daño, el hombre al que vinieron a ver antes o después
o mientras hacen compras en los centros comerciales libres de impuestos de
Panamá, Roberto Mano de Piedra Durán,
saltando de mesa en mesa, saludando a sus clientes, poniéndole la otra mejilla
a los halagos, posando, siempre, con el puño arriba.
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