Cerca de Baktia, una villa de 300
habitantes en el corazón de Siberia, un reno cruza el lago Yenisey, cuyas aguas
se descongelan sólo durante los meses del verano. Un cazador y su perro se
acercan en una canoa estrecha. El cazador no tiene interés en la presa, de la
que apenas y alcanza a ver los cuernos todavía secos, pero el perro no puede
dominar su instinto: se acerca al borde de la canoa y se lanza al agua. El
perro no tiene ninguna oportunidad de alcanzar al reno, que es más grande y más
veloz, pero debe intentarlo.
Lynn tiene 28
años y dice que no sabe lo que es el amor porque ha tenido varias novias pero
jamás se ha enamorado. Ahora sale con una chica rubia y de ojos azules llamada Rachael.
Lynn está preocupada porque hace unas semanas descubrió que Rachael sigue muy
de cerca los pasos de su ex en Instagram, le da likes a todas sus fotos y, lo peor,
imita sus movimientos: si su ex va a una exposición en un museo, Rachael invita
a Lynn a la misma exposición, y así. Por mucho menos se divorcia gente todos
los días. Pero Lynn lo intentará.
El 24 de marzo
del 2012, más de 30.000 personas se reunieron frente al monumento a Lincoln, en
Washington DC, en la primera Cruzada por
la razón organizada en Norteamérica: el propósito del evento era invitar a
todos los ateos de Estados Unidos a salir del clóset. Desde entonces, el
teórico evolutivo británico Richard Dawkins y el doctor en física teórica
estadounidense Lawrence M. Krauss, ambos mayores de 60 años, van por el mundo
dando charlas y predicando palabras santas: la ciencia busca la verdad, la
religión la secuestra. Ellos lo seguirán intentando.
Cuando se
conocieron, ninguno de los dos pensó que las cosas pasarían tan rápido, que en
cuestión de meses estarían viviendo juntos y cuidando de un hijo. Tampoco
pensaron en la segunda. Tampoco pensaron en la tercera. Ahora, cinco años
después van a tener un cuarto hijo. Están asustados. Mareados, quizás. Noqueados,
incluso. Pero están. Siguen. Esto no estaba en los planes pero ambos saben que
la realidad se encarga de corregir nuestros planes. Que al final no somos lo
que quisimos ser sino lo que terminamos siendo. Ellos lo intentan.
Robert Altman
dirigió casi 40 películas y sólo Dios sabe cuántos capítulos de series de
televisión a lo largo y ancho de sus 81 años de vida. Ganó dos veces la Palma
de Oro de Cannes como mejor director y recibió un Oscar honorario por su
trayectoria meses antes de morir. Fue un cineasta extremista, tan brillante
como opaco, pero tiene al menos diez grandes cintas que llevan su nombre entre
los créditos. Cada vez que una de sus cintas convencía tanto al público como a
la crítica, Altman respondía con otra completamente distinta. Esa era su forma
de intentarlo.
En Brooklyn,
Nueva York, a tres cuadras de Prospect Park, un personaje le cuenta su historia
a un tipo que aún cree que puede ser escritor o por lo menos escribir. La historia
es sencilla: un hombre que se ha enamorado sólo dos veces en la vida, en ambos
casos a primera vista, teme que el amor, todo
el amor que le iba a pasar, ya le haya pasado. El personaje sabe que el
problema no es, al contrario de lo que asume el pensamiento general colectivo, no
ser querido: el problema es no poder querer, no saber amar. Todos los días, el tipo
que aún cree que puede ser escritor se sienta a escucharlo y a organizar una
especie de biografía que es mucho más larga de lo que jamás pudo haber imaginado.
Como un Behind the Music pero, en
este caso, Behind the Love. A veces,
el tipo que aún cree que puede ser escritor sale por las noches, se emborracha en
algún bar de Saint Mark’s Place y se pierde durante varios días. El personaje
lo espera. El personaje lo perdona. Lo intentaremos.
(SoHo)
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