1.25.2010

Lo nuevo de Morphine


La leyenda de Mark Sandman sigue creciendo. El año pasado, a diez años de su muerte sobre el escenario del festival Nel Nome del Rock en Palestrina, Italia, apreció At Your Service, un álbum doble con temas inéditos, versiones alternas y material en vivo de la banda con la que Sandman le dio carne al Low Rock: Morphine.

Dana Colley, el intenso saxofonista de Morphine, cuenta en las notas interiores del disco que la banda empezó de un día para el otro. “Mark estaba sentado en el banco del piano que tenía en su pequeño apartamento de la calle Williams, en Cambridge (Massachusetts), tocando el bajo de una cuerda que acababa de inventar, y cantando. Yo tocaba mi saxo barítono y las ideas fluían divinamente. A los diez minutos él dijo ya está, consigamos un baterista y un par de tocadas. Yo le dije, ¿estás loco?, no tenemos canciones.” El siguiente ensayo fue con Jerome Deupree, primer baterista de la banda, en el sótano de un Deli que estaba en Everett, un suburbio de la clase trabajadora de Boston. De aquel encuentro, sucedido hace veinte años, más o menos, salieron Claire y The Other Side, dos de los trece temas incluidos en Good (1992), el álbum debut. Después de tocar y sudar, el trío subió al Deli a comer algo y Mark, como si hubiese estado pensando en ello durante años, dijo: eso es, Morphine, ya tengo el nombre.

Aunque Morphine nunca fue exactamente mainstream, encontró su gente (su familia alternativa en una década en la que todo, se supone, era alternativo), editó cinco discos de estudio en ocho años y salió de gira varias veces y por varios países. Pero para Mark eso no era suficiente. El tema no era, nunca fue, buscar fama y riqueza, sino darle la talla a su desbordada ambición creativa en varios soportes y formatos. Antes de Morphine, Mark formó Treat Her Right, que de hecho tocó varias veces fuera de USA e, incluso, fue banda telonera de Bob Dylan. Además, mientras tocaba con Morphine, Sandman tocaba también con Hypnosonics, Candy Bar, Pale Brothers y otras bandas cuyos nombres y grabaciones, espero, irán apareciendo con el paso de los años. Al parecer, Mark escribía non-stop y cuando las canciones no le quedaban a Morphine inventaba otra banda para poder tocarlas en vivo. Tal vez por eso, porque lo que importaba era tocar, seguir tocando, ninguno de sus proyectos paralelos salió de un exclusivo y acaso bendito circuito de tres bares en Cambridge: Middle East, The Plough & Stars y el Lizard Lounge.

Según Billy Conway, baterista de Treat Her Right y Morphine, Mark Sandman debe ser uno de los artistas con más grabaciones en el mundo. Sandman sabía que muchos de los momentos más afortunados de una banda se dan y se pierden en los ensayos y, por si acaso, grabó todos los ensayos de Morphine en casetes 8-track. Así que At Your Service quizá sea el comienzo o, más bien, la continuación de una historia que muchos queremos seguir escuchando. Yo llevo un par de días en ello, medio perdido y medio encontrado en canciones que, digan lo que digan, son nuevas. Por ahora me quedo con Come Along, It’s Not Like That Anymore, Bye Bye Johnny, Women R Dogs, 5:09 y Lilah II (continuación del corto instrumental que abre el disco Like Swimming, de 1997, esta vez con letra y casi cinco minutos de duración) que encajan perfectamente en el repertorio de Morphine pero, también, dan cuenta del posible rumbo que hubiese tomado la banda en el siglo XXI: arreglos más elaborados y letras que llevan la ironía y la melancolía all the way. Eso en el primer disco. El segundo es casi todo en vivo y es casi perfecto. Lo único malo es no estar ahí. Pero bueno, aquí estamos.

1.22.2010

Cocaine Blues


Rachel había esperado mucho para ponerse el vestido rojo. A veces pensaba que había esperado demasiado, que el invierno jamás terminaría y que el vestido se quedaría ahí, colgando del techo de su cuarto, como la bandera de un país olvidado.

El primer día de sol llegó tarde y sin avisar. La luz entró por la ventana del cuarto y se fue moviendo centímetro a centímetro - iluminando la alfombra húmeda y una tasa de plástico manchada de café y lápiz labial -, hasta trepar por el colchón desnudo y detenerse en la mejilla aún maquillada de Rachel, que al principio pensó que se trataba de una broma y se cubrió la cara con la almohada. Luego sintió el calor, ese calor del que creía se había olvidado. Abrió los ojos, vio la oscuridad, lanzó la almohada al piso, se puso de pie y caminó hacia la ventana. Después volvió a la cama, se paró sobre el colchón y empezó a oler el vestido.

Rachel decidió caminar. Llevaba, además del vestido, un sombrero blanco de ala ancha, zapatillas y un diminuto bolso de cuero negro. Se había puesto esos lentes de contacto y en sus ojos el iris también era rojo, más rojo que el mismo vestido rojo. Caminó por la avenida St. Charles siguiendo el rumbo del tranvía hacia downtown. Algunos de sus pasos fueron trascendentales o por lo menos así los sintió ella; como si su manera de caminar influyese directamente en el destino del universo. Algún día tenía que ser yo la mujer más hermosa del mundo, ¿no?, dijo Rachel cuando se detuvo frente a la vitrina de una licorería y vio su reflejo por encima de las botellas de colores.

Una patrulla estaba estacionada frente a la casa de Joe y aunque no era la primera vez que aquello sucedía Rachel se sintió peor que de costumbre. Dos oficiales salieron de la casa hablando entre ellos. Uno de los dos anotaba cosas en una libreta y el otro acomodada su arma en el estuche que tenía en el cinturón. Rachel siguió a los policías con la mirada. Cuando ellos se detuvieron en ella y le preguntaron si conocía al hombre que vivía en esa casa ella se preguntó lo mismo. ¿Conocía a Joe? Se llama Joe, le dijo el oficial, guardando la libreta en el bolsillo del pecho de su camisa. Rachel se demoró en contestar pero finalmente dijo conozco a un Joe, pero no vive aquí, no es éste. Los policías la miraron y quizás, quién sabe, pensaron en interrogarla. No lo hicieron.

La patrulla dobló por una esquina y desapareció. Rachel abrió la puerta de la casa y escuchó la misma canción de siempre viniendo, como siempre, de la garganta agotada de Joe. Las cortinas estaban cerradas. Rachel tuvo que encender la luz verdosa y titilante para poder ver a Joe sentado a la mesa. Joe seguía cantando o tratando de cantar o simplemente susurrando versos incomprensibles. Llevaba el sombrero de cazador, cuyas alas le cubrían las orejas, una camisa desgarrada, profanada por la sangre de otro, y estaba tomando vodka a pico de botella. Joe levantó la cabeza y le dijo baby, por fin llegaste, casi te lo pierdes, baby, mi gran día, baby. Rachel dio unos pasos hacia delante y descubrió, junto a la botella, las líneas armadas al lado de una fundita transparente.

Rachel. El vestido rojo. El primer día de sol en mucho tiempo.

Joe se inclinó para aspirar a través de un billete enrollado (el último billete que le quedaba en la vida), luego se limpió la nariz y se cepilló los dientes con los dedos. La coca es para los caballos, no para los hombres, el doctor dijo que te iba a matar, dijo, sin saber bien por qué, Rachel. El doctor dijo que me iba a matar, pero no dijo cuándo, respondió Joe, la fecha la pongo yo. Rachel miró a su alrededor y se dio cuenta, tomó la firme decisión de por fin darse cuenta, que en la casa sólo quedaban las dos sillas en las que estaban sentados y la mesa en la que Joe armaba sus líneas y dejaba descansar a su botella. Van a tener que regalar las sillas, y la mesa, dijo Rachel. Vino a tocarme la puerta a las cuatro de la mañana, baby, que querías que hiciera, respondió Joe.

Rachel fue al patio y desenterró con sus manos el arma que ella misma había enterrado un año atrás. Un año es suficiente, pensó. Las uñas se le llenaron de tierra. Los dedos se rasgaron y sangraron un poco. El arma estaba ahí. El arma estaba cargada.

De regreso a casa trató de no mirar el árbol en cuyas raíces, seguramente enredado, seguía descansando su hijo, pero no pudo. El árbol tenía dos años. El pequeño nunca llegaría a tanto.

Joe aspiró todo lo que pudo, lamió el interior de la fundita y se terminó de un trago lo que quedaba en la botella. Rachel entró a la cocina y le dio el arma. Joe la miró, quiso sonreír, no pudo, y le dijo, ¿no te quedas a ver el show? Rachel negó con la cabeza y salió de allí.

El disparo hizo temblar las paredes de la casa. Parte del estruendo salió por las ventanas y se perdió en St. Charles. Los vecinos alarmados salieron de sus casas mientras Rachel, la mujer más hermosa del mundo, se sacudía la tierra de las rodillas y caminaba siguiendo la dirección del tranvía, hacia downtown.


Relato basado en la versión de Cocaine Blues (Dave Van Ronk) que tocó Bob Dylan el 24 de agosto de 1997 en Vienna, Virginia, USA. El tema está incluido en Tell Tale Signs: The Bootleg Series Vol. 8 (2008)




Bonus track: la corta y encantadora versión de Keith Richards.



1.20.2010

I’ll Just Say Fare Thee Well


El Lexington Hotel queda en el 1021 de Airline Drive, en Kenner, Louisiana, uno de esos pueblos genéricos que podrían estar en cualquier parte de los Estados Unidos. Yo estoy en la habitación 227, a mi derecha hay una ventana que da a una piscina que no probaré, el tiempo no me lo permite. El Lexington es un Days Inn, un hotel de carretera para gente que está de paso. Estoy de paso, lo sé. De pronto todo esto ya pasó y todo lo que hago es tratar de prolongar un viaje que tenía que acabar un día.

Aunque en rigor no he pasado demasiado tiempo fuera del Ecuador, me veo más lejos que de costumbre. Durante estos días me he sentido, más o menos, al día. Me explico: en Ecuador uno siente que sin importar cuán rápida sea la conexión a Internet que el dinero pueda pagar, sigue viviendo en el pasado o, por lo menos, en un tiempo que no puede llamarse presente ni real. Acá está el presente y, a veces, el futuro. Me refiero a cosas tan simples y placenteras como ver una película que quieres ver el día de su estreno oficial y encontrar en las librerías precisamente eso que fuiste a buscar, y más. El tipo de cosas que, a la larga, hacen la vida más llevadera. Y, como todos sabemos, no es que USA sea el mejor lugar para vivir.


Ya no estoy en Seattle y solo Dios sabe todas las cosas que me quedaron pendientes de ver y hacer. Mejor así, siempre debe haber una razón para volver. Sin embargo, mi último día en la ciudad empezó con un viaje exprés a Aberdeen, donde nació Kurt Cobain. Fueron más las horas de camino que los minutos de recorrido. Aberdeen es más pequeño que Kenner, pero menos genérico, tiene su onda de pueblo pescador y en el downtown, que se extiende a lo largo de cuatro cuadras o menos, hay un Star Wars Shop que se publicita a un lado de la autopista. Izquierdo y yo fuimos hacia allá en una especie de peregrinaje nostálgico que le debíamos a la adolescencia, escuchando el flamante Live at Reading que Nirvana lanzó el pasado noviembre. (By the way, el disco está increíble). Nos tomamos la foto en ese letrero que dice Come As You Are, dimos una vuelta, nos preguntamos ¿qué hacía este man aquí?, luego fuimos a desayunar y empezamos a hablar de los temas de siempre: escribir, sobrevivir, have some fun in the mean time. Hablamos de lo irónico que resulta tener que “triunfar” en España para ser un escritor latinoamericano exitoso; de lo poco conocido que es el español ecuatoriano al lado del español argentino, mexicano, chileno o colombiano, por ejemplo, y de cómo esa soledad étnica es nuestra mayor debilidad y nuestra mayor fortaleza. Hablamos de salir del Ecuador y jugársela en otro lado y pensamos que si todos se van, ¿quién se queda? Hablamos de construir el país en el que queremos vivir, esto no significa hacer carreteras o puentes sino escribir novelas, grabar canciones, editar revistas, administrar un bar y tener un programa de radio. El Ecuador no debería ser un obstáculo, pero puta que es difícil.

Empiezo a volver. Libras de más. ¿Libros de más?, ¡no!, jamás, así haya que sacar ropa de la maleta para poder transportarlos o pagar el recargo criminal al que las aerolíneas llaman sobrepeso, absolutamente consciente de que ese peculio podría ser invertido en más libros. Dinero de menos, eso sí. Jodido pero contento, digamos. Con imágenes tridimensionales que subí a mi disco duro y se proyectan en tamaño IMAX al fondo de mi cabeza: Bourbon Street en año nuevo, un pulpo almorzando en el acuario de Seattle, las risas y los dibujos producidos por los hijos de El Zurdo y La Martu, ver el sol y la luna al mismo tiempo desde la ventana de un avión, una micro canción de Warren Zevon…

Ever look at your window, babe
And wonder what was going down in the street below
Out where the four winds blow
Ever stand at the crossroads, babe
And know it didn’t really matter which road you chose
Heaven knows
I’m a refugee from the mansion on the hill

And if you won’t leave me I’ll find someone who will

1.15.2010

Seattle, películas, Seattle


Hay varias maneras de recorrer una ciudad. Conozco gente que nunca ha salido del Ecuador y, gracias a ciertos libros o películas, sería capaz de guiarse sin problemas en, no sé, Rosario o Manchester, por ejemplo. Ver una ciudad en pantalla o leerla en papel es una forma de viajar y, en ciertos casos, una forma de realidad virtual tan poderosa como The Matrix. En esas estoy. Así me siento. Creo que he pasado más tiempo en salas de cine que en las calles. Tal vez no haya hecho el city tour de rigor ni me sepa de memoria los monumentos históricos de la ciudad (el más importante, obviamente, es el monumento de Hendrix, en Capitol Hill) pero sé que ahora conozco más de lo que conocía antes y que moverme de una sala a otra sin problemas equivale a encontrar un lugar para mí. Siento que llegué y me ubiqué.


Hace unos días, en casa, vimos Singles, la comedia-romántica-grungera de Cameron Crowe en la que Eddie Vedder, Stone Gossard y Jeff Ament son Citizen Dick, la banda de Matt Dillon. Singles pasa (¿las películas pasan o suceden?) en Seattle. La secuencia de créditos iniciales es como un tributo sobrio a la ciudad en la que, a comienzos de los noventa, pasaban muchas cosas que definirían a toda una generación. Ver las locaciones fue un placer. Estar ahí, aquí, donde está una película, potencia toda la experiencia y la hace memorable en el peor de los casos. Singles, ahora lo capto, es fallida, un poco ingenua y atolondrada, pero no es tonta, sabe perfectamente de lo que habla y aunque no lo articule muy bien le sobran onda y sentimiento. Ver Singles en Seattle es, me imagino, como ver Almodóvar en Madrid o leer El amor en los tiempos del cólera en Cartagena, esto último no me lo imagino, lo sé, es uno de mis mejores recuerdos.


Aquí vi The Imaginarium of Doctor Parnassus, la nueva de Terry Gilliam, una película que ningún cinéfilo, profesional o amateur, será capaz de ver objetivamente. Después de todo, Parnassus es la última aparición en pantalla de Heath Ledger y eso la convierte en un objeto meta cinematográfico, supongo. ¿Podría alguien hablar mal de esta película y dormir tranquilo?, tal vez dentro de unos años, cuando la cosa se haya enfriado, porque ahora sólo se puede disfrutar, solo se puede agradecer. Además, hay varias cosas impresionantes en Parnassus, empezando por el mismísimo imaginario, un lugar en el que el mundo es tal cual uno se lo imagina: cruzas un espejo hecho con papel aluminio y al otro lado te espera un universo creado enteramente por tu cabeza. Así, por ejemplo, el mundo ideal de una señora pelucona es un planeta en el que los zapatos de taco son gigantes y las perlas brotan brillantes de los jardines. Y, claro, uno se pregunta, varias veces, cuál sería su universo perfecto. Yo no sé que habría y que no en el mío. Pero estoy seguro de que el hígado sería mucho más resistente de lo que es ahora, todo sería gratis y yo tendría control absoluto sobre el paso del tiempo… ¡Ah!, otra cosa importante: en Parnassus, Tom Waits es el diablo, razón suficiente para jugarse el alma.


Por último, ayer, después de una corta pero constructiva visita al SAM (Seattle Art Museum), en la que vi una rata gigante que me impresionó gratamente y los soundsuits que hace Nick Cave con suéteres de lana usados y largas hebras de cabello humano, fui a ver Avatar en el IMAX del Pacific Science Center, al pie de la famosa Space Needle. Mi relación con James Cameron no es buena. Siempre le estaré agradecido por darnos Terminator pero, también, lo odiaré hasta el final de mis días por todo el daño que hizo cuando volvió a hundir el Titanic (que en su momento Santiago Roldós llamó apropiadamente Tontonic) y lo estrelló contra nosotros, mientras la desabrida y antipática Celine Dion cantaba la canción más odiosa del mundo. Pero bueno, ver Avatar se ha convertido en una especie de obligación (mérito de Cameron, sin duda) y yo quería ir al IMAX y era eso o una película sobre delfines en la que no salía Flipper. La buena noticia es que ahora lo entiendo todo. Sí, le salió, Cameron ha descubierto una nueva forma de hacer cine o, por lo menos, una nueva forma de filmar la ciencia ficción, algo no menor. La historia es predecible y oportunista, de ley, pero la animación, la puesta en escena, el montaje, todo lo técnico, digamos, es un placer. Igual creo que es muy larga y que lo realmente importantes es porqué George Lucas no esperó diez años más e hizo el Episodio I con las herramientas de Avatar.

Ok, gotta go. Hay mucho que ver antes de que empiecen los Golden Globes el domingo. See you at the movies.

1.12.2010

Cumplir 200 en Seattle


El post número 200 me sorprende en una ciudad en la que nunca había estado y en la que siempre había querido estar: Seattle, la ciudad más grande del estado de Washington, al noroeste de USA. Acá pasaron cosas que marcaron mi adolescencia. Durante los noventa Seattle era como un satélite con el que nos conectábamos, desde Portoviejo (y desde muchas otras partes del mundo), los adolescentes que preferíamos Nirvana a Baldor. No entendíamos muy bien de qué se trataba toda esa ira, pero la compartíamos porque si algo sabíamos era que estábamos desubicados y perdidos.

Supongo que hay muchas formas de celebrar estos 200 post, de hecho, estar de viaje y escribir en el Starbucks de un Barnes & Noble, cual pelada de Sex and the City, es una forma de celebración. Pensaba poner algo de música, como hice cuando llegué a los primeros 100, y escribir una nota a manera de agradecimiento. Pero ayer me pasó algo que aún me ocupa y que se me sale de los poros, incontenible.

Veamos. Al llegar a Seattle descubrí que uno de los encantos de NOLA es que es un pueblo, un pueblo maravilloso en el que uno puede pasear, escribir, comer y beber y volver a pasear. Un sitio perfecto para crear. Sin embargo, y por más raro que parezca, en NOLA no hay cines. Todos los movie theatres están fuera de la ciudad, en pueblos aún más pequeños en los que solo hay outlets, fast food, buffets y carreteras. Entonces, lo primero que se me vino a la mente cuando aterricé en el Tacoma Airport fue: voy a ir al cine, quiero verlo todo. Y en eso estoy.


Ayer vi tres películas en los cines del distrito universitario. 1) Youth In Revolt, la nueva película con Michael Cera, basada en la novela-indie-de-culto de C. D. Payne, una comedia efectiva que se atreve a estirar su trama hasta el absurdo: buena. 2) An Education, basada en las memorias de la periodista británica Lynn Barber, con guión de Nick Hornby (por cierto, Juliet, Naked no me mató, así que no habrá reseña) y la magnífica, joven y encantadora Carey Mulligan en el papel principal: muy buena. 3) The Road, la adaptación cinematográfica de la novela con la cual Cormac McCarthy ganó el Pulitzer hace unos años. Dirigida por el australiano John Hillcoat, cuya cinta anterior, The Proposition (súper guión de Nick Cave, por si acaso), está entre los grandes westerns de todos los tiempos. Con Viggo Mortensen y Charlize Theron: memorable.


Algo raro me está pasando con The Road. No puedo dejar de pensar en ella y lo que menos quisiera en este preciso momento es volver a verla. Si fuese una mujer no sería tan raro, pero es una película, nada más, nada menos. Ayer salí del cine mareado, golpeado, destrozado. Jorge Izquierdo, mi anfitrión acá en Seattle, me esperaba en su auto y cuando me preguntó qué quería hacer le dije vida real, bro, cuéntame cómo estuvo tu día, vamos a tu casa a ver a tus hijos jugar y reírse, por favor. Pero no podía dejar de hablar de la película, estaba colgado, en pleno loading. Jorge no ha visto la adaptación pero me dice que la novela lo sacudió y le sacó un par de lágrimas. Su confesión no me sorprendió en lo absoluto.

De pronto el mundo empieza a quemarse. Así, de repente, como si alguien hubiese aplastado un botón después de haber esperado durante todos estos años. El mundo se vuelve gris, frío, helado, y los sobrevivientes caminan como nómadas buscando comida, gasolina, ropa, lo que sea. También se comen los unos a los otros, como caníbales, y violan a las mujeres que andan solas. Aunque existen un millón de películas sobre el fin del mundo, The Road logra verse como la primera vez. Un hombre (Mortensen) y su hijo (Kodi Smit-McPhee, de trece años) caminan buscando el sur, buscando el mar, y tratando de no morir en el intento. El niño nació poco después del gran fuego y su único referente del mundo es su padre. La madre (Theron), que propuso que se suicidaran todos, desapareció hace algún tiempo. Para el niño, su padre es todo, la verdad, la vida misma. Pero el padre sabe que no estará ahí para siempre y que al parecer no hay tal cosa como la salvación y que sólo pueden aspirar a vivir más, solo un poco más para ver qué pasa, aunque lo más probable es que no pase nada.


Un padre y su hijo van por el camino y encuentran cosas y encuentran gente que quiere matarlos y comérselos. Largas secuencias de caminata, en el frío, bajo la lluvia, con la ropa desgarrada y escupiendo sangre y guardando dos balas para, llegado el momento, volarse la cabeza por mano propia. Mucho silencio y mucha neblina y muchos primeros planos que lo dicen todo. Paso a paso, el padre trata de enseñarle al hijo que tarde o temprano tendrá que defenderse por sí solo y que llegará ese momento en el que, tal vez, tenga que matar para no morir. El hijo tiene esperanza porque no conoce el mundo, porque está joven, porque lleva el fuego en su interior, un fuego acaso mayor que las llamas que lo persiguen y derriten la nieve.

24 horas después sigo pensando en The Road, en la fuerza de la soledad, en el peso de la desesperación, en la pureza del amor y en el poder del cine.



1.08.2010

New Orleans 4


Hoy conocí la casa en la que William Faulkner escribió sus primeras novelas, Soldiers’ Pay y Mosquitoes, publicadas en 1926 y 1927 respectivamente. Es un edificio estrecho de tres pisos, en el número 624 del Pirate’s Alley, cerca de la catedral en la que se supone el escritor compraba licor a un joven sacerdote de la época. Faulkner, que luego de una noche de juerga solía desayunar donas que remojaba en whisky, compartió el ático del edificio con el artista plástico William Spratling durante un año, de 1925 a 1926. Cuando recibió un adelanto por las esperadas regalías de Mosquitoes, Faulkner regresó a New Orleans y dio una gran fiesta en el Galatoire’s, donde divina y coincidencialmente cené la última noche del 2009. Actualmente, una librería llamada, cómo no, Faulkner House Books, funciona en el primer piso. No hay demasiados libros pero algo sentí al entrar, algo que se volvió fuerte cuando vi, al fondo, una foto de Ernest Hemingway autografiada, justo arriba de un poema llamado The Eyes, firmado por Tennessee Williams. Y mientras me llenaba de valor para volver al frío y la lluvia del French Quarter pensé: ya extraño esta ciudad.


He llegado a la mitad del viaje. Próxima parada: Seattle, WA. Voy a atravesar este país de costa a costa, por aire, para conocer la ciudad donde nació Jimi Hendrix y donde el Grunge tuvo mucho más que quince minutos de fama. El dinero empieza a faltar así que mejor moverse a la casa de un amigo porque una vez que el problema techo está solucionado todo es más fácil, mucho más fácil. Hoy me robé unos croissants gordos del desayuno y con eso aguanté todo el día y me sentí, no sé, como más joven o por lo menos un poco más joven. Mañana-hoy viernes es mi último día completo en NOLA y tengo planeado un tour literario que saqué de un librito maravilloso llamado Literary Levees of New Orleans, escrito por Alan Brown, un tipo admirable que se dio el trabajo de localizar, con santo y seña, dónde vivieron, escribieron, comieron, bebieron y bailaron Faulkner, Williams, Capote y Rice, entre otros y otras. Gracias al libro de Brown, que tiene apenas 74 páginas (con letra de biblia, eso sí) sé que William Burroughs y su esposa Joan vivieron del otro lado del Mississippi, en Algiers, LA, que Kerouac vino a visitarlo en 1949 (una versión del viaje es la que quedó en On The Road) para contarle que no tenía editorial y pedirle prestado algo de dinero. Burroughs, que por entonces vendía heroína para poder consumir heroína, no le hizo el menor caso y lo despachó sin pena ni gloria. Así, sin un centavo pero con la frente en alto, se fue de NOLA uno de sus hijos naturales: Truman Capote. Una vez que se le acabó el dinero con el que alquilaba un cuarto en el que escribió parte de Other Voices, Other Rooms, y que el intento por vender sus pinturas en Jackson Square (a.k.a. Plaza de Armas, a escasos metros de donde escribo esto) fracasó miserablemente, Capote cogió sus cosas y se largó para New York y, bueno, todos sabemos cómo termina esa gran historia.


Pero no todo son escritores muertos y pretenciosa nostalgia. Hace unos días pasó algo que, a estas alturas del partido, no puede ser nada menos que gracioso. Mientras trataba de encontrar el 1660 de Annunciation St., donde funciona un hostal para estudiantes-mochileros en el que se consiguen camas por $17,oo la noche, vi a Nicolas Cage entrar al Cochon: Cajun Southern Cooking, en Tchoupitoulas y Andrew Higgins St. Sí, Nicolas Cage, lo juro. Bajó de un 4x4 inmenso, blanco y de vidrios oscuros. Iba con una niña, una chica que parecía la niñera de la pequeña y dos adolescentes medio metaleros-góticos, él y ella, entrados en carnes y con la clásica cara de la vida me apesta. Me paré a unos metros y sí, claro, me dije oe, aguanta, ¿ese no es…?, a ver, no me jodas, ¿en serio? Y sí, sí era. Tal cual. Un poco más flaco que de costumbre y con candado. Por un momento pensé en acercarme y decirle sin importar lo que el mundo piense de ti yo te admiro, loco, me has dado grandes momentos y hasta apareces, ¡dos veces!, en una novela que escribí. Pero me aguanté. Habría sido de pésimo gusto.


1.05.2010

New Orleans 3


Despacho desde el cuarto 227 del hotel Place d’ Armes, diagonal a la hermosa Plaza de Armas, en pleno French Quarter. El edificio es antiguo, o sea, es viejo, pero bien mantenido. Tres de las cuatro paredes de la habitación están cubiertas con papel tapiz, verde, a rayas, como si aquí adentro durmieran muñecas cuya dueña es una niña de seis años que vive en 1927. La otra pared es un muro de ladrillo visto, puro y duro, algunos bloques más oscuros que otros, unos cuantos rojos-rojos. Ayer estaba en otro hotel, pero ese barco ya zarpó y me cambié al Place que está dentro de mi presupuesto de viajero indie. El otro hotel era moderno y ofrecía servicio de buffet en el desayuno. Pero acá, donde Stephen King podría hacer de las suyas, siento que he vuelto a llegar a NOLA.


La ciudad es otra. La temperatura bajó, mucho, y el frío te corta la cara cuando se junta con el viento que viene desde el río. A veces sale el sol y miro al cielo para calentarme unos segundos y agradecer. Las calles no están vacías, pero parecen solitarias cuando las comparo con esa locura que se tomó la ciudad hace unos días. Está claro que los turistas también trabajan o, más bien, tienen que trabajar. Ayer fue el primer día laborable del 2010 y los mismos fanáticos de los Catbears de Cincinnati que andaban por aquí aullando y tomando hand grenades (ron, gin, vodka, aguardiente y licor de melón sobre hielo raspado) deben estar detrás de un escritorio respondiendo llamadas o tratando de vender un KIA cero kilómetros. Los fanáticos de los Saints de New Orleans, por su parte, han vuelto al mostrador Walgreens y a los locales del Riverside Walk.


Supongo que esta es la resaca después de la fiesta de fin de año. Gente muy abrigada que camina con las manos guardadas en los bolsillos y la mirada en el piso. Un trombonista que mira hacia todos lados y no ve a nadie pero sigue tocando igual porque, tarde o temprano, alguien llegará al Café Du Monde y pedirá french roast coffee y una orden de biegnets (donas a la francesa, digamos; no creo que a Homero le gustarían mucho, la verdad). Yo tengo ropa sucia que lavar y acabo de descubrir que al final de la calle Decateur, que dicho sea de paso es una de las más agradables de la ciudad, hay un lugar llamado Check Point Charlie’s (en honor al paso fronterizo del Muro de Berlín) que, además de bar, tiene servicio de lavandería (lo que hace posible que alguien, de verdad, quiera acompañarte mientras tus trapos sucios se enjuagan). La combinación perfecta: llevas tu ropa sucia en una funda, pones dos dólares en la máquina y mientras tu mugre empieza a desprenderse de la fibra tu caminas hacia el bar, te sientas y pides lo que te dé la gana. Luego te levantas, cambias la ropa de la lavadora a la secadora, otros dos dólares mediante, y continúas con lo importante. El tiempo seguro da para ponerse medio happy. Hace un rato estuve ahí y me recibieron con Lick It Up, de KISS. Este lugar no puede ser tan malo, pensé.


Empieza otro tipo de verdad. Una verdad más behind the scenes y con menos volumen y menos dinero que la de la semana pasada. La NOLA de este momento es más discreta y tal vez por eso estoy escribiendo ahora mismo, porque quiero hablarle al oído. En el patio del Place hay una pequeña piscina que debe estar helada. Las hojas de los árboles flotan en la superficie, junto a los insectos. Mientras tanto, empiezo a escuchar Wilco (the album) y noto, algo sorprendido, que el iTunes lo cataloga automáticamente como country. Wilco usa muchas guitarras acústicas, sí, pero, ¿country?, no creo. Las cosas tienen diferentes nombres para todos y, al parecer, también para las máquinas. Quizás otra compu reciba este disco y lo ponga en alternative o algo así.


1.01.2010

New Orleans 2 (especial de fin de año)


Son las 18h22 acá en New Orleans y yo recién junto las fuerzas para salir de la cama, echarme la laptop al hombro, abrigarme y bajar al lobby del hotel para conectarme en el Business Link. Me duele la cabeza y creo que sigo mareado o por lo menos algo sedado después de recibir el 2010 en la mítica, escandalosa e imparable Bourbon Street.

El 2009 fue un año productivo. Salí de la oficina de Dinediciones (me refiero solo al espacio físico, pues periodística y sentimentalmente hablando Diners y SoHo siguen siendo mi casa) en febrero y le aposté todo a la ficción. Tenía un trabajo estable, en el que personas maravillosas me permitieron viajar mucho y escoger los temas de mis crónicas, sin embargo, en algún momento el motor se sobrecalentó y mientras el agua hirviendo bañaba al radiador decidí que era hora de jugármela por proyectos personales porque, mal que mal, mejor arriesgarse ahora que no tengo familia que mantener ni cuentas que rendir. Así empezó un año en el que terminé mi colaboración en el guión de Pescador (Cordero seguirá escribiendo, sin duda, ése es su estilo: escribir hasta que llegue el rodaje. Way to go, bro!), grabé el EP No Somos Siameses con Los Pescados y le entregué HD a Alfaguara (dicen las malas lenguas que ya se agotó en algunas librerías, ¡gracias totales!). O sea que no fue exactamente un año sabático sino más bien un año privado al que había que despedir por todo lo alto. Y así fue.


Todo empezó con una cena familiar en el Galatoire’s, 209 Bourbon, junto a un local llamado Bourbon Strip TEASE en el que venden Lingerie & Adult Gifts. Pero al contrario de lo que seguramente están pensando, el Galatoire’s no es un antro de perdición en el que se reúnen los pimps a beber y ajustar cuentas sino un sitio clásico (descante, diría mi madre) que podría estar, por ejemplo, en una película de Robert Altman (en la carta de vinos había un Champagne que costaba 1,600, Krug Blanc de Blancs, Clos du Mesnill). Comí las mejores Lamb Chops que he probado en mi vida y despaché varios gin tonics que me pusieron a tono con la ocasión. La cena fue agradable y aunque estoy seguro de que mi padre piensa que todavía no tengo un trabajo de verdad y en cualquier momento moriré de hambre bajo alguno de los puentes que cruzan el río Portoviejo, la pasamos bien: reímos, comimos y bebimos como una familia disfuncional que, cuando quiere, funciona (el truco, creo, es ceder sin rendirse y aceptar que no todos vivimos en el mismo mundo).


La media noche nos sorprendió entre el mar de gente que cruzaba la Bourbon de un lado para el otro. Acá no se sientan a cenar a las 00h00 sino que salen a la calle y gritan, más aun si son fans de algún equipo de football americano de los que están jugando el Sugar Bowl en NOLA (fans insoportables, dicho sea de paso). Los adultos responsables se retiraron de la escena y los menores nos metimos al heart of darkness. La gente lanzaba collares de los balcones (pero no, ninguna chica se levantó la blusa) y te regalaba tragos. Cientos de personas festejando al mismo tiempo y cruzando las veredas para entrar a uno de los mil bares que funcionan en Bourbon. Imaginen Montañita, o Baños, en carnaval, cuando parece Saigón. Ya pez, es así pero multiplicado por cien mil, sin reggaetón y con mucha onda. Caminamos y caminamos hasta que nos metimos en el Fritzel’s, un euro jazz pub que abrió por primera vez sus puertas en 1969. La música estuvo increíble: cuarteto de piano, clarinete, contrabajo y batería tocando el propio jazz de NOLA, ese que algunos llaman parade music y que te prende sí o sí. De pronto vi un dispensador de Jägermeister y, obvio, vi la luz que alumbraría mi camino. Tomamos ice cold shots de Jäger bien despachados por una bar tender rusa mientras el pianista, que era ciego, tocaba el cielo con las manos y el baterista, un gordo inmenso que parecía un cangrejo y tocaba como los dioses, hacia sonoras maravillas rítmicas. El lugar es pequeño y estaba a reventar. En la televisión Jimmy Fallon entrevistaba a Tommy Lee y me pareció bacán brindar con uno de los héroes de mi infancia, ¡aguante Mötley Crüe, carajo! La host era como una joven Angelica Houston de ojos saltones, larga y alta y metida en un atuendo súper Morticia Adams que la hacía ver irresistible. No sé a qué hora entramos pero cuando salimos ya era bastante tarde o, más bien, temprano. La calle seguía prendida y no pudimos resistir la tentación de entrar al Larry Flint’s Hustler Club donde sí, claro, había mujeres y estaban bien pero no tan bien como en las revistas y el ambiente era neón decadente y en las pantallas pasaban partidos de football americano. La noche estaba hecha y no tan derecha y retirarse nos pareció lo apropiado. Salimos por la puerta grande y me di cuenta de que me sentía feliz. Ahora bien, estar feliz no es lo mismo que ser feliz pero se le acerca bastante.


Camino al hotel encontramos un McDonald’s 24 hours y cometimos el groso error de entrar y desayunar. Ni los tragos que me brindaron los extraños ni la moderna decadencia del Hustler Club me hicieron tanto mal como el puto McDonald’s. De regreso al hotel pensé que moriría. El ardor en el estómago era insoportable y para mantener la cordura hice lo que hizo la bella Kristen Stewart cuando era una niña atrapada en el Panic Room con Jodie Foster, repetir en voz alta, varias veces, como un mantra: Rubber Soul, Revolver, Sargeant Pepper’s, White Album, Abbey Road, Let It Be.


Llegué, me metí a la ducha y luego me metí a la cama, que es precisamente donde pienso volver en este momento. Adiós 2009, fue un placer. Hola 2010, vamos a ver qué onda contigo.


Seguimos parados.