La maestra de francés camina alrededor de sus estudiantes. Sostiene en sus manos una revista y está leyendo en voz alta un artículo. Es la historia de un terrorista que plantó una bomba en el doble fondo del equipaje de mano de su esposa. El avión iba de Canadá a Israel. La mujer fue descubierta y detenida. La mujer estaba embarazada y estuvo a punto de subir a un avión con otros cuatrocientos pasajeros y volar en mil pedazos entre las nubes.
La tarea de los estudiantes es traducir la historia al francés de la manera que les parezca más natural. La maestra se detiene en uno de ellos, es Simon, quien hace una pausa, arranca la hoja y vuelve a escribirlo todo. Simon ha decidido que la forma más natural de traducir la historia es rescribirla en primera persona. En su cuaderno, Simon es el hijo del terrorista y la mujer.
La maestra de francés, que también enseña drama, lee el testimonio de Simon y le pide que siga trabajando, que lo pula hasta que pueda leerlo frente a sus compañeros, como si fuera cierto, como si hubiera estado en el útero, junto a los explosivos. Simon trabaja en la historia pero, sobre todo, trabaja en su propia historia, en las cosas que ambas tienen en común. El chico sabe poco de sus padres, los dos murieron en un accidente de tránsito, relacionado no al terrorismo sino a la falta de tolerancia, al fanatismo con el que algunos actúan y otros juzgan. Al tratar de profundizar en la ficción, Simon profundiza en el funcionamiento de un mundo al que aún no se acostumbra, ¿tiene que acostumbrarse? Y lee frente a sus compañeros y sus compañeros lo escuchan en silencio y en silencio le creen todo, absolutamente todo. Por las noches discuten en una especie de video-chat-room al que de a poco se suma gente de todas las edades, sobre todo pasajeros de aquel vuelo, gente que no murió pero pudo haber muerto y ahora, cada vez que sube a un avión, se pregunta, ¿va a explotar?
Esta no es una travesura, ni una broma que se salió de las manos de una profesora de secundaria. Es un ejercicio que le mide el pulso a la sociedad. Los debates se dan en Internet, donde, se supone, no hay distancias, pero sí divisiones de pensamiento.
Adoration, película de Atom Egoyan (uno de los cineastas más productivos trabajando en nuestros días), se mete con la paranoia instalada en el inconsciente colectivo. Y claro, están los que nunca van a ceder, los que abrazan un estilo de vida y una moral a ciegas porque dudar, cuestionar, perdonar, es mucho más difícil que cerrar los ojos y disparar a quemarropa. Egoyan ha hecho una película sobre el futuro, pero no el de la ciencia ficción sino un futuro que está a la vuelta de la esquina, donde está el futuro de verdad. La filmó rindiéndole tributo al cine del pasado que es, también, el cine de siempre (aunque ese mismo siempre se encuentre en constante cambio climático). Aunque gran porcentaje de la historia se ve a través de prismas digitales (laptops, celulares), Egoyan enmarca en 35 milímetros, enriquece la textura del film todo lo que puede y resuelve sus momentos más intensos en la intimidad de sus personajes, apoyándose en diálogos y silencios, el terreno de las emociones y las explosiones. Adoration adora la posibilidad de crear, reproducir y transmitir imágenes libremente, pero jamás abandona el lado humano de las cosas, ese darle vuelta a la razón. La crisis moral de este siglo sigue en pleno ejercicio de sus funciones. La discusión continúa. Todavía no estamos de acuerdo, ¿hay por eso que cambiar de tema? No. Eso sería como dejar de hacer películas.
La saqué de La Libre Video Café. UIO-EC.
2 comentarios:
Curiosidad... ¿ya no vas a los piratas?
Y un saludo.
JAD,
cuando puedo, prefiero ver originales. el nuevo deal d La Liebre está bueno: todo cuesta 1,50, los estrenos t los dan 3 días y el resto una semana entera.
Y otro saludo
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