A los seis años, en un quirófano del
Hospital para Niños de la calle Myrtle de Liverpool, le quitaron el apéndice y
el espacio que los médicos dejaron vacío fue asaltado enseguida por una
peritonitis que le sopló las vísceras, lo mantuvo en coma durante varios días y
en reposo durante más de un año. Pero se salvó y esa intermitencia en el mundo,
ese llegar un poco antes o un poco después que aún conserva cuando toca, le
enseñó a respirar a destiempo. Entre los trece y los quince años, esa edad en
la que uno empieza a intuir lo que algún día será, vivió internado en un
sanatorio, aplastado por el peso de la tuberculosis atravesándole las
costillas. Pero se salvó y fue allí, acostado en una cama de metal y por
recomendación de las enfermeras, donde tocó un tambor por primera vez y manoseó
los rasgos redondos de su destino. En octubre de 1988, casi veinte años después
de la separación de Los Beatles, dos décadas que gastó bebiendo y drogándose y
haciendo cosas que ya no recuerda, tras una noche en la que destrozó su casa y
también el rostro de su esposa, Ringo Starr se internó en una clínica de
rehabilitación en Tucson, Arizona. Y volvió a salvarse. Y volvió a tocar.
*
La fila comienza en las puertas de un
teatro, sobre la avenida Flatbush, en Brooklyn, Nueva York, y da vuelta a la cuadra.
La gente que frecuenta conciertos de rock suele aprovechar este tiempo muerto
para intoxicarse de alguna manera, pero este, aunque lo fue, ya no es ese tipo
de gente. Las mujeres llevan mallas ajustadas pero blusas bastante holgadas, y
los hombres marchan en pantalones tipo kaki, con pinzas, y en vez de
preguntarle al de atrás o al de adelante cuánto cuestan las pepas de éxtasis y
quién las vende, se miran los zapatos y dicen cosas como esos se ven súper cómodos, ¿qué marca son?, ¿los compraste en
Internet?, ¿los venden en café?
El telón del Kings Theatre, abierto en
1929 y con capacidad para más de 3.000 personas, está corrido y el escenario
está decorado como si este fuera un show para niños: monstruos de cartón y una
pequeña constelación de estrellas infladas como globos que sonríen con la inocencia
geométrica de las calabazas en Halloween. Hoy, sábado 31 de octubre del 2015,
Ringo y su All Starr Band cierran un año que los ha llevado a siete países en
ocho meses de tour bajo el manto de una telaraña de fantasía. La gente se
acomoda más bien tranquila en los asientos recubiertos de terciopelo rojo.
Steve Van Zandt, guitarrista de la mítica E Street Band de Bruce Springsteen y
articulación capital del legendario reparto de Los Sopranos, camina apurado por
el pasillo buscando su asiento en las primeras filas. La nostalgia metálica de
una generación que ya camina sobre sus años dorados aparece en el reflejo de
las luces que rebotan contra los accesorios: anillos en forma de calavera,
aretes en forma de serpiente, collares que aún sostienen el símbolo de la paz.
Así, calmados, tomando cerveza y
poniéndose por encima de sus camisas manga larga las camisetas de Ringo que
acaban de comprar en el puesto que está frente al bar, no parecerían capaces de
hacer lo que hacen cuando las luces se apagan y sale la banda y el rock se
encuentra con el roll y desde un costado del escenario, desde la perfecta
oscuridad de la historia, sale corriendo ese hombre pequeño y flaco y veloz que
lleva puesta una máscara y sostiene un micrófono y deja caer esa voz imposible.
La histeria que siempre recordaremos en
blanco y negro vuelve a repetirse. Nos paramos. Nos tapamos la boca con las
manos porque no lo podemos creer. Nos jalamos el pelo porque no lo podemos
creer. Nos ponemos a saltar porque no lo podemos creer. Nos miramos. Lloramos. Estamos
llorando.
*
Cuando despertó, su mujer todavía estaba
allí: la sangre seca pegada a la piel y la piel sudada pegada a la alfombra. “Pensé
que estaba muerta”, dijo Ringo. El baterista que tomaba por lo menos una
botella de champagne antes de desayunar a mediodía, que empujaba las horas de
la tarde con coñac y guardaba noches enteras en cajas vino, el que en alguna
época se negaba a salir de su casa porque “eso significan al menos cuarenta
minutos sin un trago”, regresó del fondo de una borrachera a la superficie del
día siguiente y vio el cuerpo de su esposa tirado en el piso como un animal
muerto en la mitad de la carretera.
Desde que Los Beatles protagonizaron su
primera película, la anfetamínica A Hard
Day’s Night, en 1964, quedó claro que Ringo, el más pequeño, el que en los
escenarios siempre estuvo atrás pero también y muchas veces arriba de los
demás, era el único capaz de transformarse en algo que no fuera un Beatle.
Apareció en cinco películas por su cuenta, entre ellas, The Magic Christian (1969), en la que compartió cinta y desenfreno con
Peter Sellers. Tuvo su propio especial de televisión en Estados Unidos,
transmitido en abril de 1978, una criatura amorfa y alucinógena en la que Ringo
Starr hace dos papeles, el propio y el de Ognir Rrats, una especie de doble
norteamericano; aquella tv movie,
llamada simplemente Ringo, es la clase de película que te hace pensar que en
los 70’s, cuando el relax psicodélico había sido reemplazado por una
taquicardia colectiva, nada, nada,
era suficientemente malo como para no salir en televisión. (Ahora bien, revisitada
a la vuelta de los años y en el contexto del after party del posmodernismo,
Ringo podría proyectarse en funciones
de medianoche como película de culto o en la sala de un museo de arte moderno
como una hija perdida del surrealismo: la que vivió rápido y murió joven) Y fue
en el set de una película filmada en 1980, Caveman,
la comedia prehistórica en la que Ringo inventa el fuego y la música por
accidente, donde se enamoró de Barbara Bach, la chica Bond de El espía que me amó (1974), la mujer de
pómulos altos y labios gruesos que estuvo en la portada de Playboy en enero de
1981, en cuyo interior se imprimió de manera póstuma la última entrevista que
concedió John Lennon. Ringo y Barbara se casaron apenas meses más tarde, en
abril de ese mismo año: el vestido de la novia fue confeccionado por David y
Elizabeth Emanuel, el mismo equipo que diseñó el vestido de bodas de la
Princesa Diana de Gales, y el pastel fue horneado en un molde con forma de
estrella.
Poco después del matrimonio, Barbara Bach
le anunció al mundo que se retiraba de la actuación para pasar más tiempo con
su esposo, la actriz y el músico querían compartir todos los segundos de todas
las horas de todos los días, a lo John y Yoko, pero lo que hicieron fue
encerrarse en su casa y consumir y consumirse en una noche que duró casi diez
años. “Los borrachos son muy buenos conversadores. Nos sentábamos durante
noches enteras a hablar sobre las cosas que queríamos hacer, pero claro,
estábamos tan borrachos que no hacíamos nada… Barbara cayó en la trampa por
culpa mía. Ella era una actriz que solía acostarse a las diez de la noche y
levantarse a las ocho de la mañana. Hasta que me conoció. Entonces su carrera
tomó el mismo rumbo que la mía. [En diez años] Grabé dos discos, hice un par de
shows, pero trabajar dos días al año no es lo mismo que tener una carrera”,
diría Ringo años más tarde.
En la escena más desesperada de la
pareja, él, que ya le ha pedido perdón y le ha dicho que la ama y que por
favor, por favor, se internen juntos
en una clínica, sigue bebiendo y metiéndose líneas por la nariz mientras ella,
que aún tiene la cara hinchada por los golpes que nadie recuerda haber dado o
mucho menos recibido, marca números y escucha voces de enfermeras y doctores
que le repiten lo mismo una y otra vez: no, señora, si los dos son adictos no pueden compartir la misma habitación.
Ringo está tan paranoico y alterado que se niega a apartarse de su lado: ni
muerto. “Se lo ruego, si no nos ayudan, nos vamos a morir”, le dice Barbara
Bach a los de la clínica Sierra, en Tucson, el único centro de rehabilitación
que les ofrece una habitación matrimonial esa tarde de octubre de 1988.
La All Starr Band debuta casi un año
después de la desintoxicación de su comandante en jefe, en julio de 1989,
frente a una audiencia de diez mil espectadores en Dallas, Texas.
*
Richard “Ringo Starr” Starkey tiene 75
años y ha sido músico profesional desde hace más de medio siglo, pero todavía
no sabe cómo manejar un escenario: se siente parte del espectáculo, pero nunca
la atracción principal. Quizás sea el peso de todas las miradas cayéndole
encima al mismo tiempo o la gravedad horizontal que lo arrastra de regreso a
los tambores, el hecho es que cuando no está cantando Ringo baila como la gente
que no sabe bailar –síndrome bastante común entre músicos de cualquier género–
y mueve los brazos de un lado para el otro como si fuera un borracho burlándose
de Ringo Starr en un karaoke. Aplausos.
La All Starr Band suele cambiar de
alineación cada año, pero la formación que toca esta noche se ha mantenido
junta desde el 2012. Steve Lukather, guitarrista de Toto; Warren Ham,
saxofonista de The Ham Brothers Band; Gregg Rodie, tecladista de Santana;
Richard Page, bajista de Mr. Mister; Todd Rundgren, guitarrista y cantante; y
Gregg Bissonette, un baterista que ha tocado con gente tan opuesta y distante
como Paul Anka y Enrique Iglesias. Cuando reúne a su equipo, Ringo impone una
clausula no negociable: cada músico debe tener por los menos tres hits en su catálogo, así, Ringo puede
despachar sus grandes éxitos y pasar casi la mitad del show detrás de la
batería, meciendo la cabeza de un lado para el otro, como antes, como siempre.
Y sí, tocan Rossana, Africa y Hold The Line, de Toto; Evil Ways, Oye como va y Black Magic
Woman, de Santana; la bellísima balada-disco I Saw the Light, de Rundgren; y unas canciones de Mr. Mister que
nadie conoce y que la gente aprovecha para ir al baño o comprar otra cerveza
(por seis dólares más te dan un shot de whiskey) o mirar la galería exprés de
Ringo en la que todo está a la venta: un parche de tambor con su firma en el
centro cuesta $600 dólares, una de sus pinturas con motivos pacifistas cuesta
$1.400 dólares, y así. Los ingresos son donados a obras sociales como las de
David Lynch Foundation, la organización que el mismo Lynch, director de
películas perturbadas y a menudo también perturbadoras, creó para que los
veteranos de guerra que vuelven del campo de batalla con síndrome post
traumático se reinserten en la sociedad practicando la meditación.
Ringo ha confesado varias veces que a
estas alturas toca por diversión y de la manera más lujosa posible, “sólo
viajamos en avión privado y nos quedamos en los mejores hoteles”. Haciendo un
cálculo a primera vista, es difícil pensar que una audiencia como la de esta
noche en el Kings Theatre pueda mantener la existencia sibarita de la All Starr
Band. Lo más probable es que se trate de una banda apadrinada por su dueño,
cuya fortuna personal está por encima de los 150 millones de euros. Es difícil,
también, pensar que se trate sólo de placer y no de mantener sujeta la cicatriz
de una herida que estuvo abierta demasiado tiempo.
*
“No quiero sonar llorón, pero todos
venimos de un lugar difícil. Todos, menos George, perdimos a alguien. Yo perdí
a mi mamá cuanto tenía catorce años. John perdió a su mamá. Pero Ringo la pasó
peor. Su padre lo abandonó y, cuando se enfermó, los doctores le dijeron a su
madre que no viviría. Imagínate arrancar tu vida desde ahí, en ese ambiente.
Sin familia, sin ir a la escuela. Ringo tuvo que inventarse a sí mismo. Todos
tuvimos que crearnos un escudo, pero el suyo era el más fuerte”, le dijo Paul
McCartney a la revista Rolling Stone a comienzos del 2015, semanas antes de
pronunciar el discurso con el que Ringo entró como solista –ya lo había hecho
con Los Beatles en 1988– al Salón de la
Fama del Rock And Roll.
Los padres de Ringo, una pareja de
pasteleros, se separaron en 1944, cuando él tenía apenas cuatro años de edad.
Su padre se alejó por completo de la familia, “no tengo recuerdos de mi papá”,
ha dicho Ringo más de una vez, y su madre tuvo que conseguir varios trabajos
–usualmente limpiando casas o atendiendo mesas– para mantenerlo y rescatarlo de
las enfermedades. Como era hijo único, pasó el comienzo de sus días
acostumbrándose a la soledad y el resto de su vida buscando a la familia que
perdió a pesar de nunca haberla tenido. A los quince años, cuando volvió del
sanatorio donde le extirparon la tuberculosis, se dio cuenta que sus compañeros
de la secundaria, que lo decían “Lázaro”, estaban demasiado adelantados como
para alcanzarlos y abandonó el colegio. Luego trabajó en la empresa de
ferrocarriles, sirvió tragos en los barcos que van de Liverpool a Gales del
Norte y fue aprendiz de mecánico en una fábrica antes de convertirse en
baterista profesional.
“Hicimos un pacto: si te tiras un pedo,
avisas, así nadie tiene que preguntar. Pasábamos mucho tiempo metidos en una
van y los pedos eran insoportables. Ese es el tipo de cosas que nos mantuvieron
unidos”, cuenta Ringo sobre esa época en la que Los Beatles pasaban juntos
todos los segundos de todas las horas de todos los días. Ringo se unió al grupo
cuando tenía veintidós años y Los Beatles fueron la primera familia más o menos
funcional que tuvo en la vida, incluso después de la separación. En Ringo (1973) y Goodnight Vienna (1974),
sus mejores discos en solitario quizás porque nunca estuvo solo del todo, Ringo
canta temas escritos, grabados y hasta producidos por los otros tres, canciones
perfectas como Goodnight Vienna, de
Lennon; Six O’ Clock, de McCartney; e
It Don’t Come Easy, de Harrison.
Uno de los mantras que más veces ha
repetido en su vida dice así: “Puedo tocar con cualquier músico toda la noche,
pero no puedo tocar solo”. Y cuando habla sobre el alcoholismo, vuelve a hablar
sobre la soledad, “Es muy frío y solitario. Al final es una enfermedad
miserable… nunca más he vuelto a estar tan solo” Ringo no toca en una banda,
forma parte de una familia, una tribu ambulante que avanza sobre la tierra y
cultiva el jardín de pulpos que hay debajo del mar.
*
Han pasado dos horas y seguimos de pie.
Han pasado dos horas y seguimos mirándonos. Han pasado dos horas y seguimos
llorando. Han pasado dos horas y aunque ya vimos bajar al espíritu santo cuando
Ringo cantó Photograph, seguimos
cantando. Cantamos I Wanna Be Your Man, cantamos
You’re Sixteen, cantamos Yellow Submarine y todavía no lo podemos creer. Han pasado más de treinta años desde
que lo escuchaste por primera vez cuando descubres el mapa de la eternidad una
noche de brujas en Nueva York. La eternidad comienza en la puerta de un teatro,
se extiende por un pasillo largo y oscuro en el que alcanzas a ver poros de
piel dorada, se derrama en las sillas y trepa por un escenario hasta coronar
las canciones donde vamos a vivir para siempre. La eternidad es este momento
que no dura nada.
¿Qué harías si canto desafinado? Sabemos
que el final ha llegado cuando Ringo empieza a cantar With A Little Help From My Friends. El final. The End. Porque Ringo
ya ha cantado todo lo que puede cantar y porque cuando regresemos a casa en un
vagón del subway y nos sentemos al
lado de tiburones azules y brujas desnudas él y su mujer estarán ya en la mejor
suite de Manhattan, permitiéndose el único exceso que se permiten desde hace
veintiséis años: ver televisión y comer helado de coco después de cada
concierto. Pero todavía no. La eternidad aún no ha terminado. Falta el coro.
2 comentarios:
No he parado de llorar.
Gracias, Alex!
Publicar un comentario