4.25.2017

La melodía irresistible



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ADVERTENCIA: ESTE ARTÍCULO CUENTA UN EPISODIO SUCEDIDO EN JULIO DEL 2011 QUE PUEDE ENCONTRARSE EN YOUTUBE ESCRIBIENDO LAS SIGUIENTES PALABRAS EN EL BUSCADOR: ANDRÉ RIEU ANTHONY HOPKINS. EL VIDEO DURA ONCE MINUTOS CON OCHO SEGUNDOS Y EL LECTOR, SI ASÍ LO PREFIERE, PUEDE IR DIRECTO A LAS IMÁGINES. SERÁ MÁS QUE SUFICIENTE.

00:00. Se escuchan unos aplausos llegando a su fin. Los miembros de una orquesta de música clásica acaban de hacer una reverencia y vuelven a sus asientos. Son hombres y mujeres blancos, rubios y de mejillas rojas, evidentemente europeos. El director se voltea hacia el público y dice, damas y caballeros, tengo una sorpresa para ustedes, y debo reconocer que es también una sorpresa para mí. Se trata de André Rieu, violinista y compositor holandés, creador de la Orquesta Johann Strauss, que recorre el mundo tocando valses para cientos y miles de personas. Rieu lleva un traje propio del siglo XIX y tiene cara de loco.

00:19. Rieu cuenta que unos meses atrás recibió una llamada desde Nueva York en la que le dijeron que alguien, un fan suyo, había compuesto un vals y quería que su orquesta lo interpretara. Todos los días recibo una llamada como esa, dice el conductor, que tiene ojos azules y una corta melena alborotada. Este tipo de llamadas, aclara, le han enseñado que aún no ha nacido un nuevo Johan Strauss. Se escuchan unas risas cómplices y sofisticadas entre el público. Da la impresión de que Rieu ha preparado y quizás hasta ensayado varias veces y en voz alta lo que está diciendo: el espacio que separa unas palabras de otras se llena con intriga y todas juntas huelen a misterio. Al otro lado de la línea le hablan de un actor de cine, la estrella más grande que haya en Hollywood en este momento, según el músico.

01:26. Como todas las historias verdaderas, esta parece mentira. En palabras de su director, la Orquesta Johan Strauss se prepara para tocar un vals que fue escrito hace cincuenta años y cuyo compositor, que antes de ser estrella de cine quiso ser músico, jamás ha escuchado. Así: ja-más-lo-ha-es-cu-cha-do. Rieu levanta el brazo por un momento y señala con el dedo, sus párpados se abren y sus ojos son cuerpos celestes flotando en el inmenso cosmos blanco. Este hombre tenía miedo de escuchar su vals, dice, pero me vio en un programa de la televisión americana y pensó que yo era el indicado para tocarlo con mi orquesta. El músico pidió que le enviaran las partituras y poco después grabó el tema: André Rieu fue la primera persona sobre este mundo en escucharlo.  

02:19. Excitante, romántico, apasionante, fílmico. Rieu le asegura al público que el vals que va a tocar a continuación es todas esas cosas, que está orgulloso de tocarlo aquí, en Viena (donde se inventó este tipo de música alrededor del siglo XII), por primera vez, y que está aún más orgulloso de que la estrella de Hollywood haya volado desde Los Ángeles para encontrarse presente en este momento, para escuchar la música que escribió hace tantos años, cuando todavía no era nadie, pero que nunca ha escuchado. Nunca. No todavía. Denle un gran aplauso a…

02:45. Sir Anthony Hopkins se levanta de su silla y la ovación que se levanta con él, tras el anuncio de su presencia, es un movimiento histérico: los gritos se imponen por encima de todas las manos que se golpean y se chocan. Esta es la primera toma que muestra al público de frente, un grupo más bien reducido de personas vestidas de manera formal: ternos y camisas y corbatas; vestidos y joyas y zapatos de taco. Anthony Hopkins baja la cabeza, susurra thank you, thank you, se voltea hacia la audiencia y levanta las manos para saludar. Hay, muy cerca de él, sentada en la misma fila, gente aplaudiendo como focas con la boca abierta: probablemente no sabían que él estaba ahí, definitivamente no creen que ellos estén ahí, en el mismo lugar que una estrella de cine. Vemos películas y creemos en ellas pero no podemos creer que un actor se siente a nuestro lado durante un concierto.

02:55. La gente de las primeras filas se pone de pie y sigue aplaudiendo. Anthony Hopkins levanta los brazos y los dirige hacia el escenario, donde están Andre Rieu y su orquesta. El director lo mira de vuelta, sonríe mostrando sus dientes amarillos, y asiente con la cabeza como diciendo sí, hermano, esto está pasando, y todo bien, te lo mereces, esto es lo que nos espera al final del silencio, por eso lo atravesamos, para llegar a esto. Luego Rieu le hace una señal a los músicos de la orquesta y los libera de cualquier protocolo y ellos y ellas también se levantan a aplaudir y ser felices: las mujeres llevan vestidos de colores vivos y brillantes, como princesas de un parque de diversiones, de una fiesta infantil o de una cadena de cines; los hombres van con ese frac típico de su género musical que tanto los asemeja a los saloneros de un restaurante. El público que aún no se había levantado se pone de pie. Anthony Hopkins se lleva las manos a la boca y manda besos en todas direcciones.

03:29. Hopkins vuelve a ocupar su asiento. Se lo ve nervioso, incluso avergonzado. Aunque el poco pelo que le queda en la cabeza sea todo blanco y la piel del rostro se le recoja entre las arrugas, junto a los ojos, Hopkins parece un niño al que la realidad le está permitiendo un sueño. André Rieu, por su parte, dice que el título de la composición que se dispone a interpretar no podría ser más acertado, And The Waltz Goes On, que podría traducirse como Y el vals continúa. Pero lo que nos preguntamos es, ¿cuándo empezó? En un corto testimonio para la prensa británica, Hopkins contó que había querido ser músico desde muy pequeño, pero que nunca había sido buen estudiante ni perseguido una educación formal. Escribió su vals en 1964, cuando tenía veintisiete años, y fue su esposa quien, muchos años después, hizo aquella llamada a la que Rieu se refiere en un principio.

04:09. Suenan las primeras notas. Andre Rieu, que sostiene en una mano el violín y el arco, frunce el ceño, empina los labios y mueve la otra como dibujando el golpe de esas notas en el aire. La melodía es irresistible. Anthony Hopkins mira a la orquesta con atención y asombro, como si no supiera lo que va a pasar: después de todo, no lo sabe, él escribió el vals, pero recién empieza a escucharlo. 

04:52. La mujer sentada al lado de Hopkins se llama Stella Arroyave, es colombiana, está casada con el actor y está llorando. Se lleva la mano al rostro y con la yema del dedo, muy discretamente, hace desaparecer una lágrima. Todo en ella es así: sencillo. Stella Arroyave tiene puesto un sobrio vestido negro, un elegante collar de perlas sobre el cuello y en la cara no se le nota otro maquillaje que la emoción. La esposa de la estrella de cine parecería ser todo lo contrario a Hollywood, alguien que brilla sin la necesidad de más luces que las encendidas dentro de su cuerpo. Cuando se conocieron, Hopkins pasaba por días extraños, bebía demasiado y se sentía “ligeramente” deprimido: durante los 90’s fue gigante y se sabe que nadie baja vivo de una cruz. Se casaron en el 2003, cuando ella tenía cuarenta y siete y él sesenta y tres. Hace poco, ya a las puertas de cumplir ochenta años, Anthony Hopkins dijo en una entrevista a Larry King que si no fuese actor quizás hubiese bebido hasta la muerte, luego se rió, pero lo dijo, y que su esposa es su amiga más cercana. Esto último lo mencionó sin reírse después.

05:17. Ambos, Hopkins y su esposa, mueven la cabeza según las huellas que va dejando la música y es como si las cabezas estuviesen bailando solas, flotando, y como si la cabeza de Stella fuese en algún soplo a caer rendida sobre el hombro de Anthony. A la melodía irresistible se han unido ya casi todos los instrumentos de cuerda y la sensación térmica nos hace pensar que ya hemos escuchado esto antes, que conocemos esta música, y se gatillan recuerdos en nuestro interior que viajan desde las profundidades del olvido a la superficie del momento. Lo que uno quisiera es estar junto a Hopkins y darle al viejo un abrazo y decirle gracias, gracias por esto, y por lo otro.

06:19. La felicidad es total. Stella tiene un lunar junto a la boca, como en la ranchera Cielito Lindo, que asoma en uno de los extremos de su sonrisa. La melodía irresistible hace una pausa inesperada, luego otra. Anthony Hopkins imita las maniobras asintiendo con la cabeza, y después de la segunda pausa también levanta el puño y sonríe en un gesto de triunfo. Sí, así es, así ha sido siempre, así es como me la imaginé. Si alguien disfruta de la precisión, ese es Hopkins, que tiene la manía de aprenderse los guiones de memoria (literal, palabra por palabra, silencio por silencio) pero al que no le gusta ensayar con otros actores (con Jodie Foster, por ejemplo, no cruzó ni un saludo durante el rodaje de The Silence of the Lambs, más allá, claro, de las palabras dichas por Hannibal Lecter), lo que le gusta es llegar y ser y no tener que repetirse, sólo ser para luego poder ser otra cosa. Tiene el cuello estirado, como para no perderse ningún detalle. En su boca aparece sólo una fila de dientes reposando sobre su labio: un gesto de roedor, un gesto caníbal.       

06:33. Un flashback: Andre Rieu y Anthony Hopkins se saludan antes de que comience el concierto, se abrazan, se dan palmadas en la espalda. Quizá Hopkins le dijo que se tomara la libertad de interpretar la partitura como él quisiera. Quizá Rieu le dijo que se limitarían a tocar el vals tal como Hopkins lo escribió porque no hay otra forma de hacerlo ni mejor forma de hacerlo. Durante una entrevista posterior, Rieu contó que mientras esperaba que le llegaran las partituras de Hopkins aprovechó para llenar su iPad con las películas protagonizadas por el actor, todas menos una, The Silence of the Lambs, por que él jamás vería algo como eso.

07:48. La melodía irresistible se calma, abre un espacio y entonces empieza a sonar una caja de música (hay que tener agallas para incluir algo así en una partitura), una especie de organillo que funciona a manivela y es operado por una de las princesas de la orquesta. Rieu mira a Hopkins e imita el movimiento de la manivela haciendo círculos con el arco del violín: las personas que entre el público reconocen el instrumento hacen lo mismo con sus manos, convenciéndose de que esto que está pasando en verdad está pasando. Stella Arroyave hace desaparecer otra lágrima con la misma delicadeza de hace unos instantes. Hopkins abre y cierra la boca de manera casi compulsiva, como un pez haciendo burbujas, disparando en silencio las notas una después de otra: pa-pa-pa-pá-pa-pa-pa-pa-pá-pa-pa-pa-pa-pa-pa-pa-pá. 

08:27. La melodía recobra su cuerpo entero y es una ola que nos arrastra de ida y vuelta, una ola que ojalá ya no nos devolviera nunca más a tierra firme porque la música es la más firme de las tierras. Anthony Hopkins no puede disimular que este es uno de los mejores momentos de su vida. Aquel Oscar que le negaron por su papel en The Remains of the Day deberían dárselo por haber logrado, aquí y ahora, el mejor personaje de toda su carrera: un hombre que a los setenta y cuatro años escucha por primera vez la música que ha tenido medio siglo guardada en el pecho.  

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09:33. André Rieu toca un solo de violín. Anthony Hopkins, ya consumido por las llamas del éxtasis, levanta la mirada siguiendo los sonidos más agudos del vals y, justo en la última nota, levanta las cejas, muestra la punta de su lengua y la aprieta entre los dientes como si después de esto fuera a comernos a todos. Los aplausos vuelven a caerle encima. Hopkins los recibe de pie. Luego, se inclina hacia su esposa, le roza los hombros con las manos, le acerca la cara. Y ella, tan feliz como puede estar una persona que ama, todavía con las mejillas húmedas, le da un beso.     

4.17.2017

Mujeres al borde de un ataque de Camilleri


Si Andrea Camilleri se detuviera un momento para mirar hacia atrás y viera todo lo que ha hecho, todo lo que ha caminado y escrito, todos los misterios que ha resuelto, quizá no podría creerlo. Sus primeras novelas se publicaron a finales de los 70’s y no corrieron con ninguna fortuna, tanto así que el escritor italiano esperó más de una década antes de volver a intentarlo ¿Cuántas veces habrá pensado que jamás volvería a escribir? Cuando volvió a las canchas, ya en los 90’s, lo hizo con un nuevo personaje bajo el brazo: el comisario de policía Salvo Montalbano, quien por lo pronto ha protagonizado más de veinte novelas escritas por Camilleri. O sea que el peligroso oficio de Montalbano ha sido la también peligrosa carrera literaria de su creador: se sabe que en las novelas policiales debe haber por lo menos un cadáver aún tibio y que ese cuerpo bien podría ser el del autor. Pero Andrea Camilleri ha sobrevivido, tiene más de noventa años y la prensa italiana se refiere a él de esta manera: Camilleri es hoy el escritor más popular de Italia y uno de los más leídos de Europa.

Y aquí, en un momento en el que hasta podría retirarse con la gloria todavía en las manos y ocupar tranquilamente su espacio en la historia, Camilleri enfrenta al más grande y maravilloso de todos los misterios. Su último libro traducido al español se llama Mujeres (el título original, Donne, parece Fellini o Bertolucci) y es una especie de antología en la que Camilleri va recordando una a una las mujeres más importantes de su vida; las que le mostraron el camino, las que le cambiaron los planes, las que lo hicieron entender las formas de la belleza. El libro está dividido en 39 capítulos cortos, todos, claro, llevan un nombre de mujer en el encabezado: Ramona, Quilit, Helena, Ilaria, y así. 39 nombres propios, 39 caras y 39 narices y 39 pares de labios y 39 pares de rodillas. 39 mujeres inolvidables pueden sonar como algo exagerado hasta para un hombre de la edad del escritor, pero Camilleri no sólo se refiere a las mujeres que conoció en carne y hueso, incluye también a las actrices que descubrió viendo películas en el cine o leyendo: esas mujeres que para nosotros son tan reales como cualquier otra.

El autor lo explica en una nota final en la que dice esto: Este libro es un catálogo parcial de mujeres que han existido realmente a lo largo de la Historia o que han sido creadas por la literatura, así como de algunas a las que he conocido y de otras de las que me han hablado. Todas, por un motivo u otro, han quedado grabadas en mi memoria.   
Así las cosas, Camilleri se enamora de Antígona, a quien el rey Creonte ordena sepultar viva en una cueva por haber desobedecido una orden, y quien, en otro levantamiento desobediente, se ahorca para no darles el gusto; Hemón, hijo del rey y enamorado de Antígona, también se suicida con la esperanza de encontrar a su amada en otro mundo; y por último Eurídice, madre de Hemón y esposa de Creonte, acaba con su vida porque no puede soportar el dolor que le produce la muerte de su hijo enamorado. El rey Creonte se queda solo y el verdadero infierno es la soledad. Camilleri se enamora de la rebeldía de Antígona

Camilleri se enamora de la leyenda de Bianca, amante del rey Federico, en el siglo XII. Dicen que Bianca era tan bella y Federico tan celoso que la encerró en una torre donde permanecía prisionera y permanentemente vigilada. El único que podía verla era el rey, que cada tanto iba a abusar del cuerpo la que había esclavizado. Bianca le dio a Federico tres hijos. Después del último alumbramiento, ordenó a los guardias que llevaran el niño al rey junto con otro bulto envueltos en un manto ensangrentado: se había cortado los senos luego de dar a luz y quería que el rey Federico los viera. Camilleri se enamora del coraje de Bianca. 

Camilleri nació en Porto Empedocle, un pueblo en la costa del estrecho de Sicilia donde había una sola sala de cine. Allí, en 1942, vio la película Carmela, donde ocurrió algo que nunca antes había ocurrido en Italia: la actriz Dori Duranti, una mujer preciosa y cuyo nombre llenaba todos los cines de Italia, aparecía en una escena con los pechos al aire. Camilleri recuerda que la trama era más bien tonta, pero que en algún momento el personaje de Duranti, que vive recluida en una isla, pierde la razón y cae en el delirio y que esa escena, esa Duranti dulce, melancólica y loca, le sacó lágrimas y provocó una de las decisiones más importantes de su vida: me voy a ir de este pueblo, pensó, si me quedo me volveré tan loco como ella. Y, en efecto, Andrea Camilleri se marchó para siempre y años después, en Roma, comenzó una prolífica carrera como guionista y director de teatro y televisión. 

Camilleri se enamora de Beatriz, la novia de Filipo, uno de sus mejores amigos. Como a Filipo no le gusta bailar, es Camillieri quien baila con Beatriz en las fiestas. Pero no solo hablan, conversan, se van conociendo un poco más con cada canción. Camilleri pierde la cabeza por ella pero no se atreve a decirle nada. Una noche, en una fiesta, Beatriz se acercó a Camilleri y le pidió, como de costumbre, que la sacara a bailar. Mientras bailaban, ella le contó un secreto: me caso con Filipo. Al día siguiente, el mismo grupo de amigos estaba en la playa, tomando sol y bañándose en el mar. De pronto, Beatriz dijo que tenía ganas de comer erizos. Filipo se negó a acompañarla porque aquello significaba caminar una hora de ida y otra de regreso. Andrea Camilleri se ofreció como voluntario. Caminaron hasta perder de vista a sus amigos y, en palabras del propio autor: Durante dos horas hicimos el amor furiosa e ininterrumpidamente sin intercambiar ni una palabra, olvidándonos de los erizos, del tiempo y del mundo. Ni siquiera al volver abrimos la boca. No nos rozamos ni las manos. Esa noche bailó sólo con Filipo, y conmigo volvió a ser la amiga que había sido siempre. Y puesto que entonces no le pregunté por qué, tampoco voy a preguntármelo hoy, a setenta años de distancia.

En la nota que mencioné antes, el autor acaba diciendo esto: Lo cierto es que nunca había pensado en publicar un libro tan íntimo sobre la figura de la mujer, aunque también es cierto que nunca había pensando que en Italia, en el año 2013, sería necesario aprobar una ley contra el feminicidio.  

Leídas estas palabras, uno entiende que Camilleri defiende con su vida el derecho que tiene de adorar para siempre a las mujeres. Y no es que haga falta leerlo para entender los motivos de su adoración, para eso basta con fijarse en una mujer, casi que en cualquier mujer, pero este libro contagia y si uno se pone a pensar pues sí, podría contar y capaz hasta entender su propia vida a través de las mujeres que nos han pasado.   

¿Qué será de ti?, nos preguntamos en silencio, pero honestamente no queremos ni necesitamos saberlo. Queremos que ella visite nuestros recuerdos y aparezca cada día más hermosa, como siempre.

(El Comercio)  


4.05.2017

El miedo es parte del negocio (una canción)


There is no comedy, 
no drama about perfect people.
– Billy Wilder –

Intro

Lo que yo quiero es que alguien lea esta historia, meta un par de cosas en una mochila y se vaya de su casa a tocar rock and roll. Pero no prometo nada. Al final quizás suceda exactamente lo contrario: alguien termina de leer esto, deja caer la revista o se desprende de la pantalla o suelta el teléfono y sale corriendo en cámara lenta pero a toda velocidad porque está volviendo a casa después de haber estado lejos por muchos, muchos años.

Primera estrofa

Una chica alta, muy blanca y muy guapa, guapísima, camina como confundida en un descampado recinto militar, su figura es la de un ángel extraviado. Estamos en Quito a finales de los 1950’s y todo el mundo se ve como se veía en esa época: esos trajes, esos raros peinados viejos, ese tono lavado que adquiere la piel en las fotos. Un chico la descubre y la persigue con la mirada; en verdad, son varios los ojos que caminan pegados a sus pasos, pero sólo él se acerca, sólo él se atreve. ¿Puedo ayudarla?, le pregunta. Sí, contesta ella con acento extranjero, estoy buscando al Mayor Alvear, de caballería. Soy yo, dice él. Entonces la chica, que se llama Anne Lalley y ha llegado hace poco de los Estados Unidos para trabajar como secretaria en la embajada americana, le dice que quiere aprender a montar caballos y él le dice que puede enseñarle. Y es aquí, justo aquí, cuando se enamoran. No antes. No después. Aquí. En este preciso silencio que se tiende entre los dos como un puente y los rescata del vacío.    

Segunda estrofa

El hijo mayor de la familia Alvear-Lalley se llama Álex y se parece a su madre, Yo de chico era suco-suco, casi albino, me sentía medio extranjero, me dice; incluso ahora, con esa cara de Robert Plant y la apariencia de Bruce Springsteen –el jean, la camisa con las mangas recogidas por encima del codo, el chaleco–, se revela a veces en él una especie de aliento femenino. Viven en La Gasca, que en ese tiempo es una orilla de la ciudad al pie de la montaña. Viven en una casa que es igual a las otras casas de la misma calle, cuadrada, estrecha, y los vecinos son gente como ellos: otro militar, otra esposa, otros hijos. Las diferencias empiezan puertas adentro. El padre de Álex es muy estricto, muy tenaz. En la casa, por ejemplo, no se permite la televisión, y el pequeño pasa las horas donde sus amigos, hechizado por los colores que aparecen inexplicablemente en la pantalla. Vuelve justo antes de que su papá regrese del trabajo, y en las noches tranquilas su madre pone discos de música clásica o toca sambas en la guitarra. Yo decía qué chuchas es esta huevada, pero si tengo algo de oreja es gracias a eso.   

Coro

Ayer toqué a Dios / Acabo de tocarlo / Siempre me pasa lo mismo / Al día siguiente me levanto y digo Ayer toqué a Dios / ¿Y ahora qué? / ¿Ahora qué hago? /  Acabo de tocar a Dios / ¡Lo acabo de tocar!

Tercera estrofa

Cuando Álex Alvear tenía siete años, su madre lo puso en lecciones de piano con la intención de que aprendiera a leer música, pero él hizo trampa. Mientras la profesora tocaba alguna melodía siguiendo el rastro de la partitura, diciendo a ver, esto es así, él se fijaba en la danza de sus dedos y se aprendía las canciones de oído. Iba todo perfecto, me cuenta, pero al final la man me dijo “vamos a hacer un recital con todos los estudiantes [y todos los padres de esos estudiantes, se entiende], aquí está tu partitura” Y yo: chucha, ¿qué hago con esto? La profesora se dio cuenta de que uno de sus alumnos más prolijos era incapaz de leer una sola nota y entonces, quizás para salvar el pellejo frente a los padres del chico, tocó una pieza varias veces para que Álex se la grabara en la cabeza, la practicara durante unas horas y saliera bien librado del primer concierto de su larga carrera musical. Curioso. Él me cuenta esta escena entre risas, como si fuera algo sin importancia, una travesura que recordó por accidente, pero después de haberlo visto tocar en vivo varias veces me queda claro que aquella fue la primera aparición del instinto que ahora lo empuja en cada show.              

Cuarta estrofa

A comienzos de los 70’s la familia se muda al valle de los Chillos, donde todavía no hay nada de lo que hay ahora, ni tiendas ni fritanguerías ni Supermaxis ni nada, y queda prácticamente aislada, separada de la ciudad por una hora de viaje en auto. Eso afectó un poco la dinámica de la familia, me dice, porque éramos súper sociables en el día a día y de repente estábamos ahí, solos. Álex es ya un adolescente al que le han pasado por lo menos dos cosas que son claros anuncios del futuro. 1) Un viaje a Estados Unidos, a casa de los abuelos maternos, donde escucha por primera vez el Álbum Blanco de Los Beatles (me sacó la puta, dice) y por su cumpleaños pide que le regalen el sencillo Born To Be Wild, de Steppenwolf. 2) Su padre abandona la milicia para formar parte de una compañía distribuidora de electrodomésticos y la casa se llena de equipos de sonido con tecnología de punta, parlantes inmensos de alta fidelidad y discos, muchos, hartos discos nuevos. La casa se llena con música.

Y algo más: Fidel Jaramillo, el actual representante del BID en Costa Rica, uno de sus mejores amigos en el Colegio Americano, le enseña a tocar guitarra. Y Álex aprende, practica, se engancha. Y su padre advierte la cercanía del peligro.

Coro

Ayer toqué a Dios / Acabo de tocarlo / Siempre me pasa lo mismo / Al día siguiente me levanto y digo Ayer toqué a Dios / ¿Y ahora qué? / ¿Ahora qué hago? /  Acabo de tocar a Dios / ¡Lo acabo de tocar!
Quinta estrofa

Esto pasa durante una cena en la que toda la familia –papá, mamá, cuatro hijos– está reunida alrededor de la mesa, masticando, acaso en silencio. Álex, ya graduado del colegio, gasta sus días metido en la guitarra y adivinando cuál será su lugar en el mundo: aquella famosísima pregunta existencial, ¿Dónde me paro? Yo ya estaba tocando música, pero mi viejo no era muy feliz con eso y se crearon muchos conflictos en la casa: patada y puñete, literal. (A lo largo de varias entrevistas que se sucedieron durante ocho meses, entre abril y diciembre del 2016, Álex nunca entró en mayores detalles sobre estos episodios, a los que llamó “enfrentamientos físicos”. En algún momento, quizás descuidado o vulnerable, añadió que los enfrentamientos “eran fuertes”. Eso fue todo lo que dijo, pero me pareció verlo asustado y reducido ante la certeza de un recuerdo terrible) Y bueno, mi viejo dice “mañana, a las siete de la mañana, vamos a salir porque te inscribí en la Politécnica para un curso de computación” (en el Ecuador de 1979 esto resulta visionario, acertado, casi clarividente) Y ahí sí, ese rato dije esta huevada no va para ningún lado. Nos despedimos, se fueron todos a dormir y yo me salí por la ventana con una maletica. Me largué pa’la pinga. Me fui de la casa. 

Sexta estrofa

Cuando lo volvemos a ver, Álex parece el antihéroe-protagonista de una comedia musical medio hippie (tipo Hair, digamos): ha cortado prácticamente todo contacto con su familia y está flaco, estirado, el pelo largo y brillante le cubre la frente y cae detrás de su nuca; la ropa que lleva podría ser prestada, o no, podría estar sucia, o no; y se nota que todos los días usa el mismo par de zapatos. Vive en casa de un amigo que es actor de teatro, Francisco Denis, quien luego formaría parte del grupo Malayerba. Por las mañanas trabaja como chofer de la abuela de su amigo Fidel Jaramillo, conduce el carro, hace viajes constantes al mercado, hace las compras, y también lleva a la señora de un compromiso social a otro y la espera mientras ella cumple con esos compromisos. Por las tardes trabaja como librero en la primera Libri Mundi que hubo en Quito, en La Mariscal. Era bacansísimo, loco, me daban descuento en los libros, me dice, y sonríe: esa cara que ponemos cuando se nos es permitido volver al comienzo de la curva, allá donde la vida parecía más fácil. El resto es música. De aquí en adelante, el resto será sólo música por todas partes.

Coro

Ayer toqué a Dios / Acabo de tocarlo / Siempre me pasa lo mismo / Al día siguiente me levanto y digo Ayer toqué a Dios / ¿Y ahora qué? / ¿Ahora qué hago? /  Acabo de tocar a Dios / ¡Lo acabo de tocar!

Solo de voz
(Intérprete: Álex Alvear)

A mí lo que me cambió la vida fue conocer a Juan Carlos González y a Hugo Idrovo. Ellos recién habían llegado a Quito, no tenían ni cuatro meses aquí, venían huyendo de Guayaquil, allá la realidad era muy, muy jodida.

Los conocí y nos fuimos a guitarrear. Yo tocaba covers, How I wish / How I wish you were here, pero estos manes tocaban música de ellos, y no una, no dos, ¡todo lo que tocaban era de ellos! Esa música fantástica me conmovió hasta la médula, me sacó la puta. ¿Cómo será que hacen estos manes?, pensaba.       

Ahí fue cuando se me viró la cosa. No es que empecé a componer al día siguiente, me tomó mucho tiempo, pero aprendí mucho sólo al estar expuesto a ellos. Casi todo lo que sé de guitarra lo aprendí de Juan Carlos. Y esa onda de Hugo, súper original, ya sabes, esa vaina de que nadie suena a Hugo.

Tenían una audiencia, incipiente, pero aquí ya habían orejas.
En Quito había una “escena” en la que todos los artistas hangueaban juntos. Los teatreros, los bailarines, los pintores y los músicos eran una sola comunidad.   

En esa época también aparece El Viejo Napo. Yo ya lo había visto. Una vez me fui a Salinas con mis compañeros del colegio, de repente escucho esta música increíble y era Napo que venía tocando el banjo, así, conversando con un pana y tocando y lo que estaba tocando era increíble. Y resulta ser pana de Hugo y de Juan Carlos.

Esto debe ser por el 82’
Yo tendría unos veinte años.
Había tanto alcohol y droga que no recuerdo la cronología de las cosas.
La droga de la época era la grifa.
Grifa nomás.

Napo, Juan Carlos y yo formamos un trío, Los Alegres panaderos se llamaba esa huevada, y tocábamos en el circuito de peñas que había en Quito, en toda la Mariscal. La Pacha Mama, El Chúcaro, La Peña Nuestra América. Esa era la “escena” y era música acústica, sin micrófonos, la gente iba a cantar. Eso lo empezaron unos chilenos que se habían exiliado acá, entonces tocaban música de Víctor Jara, Violeta Parra, esa onda. Nosotros tocábamos sones, salsita, country. 

Por un lado conocimos a la gente de El Taller de Música, Juanito Muyo, Ataulfo Tobar, Diego Luzuriaga, esa gente, que tocaban música ecuatoriana pero con una onda muy de ellos, eran mis ídolos, y formamos Rumbasón, una banda súper salsera. Y paralelamente empezamos a montar canciones de Hugo y así nació Promesas Temporales. Pero justo ahí hubo un pedo entre Juan Carlos y Hugo, un lío de autoría, o sea, fue una época muy triste para mí, de repente estos panas, que eran mis amores, mis bróderes, se pelean por una canción que ya ni siquiera se qué canción sería, y como que Promesas nunca empezó del todo: esa banda era el eclecticismo total, tocábamos sones y albazos flamenco-jazzeros.      

Pero lo hice.
Armé mi vida.
Logré sobrevivir.
Eso creía. 

Variación

Sólo un poco después, ya en los años del Febrescorderismo, los Alfaro Vive y los primeros desaparecidos en el Ecuador, Rumbasón era una banda completamente establecida que llenaba todos los teatros donde se presentaba, por lo general, el Universitario y el Prometeo, ante un público joven que soñaba con la otra cara de una moneda que resultó tener el mismo rostro de ambos lados.

En ese tiempo salió Plástico, de Rubén Blades, y eso se volvió como el soundtrack de una generación, fue el boom de la salsa aquí en Quito, me explica Álex, y nosotros fuimos como los pioneros porque nadie más hacía salsa. La gente alucinó.  

Álex tocaba el bajo, según él, porque había llegado a la evidente conclusión de que era más sencillo: tiene cuatro cuerdas y sólo tocas una a la vez. Me fijo en sus dedos, más bien cortos, más bien anchos: si no los hubiese visto subiendo y bajando por los trastes del bajo como pequeñas criaturas autónomas, emancipadas de cualquier limitación, me sería muy difícil creer que él sea, que es, uno de los mejores bajistas de este país.

Por si acaso, estamos en esa parte en la que Álex, como todos lo hemos hecho alguna vez, cree, espera o casi está seguro de que las cosas en su vida sólo pueden cambiar para bien, para mejor. Vive en Guápulo, en una casa que recuerda como un galpón donde antes había funcionado una discoteca gay y donde, según me explica, él y varios miembros de Promesas Temporales practican una convivencia propia de las comunas: hay una montaña de ropa sucia y otra montaña de ropa limpia, y ahí cada uno va viendo qué se pone (me dice, además, un poco en broma pero no tanto, que ellos impusieron la moda de andar con zapatos y medias cambiadas en la Quito de los 80’s) Cuando hay plata, es decir, cuando han tocado y cobrado, hay fiestas colosales que se dilatan durante varios días y a las que llega mucha gente; cuando no hay plata roban aguacates en el patio de un vecino y se los comen con pan y agua.

También hay períodos, me dice, donde se muere de hambre porque ya a estas alturas sólo trabaja como músico y entonces flaquea, lo que significa que llama por teléfono a su madre, la única persona de la familia con la que guarda un tipo de relación secreta, negocian un encuentro clandestino y ella le da algo de dinero para que pueda alimentarse. Con mi viejo nunca, me aclara de manera enfática, para mí era como yo había muerto ante sus ojos.

Coro

Ayer toqué a Dios / Acabo de tocarlo / Siempre me pasa lo mismo / Al día siguiente me levanto y digo Ayer toqué a Dios / ¿Y ahora qué? / ¿Ahora qué hago? /  Acabo de tocar a Dios / ¡Lo acabo de tocar!

Séptima estrofa

Un concierto de Rumbasón en el Teatro Universitario. Lleno completo, hasta las patas. Álex Alvear es el primer miembro de la banda en salir al escenario: conecta el bajo, afina, mueve las perillas del amplificador hasta encontrar su sonido. Toca un poco, como para calentar, y menea la cabeza al ritmo de lo que sea que esté tocando. Así, como bailando, gira su cuerpo hacia el público y lo ve, lo encuentra, lo distingue entre la gente: sentado en la tercera fila, completamente solo, está el Mayor Eduardo Alvear, su padre. Han pasado años sin hablarse ni verse, seguramente se han pensado, pero nada más. Y es el padre, no el hijo, el que ha dado el primer paso. Álex siente que ha ganado una pelea por la razón y no por la fuerza, que el peso de esa razón al final se ha inclinado a su favor y que ahora puede ir y volver  de la casa y de la familia libremente siendo quien es y siendo esto en lo que se ha convertido: un músico. No hay abrazos. No hay palabras. Nadie dice te quiero, te extraño, te extrañé. Nadie pide perdón. Álex apenas me hace esta aclaración: el amor está, pero no se habla, está como bajo la mesa, sobreentendido, incuestionable. La vida simplemente continúa. Y seguir viviendo involucra todo tipo de riesgos.

Octava estrofa
                                                                                                         
Álex recibe una llamada telefónica. Al otro lado de la línea aparece una voz que le dice quiero contratar a Rumbasón para un evento en Riobamba, y quedan en verse al día siguiente, a la una de la tarde, en la 6 de Diciembre y Veintimilla: cuatro esquinas bastante transitadas. Ambos llegan puntuales. Se saludan, se dan la mano y quizás también unas palmadas en los hombros. Hablan de precios y condiciones, del viaje y la estadía y el regreso. Todo marcha bien hasta que el supuesto empresario del evento le pide a Álex que se acerque a un jeep donde está su socio para confirmar los detalles del contrato. Claro, no hay problema, dice él, y camina directo hacia la trampa. Cuando llega a la puerta del jeep, siente que lo están empujando hacia adentro del carro. Álex se resiste, pero desde atrás aparece otro hombre, otro gorila, y entre todos lo refunden en el asiento trasero. Por suerte, me dice, alcancé a gritar, ¡avisen que me llevan!, ¡avisen que me llevan!, y como era de tarde la gente salió de sus negocios y se dio cuenta de todo. Gracias a ese grito desesperado, sus amigos empezaron a correr la voz y su padre, entonces ya un militar retirado hace varios años, supo que tenía que rescatarlo.

Coro

Ayer toqué a Dios / Acabo de tocarlo / Siempre me pasa lo mismo / Al día siguiente me levanto y digo Ayer toqué a Dios / ¿Y ahora qué? / ¿Ahora qué hago? /  Acabo de tocar a Dios / ¡Lo acabo de tocar!

Novena estrofa

Álex me dice que se ha creado un supuesto “mito” sobre su secuestro para transformarlo en un tema político. Lo repite varias veces durante nuestras conversaciones y usa siempre la misma palabra: mito. Pero cuando enfoca ese momento dentro de su cabeza todo parecería indicar que así fue o, al menos, que ese hecho en particular fue parte de las prácticas de una burocracia asesina. A más de treinta años de distancia, cuando ha quedado más que demostrado –en testimonios, en juzgados, en libros, en películas documentales– que durante la presidencia de León Febres-Cordero hubo gente que fue injustamente encarcelada, torturada y desparecida bajo sospechas de terrorismo o sin excusa alguna, el capítulo que incumbe a Álex Alvear se ve como una historia que acabó bien pero pudo haber acabado muy mal. Dice que le pusieron un saco de esos que se usan para cargar legumbres sobre la cabeza y que no podía ver nada. Que el jeep se movía: avanzaba, frenaba, avanzaba, frenaba, y que no entendió hacia dónde se dirigían hasta que escuchó el sonido de varias monedas cambiando de manos en un peaje. De ahí en adelante, dice, fue reconociendo las curvas, los giros y hasta los baches de un camino que él conocía de memoria: la carretera que baja desde Quito hacia el valle de Los Chillos.

Décima estrofa

El cuartel donde lo llevan se llama Aychapichu y está pasando el valle, en la vía a Machachi. Allí, a empujones, lo conducen hacia el cuarto de herraje de un establo que huele a mierda de caballo, donde le quitan sus documentos y lo atan a una silla. Al fondo, tan lejos y tan cerca, se escucha la respiración cortada de otra persona a la que deben haberle roto las costillas porque se está ahogando: es una respiración que se extingue. Los segundos se estiran de una forma imposible, el tiempo es esta cosa que deja de funcionar. ¿Cuántas horas han pasado desde que le recomendaron confesar que es miembro de Alfaro Vive?, ¿desde que le fueron nombrando a sus mejores amigos uno a uno?, ¿desde que le dijeron que la casa de Guápulo donde duermen y tocan ha estado siempre vigilada? Lo peor, lo que más asustado lo tiene, es que no le han tocado ni un pelo: esto lo hace suponer todo tipo de torturas, incluso las que no alcanza a imaginar. Yo era bocón, me dice de pronto, en los conciertos gritaba ¡León vale verga!, pero la verdad éramos hippies-fumones-anarcos-gozadores. Nuestras casas eran puntos de encuentro y quién sabe quién habrá pasado por ahí, con quién habremos estado amaneciéndonos chupando, pero jamás tuvimos conexión con nada. Hace una pausa, respira, desvía su mirada hacia un punto en la nada. Es lo peor que me ha pasado en la puta vida, dice.         

La canción sube un tono
(antes de El final)

Te vamos a dar cinco minutos para que pienses bien tu historia. Y Si no nos dices lo que queremos oír, la película va a cambiar. Esto se lo anuncian con una voz suave, terrorífica, y lo dejan solo después de varias horas preguntándole mil veces las mismas cosas. Álex Alvear tiene aquí 23 años y cree que se va a morir. En realidad, nunca sabrá cuán cerca estuvo de la muerte: si jamás pensaron en matarlo o si la esquivó por un pelo. Lo que sabe, lo que recuerda, es que cuando lo dejaron solo en ese cuarto de herraje él empezó a despedirse de la vida. Hasta aquí llegué, pensó. Todo pasó tan rápido, es demasiado pronto, pensó. Se acabo esta huevada, pensó. Les juro que los quiero mucho, pensó. Luego se escucha el motor de un auto que viene acercándose, el freno, el sonido de las puertas que se abren y se cierran, una conversación corta e inentendible pero definitiva. Una voz nueva le dice Te vamos a llevar a Quito. Me van a matar, piensa él. Lo suben al auto y esa misma voz, que es la del tipo que ahora va manejando, hace esta pregunta: Tú eres hijo del Mayor Eduardo Alvear, ¿no? , responde Álex. Y la voz continúa, Tu padre es un hombre admirable, él fue mi maestro. Van en silencio el resto del camino.

El auto rueda por las calles de Quito y se detiene al pie de en un edificio anónimo del centro, cerca de la Plaza de San Francisco: son las oficinas del SIC (Servicio de Investigación Criminal), donde en esos años se resolvían este tipo de trámites, a veces con la ejecución de algún detenido. Allí lo hacen firmar unos papeles que él ni siquiera se detiene a leer y después, como si él hubiese ido a ese lugar nada más que unos minutos para firmar esos papeles, le indican dónde está la puerta y lo sueltan. Lo dejan libre.

Dos semanas más tarde, en diciembre de 1985, Álex Alvear sube a un avión y viaja hacia los Estados Unidos, donde vivirá como viven los músicos por los siguientes 28 años, hasta el 2013. 

El final
(por ahora)

Cuando lo conocí estaba por tocar en vivo su disco más emblemático, Equatorial, considerado por no pocos como el primer y por ahora único álbum de música-ecuatoriana-contemporánea (o lo que sea que eso signifique). Yo siento que hice algo trascendental, me dijo acerca del disco, y aunque estuve tentado a intentar aquí una descripción inolvidable, he decidido que no puedo hablar por la música: ahí está, búsquenlo, escúchenlo.
Mi tema es otro.

Álex Alvear está por cumplir 55 años y yo diría que por lo menos entre los artistas locales es bastante conocido o incluso famoso. En todo caso hay gente –sobre todo músicos– que lo admira. Pero él dice esto: creo que tengo una música increíble y en mi propio país no me reconocen cuando he hecho cosas bacansísimas con la música nacional. Quizá sea cierto, lo he visto buscar tocadas como principiante y derrochar los músculos del alma sobre un escenario para luego recibir 60 dólares o menos.

El tema, al final, es ese: me da miedo terminar como él. 

¿Por qué regresaste?, le pregunto. La vida en la yoni es durísima, no sé cómo aguanté tanto tiempo, me dice, y continúa, además allá es igual, en una buena noche te ganas 100 dólares y … (hace una pausa)… me di cuenta de que mis viejos estaban avanzando en edad y no quería recibir esa llamada estando allá. Se refiere, sí, a esa llamada en la que alguien te dice que la gente a la que más quieres y que más te ha querido se está muriendo. Mi vieja murió el año pasado, y no fue una fortuna, fue una cagadota, pero por lo menos estuve aquí. Ahora paso mucho tiempo con mi viejo, estando ahí, acolitándolo.

El tema, al final, es ese: quiere a la gente que te quiere, déjate querer.

¿No tienes ningún tipo de incertidumbre hacia el futuro?, le pregunto, y sólo ahora me doy cuenta de lo absurdo de esa pregunta (el tema, al final, es ese: darse cuenta) El miedo es parte del negocio, broder. Cuando vives el día a día te acostumbras a esto: la triqui, todo va bien, la triqui, todo va bien, y las cosas se van compensando. Estoy súper consciente que de aquí a unos diez o quince años ya no me va a dar el chasis, pero yo voy a seguir haciendo esta huevada hasta que el chasis se rompa y las ruedas se caigan. Hasta donde aguante. Se pueda o no se pueda.

El tema, al final, es ese: quisiera terminar como él, diciendo esas cosas y creyéndomelas, aunque fueran mentiras. Diciendo, por ejemplo, lo que está a punto de decirme: que hacer música es como tocar a Dios, que ayer tocó a Dios. 

Así, buscando eternamente las palabras para tocar a Dios.